Detrás de Diane venía En y dos docenas de sus primos y un número similar de desconocidos, todos con destino al nuevo mundo. Jala los hizo pasar al interior. Luego deslizó la puerta de acero corrugado del almacén. La luz se atenuó. Diane me pasó el brazo por el hombro y la ayudé a caminar hasta un espacio relativamente limpio bajo una de las grandes lámparas de mercurio halogenado. Ibu Ina desenrolló un saco de yute para que Diane se tumbara.
—El ruido —dijo Ina.
Diane cerró los ojos tan pronto como estuvo horizontal, despierta, pero obviamente agotada. Le desabotoné la blusa y empecé a despegarla, con suavidad, de la herida.
—Mi maletín médico… —dije.
—Sí, por supuesto. —Ina llamó a En y lo envió al piso superior del almacén para que bajara las dos sacas, la mía y la suya—. El ruido…
Diane hizo una mueca de dolor cuando empecé a retirar el tejido empapado de la sangre semicoagulada de la herida, pero no quería medicarla hasta que no hubiera visto la extensión de la herida.
—¿Qué ruido?
—Exactamente —dijo ella—. Los muelles deberían ser ruidosos a estas horas de la mañana. Pero hay silencio. No hay ruido.
Alcé la cabeza. Tenía razón. Ningún ruido, excepto la cháchara nerviosa de los aldeanos minang y un tamborileo distante que era el sonido de la lluvia sobre el elevado tejado de metal.
Pero no era momento de preocuparse por eso. —Ve y pregúntale a Jala —dije—. Averigua qué es lo que ocurre.
—Es superficial —dijo Diane. Inspiró profundamente. Tenía los ojos fuertemente cerrados por el dolor—. Al menos creo que es superficial.
—Parece una herida de bala.
—Sí, los Reformasi encontraron el piso franco de Jala en Padang. Afortunadamente ya nos estábamos marchando. ¡Ag!
Tenía razón. La herida en sí era superficial, aunque requeriría sutura. La bala había atravesado el tejido graso justo por encima de la pelvis. Pero el impacto la había dejado muy magullada allí donde la piel no se había roto y me temía que se extendiera hacia muy adentro, que la contusión hubiera desgarrado algo en su interior. Pero no había sangre en su orina, según dijo ella, y su presión y su pulso estaban a niveles razonables dadas las circunstancias.
—Quiero darte algo para el dolor, pero tenemos que coser esto.
—Cóselo si tienes que hacerlo, pero no quiero calmantes. Tenemos que salir de aquí.
—No te gustaría que te suturase sin anestésicos.
—Algo local, entonces.
—Esto no es un hospital. No tengo nada local.
—Entonces cóselo y ya está, Tyler. Puedo aguantar el dolor.
Sí, ¿pero lo aguantaría yo? Me miré las manos. Limpias, había agua corriente en el lavabo del almacén e Ina me había ayudado a ponerme unos guantes de látex antes de atender a Diane. Limpio y entrenado. Pero las manos me temblaban.
Nunca había tenido reparos respecto a mi trabajo. Ni siquiera cuando era un estudiante de medicina, ni siquiera cuando hacía disecciones. Siempre había sido capaz de desconectar el circuito de empatía que nos hacía sentir el dolor de otra persona como si fuera el nuestro. Fingir que la arteria desgarrada que reclamaba mi atención era algo que no tenía relación con un ser humano vivo. Fingir, y durante los minutos necesarios, creer en ello realmente.
Pero ahora me temblaban las manos, y la idea de atravesar con una aguja los bordes de esa herida sangrante y carnosa me parecía brutal, cruel, inaceptable.
Diane me puso la mano en la muñeca para que dejara de temblar.
—Es una de las cosas de ser un Cuarto —dijo ella.
—¿El qué?
—Te sientes como si la bala te hubiera atravesado a ti en vez de a mí, ¿verdad?
Asentí, anonadado.
—Le pasa a los Cuartos. Creo que se supone que es para hacernos mejores personas. Pero sigues siendo un doctor. Tendrás que trabajar pese a eso.
—Si no puedo —dije—, dejaré que lo haga Ina.
Pero pude. De alguna manera, pude.
Ina volvió de su charla con Jala.
—Hoy iba a haber acciones sindicales —dijo ella—. La policía y los Reformasi están en las entradas y pretenden tomar el control del puerto. Se prevé conflicto. — Miró a Diane—. ¿Cómo estás, querida?
—En buenas manos —susurró Diane. Tenía la voz enronquecida.
Ina inspeccionó mi trabajo.
—Competente —dictaminó.
—Gracias —dije.
—Bajo las presentes circunstancias. Pero escúchame, escúchame. Tenemos que irnos urgentemente. Ahora lo único que hay entre nosotros y la cárcel es una huelga laboral. Tenemos que subir a bordo del Capetown Maru inmediatamente.
