4 x 10 9 d. C.

Atravesé un par de metros de tierra apisonada a la que se aferraban trozos de asfalto desgastado en parches escabrosos, llegué a un terraplén y me deslicé por él, haciendo ruido, con mis maletas rígidas llenas de ropas modestas, notas manuscritas, archivos digitales y fármacos marcianos. Aterricé en una zanja de drenaje, metido hasta los muslos en agua verde como hojas de papaya y cálida como la noche tropical. El agua reflejaba la luna llena de cicatrices y apestaba a estiércol.

Escondí el equipaje en un lugar seco a media cuesta del terraplén y me arrastré el resto del camino hacia arriba, yaciendo en un ángulo que ocultaba mi cuerpo pero me permitía ver la carretera, la cúbica clínica de hormigón de Ibu Ina y el coche negro aparcado frente a ella.

Los hombres del coche habían entrado por la puerta trasera. Encendieron más luces según se movían por el edificio, convirtiendo en cuadrados amarillos las ventanas con las persianas ajadas, pero no tenía forma de saber qué hacían allí. Registrando el lugar, supuse. Intenté estimar cuánto tiempo permanecieron dentro, pero parecía que había perdido la habilidad de calcular el tiempo o siquiera de leer los números de mi reloj. Los numerales resplandecían como luciérnagas inquietas pero no se detenían lo suficiente para que los entendiera.

Uno de los hombres salió por la puerta principal, fue hasta el coche y puso el motor en marcha. El segundo hombre emergió unos pocos segundos después y ocupó el asiento del pasajero. El coche color medianoche rodó hacia mí mientras giraba en la carretera, sus luces proyectándose por encima del arcén.

Me agaché y me quedé inmóvil hasta que el ruido del motor se desvaneció.

Entonces pensé en qué hacer a continuación. La pregunta era difícil de responder, porque estaba cansado, repentina y enormemente cansado; demasiado débil para levantarme. Quería volver a la clínica, encontrar un teléfono y advertir a Ibu Ina sobre los hombres en el coche. Pero quizá En lo hiciera. Eso esperaba. Porque yo no iba a poder llegar a la clínica. Mis piernas no hacían nada excepto temblar cuando les ordenaba moverse. Era más que fatiga. Me sentí paralizado.

Y cuando miré a la clínica de nuevo, había humo saliendo por el respiradero del techo y la luz detrás de las ventanas era de un amarrillo parpadeante. Fuego.

Los hombres del coche habían prendido fuego a la clínica de Ibu Ina, y no había nada que pudiera hacer excepto cerrar los ojos y esperar no morirme antes de que alguien me encontrara.


El hedor a humo y el sonido de llantos me despertaron.

Todavía no era de día. Pero descubrí que podía moverme, al menos un poco, con considerable esfuerzo y dolor y parecía que pensaba más o menos claramente. Así que tiré de mí mismo para subir la cuesta, centímetro a centímetro.

Había coches y gente en todo el espacio abierto, focos y linternas que trazaban arcos espásticos por el cielo. La clínica era una ruina humeante. Sus paredes de hormigón seguían en pie pero el techo se había derrumbado y el fuego había eviscerado el edificio. Logré ponerme de pie. Caminé hacia el sonido de llanto.

El sonido venía de Ibu Ina. Estaba sentada en un islote de asfalto abrazándose las rodillas. Estaba rodeada de un grupo de mujeres que dedicaron miradas oscuras y suspicaces mientras me acercaba a ella. Pero cuando Ina me vio se puso en pie de un salto, secándose los ojos con la manga.

—¡Tyler Dupree! —corrió hacia mí—. ¡Creía que había muerto quemado! ¡Quemado junto con todo lo demás!

Me agarró, me abrazó, me sostuvo, ya que mis piernas se habían vuelto flácidas de nuevo.

—La clínica —logré decir—. Todo tu trabajo. Ina, lo siento tantísimo…

—No —dijo ella—. La clínica es un edifico. La parafernalia médica puede reemplazarse. Usted, por el contrario, es único. En nos contó cómo lo envió fuera de la clínica cuando llegaron los incendiarios. ¡Le salvó la vida, Tyler! —Se apartó de mí —. ¿Tyler? Está usted bien.

