Ése fue el invierno de las torres de cohetes.
Se erigieron nuevas plataformas de lanzamiento no sólo en Cañaveral, sino por todo el desierto suroeste, en el sur de Francia y el África ecuatorial, en Jiuquan y Xichang en China y en Baikonur y Svobodnyy: torres para los lanzamientos de la siembra marciana y torres más grandes para las grandes pilas, los enormes ensamblajes de propulsores que llevarían a los voluntarios humanos a un Marte marginalmente habitable si nuestro primitivo intento de terraformación tenía éxito. Las torres crecieron ese invierno como bosques de hierro y acero, exuberantes, tupidos, plantados en cemento y regados con reservas de dinero federal.
Los primeros cohetes de siembra fueron en cierto modo mucho menos espectaculares que las instalaciones de lanzamiento construidas para ellos. Eran propulsores producidos en masa en cadenas de montaje a partir de las especificaciones de los antiguos cohetes Titán y Delta, ni un gramo ni un micro-chip más complicados de los que necesitaban, y poblaron las plataformas en un número asombroso según el invierno avanzaba hacia la primavera, naves espaciales como semillas de álamo, preparadas para transportar vida durmiente a un suelo distante y estéril.
También primavera, en cierto sentido, en todo el sistema solar, o al menos un prolongado veranillo de San Juan. La zona habitable del sistema solar se expandía hacia el exterior mientras el sol mermaba su núcleo de helio y ya empezaba a incluir a Marte como al final incluiría a la acuosa luna joviana, Ganímedes, y otros objetivos potenciales para terraformación posterior. En Marte, ingentes cantidades de C02 congelado y hielo de agua habían empezado a sublimarse en la atmósfera tras millones de cálidos veranos. Al principio del Spin la presión atmosférica marciana en la superficie era de apenas ocho milibares, tan rarificada como el aire a cinco kilómetros por encima del Everest. Ahora, incluso sin intervención humana, el planeta había adquirido un clima equivalente al de la cima de una montaña ártica bañada en dióxido de carbono gaseoso… templado, para tratarse de Marte.
Pero teníamos intención de llevar el proceso aún más lejos. Pretendíamos liberar oxígeno en el aire del planeta, verdear sus tierras bajas, crear estanques allí donde, en ese momento, el hielo de la capa subsuperficial que se fundía estallaba en geiseres de vapor o manantiales de fango tóxico.
Fuimos peligrosamente optimistas durante el invierno de las torres de cohetes.
El tres de marzo, poco antes de la fecha prevista para la primera oleada de lanzamientos, Carol Lawton me llamó a casa y me dijo que mi madre había sufrido una apoplejía y que no esperaban que sobreviviera.
Hice un arreglo con un médico local para que cubriera mi puesto en Perihelio y luego fui en coche hasta Orlando para reservar un billete en el primer vuelo de la mañana a Washington D. C.
Carol me recogió en el aeropuerto internacional Reagan, aparentemente sobria. Me abrió sus brazos y la abracé, a esa mujer que jamás había mostrado hacia mí más que una perpleja indiferencia durante los años en los que había vivido en su propiedad. Entonces se separó de mí y me puso las manos temblorosas sobre los hombros.
—Lo siento muchísimo, Tyler.
—¿Sigue viva?
—Se mantiene. Tengo un coche esperando. Podemos hablar mientras vamos.
La seguí al exterior hasta un coche que debió enviar E. D. en persona, una limusina negra con pegatinas gubernamentales. El conductor apenas habló mientras depositaba mi equipaje en el maletero, se llevó un dedo a la gorra cuando le di las gracias y se introdujo en un asiento del conductor rigurosamente aislado del lujoso compartimento de pasajeros. Se dirigió al Hospital Universitario George Washington sin que se lo pidiéramos.
Carol estaba más delgada de lo que la recordaba, pajaril sobre la tapicería de cuero. Sacó un pañuelo de algodón del diminuto bolso y se secó los ojos.
