Cinco fotografías del delta del Kirioloj

Es difícil capturar la brutal locura de los tiempos.

Algunos días casi parecía liberadora. Más allá de nuestra trivial ilusión del cielo, el sol seguía expandiéndose, las estrellas se quemaban o nacían, un planeta muerto había sido imbuido de vida y había evolucionado una civilización que rivalizaba o superaba a la nuestra. Más cerca de casa, los gobiernos eran depuestos y reemplazados, y sus reemplazos derrocados; las religiones, filosofías e ideologías se metamorfoseaban y se fundían y engendraban retoños mutantes. El viejo y ordenado mundo empezaba a derrumbarse. Nada crecía en las ruinas. Cogíamos el amor cuando estaba verde y saboreábamos su acidez: Molly Seagram me amaba, suponía, principalmente porque yo estaba disponible. ¿Y por qué no? El verano se acababa y la cosecha parecía incierta.

El largo tiempo difunto movimiento del Nuevo Reino había empezado a parecer al mismo tiempo presciente y completamente mojigato; su tímida rebelión contra el antiguo consenso eclesiástico era una sombra de nuevas devociones mucho más extremas. Aparecían cultos dionisíacos como setas en todas partes del mundo occidental, despojados de la piedad y la hipocresía del viejo NR: clubs de sexo con banderas o símbolos sagrados. No desdeñaban los celos humanos, sino que los abrazaban o incluso se deleitaban en ellos: los amantes despechados preferían las pistolas del 45 a corta distancia, una rosa roja sobre el cuerpo de la víctima. Era la tribulación reconfigurada como drama isabelino.

Simon Townsed, si hubiera nacido una década después, podría haberse tropezado con una de esas ramas de espiritualidad a lo Quentin Tarantino. Pero el fracaso del NR lo había dejado desilusionado y anhelando algo más simple. Diane me seguía llamando de vez en cuando, una vez al mes o así, cuando los auspicios eran favorables y Simon no estaba en casa, para ponerme al día de su situación o simplemente recordar los viejos tiempos, avivando los recuerdos como si fueran rescoldos para calentarse al calor de ese fuego. No había mucho calor en casa, aparentemente, aunque su situación financiera había mejorado un poco. Simon se ocupaba del mantenimiento a tiempo completo del Tabernáculo del Jordán, su pequeña iglesia independiente; Diane hacía trabajos administrativos temporales de vez en cuando que a menudo la dejaban sin nada que hacer en su apartamento o escabullándose a la biblioteca local para leer libros que Simon desaprobaba: novela contemporánea, acontecimientos actuales. El Tabernáculo del Jordán, dijo ella, era una iglesia del «desapego al siglo»; a los parroquianos se les animaba a apagar la tele y evitar los libros, los periódicos y otros productos culturales efímeros. O se arriesgaban a enfrentarse al Éxtasis en una condición impura.

Diane nunca defendía esas ideas, nunca me daba un sermón, pero las aceptaba, tenía mucho cuidado de no cuestionarlas. A veces me volvía un poco impaciente con todo eso.

—Diane —dije una noche—, ¿de verdad te crees todas esas cosas?

—¿Qué «cosas», Tyler?

—Elige la que quieras. No tener libros en casa. Los Hipotéticos como agentes de la parusía. Toda esa mierda. — (Había bebido una cerveza de más).

—Simon sí cree en ello.

—No te he preguntado por Simon.

—Simon es más devoto de lo que soy yo. Le envidio por eso. Sé cómo debe sonar «Tira esos libros a la basura», como si estuviera comportándose de forma monstruosa, arrogante. Pero no es así. Es un acto de humildad, de verdad, un acto de sumisión. Simon puede entregarse a Dios de una forma que yo no soy capaz.

—Qué afortunado, Simon.

—Simon es afortunado. Tú no puedes verlo, pero está en paz. Ha encontrado una especie de ecuanimidad en Jordán. Puede mirar al Spin a la cara y sonreír, porque sabe que está salvado.

—¿Y qué pasa contigo? ¿Tú no estás salvada?

Dejó que un largo silencio se deslizara por la línea telefónica.

