Molly Seagram hizo un gesto con la mano en dirección a la revista que había sobre el mostrador de la recepción cuando entré en la enfermería de Perihelio. Su expresión decía: «Malas vibraciones, malos presagios». Era un ejemplar de una revista mensual de noticias, y la imagen de Jason ocupaba la portada. Titular: LA PERSONALIDAD PRIVADA DETRÁS DE LA CARA PÚBLICA DEL PROYECTO PERIHELIO.
—Asumo que no son buenas noticias.
Hizo un gesto poco comprometido.
—No es exactamente halagador. Cógelo. Léelo. Podemos hablar en la cena. —Le había prometido llevarla a cenar—. Oh, y la señora Tuckman está preparada y esperando en la cuadra número tres.
Le había pedido que no llamara cuadras a las salas de consulta, pero no merecía la pena discutir. Deslicé la revista en mi bandeja de correo. Era una lenta y lluviosa mañana de abril y la señora Tuckman era mi único paciente previsto antes del almuerzo.
Era la esposa de un ingeniero del complejo y había venido a verme tres veces en el último mes, quejándose de ansiedad y fatiga. La fuente de su problema no era difícil de adivinar. Habían pasado dos años desde que Marte quedó envuelto, y los rumores de despidos abundaban en Perihelio. La situación financiera de su esposo era incierta y sus propios intentos por encontrar trabajo habían acabado en nada. Tragaba trankimazines a una velocidad alarmante y quería más, inmediatamente.
—Quizá deberíamos considerar una medicación diferente —dije.
—No quiero un antidepresivo, si es a eso a lo que se refiere.
Era una mujer menuda, tenía el rostro, que era agradable en otras ocasiones, contraído en una feroz mueca. Su mirada recorrió la consulta y se posó un tiempo en la ventana mojada por la lluvia que daba al jardín sur.
—En serio. Estuve seis meses con Paraloft y no paraba de tener que ir corriendo al baño.
—Eso ¿cuándo fue?
—Antes de que viniera usted. El doctor Koenig me lo recetó. Por supuesto, las cosas eran diferentes en aquel entonces. Apenas si veía a Cari de lo ocupado que estaba. Pasaba muchas noches sola. Pero al menos parecía un empleo firme y seguro, algo que duraría, supongo que debería haber dado gracias por mi suerte. ¿Eso no figura en mi, eh, expediente o como se llame?
Su historial estaba abierto en el escritorio que tenía delante. Las notas del doctor Koenig a menudo eran difíciles de descifrar, aunque, amablemente, había usado un bolígrafo rojo para señalar las cosas de importancia vital: alergias, condiciones crónicas. Las entradas en el expediente de la señora Tuckman eran primorosas, lacónicas y poco explicativas. Aquí estaba la nota sobre el Paraloft, tratamiento suspendido a petición del paciente (fecha indescifrable), «paciente continúa quejándose de nerviosismo, miedo al futuro». ¿No teníamos todos miedo al futuro?
—Y ahora no podemos contar ni con el trabajo de Cari. Mi corazón me latía tanto, quiero decir, tan rápido, la pasada noche. Inusualmente rápido. Pensé que podía ser… ya sabe.
—¿Qué?
—Ya sabe. SDCV.
SDCV. Síndrome de desgaste cardiovascular. Había salido en las noticias en los últimos meses. Había matado a miles de personas en Egipto y Sudán, y se habían dado casos en Grecia, España y el sur de los EE. UU. Era una infección bacteriana de desarrollo lento, que en un país tropical del tercer mundo podría ser un problema potencial, pero tratable con fármacos modernos. La señora Tuckman no tenía nada que temer del SDCV y así se lo dije.
—La gente dice que es cosa de ellos.
—¿El qué es de quiénes, señora Tuckman?
—La enfermedad. Los Hipotéticos. Es cosa de ellos.
—Todo lo que he leído sugiere que el SDCV pasó a los humanos desde el ganado. —Seguía siendo una enfermedad que afectaba principalmente a los ungulados y que diezmaba con regularidad a los rebaños del norte de África.
—Ganado. Ja. Pero claro, eso no se lo contarían, ¿verdad? Quiero decir, no lo dirían en las noticias.
