El abismo en llamas

El viento azotó la Gran Casa durante toda la noche, un viento caliente y salino extraído a la fuerza del Atlántico por tres días de luz solar antinatural. Era consciente de ello incluso mientras estaba dormido: era lo que me rodeaba en los momentos en que casi me despertaba y la inquietante banda sonora de una docena de sueños inquietos seguía llamando a las ventanas después de amanecer, cuando me vestí y fui a buscar a Carol Lawton.

La casa llevaba días sin electricidad. El pasillo del piso de arriba estaba tenuemente iluminado por el resplandor lluvioso de una ventana al final del corredor. La escalera de roble descendía al recibidor, donde dos ventanales panorámicos dejaban entrar una luz del color de rosas pálidas. Encontré a Carol en la sala de estar, ajustando un antiguo reloj de repisa de chimenea.

—¿Cómo está Diane? —pregunté.

Carol me miró fugazmente.

—Sin cambios. —Y volvió su atención al reloj al que daba cuerda con una llave de latón—. Estaba con ella hace un momento. No la estoy descuidando, Tyler.

—Ni lo he pensado. ¿Qué tal está Jason?

—Le ayudé a vestirse. Está mejor durante el día. No sé por qué. Las noches son difíciles para él. La pasada noche fue… difícil.

—Iré a verlos a los dos. —Sin preocuparme por preguntar si el FEMA[24] o la Casa Blanca habían dado alguna nueva directiva. No tendría sentido, el universo de Carol se acababa en las fronteras de la propiedad—. Deberías dormir algo.

—Tengo sesenta y ocho años. Ya no duermo tanto como solía. Pero tienes razón. Estoy cansada… necesito tumbarme. Tan pronto como termine con esto. Este reloj se retrasa si no se le atiende. Tu madre solía ajustarlo todos los días, ¿lo sabías? Y después de que muriera tu madre, Marie le daba cuerda cuando limpiaba. Pero Marie dejó de venir hace seis meses. Durante seis meses el reloj se quedó parado en las cuatro y cuarto. Como dice el viejo chiste, daba la hora exacta dos veces al día.

—Deberíamos hablar de Jason —la noche pasada estaba demasiado agotado para hacer otra cosa que no fuera descubrir lo básico: Jason había llegado sin previo aviso una semana antes del fin del Spin y había enfermado la noche que las estrellas reaparecieron. Sus síntomas eran parálisis parcial intermitente y pérdida de visión, además de fiebre. Carol había intentado pedir ayuda médica, pero las circunstancias lo habían hecho imposible, así que cuidaba de él ella misma aunque no había sido capaz de diagnosticar el problema ni darle nada más que cuidados paliativos.

Tenía miedo de que se estuviera muriendo. Su preocupación no se extendía al resto del mundo, sin embargo. Jason le había dicho que no se preocupara. «Las cosas volverán a la normalidad dentro de poco», había dicho.

Y ella le había creído. El sol rojo no albergaba terrores para Carol. Las noches eran malas, sin embargo, decía. Las noches parecían una pesadilla.

Primero fui a ver a Diane.

Carol la había puesto en el dormitorio de arriba, su habitación de cuando era joven, ahora reconvertida en un cuarto de invitados genérico. La encontré físicamente estable y respirando sin ayuda, pero en eso no había nada esperanzados Era parte de la etiología de la enfermedad. La marea avanzaba y la marea retrocedía, pero cada ciclo se llevaba algo más de su resistencia y sus fuerzas.

Le besé la frente caliente y seca y le dije que descansara. No dio señales de que me hubiera oído.

Entonces fui a ver a Jason. Había una pregunta que tenía que hacer.

Según Carol, Jase había vuelto a la Gran Casa por algún conflicto en Perihelio. Carol no recordaba la explicación que le dio, pero tenía algo que ver con el padre de Jason («E. D. está volviendo a portarse mal», dijo ella) y también algo que ver con «ese hombrecillo pequeño y arrugado. El que se murió. El marciano».

El marciano que había proporcionado la droga de longevidad que había convertido a Jason en un Cuarto. La droga que debería haberle protegido de lo que fuera que ahora lo estaba matando.

Estaba despierto cuando toqué en su puerta y entré en la habitación, la misma habitación que había ocupado hacía treinta años, cuando éramos niños en el ordenado mundo de los niños y las estrellas estaban en sus posiciones correctas. Había un rectángulo sutilmente más brillante en la pared donde antaño un póster del sistema solar había cubierto la pared. Ahí estaba la alfombra, limpiada en seco y teñida químicamente, donde una vez tiró migas y derramó Coca-Colas en días lluviosos como éste.

Y ahí estaba Jason.