—Ojala la cuestión fuera tan simple. De verdad que sí. A veces pienso que no se trata de mi fe. Quizá la fe de Simon baste para los dos. Que es tan poderosa que yo puedo subirme a ella y dejar que me lleve un trecho. Es muy paciente conmigo, de verdad. Lo único sobre lo que discutimos es sobre tener niños. La iglesia nos anima a ello. Y yo lo entiendo, pero con el dinero que tenemos, y… ya sabes… tal y como está el mundo…

—No es una decisión que se te pueda forzar a tomar.

—No quería insinuar que me está forzando. «Ponlo en las manos de Dios», me dice. «Ponlo en las manos de Dios y todo saldrá bien.»

—Pero eres demasiado lista para creerte eso.

—¿Lo soy? Oh, Tyler, espero que no. Espero que no sea verdad.


Molly, por otro lado, no quería tener nada que ver con lo que llamaba «toda esa mierda de Dios». Sálvese quien pueda, ésa era la filosofía de Molly. Especialmente, decía, si el mundo se estaba despegando y ninguno de nosotros iba a vivir más allá de los cincuenta años.

—No tengo intención de pasarme ese tiempo arrodillada.

Era dura por naturaleza. La familia de Molly eran granjeros. Se habían pasado diez años en discusiones legales sobre un proyecto de extracción de petróleo a partir de arenas bituminosas limítrofe con su propiedad y que estaba envenenando lentamente sus tierras. Al final cambiaron su rancho por un acuerdo fuera de tribunales lo suficientemente grande para permitirles un cómodo retiro para ellos y una educación decente para su hija. Pero era el tipo de experiencia, decía Molly, que encallecería el culo de un ángel.

Poca cosa del cambiante paisaje social la sorprendía. Una noche nos sentamos frente a la tele mirando las noticias sobre los disturbios de Estocolmo. Una multitud de pescadores de bacalao y radicales religiosos tiraban ladrillos por las ventanas e incendiaban coches; los helicópteros de la policía rociaron a la muchedumbre con espuma inmovilizadora hasta que gran parte de la Gamla Stan parecía algo que hubiera tosido un Godzilla tuberculoso. Hice un comentario idiota sobre lo mal que se comporta la gente cuando están asustados, y Molly dijo:

—Vamos, Tyler, ¿de verdad tienes algo de simpatía por esos gilipollas?

—No he dicho eso, Moll.

—¿El Spin les da carta blanca para destrozar el edificio de su parlamento? ¿Porque están asustados?

—No es una excusa. Es un motivo. No tienen futuro. Creen que están condenados.

—Condenados a morir. Bueno, bienvenidos a la condición humana… Ellos morirán, tú morirás, yo moriré… ¿y cuando no ha sido ése el caso?

—Todos somos mortales, pero solíamos tener el consuelo de que la especie humana continuaría sin nosotros.

—Pero las especies también son mortales. Lo único que ha cambiado es que de repente no hay una salida en el nebuloso futuro. Es posible que todos muramos juntos de forma espectacular dentro de unos años… pero eso sigue siendo sólo una posibilidad. Puede que los Hipotéticos nos mantengan con vida mucho más tiempo, sean cuales sean sus indescifrables razones.

—¿Y eso no te asusta?

—¡Por supuesto que sí! Todo eso me asusta. Pero ése no es motivo para salir a la calle a matar gente. —Gesticuló hacia la tele. Alguien había lanzado una granada al Riksdag—. Esto es tan insoportablemente estúpido. No se consigue nada. Es un ejercicio hormonal. Es simiesco.

—No puedes fingir que no te afecta.

Me sorprendió riéndose.

—No… ése es tu estilo, no el mío.

—¿Lo es?

Agachó la cabeza pero volvió a alzarla, casi desafiante.

—La forma en que siempre te has comportado ante el Spin. La misma forma en que te comportas con los Lawton. Te utilizan, te ignoran, y tú sonríes como si fuera el orden natural de las cosas. —Me observó para ver mi reacción. Era demasiado testarudo para dejarla ver una—. Simplemente creo que hay mejores formas de vivir el fin del mundo.

Pero no me dijo qué mejores formas eran ésas.


Todos los que trabajábamos en Perihelio habíamos firmado una cláusula de confidencialidad cuando nos contrataron, todos nosotros habíamos sido inspeccionados a fondo por Homeland Security. Éramos discretos y respetábamos la necesidad de mantener dentro de la casa lo que decían los jefazos. Las filtraciones podían asustar a los comités del Congreso, avergonzar a amigos poderosos y asustar a los que financiaban.