—Todo este llanto ridículo —dijo—. Ayer perdí mis lentes de contacto. Lloré hasta que se salieron, si te lo puedes creer. Hay cosas que las personas dan por sentadas. Para mí era tener a tu madre en la casa, manteniendo las cosas en orden, o simplemente saber que estaba cerca, al otro lado del jardín. Solía despertarme por las noches, tengo el sueño inquieto, lo que probablemente no te sorprenda; despertaba con la sensación de que el mundo era frágil y que podía caerme y atravesarlo, atravesar el suelo cayendo y seguir cayendo para siempre. Entonces pensaba en ella en la Casa Pequeña, profundamente dormida. Durmiendo profundamente. Era como una prueba en un juicio. Prueba A, Belinda Dupree, que demuestra la posibilidad de la paz de espíritu. Era un pilar de nuestra casa, Tyler, lo sepas o no.
Supuse que sí lo sabía. La verdad es que todos habíamos sido parte de la misma casa, aunque de niño sólo hubiera visto la distancia entre los dos terrenos: mi casa, modesta pero en calma, y la Gran Casa, donde los juguetes eran más caros y las discusiones más hirientes.
Le pregunté si E. D. había ido al hospital.
—¿E. D.? No. Está ocupado. Enviando naves espaciales a Marte parece que requiere muchísimas cenas en el centro. También sé que eso es lo que retiene a Jason en Florida, pero creo que él se las tiene que ver con el lado práctico del asunto, si es que hay un lado práctico, mientras E. D. es más bien un ilusionista sacando dinero de varios sombreros. Pero seguro que verás a E. D. en el funeral. —Hice una mueca de dolor y me miró como pidiendo disculpas—. Si ocurre. Pero los doctores dicen que…
—No esperan que se recupere.
—Se está muriendo, sí. De médico a médico. ¿Te acuerdas de eso, Tyler? Una vez tuve una consulta. En los días en que era capaz de hacer algo así. Y ahora tú eres el médico. Dios mío.
Aprecié su sinceridad. Quizá fuera producto de su repentina sobriedad. Allí estaba ella, de vuelta al mundo brillantemente iluminado que llevaba evitando desde hacía veinte años, y era exactamente tan espantoso como lo recordaba.
Llegamos al Hospital Universitario George Washington. Carol ya conocía al personal de la planta de soporte vital, y fuimos directamente a la habitación de mi madre. Cuando Carol titubeó ante la puerta, le pregunté:
—¿Vas a entrar?
—No… creo que no. Ya he dicho adiós unas cuantas veces. Necesito ir a algún lado donde el aire no huela a desinfectante. Estaré en el aparcamiento fumándome un cigarrillo con los camilleros. ¿Me irás a buscar allí?
Dije que lo haría.
Mi madre estaba inconsciente en su habitación, empotrada en aparatos de soporte vital, su respiración regulada por una máquina que resollaba mientras su caja torácica se expandía y relajaba. Tenía el pelo más blanco de lo que recordaba. Le acaricié la mejilla, pero no respondió.
Siguiendo algún malhadado instinto de doctor, le alcé uno de los párpados con la intención, supongo, de comprobar la dilatación de sus pupilas. Pero había sufrido una hemorragia después del ataque. Tenía el ojo rojo como un tomate cherry inundado de sangre.
Me fui del hospital con Carol pero decliné su invitación a cenar, le dije que ya me haría algo.
—Estoy segura de que habrá algo en la cocina de la casa de tu madre, pero eres más que bienvenido a quedarte en la Gran Casa si quieres. Aunque está un poco desordenada en estos días sin tu madre para imponerse a los criados. Estoy segura de que podemos arreglar un dormitorio de invitados decente.
Le di las gracias, pero dije que prefería quedarme al otro lado del jardín.
—Hazme saber si cambias de opinión. —Me miró desde el camino de gravilla que atravesaba el jardín hasta la Casa Pequeña como si me viera con claridad por primera vez en muchos años—. ¿Todavía tienes llave…?
—Todavía la tengo.
—Bueno, entonces te dejo. El hospital tiene ambos teléfonos por si cambia su estado. —Y Carol me volvió a abrazar y subió las escaleras del porche con una resolución que no llegaba a ser ansiedad, que sugería que ya había pospuesto su bebida más que suficiente.