No estaba nada bien. Miré al cielo por encima del hombro de Ina. Casi amanecía. El antiguo sol salía. El monte Merapi quedaba silueteado contra el cielo índigo.

—Sólo estoy cansado —dije y cerré los ojos—. Sentí que las piernas se me doblaban y oí a Ina pidiendo ayuda, y luego dormí algo más… días, según me contaría Ina posteriormente.


Por razones obvias, no podía permanecer en la aldea.

Ina quería cuidar de mí durante lo que quedaba de la crisis de la droga, y sentía que la aldea me debía protección. Después de todo, yo había salvado la vida de En (o en eso insistía ella), y En no sólo era su sobrino, sino que estaba emparentado virtualmente con todo el mundo en el pueblo, de una forma u otra. Era un héroe. Pero también un imán que atraía la atención de hombres malvados, y si no fuera por los ruegos de Ina, sospecho que el kepala desa me hubiera puesto en el primer autobús a Padang y santas pascuas. Así que me llevaron junto con mi equipaje a una casa deshabitada de la aldea (los dueños habían salido de rantau hacía meses) mientras se hacían otros planes.

Los minangkabau de Sumatra Occidental sabían cómo sobrevivir ante la opresión. Habían sobrevivido a la llegada del Islam en el siglo XVI, a la Guerra de los Padris,[14] al colonialismo holandés, al Nuevo Orden de Suharto, a la Restauración Negari y, después del Spin, a los Nuevos Reformasi y su brutal policía nacional. Ina me había contado algunas de esas historias, tanto en la clínica como luego, cuando yacía en una habitación diminuta en una casa de madera bajo las enormes y lentas aspas de un ventilador eléctrico. La fuerza de los minang, decía, era su flexibilidad, su profunda comprensión de que el resto del mundo no era como su hogar y nunca lo sería. (Citó un proverbio minang: «En diferentes campos, saltamontes diferentes; en diferentes estanques, peces diferentes»). La tradición del rantau, emigración de hombres jóvenes que salen al mundo y vuelven a casa más ricos o más sabios, los había convertido en un pueblo sofisticado. Las simples casas con aleros en forma de cuerno de búfalo estaban adornadas con antenas de aeróstato, y la mayoría de las familias de aldea, según Ina, recibían regularmente cartas o correos electrónicos de familiares en Australia, Europa, Canadá y los Estados Unidos.

No era sorprendente, entonces, que hubiera minangkabau trabajando en todos los niveles de los muelles de Padang. El ex marido de Ina, Jala, sólo era uno de muchos en el negocio de la importación/exportación que organizaba expediciones de rantau al Arco y más allá. No era coincidencia que las pesquisas de Diane la hubieran conducido a presencia de Jala y, por tanto, a Ibu Ina y a esta aldea de las tierras altas.

—Jala es un oportunista y puede ser bastante mezquino si se le antoja, pero no carece de escrúpulos —dijo Ina—. Diane tuvo suerte de encontrarle, o de lo contrario es que sabe juzgar muy bien el carácter de las personas. Probablemente sea lo último. En cualquier caso, Jala no tiene ningún cariño a los Nuevos Reformasi, afortunadamente para todos los implicados.

(Se había divorciado de Jala, dijo ella, porque se había aficionado al mal hábito de acostarse con mujeres de dudosa reputación en la ciudad. Gastaba demasiado dinero en sus amiguitas y por dos veces había traído a casa enfermedades venéreas curables pero alarmantes. Era un mal marido, pero no era un hombre especialmente malo. No traicionaría a Diane a las autoridades a menos que fuera capturado y torturado físicamente… y era demasiado listo para dejarse capturar).

—Los hombres que quemaron tu clínica…

—Debieron seguir a Diane al hotel de Padang y luego interrogaron al conductor que te trajo aquí.

—Pero ¿por qué incendiar el edificio?

—No lo sé, pero creo que era un intento de asustarle y que saliera a descubierto. Y una advertencia a todo el que pudiera ayudarle.

—Si encontraron la clínica, sabrán tu nombre.

—Pero no vendrán a la aldea abiertamente, disparando a diestro y siniestro. Las cosas no se han deteriorado hasta ese punto. Creo que vigilarán la costa y esperarán a que hagamos algo estúpido.

—Aun así, tu nombre está en la lista, si intentas abrir otra clínica…

—Pero ése no fue nunca mi plan.