Pero ahora teníamos un marciano viviendo en el complejo, la mayor parte del ala norte había sido convertida en alojamientos temporales para Wun Ngo Wen y sus cuidadores, y ése era un secreto difícil de guardar.

De todas formas tampoco se podría ocultar mucho tiempo más. Para cuando Wun llegó a Florida, gran parte de la élite de Washington y varios jefes de Estado extranjeros ya habían oído hablar de él. El Departamento de Estado le había concedido un estatus legal ad hoc y planeaba presentarlo internacionalmente cuando llegara la ocasión propicia. Sus cuidadores ya lo estaban preparando para la inevitable presión mediática.

A lo mejor se podía haber enfocado de otra forma su aparición. Se le podía haber presentado mediante las Naciones Unidas, haberse hecho pública su presencia inmediatamente. La administración Garland recibiría con toda seguridad un cierto vapuleo por mantenerlo escondido. El Partido Cristiano Conservador ya insinuaba que «el gobierno sabe más de lo que dice sobre los resultados del proyecto de terraformación», con la esperanza de hacer que el presidente hiciera una declaración pública o dejar a su sucesor, Lomax, al descubierto y vulnerable. Habría críticas, eso era inevitable; pero Wun había comentado su deseo de no convertirse en un objeto de debate electoral. Quería hacerse público, pero esperaría hasta noviembre, dijo, para anunciarse.

Pero la existencia de Wun Ngo Wen ya era el más notorio de los secretos que rodeaban su llegada. Había otros. Fue un verano extraño en Perihelio.

Jason me llamó para que fuera al ala norte ese agosto. Me reuní con él en su despacho, su despacho de verdad, no la oficina elegantemente decorada donde recibía a los visitantes oficiales y la prensa; el despacho era un cubo sin ventanas con un escritorio y un sofá. Estaba sentado en su silla entre pilas de publicaciones científicas, llevaba unos Levi’s y una sudadera grasienta, y parecía que había crecido en medio de aquel desorden como un vegetal hidropónico. Sudaba. Eso no era buena señal con Jase.

—Estoy perdiendo mis piernas de nuevo —dijo.

Despejé un espacio en el sofá y esperé a que diera más detalles.

—He estado teniendo pequeños episodios desde hace dos semanas. Lo normal, pinchazos y hormigueos por la mañana. Nada que no pueda superar. Pero no cesa. De hecho, empeora. Creo que habrá que ajustar la medicación.

Puede que sí, pero no me gustaba lo que le estaba haciendo la medicación. Para ese entonces Jase se tomaba diariamente un buen puñado de píldoras: potenciadores de mielina para ralentizar la pérdida de tejido nervioso, aceleradores neurológicos para ayudar al cerebro a recablear las áreas dañadas, y medicación secundaria para tratar los efectos secundarios de la medicación primaria. ¿Podríamos aumentar la dosis? Posiblemente. Pero el proceso tenía un umbral de toxicidad que se encontraba alarmantemente próximo. Había perdido peso y había perdido algo que quizá fuera más importante: un cierto equilibrio emocional. Jase a menudo hablaba más rápido de lo que solía y sonreía menos. Así como antaño parecía completamente cómodo en su cuerpo, ahora se movía como una marioneta: cuando alargaba la mano para coger una taza, su mano pasaba de largo del objetivo y tenía que retroceder para una segunda intercepción.

—En cualquier caso —dije—, tendremos que preguntarle al doctor Malmstein su opinión.

—No hay forma humana de que pueda salir de aquí el tiempo suficiente para ir a verlo. Las cosas han cambiado, por si no te has dado cuenta. ¿Podemos hacer una consulta telefónica?

—Quizá. Lo preguntaré.

—Y mientras tanto, ¿puedes hacerme otro favor?

—¿De qué se trata, Jase?

—Explícale mi problema a Wun. Dale un par de libros de texto sobre el tema.

—¿Textos médicos? ¿Por qué? ¿Es médico?

—No exactamente, pero se trajo consigo un montón de información. Las ciencias biológicas marcianas están considerablemente más avanzadas que las nuestras. — (Esto lo dijo con una sonrisa torcida que fui incapaz de interpretar) —. Cree que puede ayudarnos.

—¿Lo dices en serio?

—Bastante en serio. Deja de poner cara de perplejidad. ¿Hablarás con él?