Me fui a casa de mi madre. Suya más que mía, pensé, aunque mi presencia no había sido purgada de la casa. Cuando me marché a la universidad dejé mi pequeño dormitorio desnudo y me llevé todo lo que era importante para mí, pero mi madre había conservado la cama y había llenado los espacios en blanco (el estante de pino, el alféizar de la ventana) con macetas de plantas que se secaban rápidamente en su ausencia, así que las regué. El resto de la casa estaba igualmente ordenado. Diane había descrito una vez la forma en que mi madre mantenía la casa como «lineal», que supuse que significaba un carácter ordenado pero no obsesivo. Examiné la sala de estar, la cocina, eché un vistazo a su habitación. No todo estaba en su sitio, pero todo tenía un sitio.
Al llegar la noche corrí las cortinas y encendí todas las luces en todas las habitaciones, más luces de las que mi madre había considerado apropiadas en cualquier momento, una declaración contra la muerte. Me pregunté si Carol se había percatado del resplandor al otro lado de la explanada del jardín invernal, y si lo encontraría reconfortante o alarmante.
E. D. vino a casa alrededor de las nueve de aquella noche, y tuvo la cortesía de tocar a la puerta para ofrecerme sus condolencias. Parecía incómodo bajo la luz del porche, su traje hecho a medida parecía desaliñado. Su aliento humeaba en el frío del anochecer. Se tocó los bolsillos, el de la chaqueta y los de los pantalones, inconscientemente, como si hubiera olvidado algo o no supiera qué hacer con las manos.
—Lo siento, Tyler —dijo.
Sus condolencias parecían groseramente prematuras, como si la muerte de mi madre no fuera simplemente inevitable, sino un hecho establecido. Ya la había descartado. Pero aún seguía respirando, pensé, o al menos procesando oxígeno, a kilómetros de distancia, sola en su habitación del hospital George Washington.
—Gracias por sus palabras, señor Lawton.
—Jesús, Tyler, llámame E.D, como todo el mundo. Jason me ha dicho que estás haciendo un buen trabajo en Perihelio, Florida.
—Mis pacientes parecen satisfechos.
—Genial. Toda contribución es importante, no importa lo pequeña que sea. Escucha, ¿te puso Carol aquí? Porque tenemos una habitación de invitados lista si la quieres.
—Estoy bien donde estoy ahora.
—Vale. Lo entiendo. Sólo danos un toque si necesitas algo, ¿de acuerdo?
Volvió deambulando por el césped ajado por el invierno. Se había dicho mucho, en la prensa y en la propia familia Lawton, sobre el genio que era Jason, pero recordé que E. D. también podía reclamar ese título. Había convertido un título en ingeniería y un talento para los negocios en una de las mayores empresas de su sector, y había empezado a vender banda ancha mediante aeróstatos mientras Americom y AT T seguían perplejas ante el Spin como un ciervo ante las luces de un coche. De lo que carecía no era de la inteligencia de Jason, sino del ingenio de Jason y su curiosidad por el universo físico. Y puede que una pizca de la humanidad de Jason.
Entonces volví a quedarme solo, en el hogar que no era un hogar, y me senté en el sofá, maravillándome durante un instante de lo poco que había cambiado esa habitación. Tarde o temprano recaería en mí la labor de disponer de los contenidos de la casa, una tarea en la que apenas soportaba pensar, una tarea más difícil, más imposible que sembrar vida en otro planeta. Pero quizá fuera porque reflexionaba sobre ese acto de deconstrucción que reparé en el hueco del estante al lado de la televisión.
Reparé en ello porque, hasta donde sabía, el estante superior sólo había recibido alguna limpieza superficial con plumero en todos los años que había vivido allí. El estante superior era el trastero de la vida de mi madre. Podía recitar el orden de los contenidos de ese estante simplemente cerrando los ojos y visualizándolo: sus anuarios del instituto (Escuela Martell de Enseñanza Secundaria en Bingham, Maine, 1975, –76, –77, 78); su libro de graduación en Berkeley, 1982; un buda de jade que era un sujetalibros; su diploma en un marco; el archivador de acordeón donde guardaba su certificado de nacimiento, pasaporte y documentos tributarios; y, sujetas por otro buda verde, tres cajas de zapatos etiquetadas como recuerdos (carrera):
RECUERDOS (MARCUS) y MISCELÁNEA.