—El SDCV es una enfermedad grave. Si la tuviera a estas alturas estaría hospitalizada. Su pulso es normal y su electro está bien.
No parecía convencida. Al final le receté un ansiolítico alternativo, básicamente lo mismo que el trankimazin con una cadena molecular lateral diferente, con la esperanza de que el nuevo nombre comercial, si no el fármaco en cuestión, tuvieran algún efecto útil. La señora Tuckman salió de mi consulta algo más contenta, agarrando la receta en su mano como si fuera un pergamino sagrado.
Me sentí inútil y algo fraudulento.
Pero el estado de la señora Tuckman estaba lejos de ser único. El mundo entero bullía de ansiedad. Lo que una vez pareció nuestra mejor apuesta por un futuro, la terraformación y colonización de Marte, había terminado en impotencia e incertidumbre, lo que no nos dejaba más futuro que el Spin. La economía global había empezado a oscilar, los consumidores y las naciones acumulaban deudas que esperaban no tener que pagar jamás, mientras los acreedores acumulaban fondos y las tasas de interés escalaban nuevas cimas. La religiosidad extrema y la criminalidad brutal habían aumentado a la par, en casa y en el resto del mundo. Los efectos eran especialmente devastadores en las naciones del tercer mundo, donde la hiperinflación y las hambrunas recurrentes ayudaban a revivir movimientos militantes marxistas e islamistas.
La tangente psicológica no era difícil de entender. Ni la violencia. Muchísima gente guardaba rencores, pero sólo aquellos que habían perdido la fe en el futuro era probable que aparecieran en el trabajo con un arma automática y una lista de objetivos. Los Hipotéticos, fuera queriendo o no, habían incubado exactamente ese tipo de desesperación terminal. Los descontentos suicidas eran legión, y sus enemigos incluían a todos y cada uno de los norteamericanos, británicos, canadienses, daneses, etcétera; o, por el contrario, a todos los musulmanes, gentes de piel oscura, los que no hablaban inglés, inmigrantes; todos los católicos, fundamentalistas, ateos; todos los liberales, todos los conservadores… Para esa gente el acto culmen de claridad moral era un linchamiento o un atentado suicida, una fatwa o un exterminio en masa. Y estaban en auge, ascendiendo como estrellas negras sobre un paisaje terminal.
Vivíamos en tiempos peligrosos. La señora Tuckman lo sabía, y todas las benzodiacepinas del mundo no la convencerían de lo contrario.
Durante el almuerzo me aseguré una mesa en la parte de atrás de la cafetería de empleados, donde bebí un café a sorbos haciéndolo durar lo más posible, contemplé la lluvia que caía sobre el aparcamiento y hojeé la revista que Molly me había dado.
Si hay una ciencia de la Spinología, comenzaba el artículo, Jason Lawton sería su Newton, su Einstein, su Stephen Hawking.
Que era exactamente lo que E. D. siempre había pretendido que la prensa dijera de su hijo y lo que Jase siempre temió oír.
Desde las inspecciones radiológicas a los estudios de permeabilidad, desde la ciencia pura al debate filosófico, apenas hay un área del Spin que sus ideas no hayan tocado y transformado. Sus artículos publicados son abundantes y citados con frecuencia. Su asistencia convierte somnolientas conferencias académicas en acontecimientos mediáticos. Como director en funciones de la Fundación Perihelio ha ejercido una poderosa influencia en la política aeroespacial norteamericana y global en la era del Spin.
Pero entre todos sus logros reales, y la promoción exagerada, que rodea a Jason Lawton, es fácil olvidar que Perihelio fue fundado por su padre, Edward Dean (E. D.) Lawton, que sigue teniendo un puesto prominente en el comité rector y en el gabinete presidencial. Y algunos dirían que la imagen pública del hijo también es creación del Lawton de mayor edad, más misterioso, igualmente influyente y cuya imagen es mucho menos pública.
El artículo proseguía relatando con detalle la carrera de E. D. desde sus inicios: el enorme éxito de sus telecomunicaciones mediante aeróstatos después del Spin, su adopción virtual por tres administraciones sucesivas, la creación de la Fundación Perihelio.