Un hombre de otro planeta. Un hombre con cien mil años de historia marciana a sus espaldas.

—Bueno, claro —dije—. Será un privilegio hablar con él. Pero…

—Entonces arreglaré las cosas.

—Pero si tiene el tipo de conocimiento médico que puede tratar la EMA con efectividad, necesita ponerse en contacto con médicos mejores que yo.

—Wun se trago enciclopedias enteras. Ya hay gente revisando los archivos marcianos, partes de ello, en cualquier caso, buscando información útil, médica y de otros tipos. Esto sólo es una diversión secundaria.

—Me sorprende que tenga tiempo libre para una diversión secundaria.

—Se aburre más de lo que creerías. Y también va corto de amigos. Pensé que le gustaría pasar algo de tiempo con alguien que no crea que es un salvador o una amenaza. A corto plazo, sin embargo, sí que me gustaría que hablaras con Malmstein.

—Por supuesto.

—Y llámale desde tu casa, ¿vale? Ya no confío en los teléfonos de por aquí.

Sonrió como si hubiera dicho algo divertido.

Durante aquel verano salía ocasionalmente a pasear por la playa pública al otro lado de la autopista frente a mi apartamento.

No era gran cosa como playa. Un largo espigón sin nada la protegía de la erosión y la convertía en inútil para los surferos. En las tardes abrasadoras los viejos moteles examinaban las arenas con ojos vidriosos y sólo unos pocos turistas desanimados se bañaban los pies en la espuma de las olas.

Me senté sobre una ardiente pasarela de tablones de madera suspendida sobre matojos, observando a las nubes que se reunían en el horizonte oriental y pensado en lo que había dicho Molly que fingía que el Spin no me afectaba (y sobre los Lawton), aparentando una ecuanimidad que no poseía en realidad.

Quería darle crédito a Molly. A lo mejor era así como yo aparecía a sus ojos.

«Spin» era un nombre tonto pero inevitable para lo que le había hecho a la Tierra. Es decir, era mala física, nada giraba ni con más fuerza ni más rápido de lo que lo hacía antes, pero era una metáfora adecuada. En realidad la Tierra estaba más quieta que nunca. Pero ¿la sensación era que todo giraba descontrolado? Pues sí. Había que aferrarse a algo o caer hacia el olvido.

Así que quizá me aferraba a los Lawton, no sólo a Jason y Diane sino a todo su mundo, la Gran Casa y la Pequeña Casa, lealtades de una niñez perdida. Quizá era el único asidero al que podía aferrarme. Y quizá tampoco era tan mala cosa. Si Moll tenía razón, todos teníamos que agarrarnos a algo o perdernos. Diane se había agarrado a la fe. Jason a la ciencia.

Y yo a Jason y Diane.

Dejé la playa cuando llegaron las nubes, uno de esos chubascos inevitables de las tardes de finales de agosto, el cielo oriental bullendo de relámpagos, la lluvia comenzando a atenuar las tristes terrazas de color pastel de los moteles. Tenía las ropas húmedas para cuando llegué a casa. Tardaron horas en secarse con la humedad ambiental. La tormenta pasó a medianoche pero dejó detrás una quietud fétida e hirviente.

Molly vino a verme después de cenar y descargamos una película moderna, uno de esos dramones familiares Victorianos que tanto le gustaban. Después de la película ella se fue a la cocina a preparar unas bebidas mientras yo llamaba a David Malmstein desde el teléfono de la otra habitación. Malmstein dijo que le gustaría ver a Jason «tan pronto como fuera posible» pero creía que podíamos aumentar la medicación, siempre y cuando Jason y yo estuviéramos alerta ante cualquier reacción adversa.

Colgué el teléfono, salí de la habitación y me encontré con Molly en el pasillo con una copa en cada mano y una expresión perpleja.

—¿Adonde te habías ido?

—Era sólo una llamada.

—¿Algo importante?

—No.

—¿A ver cómo estaba un paciente?

—Algo así —dije.


A los pocos días Jase había arreglado un encuentro entre Wun Ngo Wen y yo en los alojamientos de Wun en Perihelio.

El embajador marciano vivía en una habitación que había amueblado a su gusto mediante catálogos. El mobiliario era ligero, de mimbre, y bajo. Una estera cubría el suelo de linóleo. Había un ordenador encima de un sencillo escritorio de pino. Había dos estantes de libros a juego con el escritorio. Aparentemente los marcianos decoraban sus casas como estudiantes universitarios recién casados.