Pero esa noche el segundo buda de jade estaba torcido y la caja etiquetada recuerdos (carrera) había desaparecido. Supuse que había sido ella la que la había bajado, aunque no la había visto en ninguna parte de la casa. De las tres cajas, la única que había abierto con regularidad en mi presencia era miscelánea. Estaba repleta de programas de conciertos y resguardos de billetes, quebradizos recortes de periódicos (incluyendo las esquelas de sus padres), un pin de recuerdo de su luna de miel en Nova Scotia con la forma de la goleta Bluenose,[9] cajas de cerillas de restaurantes y hoteles que había visitado, bisutería, un certificado de bautismo e incluso un rizo de mi propio pelo de bebé conservado en un doblez de papel encerado cerrado con un alfiler.
Bajé la otra caja, la que estaba marcada recuerdos (marcus). Nunca había tenido especial curiosidad por mi padre, y mi madre rara vez había hablado de él aparte de la típica descripción somera (un hombre guapo, un ingeniero, un coleccionista de discos de jazz, el mejor amigo de E. D. en la universidad, pero bebedor en exceso y una víctima —una noche en la carretera cuando volvía a casa después de ver a un distribuidor de electrónica en Milpitas— de su propia afición a los coches rápidos). Dentro de la caja de zapatos había un fajo de cartas en sobres de papel vitela con la dirección escrita con una letra brusca y clara que supuse que debía ser la suya. Había enviado esas cartas a Belinda Sutton, el nombre de soltera de mi madre, a una dirección de Berkeley que no reconocí.
Extraje una de las cartas del fajo, la abrí y saqué el papel amarillento y lo desdoblé.
El papel no estaba rayado pero la escritura lo atravesaba en paralelas claras y definidas. Querida Bel —comenzaba, y continuaba—: Creía haberte dicho todo por teléfono la noche pasada pero no puedo dejar de pensar en ti. Escribir esta carta me parece una forma de traerte cerca de mí. ¡Aunque no tan cerca como estuvimos en agosto! Reviso ese recuerdo como si fuera una cinta de vídeo todas las noches que no puedo yacer a tu lado.
Y había más que no leí. Doblé la carta, la introduje en su sobre amarillento, cerré la caja y la devolví a su sitio.
Por la mañana tocaron a mi puerta. La abrí esperando a Carol o a algún enviado de la Gran Casa.
Pero no era Carol. Era Diane. Diane vestida con una falda azul medianoche que llegaba hasta el suelo y una blusa de cuello alto. Tenía los brazos cruzados bajo los pechos. Me miró, sus ojos chispeaban.
—Lo siento tanto —dijo—. Vine tan pronto como lo oí.
Pero era demasiado tarde. El hospital había llamado diez minutos antes. Belinda Dupree había muerto sin recuperar la conciencia.
En el servicio funerario E. D. habló breve e incómodamente y no dijo nada importante. Yo hablé, Diane habló, Carol quiso hablar pero al final estaba demasiado afectada o ebria para subir al pulpito.
El panegírico de Diane fue el más conmovedor, cadencioso y sentido de todos, un catálogo de las bondades que mi madre había exportado al otro lado del jardín como regalos procedentes de una nación más rica y generosa. Todo lo demás en la ceremonia pareció mecánico en comparación: rostros casi desconocidos emergían de la multitud para expresar sus condolencias y emitir sus medias verdades, y yo les daba las gracias y sonreía, hasta que llegó la hora de ir a la tumba.
Hubo función esa noche en la Gran Casa, una recepción posfuneral en la que colegas de negocios de E. D., a los que no conocía, pero algunos sí que habían conocido a mi padre; me ofrecieron sus condolencias, y también el personal doméstico de la Gran Casa, cuyo pesar era más auténtico y más difícil de soportar.