—Eso suena a Tyler —dijo.

Yacía en la cama, vestido (insistía en vestirse cada mañana, según había dicho Carol) con unos pantalones caqui limpios y una camisa azul de algodón. Tenía la espalda apoyada contra las almohadas y parecía completamente consciente.

—No hay mucha luz aquí dentro, Jase —dije.

—Abre las persianas si quieres.

Lo hice, pero sólo sirvió para que entrara más luz ambarina y hostil.

—¿Te importa si te examino?

—Por supuesto que no.

No me miraba. Miraba, si el ángulo de su cabeza quería decir algo, a un espacio de pared vacío.

—Carol dice que estás teniendo problemas con tu visión.

—Carol está experimentando lo que la mayoría de la gente de tu profesión llaman negación, De hecho, estoy ciego. No he sido capaz de ver nada desde ayer por la mañana.

Me senté en la cama a su lado. Cuando volvió la cabeza hacia mí el movimiento fue suave pero agónicamente lento. Saqué una linterna de bolsillo y la encendí sobre su ojo derecho para ver la contracción de su pupila.

No se contrajo.

Hizo algo peor.

Destelló. La pupila de su ojo relució como si le hubieran inyectado diminutos diamantes.

Jason debió sentir mi estremecimiento.

—¿Tan malo es? —preguntó.

No podía hablar.

—No puedo usar un espejo. Por favor, Ty necesito que me cuentes lo que ves — dijo en tono más grave.

—Eso… no sé lo que es, Jason. No es nada que pueda diagnosticar.

—Tú sólo descríbelo, por favor.

Intenté obligarme a hablar con objetividad clínica.

—Parece como si hubiera crecido algún tipo de cristales en tu ojo. La esclerótica parece normal y el iris no parece afectado, pero la pupila parece completamente opacada por cristales de algo parecido a la mica. Jamás había oído hablar de algo así. Habría dicho que era imposible. No puedo tratarlo.

Me aparté de la cama, encontré una silla y me senté. Durante un rato no hubo más sonido que el tictac del reloj de la mesilla, otra de las prístinas antigüedades de Carol.

Entonces Jason inspiró profundamente y forzó lo que supongo que él creía que era una sonrisa tranquilizadora.

—Gracias. Tienes razón. No es un estado que puedas tratar. Pero voy a necesitar tu ayuda durante… bueno, durante los próximos días. Carol lo intenta, pero está más allá de sus habilidades.

—Y de las mías también.

Otra ráfaga de lluvia batió contra la ventana.

—La ayuda que voy a necesitar no es del todo médica.

—Si tienes una explicación para esto…

—Una parcial, como mucho.

—Entonces, por favor, explícamelo, Jase, porque la verdad es que estoy un poco asustado.

Inclinó la cabeza a un lado, escuchando algo que yo no había oído o que no podía oír, hasta que empecé a preguntarme si se había olvidado de mí. Y entonces habló:

—La versión corta es que algo que está más allá de mi control se ha adueñado de mi sistema nervioso. El estado de mis ojos es sólo una manifestación externa de eso.

—¿Una enfermedad?

—No, pero ése es el efecto que tiene.

—¿Ese estado es contagioso?

—Al contrario. Creo que es única. Una enfermedad que sólo yo puedo desarrollar… en este planeta, al menos.

—Entonces tiene algo que ver con el tratamiento de longevidad.

—En cierta manera, así es. Pero yo…

—No, Jase. Necesito una respuesta a eso antes de que me digas nada más. ¿Es tu estado actual, sea lo que sea, un resultado de las drogas que te administré?

—No es un resultado directo, no… no tienes la culpa bajo ningún concepto, si es eso lo que quieres decir.

—Ahora mismo me importa un carajo de quién sea la culpa. Diane está enferma. ¿No te contó nada Carol?

—Carol dijo algo sobre la gripe…

—Carol mintió. Es SDCV terminal. He recorrido más de tres mil kilómetros en coche a través de lo que parece el fin del mundo porque se está muriendo, Jase, y sólo se me ocurre una cura, y acabas de arrojar dudas sobre ella.

Volvió a ladear la cabeza otra vez, quizá de forma involuntaria, como si intentara hacer caso omiso de alguna distracción invisible.

—Hay aspectos de la vida marciana que Wun no te comentó —dijo antes de que pudiera decirle algo más—. E. D. lo sospechaba, y hasta cierto punto sus sospechas estaban bien fundadas. Marte lleva usando biotecnología sofisticada desde hace siglos. Hace siglos, la Cuarta Edad era exactamente lo que Wun te contó que era: un tratamiento de longevidad y una institución social. Pero desde ese entonces ha evolucionado. Para la generación de Wun era más bien una plataforma, un sistema operativo biológico capaz de ejecutar aplicaciones cuyo software era mucho más sofisticado. No hay simplemente una cuarta edad, hay una edad 4.1, una 4.2… si entiendes lo que quiero decir.