Proporcioné a Wun el material técnico que quería: un par de libros sobre la etiología y tratamiento de la esclerosis múltiple, más una serie de especiales del Journal of the American Medical Association sobre la EMA. La EMA, según las corrientes de pensamiento médico actuales, no era EM para nada; era como una enfermedad completamente diferente, un trastorno genético con síntomas parecidos a la de la EM y una degradación similar de las fundas de mielina que protegen el tejido nervioso humano. La EMA se distinguía por su gravedad, su rápido avance y su resistencia a las terapias estándar. Wun dijo que no estaba familiarizado con la enfermedad pero que miraría sus archivos en busca de información.

Le di las gracias pero planteé la objeción obvia: no era médico, y la fisiología marciana era decididamente inusual. Aúneme encontrara una terapia, ¿funcionaría en el caso de Jase?

—No somos tan diferentes como crees. Una de las primeras cosas que hizo tu gente fue secuenciar mi genoma. Es indistinguible del tuyo.

—No pretendía ofender.

—No estoy ofendido. Cien mil años son una separación muy grande, lo suficiente para que ocurra lo que los biólogos llaman especiación. Sin embargo, por lo que parece tu gente y la mía son completamente interfértiles. Las diferencias obvias entre nosotros son adaptaciones superficiales a un entorno más frío y seco.

Hablaba con una autoridad que desmentía su talla. Su voz tenía un tono más agudo que el del adulto medio, pero no tenía nada de juvenil, era cantarina, casi femenina, pero siempre señorial.

—Aun así —dije—, hay problemas legales potenciales si hablamos de una terapia que no ha sido sometida al proceso de aprobación de la FDA.[13]

—Estoy seguro de que Jason querrá esperar a una aprobación oficial. Su enfermedad puede que no sea tan paciente. —Aquí Wun levantó un dedo para acallar futuras objeciones—. Déjame leer lo que me has traído. Y luego volveremos a hablar del tema.

Entonces, una vez descartado el asunto más importante, me pidió que me quedara y hablara con él. Me sentí halagado. Pese a su extrañeza, había algo reconfortante en la presencia de Wun, una tranquilidad contagiosa. Se sentó en su silla de mimbre sobredimensionada, con los pies colgando, y escuchó con aparente fascinación un breve resumen de mi vida. Me hizo un par de preguntas sobre Diane («Jason no habla mucho sobre su familia») y otras más sobre la facultad de medicina (el concepto de diseccionar un cadáver era nuevo para él; se encogió con aversión cuando se lo describí… la mayoría de la gente reacciona así).

Y cuando le pregunté sobre su propia vida metió la mano en la cartera gris que llevaba consigo y sacó una serie de imágenes impresas, fotografías que se había traído consigo como archivos digitales. Cuatro fotos de Marte.

—¿Sólo cuatro?

Se encogió de hombros.

—Ningún número es lo suficientemente grande para sustituir a los recuerdos. Y por supuesto hay muchísimo más material visual en los archivos oficiales. Éstas son mías. Personales. ¿Te gustaría verlas?

—Por supuesto.

Me las entregó.

Foto I: Una casa. Era evidentemente una morada humana pese a la extraña arquitectura tecnoretro, baja y achatada, como un modelo de porcelana de un granero. El cielo era de un turquesa brillante, o al menos así lo había coloreado la impresora. El horizonte estaba extrañamente cercano pero era geométricamente plano, dividido en rectángulos cada vez más distantes de cultivos verdes, una planta que no pude identificar, pero era demasiado carnosa para ser maíz y demasiado alta para ser lechugas o coles rizadas. Al frente había dos marcianos adultos, un varón y una mujer, con expresiones de una seriedad cómica. Gótico Marciano. Lo único que le faltaba era una horquilla y la firma de Grant Word.

—Mi padre y mi madre —dijo Wun.