Originalmente se concibió como un comité de expertos y grupo de presión de la industria aeroespacial, pero Perihelio al final se reinventó como una agencia del gobierno federal, diseñando misiones espaciales relacionadas con el Spin y coordinando el trabajo de docenas de universidades, institutos de investigación y centros de la NASA. De hecho, el declive de la «vieja NASA» fue debido al auge de Perihelio. Hace una década la relación fue formalizada y un Perihelio sutilmente reorganizado fue adjuntado a la NASA como órgano asesor. En realidad, según dicen fuentes internas, fue Perihelio el que se anexionó a la NASA. Y mientras el joven prodigio llamado Jason Lawton encandilaba a la prensa, su padre continuó tirando de los hilos.
El artículo procedió a cuestionar la larga relación de E. D. con la administración Garland y sugería un escándalo potencial: ciertos equipos de instrumentación habían sido manufacturados por valor de varios millones de dólares cada uno por una pequeña firma de Pasadena dirigida por uno de los viejos colegas de E. D., aunque Ball Aerospace había ofertado una propuesta a menor coste.
Vivíamos una campaña electoral en la que ambos partidos mayoritarios habían engendrado facciones radicales. Garland, un republicano reformista que obviamente no era bien visto por la revista y que ya había tenido dos mandatos, y Preston Lomax, vicepresidente de Clayton y sucesor ungido, que iba a la cabeza de las recientes encuestas. El «escándalo» en realidad no era tal. La propuesta de Ball había sido más barata pero el equipo que habían diseñado era menos efectivo; los ingenieros de Pasadena habían comprimido más instrumentación en un peso equivalente.
Eso fue lo que le dije a Molly mientras cenábamos en Champs, a un par de kilómetros carretera abajo desde Perihelio. No había nada realmente nuevo en el artículo. Las insinuaciones eran más políticas que reales.
—¿E importa —preguntó Molly— que sea verdad o no? Lo importante es cómo nos están retratando. De repente es lícito que un medio de comunicación de los grandes se meta con Perihelio.
En otro lado de la revista una editorial describía el proyecto Marte como «el despilfarro más colosal de la historia, costoso en vidas humanas así como en dinero contante y sonante, un monumento a la habilidad humana de sacar provecho personal incluso de una catástrofe global». El autor era un escritor de discursos para el Partido Cristiano Conservador.
—El PCC es dueño de esta revistucha. Eso lo sabe todo el mundo.
—Quieren cerrarnos.
—No nos cerrarán. Aunque Lomas pierda las elecciones. Aunque nos recorten hasta dejarnos sólo con misiones de vigilancia, somos el único ojo en el Spin que tiene la nación.
—Lo que no significa que no nos despidan a todos y nos reemplacen.
—Las cosas no están tan mal.
No parecía muy convencida.
Molly era la enfermera/recepcionista que había heredado del doctor Koenig cuando llegué a Perihelio. Durante casi cinco años había sido un mueble de oficina cortés, profesional y eficiente. Habíamos intercambiado poco más que charla amena, mediante la cual yo había llegado a saber que estaba soltera, que era tres años más joven que yo y que vivía en un apartamento sin ascensor lejos del océano. Nunca me había parecido especialmente parlanchina y supuse que ella lo prefería de esa forma.
Entonces, hacía menos de un mes, Molly se había dirigido a mí mientras recogía su bolso para volverse a casa en coche un jueves por la noche y me preguntó si me gustaría ir con ella a cenar.
—¿Por qué?
—Porque me he cansado de esperar que me lo pidas tú. ¿Entonces? ¿Sí? ¿No?
—Sí.
Molly resultó ser lista, astuta, cínica y mejor compañía de lo que esperaba. Llevábamos compartiendo comidas en Champs desde hacía tres meses. Nos gustaba el menú (sin pretensiones) y la atmósfera (estudiantil). A menudo pensaba que Molly estaba más guapa en aquel reservado tapizado de vinilo de Champs que en ningún otro sitio, agraciándolo con su presencia, dándole una cierta dignidad. Su larga melena rubia le caía lacia esa noche gracias a la enorme humedad. El verde de sus ojos era un efecto deliberado, lentillas de colores, pero a ella le sentaban bien.
—¿Has leído el recuadro? —preguntó.