—Lo que te di…

—Lo que me diste era el tratamiento tradicional. El paquete básico de la cuarta.

—¿Pero?

—Pero… lo he actualizado desde entonces.

—¿Esa actualización era también algo que Wun trajo de Marte?

—Sí. El propósito…

—Al carajo el propósito. ¿Estás completamente seguro de que no estás sufriendo los efectos del tratamiento original?

—Tan seguro como puedo estarlo.

Me levanté.

Jason me oyó dirigiéndome a la puerta.

—Puedo explicarlo —dijo—. Y sigo necesitando tu ayuda. Cuídala, Ty Espero que sobreviva. Pero ten en cuenta… que mi tiempo también es limitado.

El maletín de fármacos marcianos seguía donde lo había dejado, detrás del tablón roto de la pared en el sótano de la casa de mi madre, y cuando lo recuperé volví a cruzar el jardín con él a través de las ráfagas de lluvia ambarina hacia la Gran Casa.

Carol estaba en la habitación de Diane administrándole sorbos de oxígeno con mascarilla.

—Hay que racionar el oxígeno —dije—, a menos que puedas hacer aparecer de la nada otra bombona.

—Tenía los labios un poco azulados.

—Déjame ver.

Carol se apartó de su hija. Cerré la válvula y puse la mascarilla a un lado. Hay que tener cuidado con el oxígeno. Es indispensable en los pacientes con problemas respiratorios, pero también puede crear problemas. Demasiado oxígeno puede romper los alvéolos de los pulmones. Temía que según empeorara el estado de Diane necesitaría dosis cada vez mayores para mantener sus niveles de oxígeno en sangre, el tipo de terapia que normalmente se hacía mediante ventilación mecánica. Y no teníamos una de esas máquinas.

Ni tampoco teníamos ningún medio clínico para monitorear sus gases en sangre, pero los labios parecían relativamente normales cuando aparté la mascarilla. Su respiración era rápida y superficial, sin embargo, y aunque abrió los ojos una vez, siguió letárgica y sin responder a estímulos.

Carol me observó con suspicacia mientras abría el maletín polvoriento y extraía una de las ampollas marcianas y una hipodérmica.

—¿Qué es eso?

—Probablemente lo único que pueda salvarle la vida.

—¿De verdad? ¿Estás seguro de eso, Tyler?

Asentí.

—No —dijo ella—. Lo que quiero decir es, ¿estás realmente seguro? Porque eso fue lo que le diste a Jason, ¿no? Cuando tenía EMA.

No servía para nada negarlo.

—Sí —dije.

—Puede que no haya practicado la medicina durante treinta años, pero no soy ignorante. Hice un poco de investigación sobre la EMA después de la última vez que estuviste aquí. Me leí los resúmenes de los artículos de las revistas especializadas. Y lo interesante es que no hay ninguna cura. No hay ningún fármaco mágico. Y si la hubiera desde luego no resultaría ser también efectiva al mismo tiempo contra el SDCV. Así que supongo, Tyler, que estás a punto de administrarle un agente farmacológico que probablemente esté relacionado con ese hombrecillo arrugado que murió en Florida.

—No discutiré contigo, Carol. Obviamente ya has sacado tus conclusiones.

—Y yo no quiero discutir contigo; lo que quiero es que me tranquilices. Que me digas que esa droga no le hará a Diane lo que parece que le está haciendo a Jason.

—No lo hará —dije, pero Carol sabía que no le estaba contando todo, esa cláusula inexpresada de «hasta donde llegan mis conocimientos en la materia».

Estudió mi rostro.

—Todavía te preocupas por ella.

—Sí.

—Nunca deja de asombrarme —dijo Carol—. La tenacidad del amor.

Puse la aguja en la vena de Diane.

Hacia mediodía no hacía simplemente calor en la casa, sino que la humedad era tal que esperaba ver el moho colgando de los techos. Me senté junto a Diane para asegurarme de que no había efectos indeseados inmediatos como resultado de la inyección. En determinado momento hubo unos golpes leves en la puerta principal de la casa. «Ladrones —pensé—, saqueadores», pero cuando llegué al recibidor Carol había respondido y le daba las gracias a un hombre grueso, que asintió y se dio la vuelta para marcharse.

—Ése era Emil Hardy —dijo Carol mientras volvía a cerrar la puerta—. ¿Te acuerdas de los Hardy? Tenían la pequeña casa estilo colonial en Bantam Hill Road. Emil ha impreso un periódico.