—¿No?

—No. Me ha convencido de que hay una solución simple para todos nuestros problemas, una que llevo contemplando desde hace mucho tiempo. Toda la aldea ha pensado en ella, de una forma u otra. Muchos se han marchado ya. No somos un pueblo con éxito, como Belubus o Batusangkar. La tierra de aquí no es especialmente rica y cada año perdemos más gente que se marcha a la ciudad, a otros clanes de otros pueblos o al rantau gadang, ¿y por qué no? Hay espacio para todos en el nuevo mundo.

—¿Queréis emigrar?

—Yo, Jala, mi hermana y su hermana y sus sobrinos y primos… más de treinta de nosotros, todos contados. Jala tiene varios hijos ilegítimos que estarían encantados de quedarse con el control de su negocio una vez que estuviera al otro lado. ¿Ve? — Sonrió—. No tiene que agradecernos nada. No somos sus benefactores. Sólo compañeros de viaje.

Le pregunté varias veces si Diane estaba a salvo. Tan a salvo como Jala podía mantenerla, dijo Ina. Jala la había instalado en un espacio habitable encima de una oficina de aduanas donde estaría relativamente cómoda y escondida a buen recaudo hasta que se hicieran los arreglos finales.

—La parte difícil será llevarle a usted hasta el puerto sin ser detectado. La policía sospecha que está en las tierras altas y estarán vigilando las carreteras en busca de extranjeros, especialmente extranjeros enfermos, ya que el taxista que le trajo aquí les habrá contado que no se encontraba bien.

—Ya he terminado de encontrarme mal —dije.

La última crisis había comenzado fuera de la clínica quemada y había pasado mientras estaba inconsciente. Ibu Ina dijo que fue una transición difícil, que después de que me trasladaran a esta pequeña habitación había gemido tanto que los vecinos se quejaron, que había hecho falta que su primo Adek me mantuviera sujeto mientras pasaba lo peor de mis convulsiones… por eso tenía tantos moratones en los brazos y los hombros, ¿no me había dado cuenta? Pero no recordaba nada de eso. Todo lo que sabía es que me sentía con más fuerzas según pasaban los días; mi temperatura era normal; podía andar sin temblar.

—¿Y los otros efectos de la droga? —preguntó Ina. ¿Se siente diferente?

Ésa era una pregunta interesante. Respondí con sinceridad.

—No lo sé. Todavía no, de todas formas.

—Bueno, por el momento poco importa. Como iba diciendo, el truco estará en conseguir sacarlo de las tierras altas y enviarlo a Padang. Afortunadamente, creo que podemos arreglarlo.

—¿Cuándo nos vamos?

—Dentro de tres o cuatro días —dijo Ina. Mientras tanto, descanse.


Ina estuvo ocupada durante la mayor parte de esos tres días. La vi muy poco. Los días eran calurosos y soleados pero las brisas recorrían la casa de madera en refrescantes ráfagas, y pasé el tiempo ejercitándome con precaución, escribiendo y leyendo; había libros de bolsillo en inglés en un estante de ratán en el dormitorio, incluyendo una biografía popular de Jason titulada Una vida por las estrellas. (Busqué mi nombre en el índice y lo encontré, Dupree, Tyler, con referencias a cinco páginas. Pero no me atreví a leer el libro. Las novelas de lomo manoseado de Somerset Maugham eran más tentadoras).

En se pasaba periódicamente por allí para ver si estaba bien y para traerme bocadillos y botellas de agua del warung de su tío. Adoptaba un tono cómicamente responsable y me preguntaba por mi salud. Dijo que estaba «orgulloso de hacer el rantau» conmigo.

—¿Tú también, En? ¿Vas a ir al nuevo mundo?

Asintió enfáticamente.

—También mi padre, mi madre, mi tío. —Y una docena más de parientes para los que usó términos minang para describir el parentesco. Los ojos le relucían—. Quizá me puedas enseñar medicina allí.

Quizá tuviera que hacerlo. Cruzar el Arco descartaría casi del todo cualquier tipo de educación tradicional. Puede que eso no fuera lo mejor para En, y me pregunté si sus padres habían meditado lo suficiente esa decisión.