—Le eché un vistazo. —El recuadro en el artículo principal de la revista era un perfil de la vida de Jason contrastada con una vida privada bien impenetrable o inexistente. Sus conocidos dicen que su hogar está tan escasamente amueblado como su vida amorosa. Nunca ha habido rumores de ninguna novia, prometida o cónyuge de cualquier sexo. Uno tiene la impresión de que es un hombre que no está simplemente casado con sus ideas, sino que está dedicado a ellas de una manera casi patológica. Y en muchos aspectos Jason Lawton, como la propia Fundación Perihelio, permanece bajo la asfixiante influencia de su padre. Pese a todos sus logros, todavía tiene que demostrar que es su propio dueño.
—Al menos esa parte sí suena a cierta —dijo Molly.
—¿Sí? Jason puede estar un poco absorto en sí mismo, pero…
—Atraviesa la recepción como si yo no existiera. Quiero decir, es trivial, pero no es precisamente cordial. ¿Cómo va su tratamiento?
—No lo estoy tratando de nada, Moll. —Molly había visto el historial de Jason, pero yo no había anotado nada sobre su EMA—. Viene a charlar.
—Claro. Y a veces cuando viene a charlar viene prácticamente cojeando. No, no tienes por qué contármelo. Pero no estoy ciega. Para tu información. De todas formas, ahora está en Washington, ¿no?
Estaba allí más tiempo del que pasaba en Florida.
—Hay muchas conversaciones en marcha. La gente está tomando posiciones para el período poselectoral.
—Así que se está cociendo algo.
—Siempre se está cociendo algo.
—Quiero decir en Perihelio. El personal auxiliar se da cuenta de cosas. ¿Sabes qué es extraño? Acabamos de adquirir otros cien acres de terreno al oeste de la valla. Se lo oí a Tim Chesley, el taquígrafo en recursos humanos. Supuestamente, los peritos vendrán la próxima semana.
—¿Para qué?
—Nadie lo sabe. Quizá nos estamos expandiendo. O quizá nos estamos convirtiendo en un centro comercial.
Era la primera noticia que tenía.
—Estás fuera de onda —dijo Molly, sonriendo—. Necesitas contactos. Contactos como yo.
Después de cenar nos fuimos al apartamento de Molly, donde pasé la noche.
No describiré aquí los gestos, miradas y toques con los que negociamos nuestra intimidad. No porque sea un mojigato, sino porque parece que he perdido esos recuerdos. Perdidos por el paso del tiempo, perdidos por la reconstrucción. Y sí, soy consciente de la ironía implícita. Puedo citar el artículo de la revista sobre el que discutimos y puedo contar qué cenamos en Champs… pero todo lo que queda de ese acto es una borrosa instantánea mental: una habitación tenuemente iluminada, una brisa húmeda que hacía ondear cortinajes en una ventana abierta, sus ojos verdes cerca de los míos.
Al cabo de un mes Jason estaba de vuelta en Perihelio, recorriendo los pasillos como si estuviera imbuido de una nueva y extraña energía.
Se había traído consigo un ejército de personal de seguridad, uniformados de negro y de origen incierto pero que según se creía procedían del Departamento del Tesoro. A ésos les siguieron a continuación un pequeño batallón de contratistas y peritos que atestaban los pasillos y se negaban a hablar con el personal residente. Molly me mantuvo informado de los rumores: el complejo sería expandido; nos iban a despedir a todos; nos iban a subir el sueldo a todos. En resumen: algo pasaba.
Durante casi toda una semana no oí nada de Jason. Entonces, una tarde de jueves poco activa, me envió un mensaje al busca para que me reuniera con él en el segundo piso: «Hay alguien a quien quiero que conozcas».
Antes de llegar a la escalera, que ahora estaba fuertemente vigilada, ya había recogido por el camino una escolta de guardias armados con pases de máxima seguridad que me llevaron a una sala de conferencias del piso de arriba. No era un saludo casual, obviamente. Esto eran asuntos muy privados de Perihelio de los que no debería ser partícipe. Una vez más, aparentemente, Jason había decidido compartir sus secretos. Un privilegio que nunca dejaba de acarrear sus propios problemas. Inspiré profundamente y empujé la puerta.
La habitación contenía una mesa de caoba, media docena de sillas lujosas y dos hombres además de mí.
Uno de los hombres era Jason.