—¿Un periódico?

Me mostró dos hojas grapadas de folios tamaño carta.

—Emil tiene un generador eléctrico en su garaje. Oye la radio por la noche y toma notas, luego imprime un resumen y lo reparte por las casas de los vecinos. Este es el segundo número. Es un buen hombre y bienintencionado, pero no veo razón para leer estas cosas.

—¿Puedo verlo?

—Si quieres.

Me lo llevé arriba.

Emil era un reportero aficionado con todas las de la ley. Las historias trataban principalmente de crisis en la capital y en Virginia, una lista oficial de zonas a las que no ir bajo ningún concepto y evacuaciones relacionadas con incendios, intentos de restaurar los servicios locales. Pasé esas por alto. Pero hubo un par de artículos al final que me llamaron la atención.

El primero era un informe que decía que la radiación solar medida recientemente en la superficie había aumentado pero que no era ni de cerca tan intensa como se había predicho. «Los científicos del gobierno —decía—, están perplejos pero muestran un cauto optimismo sobre las probabilidades de supervivencia a largo plazo». No se mencionaba ninguna fuente, así que podía ser la invención de algún comentarista o un intento de evitar pánicos futuros, pero encajaba con mi experiencia personal hasta la fecha: la nueva luz solar era extraña pero no inmediatamente mortal.

Ni una palabra acerca de cómo podría afectar a las cosechas, al tiempo o a la ecología en general. Ni el calor pestilente ni la lluvia torrencial parecían particularmente normales.

Debajo de eso había otro artículo con el siguiente titular:

AVISTADAS LUCES EN EL CIELO POR TODO EL MUNDO.

Se trataba de las mismas líneas en forma de C o de O que Simon me había señalado en Arizona. Se habían visto tan al norte como Anchorage y tan al sur como Ciudad de México. Los informes de Europa y Asia eran fragmentarios y se ocupaban principalmente de la crisis inmediata, pero unas cuantas historias similares se habían filtrado. («Nota —decía el periódico de Emil Hardy—: los canales de noticias por cable siguen funcionando de manera intermitente pero se han visto imágenes de la India que muestran fenómenos similares a escala mayor». Ni idea de lo que quería decir con eso).

Diane despertó durante unos instantes mientras estaba con ella.

—Tyler —dijo.

Le cogí de la mano. La tenía seca y caliente de forma antinatural.

—Lo siento —dijo ella.

—No tienes nada de lo que disculparte.

—Siento que me veas así.

—Estás mejorando. Llevará un tiempo, pero te pondrás bien.

Su voz era suave como el sonido de una hoja que cae. Miró a su alrededor y reconoció la habitación.

—¡Estoy aquí!

—Aquí estás.

—Di mi nombre otra vez.

—Diane —dije—. Diane. Diane.

Diane estaba gravemente enferma, pero era Jason el que se moría. Eso fue lo que me dijo, con otras palabras, cuando fui a verle.

Hoy no había comido, según me había informado Carol. Jason había tomado agua helada con pajita pero se negaba a tomar otros líquidos. Apenas podía mover el cuerpo. Cuando le pedí que levantara el brazo lo hizo, pero con tal esfuerzo exquisito y lánguida velocidad que volví y lo agarré para que lo bajara de nuevo.

—Si la noche de hoy se parece algo a la de ayer, estaré delirando hasta el amanecer. Mañana, ¿quién sabe? Quiero hablar mientras puedo.

—¿Hay alguna razón por la que tu estado se deteriora por las noches?

—Una muy simple, creo. Ya llegaremos a eso. Primero quiero que hagas algo por mí. Mi maleta estaba en el armario. ¿Sigue ahí?

—Ahí sigue.

—Ábrela. Puse dentro una grabadora de audio. Encuéntrala.

Encontré un rectángulo de plata bruñida del tamaño de un mazo de cartas, cerca de una pila de sobres de cartas con direcciones que no reconocí.

—¿Es esto? —dije, y luego me maldije: por supuesto que no podía verlo.

—Si la etiqueta dice Sony, entonces sí. Debería haber un paquete de tarjetas de memoria debajo.

—Sí, ya lo tengo.

—Y ahora tendremos una charla. Hasta que oscurezca, y puede que hasta un poco después. Cambia la memoria cuando tengas que hacerlo, o las baterías si se queda sin potencia. Hazlo por mí, ¿vale?

—Siempre que Diane no necesite atención urgente. ¿Cuándo quieres empezar?

Giró la cabeza. Sus pupilas espolvoreadas de diamantes relucieron a la extraña luz.

—Ahora mismo no sería demasiado pronto —dijo.

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