Foto II: «Yo de niño»

Ésta era sorprendente. Los marcianos desarrollan su piel prodigiosamente arrugada al llegar a la pubertad, según me explicó Wun. Wun, con apenas unos siete años terrestres, tenía el rostro terso y sonreía. Se parecía a cualquier niño terrestre, aunque no se podía definir un grupo étnico: pelo rubio, piel color café, nariz estrecha y labios generosos. Estaba en lo que a primera vista parecía un excéntrico parque temático pero que en realidad era, según explicó Wun, una ciudad marciana. Un mercado. Puestos de comida y tiendas, los edificios estaban construidos con el mismo material parecido a porcelana que la granja, en chillones colores primarios. La calle situada detrás de él estaba abarrotada con maquinaria ligera y peatones. Sólo se veía un trozo de cielo entre los edificios de mayor tamaño, e incluso ahí había algún tipo de vehículo captado en pleno tránsito, aspas en molinete borrosas formando un óvalo pálido.

—Pareces feliz —dije.

—La ciudad se llama Voy Voyud. Ese día vinimos del campo a hacer compras. Como era primavera, mis padres me dejaron comprar murkuds. Pequeños animales. Parecidos a ranas, como mascotas. En la bolsa que sostengo… ¿ves?

Wun agarraba una bolsa de tela que contenía misteriosos bultos. Murkuds.

—Sólo viven unas pocas semanas —dijo—. Pero sus huevos son deliciosos.

Fofo III: Ésta era una vista panorámica. En primer plano, otra casa marciana, una mujer en un caftán multicolor (la esposa de Wun, según explicó él) y dos hermosas niñas de piel tersa con vestidos ambarinos de tela gruesa (sus hijas). La fotografía había sido tomada desde un punto elevado. Más allá de la casa era visible todo un paisaje semirural. Verdes campos pantanosos yacían al sol bajo otro cielo turquesa. El terreno agrícola estaba dividido por carreteras elevadas sobre las que circulaban unos pocos vehículos con aspecto de cajas, y había máquinas agrícolas entre las plantas, elegantes cosechadoras negras. Y en el horizonte donde convergían todas las carreteras había una ciudad, la misma ciudad, dijo Wun, donde había comprado los murkuds de niño. Voy Voyud, la capital de la provincia de Kirioloj, con altas torres de baja gravedad intrincadamente abalconadas.

—Se puede ver la mayor parte del delta del Kirioloj en esa imagen.

El río era una banda azul que alimentaba a un lago del color del cielo. La ciudad de Voy Voyud había sido construida en terreno alto, el borde erosionado de un antiguo cráter de impacto, dijo Wun, aunque a mí me parecía una línea de colinas de lo más normal. Los puntos negros sobre el distante lago podían ser botes o barcazas.

—Es un lugar hermoso.

—Sí.

—El paisaje es hermoso, pero tu familia también.

—Sí. —Sus ojos se encontraron con los míos—. Están muertos.

—Ah… lo lamento mucho.

—Murieron en una inundación masiva hace varios años.

La última fotografía, ¿la ves? Es la misma vista, pero tomada tras el desastre.

Una tormenta inesperada había dejado precipitaciones récord sobre las laderas de las Montañas Solitarias al final de una larga estación seca. La mayor parte de esa lluvia se había encauzado por los tributarios del Kirioloj. El Marte terraformado seguía siendo en muchos aspectos un mundo joven, los ciclos hidrológicos no estaban establecidos, sus paisajes evolucionaban rápidamente cuando el polvo antiguo y el regolito eran reorganizados por el agua. El resultado de las repentinas lluvias fue una riada de barro de color rojo óxido que cayó rugiendo sobre el Kirioloj y el delta agrícola como un tren de mercancías fluido.

Foto IV: Tras la catástrofe. De la casa de Wun sólo quedaban los cimientos y una única pared, sobresaliendo como fragmentos de cerámica en una caótica planicie de barro, escombros y rocas. La ciudad a lo lejos estaba incólume, pero la fértil tierra agrícola había quedado enterrada. Excepto por un destello de agua marrón procedente del lago, eso era Marte de vuelta a su estado virgen, un regolito sin vida. Varias aeronaves levitaban sobre la escena, posiblemente buscando supervivientes.

—Había pasado un día en las colinas con los amigos y llegué a casa para encontrarme con eso. Se perdió un gran número de vidas, no sólo las de mi familia. Así que guardo estas cuatro fotografías para acordarme de dónde vengo. Y por qué no puedo volver.

—Debió de ser insoportable.

—He hecho las paces con lo que ocurrió. Tanto como se puede. Para cuando salí de Marte, el delta del Kirioloj había sido restaurado. No como antes, por supuesto. Pero sí fértil, vivo, productivo.