El segundo hombre podía haber sido confundido con un niño. Un niño horriblemente quemado que necesitaba desesperadamente un implante de piel: ésa fue mi primera impresión. Este individuo, de apenas metro y medio de alto, estaba de pie en una esquina de la habitación. Llevaba unos vaqueros azules y una simple camiseta blanca de algodón. Era ancho de hombros, los ojos abiertos de par en par e inyectados en sangre, y sus brazos parecían un poco demasiado grandes para su torso comprimido.
Pero lo que más llamaba la atención de su persona era la piel. Su piel no tenía brillo, era de un negro ceniza y carecía de pelo por completo. No estaba arrugado en el sentido convencional de la palabra; la piel no le colgaba, como la de un sabueso, pero tenía una textura profunda, estriada como la corteza de algunos melones.
El hombrecillo se acercó a mí y me tendió la mano. Una mano pequeña y arrugada al extremo de un largo brazo arrugado. Le di la mía, con vacilación. Dedos de momia, pensé. Pero carnosos, plenos, como las hojas de una planta del desierto, era como agarrar un puñado de aloe vera y sentir que te agarraba a su vez. La criatura sonrió.
—Éste es Wun —dijo Jason.
—¿Un qué?
Wun se rio. Tenía los dientes grandes, romos e inmaculados.
—¡Nunca me canso de esa broma estupenda!
Su nombre completo era Wun Ngo Wen, y venía de Marte.
El hombre de Marte.
Era una descripción engañosa. Los marcianos tienen una larga tradición literaria, desde Wells a Heinlein. Pero en realidad, por supuesto, Marte era un planeta muerto. Hasta que nosotros lo arreglamos. Hasta que alumbramos a nuestros propios marcianos.
Y ahí, aparentemente, tenía un espécimen vivo, humano en un 99,9 por ciento, si bien de diseño algo extraño. Una persona marciana, milenario descendiente, gracias al tiempo comprimido del Spin, de los colonos que enviamos hacía sólo dos años. Hablaba un inglés de entonación meticulosa. Su acento sonaba mitad a Oxford y mitad a Nueva Delhi. Se paseó por la habitación. Cogió una botella de agua de manantial de la mesa, desenroscó el tapón y bebió largamente. Se limpió la boca con el antebrazo. Gotitas de agua perlaron su carne corrugada.
Me senté e intenté no quedarme mirando de manera impertinente mientras Jase me lo explicaba.
Aquí está lo que me contó, un poco simplificado y rellenado con detalles que descubriría más tarde.
El marciano había abandonado el planeta poco antes de que la membrana del Spin le fuera impuesta.
Wun Ngo Wen era historiador y lingüista, y relativamente joven para los estándares marcianos: cincuenta y cinco años terrestres y físicamente en forma. Era un académico de oficio, que en aquel momento estaba sin trabajo pendiente del destino que le asignarían; donaba su labor a las cooperativas agrícolas, y se encontraba pasando un flamestre en el delta del río Kirioloj, en lo que nosotros llamábamos Argyre Planitia (Epu Baryal) cuando le llegó la convocatoria al servicio.
Como miles de otros hombres y mujeres de su edad y clase, Wun había enviado sus credenciales a los comités que estaban diseñando y coordinando un viaje espacial a la Tierra, sin tener ninguna esperanza real de ser seleccionado. De hecho, era relativamente tímido por naturaleza y nunca se había aventurado demasiado lejos de su propia prefectura, excepto por viajes de estudios y reuniones familiares. Se sintió profundamente consternado cuando su nombre fue elegido, y si no hubiera entrado recientemente en la Cuarta Edad, hubiera rechazado la petición. ¿Seguramente habría alguien más capacitado que él para esa tarea? Pues no, aparentemente no; sus talentos e historial eran excepcionalmente adecuados para la tarea, y las autoridades insistían; así que puso en paz sus asuntos (que no eran muchos) y subió a un tren hacia el complejo de lanzamiento de Basalto Seco (en nuestros mapas, Tharsis), donde recibió entrenamiento para representar a las Cinco Repúblicas en una misión diplomática a la Tierra.