—¿La policía nos está buscando?
—Creo que no, no específicamente. Jakarta ha entrado en alguna especie de tratado con los americanos para suprimir el tráfico de emigrantes en general. Los muelles serán registrados aquí y en otros sitios, de forma muy visible y pública, para impresionar a la gente del consulado estadounidense. Por supuesto, no durará mucho. Hay demasiado dinero que cambia de manos para eliminar de verdad el tráfico. Pero como efecto puramente cosmético, no hay nada como policías de uniforme sacando a gente a rastras de las bodegas de los buques de carga.
—Fueron a la casa de Jala —dijo Diane.
—Sí, son conscientes de que tú y el doctor Dupree estáis aquí; idealmente, les gustaría teneros bajo custodia, pero no es ésa la razón por la que la policía está formando frente a las puertas. Los barcos siguen saliendo del puerto, pero eso no durará mucho. El movimiento sindical es poderoso en Teluk Bayur. Pretenden plantar cara y pelear.
Jala gritó desde la entrada palabras que no entendí.
—Ahora sí que nos tenemos que marchar —dijo Ina.
—Ayúdame a hacer una camilla para Diane.
Diane intentó sentarse.
—Puedo caminar.
—No —dijo Ina—. En este caso creo que Tyler tiene razón. Intenta no moverte.
Usamos más tramos de yute trenzado para construir una especie de hamaca para Diane. Cogí un extremo e Ina llamó a uno de los minang más robustos para que cogiera el otro.
—¡Deprisa! —gritó Jala, haciéndonos señas en medio de la lluvia.
Estación de monzones. ¿Aquello era un monzón? La mañana parecía un atardecer. Nubes como repentinos fardos de lana atravesaban las aguas grises de Teluk Bayur, recortando partes de las torres y radares de los petroleros de doble casco. El aire era bochornoso y parecía rancio. La lluvia nos caló mientras cargábamos a Diane en el coche que esperaba. Jala había dispuesto un pequeño convoy para su grupo de emigrantes: tres coches y un par de camionetas de carga con neumáticos de caucho duro.
El Capetown Maru estaba atracado al final de un espigón de cemento a cuatrocientos metros de distancia. A lo largo de los muelles en dirección opuesta, detrás de hileras de almacenes, zonas de descarga de materiales industriales y rechonchos tanques de combustibles pintados de blanco y rojo, se congregaba una densa multitud de trabajadores portuarios cerca de las entradas al puerto. Bajo el tamborileo de la lluvia pude oír a alguien gritando cosas por un megáfono. Y luego un sonido que podría o no ser el de disparos.
—Meteos dentro —dijo Jala, urgiéndome a sentarme en el asiento de atrás del coche donde Diane se retorcía por su herida como si estuviera rezando—. Deprisa, deprisa. —Se sentó al volante del coche.
Eché un último vistazo a la multitud oscurecida por la lluvia. Algo del tamaño de un balón de fútbol se alzó muy por encima de la multitud, trazando espirales de humo en su vuelo. Una granada de gas lacrimógeno.
El coche se puso en marcha con un acelerón.
—Eso no es sólo la policía —dijo Jala mientras conducía por el espigón—. La policía no sería tan idiota. Esos son Nuevos Reformasi. Matones callejeros reclutados en las barriadas de Jakarta y vestidos con uniformes del gobierno.
Uniformes y armas. Y más gas lacrimógeno, nubes enteras que se fundían con la neblina de la lluvia. La muchedumbre empezó a disolverse por su perímetro.
Se oyó un boom distante y una bola de fuego se elevó unos metros en el cielo.
Jala lo vio en el retrovisor.
—¡Dios santo! ¡Pero qué idiotas! Alguien le ha disparado a un barril de gasolina. Los muelles…
Las sirenas aullaron sobre las aguas mientras seguíamos el espigón. Ahora la multitud era presa de verdadero pánico. Por primera vez fui capaz de ver una línea de policías cargando a través del portón de entrada al puerto. La vanguardia llevaba armas pesadas y máscaras negras antigás.
Un camión de bomberos salió de un cobertizo para vehículos y bramó hacia la entrada.
Subimos una serie de rampas y nos detuvimos donde el espigón estaba al mismo nivel que la cubierta principal del Capetown Maru. El Capetown Maru era un viejo carguero de bandera de conveniencia pintado de blanco y naranja óxido. Una corta pasarela de acero estaba emplazada entre la cubierta y el espigón, y los primeros minang ya estaban escabullándose por ella.