Pero no era asunto mío, y En estaba claramente entusiasmado con el viaje. Apenas podía controlar la voz cuando hablaba de ello. Y yo disfrutaba de la expresión entusiasta y abierta de su rostro. En pertenecía a una generación capaz de mirar al futuro con más esperanza que miedo. Nadie en mi grotesca generación había sonreído al futuro de esa manera. Era una expresión buena, profundamente humana, y me alegraba, y me entristecía.

Ina volvió la noche antes de la partida prevista, trayéndome la cena y un plan.

—El primo del cuñado de mi hijo —dijo— conduce ambulancias para el hospital de Batusangkar. Puede tomar prestada una ambulancia del hospital para llevarle a Padang. Habrá al menos dos coches por delante con teléfonos móviles, así que si hay un bloqueo de carreteras tendremos algo de ventaja.

—No necesito una ambulancia —dije.

—La ambulancia es un disfraz. Usted, en la parte de atrás, escondido, y yo en mi parafernalia de doctora, y un aldeano, En suplica que le demos el papel, haciendo de enfermo. ¿Entiende? Si la policía mira en la parte de atrás de la ambulancia me verán a mí y a un niño enfermo, y si digo «SDCV», serán renuentes a examinar en mayor profundidad. Así el médico americano ridículamente alto pasa a escondidas.

—¿Crees que funcionará?

—Creo que tiene unas buenas probabilidades de funcionar.

—Pero si te pillan conmigo…

—Por mal que estén las cosas, la policía sólo puede arrestarme si he cometido un crimen. Transportar un occidental no es un crimen.

—Transportar a un criminal puede que sí lo sea.

—¿Es usted un criminal, Pak Tyler?

—Depende de cómo interpretes ciertos decretos del Congreso.

—Opto por no interpretarlos en absoluto. Por favor, no se preocupe. ¿Le he contado que el viaje se ha retrasado un día?

—¿Porqué?

—Una boda. Por supuesto, las bodas ya no son lo que eran. El adat de las bodas se ha deteriorado muchísimo desde el Spin. Como todo lo demás desde entonces desde que el dinero y los restaurantes de comida rápida llegaron a las tierras altas. No creo que el dinero sea malvado, pero puede ser terriblemente corrosivo. La gente joven tiene mucha prisa hoy en día. Al menos no tenemos esas bodas de diez minutos estilo Las Vegas… ¿sigue habiendo de ésas en su país?

Admití que sí seguían existiendo.

—Bueno, nosotros también vamos encaminados en esa dirección. Minang hilang, tinggal kerbau. Al menos sí habrá palaminan y mucho arroz glutinoso y música de saluang.[15] ¿Se siente con fuerzas para asistir?

—Será un honor.

—Así que mañana por la noche cantaremos, y al día siguiente desafiaremos al Congreso de los Estados Unidos. La boda también va a nuestro favor. Mucha gente desplazándose, muchos vehículos en la carretera; nuestro pequeño grupo rantau en dirección a Teluk Bayur no parecerá sospechoso.

Dormí hasta tarde y desperté sintiéndome mejor de lo que me había sentido en mucho tiempo, con más fuerzas y sutilmente más alerta. La brisa matutina era cálida y venía cargada con el olor de cocina, las quejas de las gallinas y el sonido de martillazos en el centro del pueblo donde se construía una tarima. Pasé el día ante la ventana, leyendo y observando la procesión pública de la novia y el novio de camino a la casa del novio. La aldea de Ina era tan pequeña que la boda la había paralizado. Incluso los warungs locales habían cerrado ese día, aunque las franquicias en la carretera principal estaban abiertas para atender a los turistas. Hacia finales de la tarde el aroma a pollo al curry y leche de coco era denso, y En apareció brevemente con una comida preparada para mí.

Ibu Ina, con un vestido bordado y pañuelo de seda para la cabeza, apareció en la puerta un poco antes de anochecer y dijo.

—Ya está, la boda en sí, quiero decir. No queda nada más excepto los cantos y bailes. ¿Sigue queriendo venir, Tyler?

Me vestí con las mejores ropas que tenía conmigo, pantalones blancos de algodón y camisa blanca. Me ponía nervioso el dejarme ver en público, pero Ina me aseguró que no habría forasteros en la fiesta de bodas y que sería bienvenido.