Los camareros se deslizaban entre la multitud con vasos de vino en bandejas de plata y bebí más de lo que debería, hasta que Diane, que también había estado revoloteando entre los invitados, me tiró de la manga para apartarme de otra salva de lamento-su-perdida y me dijo:
—Necesitas aire.
—Hace frío ahí fuera.
—Si sigues bebiendo te volverás intratable. Ya estás a medio camino. Vamos, Ty, sólo durante un par de minutos.
Salimos al jardín. Jardín marrón de mediados de invierno. El mismo césped donde habíamos contemplado los momentos iniciales del Spin hacía casi veinte años. Rodeamos el perímetro de la Gran Casa, más bien paseamos, pero al gélido viento de marzo y la nieve granulosa que todavía se alojaba en todo espacio resguardado o sombreado.
Ya nos habíamos dicho todas las obviedades. Habíamos comparado notas: mi carrera, mi mudanza a Florida, mi trabajo en Perihelio; sus años con Simon, a la deriva desde el NR hasta una ortodoxia habitual, dando la bienvenida al Éxtasis mediante la piedad y la abnegación. («No comemos carne —me confió—. No usamos fibras artificiales»). Caminando a su lado, achispado, me pregunté si me habría vuelto desagradable o repugnante a sus ojos, si era consciente de los canapés de queso y jamón en mi aliento y la chaqueta de fibra sintética que llevaba puesta. No había cambiado mucho, aunque estaba más delgada de lo que solía ser, puede que más de lo que debería, la línea de su mandíbula resaltaba con dureza contra el cuello alto y cerrado de la prenda.
Estaba lo suficientemente sobrio para agradecerle que intentara despejarme.
—Yo también tenía que salir de ahí —dijo—. Toda esa gente a la que E. D. invitó. Ninguno conocía a tu madre más que de vista. Ni uno solo. Están ahí dentro hablando de proyectos de ley sobre expropiaciones o el tonelaje transportable. Haciendo tratos.
—Quizá sea la forma que tiene E. D. de rendirle homenaje. Sazonando el velatorio con celebridades de la política.
—Ésa es una forma muy generosa de interpretarlo.
—Todavía sigue enfureciéndote. —Y con qué facilidad, pensé.
—¿E. D.? Por supuesto que sí. Aunque sería más caritativo perdonarle. Cosa que tú sí pareces haber hecho.
—Tengo menos cosas que perdonarle —dijo—. No es mi padre.
No pretendía decir nada especial. Seguía siendo muy consciente de lo que Jason me había contado hacía unas semanas. Se me atragantaron las palabras, me di cuenta de lo que pasaría incluso antes de que las palabras salieran de mi boca, me ruboricé cuando hube terminado. Diane me dedicó una larga mirada de incomprensión; luego abrió mucho los ojos en una expresión que entremezclaba enfado y vergüenza tan evidente que era capaz de leerla pese a la tenue luz procedente del porche.
—Has estado hablando con Jason —dijo con frialdad.
—Lo siento…
—¿Y cómo funciona el asunto exactamente? ¿Os sentáis los dos a reíros de mí?
—Por supuesto que no. Lo… lo que dijo fue bajo la influencia de la medicación.
Otra grotesca metedura de pata, y ella se abalanzó sobre mis palabras.
—¿Qué medicación?
—Soy su médico de cabecera. A veces le receto tratamientos. ¿Importa?
—¿ Qué medicación es esa que hace que rompa una promesa, Tyler? Me prometió que jamás te lo contaría. —E infirió otra conclusión—. ¿Jason está enfermo? ¿Es por eso por lo que no ha venido al funeral?
—Está ocupado. Estamos a un par de días de los primeros lanzamientos.
—Pero lo estás tratando de algo.
—Éticamente, no puedo discutir el historial médico de Jason —dije, sabiendo que eso sólo inflamaría sus sospechas, que en el fondo le había revelado el secreto de Jason al negarme a contarlo.
—Sería propio de él, ponerse enfermo y no contárselo a nadie. Está tan, tan herméticamente sellado…
—Quizá tú deberías tomar la iniciativa. Llámalo de vez en cuando.