Que era todo lo que parecía dispuesto a decir sobre el tema.

Volví a las imágenes anteriores, y me tuve que recordar a mí mismo qué estaba viendo. No eran efectos de imágenes generadas por ordenador sino fotografías corrientes. Fotografías de otro mundo. De Marte, un planeta a menudo sobrecargado con nuestra imaginación desbocada.

—No es Burroughs, desde luego no es Wells, puede que un poco Bradbury sí…

Wun frunció su ya de por sí arrugado ceño.

—Lo siento… no entiendo esas palabras.

—Son escritores, escritores de ficción, que escribieron acerca de tu planeta.

Una vez que conseguí comunicarle la idea, que ciertos autores habían imaginado un Marte vivo mucho antes de que ocurriera su terraformación, Wun se quedó fascinado.

—¿Sería posible que pudiera leer esos libros? ¿Y comentarlos la próxima vez que vengas?

—Me halagas. ¿Estás seguro de que puedes dedicarle tiempo a eso? Debe de haber jefes de Estado que querrán hablar contigo.

—Estoy seguro de que sí. Pero pueden esperar.

Le dije que estaría encantado de procurarle los libros y comentarlos.

De camino a casa hice una incursión en una librería de segunda mano y a la mañana siguiente entregué un paquete de libros de bolsillo a Wun, o al menos a los taciturnos hombres que custodiaban sus habitaciones. La guerra de los mundos. Una princesa de Marte. Crónicas marcianas. Forastero en tierra extraña. Marte rojo.

No supe nada de él durante un par de semanas.


La construcción de las nuevas instalaciones de Perihelio continuaba. Hacia finales de septiembre había una enorme fosa de cemento donde solía haber pinos achaparrados y palmeras enanas y una gran estructura de vigas de acero y tuberías de aluminio.

Molly había oído que estaba previsto que la próxima semana llegara equipo de laboratorio de nivel militar y maquinaria de refrigeración. (Otra cena en Champs, la mayoría de los clientes miraban el partido de los Marlin en la pantalla gigante de plasma mientras nosotros compartíamos aperitivos en un rincón alejado y oscuro).

—¿Para qué necesitamos el equipo de laboratorio, Ty? Perihelio está dedicado a la investigación espacial y al Spin. No lo pillo.

—No lo sé. Nadie suelta prenda.

—A lo mejor podrías preguntarle a Jason en una de esas tardes que pasáis en el ala norte.

Le había contado que iba a consultar con Jase, no que me había adoptado el embajador marciano.

—No tengo ese tipo de autorización de seguridad.

Ni, por supuesto, la tenía Molly.

—Empiezo a pensar que no confías en mí.

—Sólo acato las reglas, Moll.

—Claro —dijo ella—. Eres tan santo.


Jason se pasó por mi casa sin aviso, afortunadamente fue una noche en la que Molly no estaba presente, para hablar de su medicación. Le conté lo que me había dicho Malmstein, que probablemente se podía subir la dosis, pero que tendríamos que estar alerta ante posibles efectos secundarios. La enfermedad no se detenía y había un límite práctico al grado en que podíamos suprimir sus síntomas. Eso no significaba que estuviera condenado, sólo que tarde o temprano tendría que llevar su vida de una manera diferente: acomodarse a la enfermedad antes que suprimirla. (Más allá de eso había otro umbral del que ninguno de los dos quería hablar: invalidez radical y demencia.)

—Lo entiendo —dijo Jason. Se sentó en la silla cerca de la ventana, contemplando ocasionalmente su reflejo en el cristal, una pierna cruzada sobre la otra—. Todo lo que necesito son unos pocos meses más.

—¿Unos pocos meses para qué?

—Unos pocos meses para cortarle las alas a E. D. Lawton. —Me quedé mirándolo. Pensé que era una broma. No sonreía—. ¿Tengo que explicarlo?

—Si quieres que tenga sentido, pues sí.

—E. D. y yo tenemos puntos de vista divergentes sobre el futuro de Perihelio. En lo que a E. D. respecta, Perihelio existe para apoyar a la industria aeroespacial. Eso es todo lo que es y lo que siempre ha sido. Jamás creyó que pudiéramos hacer algo respecto al Spin. —Jason se encogió de hombros—. Y casi con seguridad tiene razón, en el sentido de que no podemos arreglar el Spin. Pero eso no significa que no podamos comprenderlo. No podemos librar una guerra contra los Hipotéticos de ninguna manera práctica, pero podemos hacer algo de ciencia de guerrilla. De eso trata la llegada de Wun.