Pese a las palabras de Ina, me sentía dolorosamente expuesto mientras caminábamos juntos por la calle hacia la tarima y la música, menos debido a mi estatura que al hecho de llevar tanto tiempo encerrado. Salir de la casa era como pasar del agua al aire; repentinamente lo que me rodeaba era insustancial. Ina me distrajo hablándome de los recién casados. El novio, un aprendiz de farmacéutico de Belubus era primo suyo, aunque más joven. (Ina llamaba «primo» o «prima» a todo pariente más lejano que hermano, hermana, tío o tía; el sistema de parentesco minang usaba palabras precisas para esas relaciones para las que no había término equivalente en inglés). La novia era una joven local de pasado ligeramente escandaloso. Ambos se irían de rantau después de la boda. El nuevo mundo los llamaba.

La música comenzó al ocaso y continuaría, dijo, hasta la mañana. Se transmitía a toda la aldea gracias a unos enormes altavoces montados en postes, pero la fuente estaría en la tarima elevada y el grupo que estaría allí sentado sobre esteras de caña, dos instrumentistas varones y dos cantantes mujeres. Las canciones, según explicó Ina, versaban sobre el amor, el matrimonio, la decepción; el destino, el sexo. Montones de sexo, eufemísticamente expresado en metáforas que Chaucer hubiera apreciado. Nos sentamos en un banco en la periferia de la celebración. Atraje algo más de un par de largas miradas de los asistentes, de los cuales al menos unos cuantos habrían oído la historia de la clínica incendiada y el americano fugitivo, pero Ina se cuidó de no dejar que me convirtiera en una distracción. Se mantuvo a mi lado, aunque sonreía con indulgencia a los jóvenes que abarrotaban la tarima.

—Ya he pasado la edad de los lamentos. Mi campo ya no requiere que lo aren, como dice la canción. Todo este jaleo. Dios santo.

La novia y el novio en sus galas de bordadas se sentaron en tronos paródicos cerca de la plataforma. Mi impresión fue que el novio, con ese bigotito fino, parecía poco de fiar; pero no, insistió Ina, la muchacha, tan inocente en su traje de brocado blanco y azul, era la que había que vigilar. Bebimos leche de coco. Sonreímos. Al rondar la medianoche muchas de las mujeres de la aldea se marcharon, dejando a los hombres, hombres jóvenes, en posesión de la tarima, riéndose; los hombres de más edad estaban sentados en mesas jugando a las cartas con mucha reflexión, caras impávidas como cuero envejecido.

Le mostré a Ina las páginas que había escrito sobre mi primer encuentro con Wun Ngo Wen.

—Pero el relato no parece del todo fiel —me dijo durante un receso de la música —. Parece usted demasiado tranquilo.

—No estaba tranquilo para nada. Sólo intentaba no quedar mal.

—Le presentaron, después de todo, a un hombre de Marte… —Ina miró al cielo, a las estrellas post-Spin en sus frágiles y dispersas constelaciones, tenues ante el resplandor de la fiesta de bodas—. ¿Qué hubiera esperado?

—Algo menos humano.

—Ah, pero era muy humano.

—Sí —dije yo.

Wun Ngo Wen se había convertido en una especie de figura venerada en la India rural, en Indonesia y el Sudeste Asiático. En Padang, decía Ina, uno a veces podía encontrar su foto en la casa de la gente, enmarcada en un marco dorado como la acuarela de un santo o de un mulá famoso.

—Había —dijo— algo extraordinariamente atractivo en sus gestos. Una forma familiar de hablar, aunque sólo oyéramos una traducción. Y cuando vimos las fotografías de su planeta, todos esos campos cultivados, parecía mucho más rural que urbano. Más oriental que occidental. Un embajador de otro planeta visitaba la Tierra, ¡y era como nosotros! O eso parecía. Y reprendió a los americanos de una forma memorable.

—Lo último que Wun quería era regañar a nadie.

—Sin duda la leyenda supera a la realidad. ¿No tenía un millar de preguntas que hacerle el día que lo conoció?

—Por supuesto. Pero me imaginé que llevaba respondiendo preguntas obvias desde el día que llegó. Pensé que estaría cansado de eso.

—¿Se mostraba reacio a hablar de su casa?

—En absoluto. Le encantaba hablar de ello. Lo que no le gustaba era que lo interrogaran.