—¿Crees que no lo hago? ¿Eso también te lo dijo? Solía llamarlo todas las semanas. Pero lo único que hacía era escudarse detrás de su encanto vacío y negarse a decir nada relevante de verdad. Qué tal estás, estoy bien, gracias, qué hay de nuevo, nada. No quiere saber de mí, Jase. Está completamente imbuido de E. D. Para él soy una vergüenza. —Hizo una pausa—. A menos que eso haya cambiado.
—No sé qué es lo que ha cambiado. Pero quizá deberías ir a verle. Hablar con él cara a cara.
—¿Y cómo lo hago?
Me encogí de hombros.
—Tómate otra semana libre. Vuelve conmigo en el avión.
—Dijiste que estaba ocupado.
—Una vez que los lanzamientos estén en marcha, todo consiste en sentarse y esperar. Puedes venir a Cañaveral con nosotros. Ver cómo se escribe la historia.
—Los lanzamientos son inútiles —dijo, pero sonaba a algo que le habían enseñado a decir; y añadió—: Me gustaría, pero no puedo permitírmelo. Simon y yo nos las apañamos bien. Pero no somos ricos. No somos Lawton.
—Yo te presto el dinero del billete de avión.
—Eres un borracho generoso.
—Lo digo en serio.
—Gracias, pero no —dijo—. No puedo aceptarlo.
—Piensa en ello.
—Pregúntamelo cuando estés sobrio. —Y añadió mientras remontábamos los peldaños del porche, con la luz amarillenta proyectando sombras sobre sus ojos—. Fuera lo que fuese lo que creyera en algún momento… sin importar qué le conté a Jason…
—No tienes por qué decirlo, Diane.
—Sé que E. D. no es tu padre.
Lo interesante de su afirmación era la forma de enunciarla. Con firmeza y decisión. Como si supiera algo más. Como si hubiera descubierto una verdad diferente, una clave alternativa a los misterios de los Lawton.
Diane volvió a la Gran Casa. Decidí que ya no podría aguantar más condolencias. Me fui a casa de mi madre, que me parecía falta de aire y recalentada.
Al día siguiente Carol me dijo que podía tomarme mi tiempo para reclamar las posesiones de mi madre, lo que llamó «arreglar las cosas». La Pequeña Casa no se iba a ir a ningún lado, dijo ella. Tómate un mes. Tómate un año. Podía «arreglar las cosas» cuando tuviera tiempo y tan pronto como me sintiera preparado para hacerlo.
El día en que estuviera preparado para eso me parecía lejanísimo, pero le di las gracias por su paciencia y pasé el resto del día haciendo las maletas para el vuelo de vuelta. Me venía a la cabeza la idea de que debería llevarme algo de mi madre conmigo, de que ella hubiese querido que me llevara un recordatorio. Pero ¿qué? ¿Una de sus figuritas Hummel, que siempre me habían parecido horteradas carísimas? ¿La mariposa de punto de cruz que estaba en la pared de la sala de estar, la copia de Los nenúfares de Monet con su marco para ensamblarlo uno mismo?
Diane apareció en la puerta mientras debatía conmigo mismo.
—¿La oferta sigue en pie? ¿El viaje a Florida? ¿Lo decías en serio?
—Por supuesto que sí.
—Porque he hablado con Simon. No está del todo contento con la idea, pero cree que estará bien aunque se quede solo unos cuantos días más.
Qué puñeteramente considerado por su parte, pensé.
—Así que… —dijo ella—, a menos que… quiero decir, ya sé que habías bebido…
—No seas tonta. Llamaré a la agencia de viajes.
Reservé una plaza a nombre de Diane en el primer vuelo del puente aéreo Washington D. C./Orlando del día siguiente.
Luego terminé de hacer las maletas. De las cosas de mi madre, al final me decidí por el par de budas sujetalibros de jade.
Miré por toda la casa, incluso miré debajo de las camas, pero la caja de RECUERDOS (carrera) parecía haber desaparecido permanentemente.