La tecnología marciana sólo había abrazado recientemente la idea del viaje espacial tripulado. En el pasado, a los concejos gubernamentales les había parecido una aventura extremadamente desaconsejable, que podía atraer la atención de los Hipotéticos, un malgasto de recursos que requería actos de manufactura a gran escala que verterían volátiles no presupuestados en una biosfera meticulosamente administrada y enormemente vulnerable. Los marcianos eran conservadores por naturaleza, acaparadores por instinto. Sus tecnologías biológica y a pequeña escala eran antiguas y sofisticadas, pero su base industrial era escasa y ya había sido sometida a un esfuerzo considerable por la exploración no tripulada de las diminutas e inútiles lunas del planeta.
Pero habían observado y especulado sobre la Tierra amortajada por el Spin durante siglos. Sabían que el planeta oscuro era la cuna de la humanidad, y habían aprendido mediante observación con telescopios y los datos que llegaron con un arca PEN tardía que la membrana que la rodeaba era penetrable. Entendían la naturaleza temporal del Spin, aunque no los mecanismos que la habían producido. Un viaje de Marte a la Tierra, según razonaron, si bien físicamente posible, sería difícil y poco práctico. La Tierra, después de todo, estaba estática; un explorador que penetrara en la oscuridad terrestre se quedaría atrapado allí durante milenios, aunque, según su propia percepción del tiempo, pusiera rumbo a casa al día siguiente.
Pero los vigilantes astrónomos habían descubierto estructuras cúbicas que se construían a sí mismas a cientos de kilómetros sobre los polos marcianos. Artefactos Hipotéticos, casi idénticos a los que estaban asociados a la Tierra. Tras cien mil años de soledad imperturbada, Marte finalmente había atraído la atención de las criaturas omnipotentes y carentes de rostro con las que compartía el sistema solar. La conclusión era ineludible: Marte pronto quedaría bajo su propia membrana de Spin. Poderosas facciones acordaron una consulta con la amortajada Tierra. Se hizo acopio de escasos recursos. Se diseñó y se construyó un vehículo espacial. Y Wun Ngo Wen, lingüista y académico profundamente familiarizado con los fragmentos que todavía quedaban de historia terrestre y sus lenguajes, fue reclutado para el viaje… para su consternación.
Wun Ngo Wen hizo las paces con la probabilidad de su propia muerte incluso mientras preparaba su cuerpo para el confinamiento y la debilitación de un largo viaje espacial y los rigores de un entorno terrestre de alta gravedad. Wun había perdido a la mayor parte de su familia cercana en la inundación del Kirioloj que había tenido lugar tres años antes, una de las razones por las que se había presentado voluntario para el viaje, y una de las razones por las que había sido aceptado. Para Wun, el riesgo de muerte era una carga menos pesada de lo que hubiera sido para la mayoría de sus pares. Sin embargo, la muerte no era algo que buscara; esperaba evitarla por completo. Se entrenó vigorosamente. Aprendió las idiosincrasias y complejas peculiaridades de su vehículo. Y si los Hipotéticos abrazaban Marte, y no es que deseara tal cosa, significaría que tendría una oportunidad de regresar, no a un planeta vuelto ajeno por millones de años, sino a su propio hogar, preservado con todos sus recuerdos y pérdidas contra la erosión del tiempo.
Aunque, por supuesto, no había previsto ningún viaje de regreso. El vehículo de Wun era sólo de ida. Si alguna vez volvía a Marte sería por la generosidad de los terrestres, que muy generosos tendrían que ser, pensó Wun, para darle un billete de vuelta a casa.
Y así Wun Ngo Wen había saboreado lo que probablemente sería su última mirada a Marte (las planicies recorridas por barrancos creados por la erosión de vientos de Basalto Seco, Odos on Epu-Epia) antes de que lo colocaran en la cámara de vuelo del primitivo cohete multietapa de hierro y cerámica que lo llevó al espacio.
Pasó gran parte del viaje subsiguiente en un estado de letargo metabólico inducido por drogas, pero aun así fue una amarga y debilitadora prueba de resistencia. La membrana del Spin marciano ocupó su puesto mientras él todavía estaba en tránsito, y durante el resto del vuelo Wun quedó aislado, cercenado de ambos mundos por la discontinuidad temporal, el que tenía delante y el que quedaba atrás. Por temible que fuera el Spin, pensó, ¿sería en algo diferente a este silencio sedado, su custodia meditabunda de una máquina diminuta que caía interminablemente por un vacío inhumano?