Jala saltó fuera del coche. Para cuando hube conseguido poner a Diane de pie sobre el muelle, apoyándose en mí y descartando la camilla de yute, Jala ya se hallaba en medio de una acalorada discusión en inglés con el hombre que estaba en un extremo de la pasarela: si no era el capitán o el piloto del barco, entonces era una figura de similar autoridad, un hombre rechoncho con un turbante sij y mandíbula sombríamente tensa.
—Lo acordamos hace meses —decía Jala.
—… pero con este tiempo…
—… con cualquier tiempo…
—… pero sin permiso de la autoridad portuaria…
—… sí, pero no hay ninguna autoridad portuaria… ¡mira!
El gesto de Jala era puramente retórico. Pero señalaba con su mano en dirección a los tanques de combustible y gas cerca de la entrada principal cuando uno de los tanques estalló.
No llegué a verlo. La onda expansiva me tiró al suelo de cemento y sentí el calor de la explosión en la nuca. El sonido fue ensordecedor pero llegó un instante después como un añadido de último momento. Rodé hasta quedar de espaldas tan pronto como puede moverme, los oídos me zumbaban. Los tanques de combustible para aviones, pensé. O cualquier otra cosa que almacenaran allí. Benceno. Queroseno. Gasolina o incluso aceite de palma sin refinar. El fuego debió de extenderse, o la incompetente policía abrió fuego en una dirección poco recomendable. Giré la cabeza para buscar a Diane y la encontré a mi lado, más perpleja que asustada. Pensé: no oigo la lluvia. Pero había sonido, perfectamente audible y mucho más temible: el ting de los escombros que caían a tierra. Esquirlas de metal, algunas de ellas ardiendo. Ting, cuando golpeaban contra el espigón o la cubierta de acero del Capetown Maru.
—Agachad las cabezas —gritaba Jala, su voz como procedente de debajo del agua, sumergida—: ¡Agachad las cabezas, todo el mundo, agachadlas!
Intenté cubrir el cuerpo de Diane con el mío. El metal ardiente caía a nuestro alrededor como granizo o se estrellaba con un chapoteo contra las aguas oscuras durante interminables segundos. Y entonces simplemente se detuvo. No caía nada excepto la lluvia, suave como el susurro de unos platillos resonantes.
Nos levantamos. Jala ya estaba empujando cuerpos por la pasarela, dirigiendo miradas temerosas a la llamas.
—¡Puede que no sea la única! ¡Subid a bordo, todos, vamos, vamos! —Hizo pasar a los aldeanos entre la tripulación del Capetown Maru que estaba ocupada extinguiendo fuegos sobre la cubierta y soltando amarras.
El viento sopló el humo hacia nosotros, ocultando la violencia en el puerto. Ayudé a Diane a subir a bordo. Se encogió de dolor a cada paso, y los vendajes de su herida empezaban a mancharse de sangre. Fuimos los últimos en subir la pasarela. Un par de marineros empezaron a retirar la estructura de aluminio en cuanto pasamos, las manos sobre los cabrestantes pero los ojos dirigiéndose hacia la columna de fuego en tierra.
Los motores del Capetown Maru trepidaron bajo la cubierta. Jala me vio y acudió a coger a Diane por el otro brazo. Diane se percató de su presencia y dijo:
—¿Estamos a salvo?
—No hasta que salgamos del puerto.
Por todas partes sobre las aguas verdigrises sonaban sirenas y silbatos. Todo barco que podía moverse se dirigía al océano abierto. Jala volvió a mirar al espigón y se tensó…
—Vuestro equipaje —dijo.
Lo habían puesto en una de las camionetas de carga. Dos baqueteadas maletas rígidas llenas de papeles, fármacos y archivos digitales. Y allí seguían, abandonadas.
—Volved a poner esa pasarela —les ordenó Jala a los marineros.
Se lo quedaron mirando, inseguros acerca de qué autoridad tenía. El primer oficial se había marchado hacia el puente. Jala sacó pecho y dijo algo contundente en un idioma que no reconocí. Los marineros se encogieron y volvieron a tender la pasarela hacia el espigón.
El sonido de las máquinas del barco pareció adquirir una nota más grave.
Bajé la pasarela corriendo, el aluminio corrugado resonaba bajo mis pies. Agarré las maletas. Miré atrás por última vez. Desde la zona que conectaba con tierra del espigón venía corriendo un destacamento de una docena de Nuevos Reformasi hacia el Capetown Maru.
—¡Zarpad! —gritaba Jala como si fuera el dueño del barco—. ¡Zarpad, ahora mismo, pero ya!
La pasarela empezó a retirarse. Tiré el equipaje a la cubierta y trepé por ella a cuatro patas.
Llegué a la cubierta antes de que el barco comenzara a moverse.
Entonces explotó otro tanque de combustible y la onda expansiva derribó a todo el mundo.