—No te sigo.

—Wun no es sólo un embajador de buena voluntad interplanetario. Vino aquí con una propuesta para un esfuerzo en colaboración que podría darnos algunas pistas sobre los Hipotéticos, de dónde vienen, qué quieren y qué le están haciendo a ambos planetas. La idea está generando todo tipo de reacciones. E. D. está intentando hundirla: no cree que sea útil y pone en peligro el poco capital político que nos quedará después de la terraformación.

—Así que ¿lo vas a hundir tú a él?

Jason suspiró.

—Puede que suene cruel, pero E. D. no comprende que su momento llegó y pasó. Mi padre es exactamente lo que el mundo necesitaba hacía veinte años. Le admiro por eso. Ha logrado cosas asombrosas, increíbles. Sin E. D. para quemarles los pantalones a los políticos no habría habido jamás un Perihelio. Una de las ironías del Spin es que las consecuencias a largo plazo del genio de E. D. Lawton se han vuelto en su contra y le muerden: si E. D. no hubiera existido, Wun Ngo Wen tampoco existiría. No estoy metido en ninguna especie de batalla edípica. Sé exactamente qué es mi padre y lo que ha hecho. Se siente a gusto en los pasillos del poder, juega al golf con Garland. Genial. Pero también es un prisionero. Un prisionero de su propia falta de miras. Sus días como visionario se han acabado. Desconfía de Wun porque no le gusta la tecnología… no tiene nada a lo que hacerle ingeniería inversa; no le gusta la idea de que los marcianos tengan tecnologías que nosotros sólo empezamos a teorizar que pueden existir. Y odia el hecho de que Wun me tiene de su lado. A mí y, me atrevería a decir, a una nueva generación de gente influyente y poderosa, incluyendo a Preston Lomax, que posiblemente sea el nuevo presidente. De repente E. D. está rodeado de gente a la que no puede manipular. Gente más joven, gente que asimiló el Spin de una manera que la generación de E. D. nunca hizo. Gente como nosotros, Ty.

Me sentí algo halagado y algo alarmado al verme incluido en ese pronombre.

—Vas a tener que enfrentarte a muchos, ¿no es así? —dije.

Me miró con dureza.

—Hago exactamente aquello que E. D. me entrenó para hacer. Desde que nací. Nunca quiso un hijo; quería un heredero, un aprendiz. Tomó esa decisión mucho tiempo antes del Spin, Tyler. Sabía exactamente lo listo que era yo y sabía lo que quería que yo hiciera con esa inteligencia. Y le seguí el juego. Cooperé, incluso cuando fui lo suficientemente mayor para comprender lo que se proponía. Y aquí estoy, una producción E. D. Lawton: el objeto mediático atractivo, sabio y asexuado que ves ante ti. Una imagen comercial, una cierta perspicacia intelectual, y ninguna lealtad que no empiece y termine en Perihelio. Pero siempre hay alguna cláusula adicional en el contrato, aunque a E. D. no le guste pensar en ello. «Heredero» implica «herencia». Implica que, en algún momento, mi voluntad reemplazará a la suya. Bueno, pues ha llegado el momento. La oportunidad que se nos presenta es demasiado importante para joderla.

Me percaté de que tenía las manos cerradas en puños y que las piernas le temblaban, pero ¿era por la intensidad de sus emociones o un síntoma de su enfermedad? De hecho, ¿cuánto de su monólogo era auténtico y cuánto producto de los neuroestimulantes que le había recetado?

—Pareces asustado —dijo Jason.

—¿Exactamente de qué tecnología marciana estamos hablando?

Sonrió con una mueca.

—La verdad es que es muy ingeniosa. Cuasi-biológica. A escala muy pequeña. Bucles de retroalimentación catalítica molecular, básicamente, con programación contingente escrita en sus protocolos reproductivos.

—En cristiano, por favor, Jase.

—Diminutos replicadores artificiales.

—¿Cosas vivas?

—En cierto sentido, sí, cosas vivientes. Cosas vivientes artificiales que podemos lanzar al espacio.

—¿Y qué hacen, Jase?

Su sonrisa se hizo aún mayor.

—Comen hielo —dijo— y cagan información.

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