Sus horas de verdadera consciencia llegaban y se retiraban como mareas. Se refugió en las ensoñaciones y en el sueño forzado.
Su vehículo, que aunque primitivo en muchos aspectos estaba equipado con sistemas de navegación y guía sutiles y semiinteligentes, gastó la mayor parte de sus reservas de combustible frenando en una órbita alta alrededor de la Tierra. El planeta que tenía debajo era una nada negra, su luna un enorme disco giratorio. Las sondas microscópicas del vehículo de Wun tomaron muestras de los confines de la atmósfera, generando telemetría con un viraje al rojo cada vez mayor antes de desaparecer en el Spin, información suficiente para calcular un ángulo de entrada. Su vehículo espacial estaba equipado con una formación de superficies de vuelo, frenos aerodinámicos y paracaídas desplegables, y con suerte le llevaría a través de la turbulenta atmósfera del planeta hasta la superficie sin cocerlo ni aplastarlo. Pero mucho dependía de la suerte. Demasiado, en opinión de Wun. Se sumergió en una cuba de gel protector e inició el descenso final, completamente preparado para morir.
Despertó para encontrar que su vehículo sólo ligeramente chamuscado descansaba en un campo de nabicoles en Manitoba del sur, rodeado por unos hombres curiosamente pálidos y de piel lisa, algunos de los cuales llevaban lo que reconoció como equipos de aislamiento biológico. Wun Ngo Wen emergió de su nave espacial, con el corazón martilleándole, los músculos pesados como plomo y doloridos en esa terrible gravedad, pulmones agredidos por el aire demasiado denso y aislante, y rápidamente fue puesto bajo custodia.
Pasó el mes siguiente en una burbuja plástica en una habitación en el Centro de Control de Epizootias del Departamento de Agricultura en Plum Island, cerca de la costa de Long Island en nueva York. Durante ese tiempo aprendió a hablar un lenguaje que sólo había conocido por antiguos registros escritos, enseñando a sus labios y lengua a acomodarse a las ricas modalidades de sus vocales, refinando su vocabulario mientras se esforzaba por explicarse ante unos desconocidos sombríos o intimidantes. Ese fue un período difícil. Los terrícolas eran criaturas pálidas y larguiruchas que no se parecían en nada a lo que había imaginado mientras descifraba antiguos documentos. Muchos eran pálidos como fantasmas, recordándole las historias sobre la Polilla de Ascuas que lo habían aterrorizado cuando era niño: casi esperaba que se alzara al lado de su cama como Huid de Phraya, exigiendo un brazo o una pierna como tributo. Sus sueños eran inquietos y desagradables.
Seguía, afortunadamente, en posesión de sus habilidades como lingüista, y no pasó mucho antes de que le presentaran a hombres y mujeres de poder y posición que resultaron ser mucho más hospitalarios que sus captores iniciales. Wun Ngo Wen cultivó esas amistades útiles, esforzándose por dominar los protocolos sociales de una cultura antigua y confusa y esperando el momento apropiado en el que comunicar la propuesta que había transportado a tal coste, tanto personal como público, entre ambos mundos humanos.
—Jason —dije cuando llegó aproximadamente a este mismo punto de la narrativa —. Para. Por favor. Se detuvo.
—¿Tienes alguna pregunta, Tyler?
—Ninguna pregunta. Sólo que… es mucho que absorber. —Pero ¿lo entiendes? ¿Me sigues? Porque voy a tener que contar esta historia más de una vez. Quiero que me salga fluida. ¿Me sale?
—Fluye bien. ¿Contársela a quién?
—A todo el mundo. A los medios de comunicación. Vamos a hacerla pública.
—No quiero seguir siendo un secreto —dijo Wun Ngo Wen—. No vine aquí a esconderme. Tengo cosas que decir. —Volvió a destapar su botella de agua—. ¿Te gustaría algo de esto, Tyler Dupree? Tienes aspecto de necesitar beber.
Tomé la botella de sus dedos regordetes y arrugados y di un gran trago.
—Bueno —dije— ¿nos convierte esto en hermanos de agua?
Wun Ngo Wen parecía perplejo. Jason soltó una enorme carcajada.