—Mis modales no son tan finos como los suyos. Estoy segura de que le habría ofendido haciéndole mil y una preguntas. Suponga, Tyler, de poder haberle preguntado cualquier cosa ese primer día: ¿qué hubiera sido?

Eso era fácil. Sabía exactamente qué pregunta había suprimido la primera vez que vi a Wun Ngo Wen.

—Le hubiera preguntado por el Spin. Por los Hipotéticos. Si su gente había descubierto algo que nosotros no supiéramos ya.

—¿Y alguna vez hablaste de eso con él?

—Sí.

—¿Y qué tenía que decir?

—Muchas cosas.

Miré a la tarima. Había subido un nuevo grupo de saluang. Uno de ellos tocaba un rabab, un instrumento de cuerda. El músico golpeó con su arco el vientre del rabab y sonrió. Otra canción picante de bodas.

—Me temo que sea yo la que haya estado interrogándole —dijo Ina.

—Lo siento. Todavía estoy algo cansado.

—Entonces debería ir a casa a dormir. Órdenes del doctor. Con un poco de suerte, verá a Ibu Diane mañana.

Me acompañó por la alborotada calle, lejos de las festividades. La música prosiguió hasta casi las cinco de la madrugada. Dormí profundamente pese al jaleo.


El conductor de ambulancias era un hombre flacucho y taciturno vestido de blanco con crecientes rojos. Su nombre era Nijon, y me estrechó la mano con exagerada deferencia y mantenía sus enormes ojos fijos en Ibu Ina cuando me hablaba. Le pregunté si estaba nervioso por el viaje a Padang. Ina tradujo su respuesta:

—Dice que ha hecho cosas mucho más peligrosas por motivos de mucho menos peso. Dice que está encantado de conocer a un amigo de Wun Ngo Wen. Y añade que deberíamos ponernos en camino lo antes posible.

Así que subimos a la trasera de la ambulancia. Recorriendo uno de los lados había una taquilla horizontal donde normalmente se guardaba equipo. También servía de banco. Nijon había vaciado la taquilla, y habíamos determinado que me era posible meterme dentro si doblaba las piernas por las caderas y las rodillas y si metía la cabeza bajo el hombro. La taquilla olía a antiséptico y a látex y era tan cómodo como el ataúd de un mono, pero ahí era donde me metería, si nos detenía un control de carreteras, con Ina sentada en el banco con su ropa de clínica y En tendido en la camilla dando su mejor representación de un infectado por SDCV. En el calor de la mañana el plan parecía más que un poquito ridículo.

Nijon había puesto cuñas en el cierre de la taquilla para que circulara algo de aire en el interior, así que probablemente no me asfixiaría, pero no me hacía gracia la idea de pasar nada de tiempo en algo que en esencia era una caja de metal oscura y caliente. Afortunadamente, una vez establecido que cabía dentro, no tenía que meterme, al menos no por el momento. Toda la actividad policial, dijo Ina, se concentraba en la nueva autopista entre Bukik Tinggi y Padang, y como éramos viajeros en un convoy no demasiado cerrado con otros aldeanos, deberían avisarnos con mucha antelación antes de que nos hicieran parar a un lado. Así que entre tanto me sentaría junto a Ina mientras ella le ponía un goteo (sellado, sin aguja, sujeto sólo con cinta adhesiva, un decorado) a En en el hueco del brazo. En estaba entusiasmado con su papel y había empezado a ensayar sus toses, un espasmo procedente de lo más profundo de los pulmones que provocó un fruncimiento de ceño igualmente teatral por parte de Ina:

—¿Has estado robándole los cigarrillos de clavo[16] a tu hermano?

En se sonrojó. Era para darle realismo, dijo.

—¿ Ah, sí? Ten cuidado, no sea que tu actuación te lleve a la tumba antes de tiempo.

Nijon cerró de golpe las puertas de atrás, trepó al asiento del conductor y arrancó el motor. Empezamos el agitado viaje hacia Padang. Ina le dijo a En que cerrara los ojos.

—Finge que estás dormido. Aplica tus habilidades teatrales.

No pasó mucho tiempo antes de que su respiración adoptara un ritmo de suaves ronquidos.

—Pasó toda la noche despierto con la música —explicó Ina.

—Me asombra que pueda dormir, incluso así.

—Una de las ventajas de la niñez. O la Primera Edad, como lo llaman los marcianos. ¿Es correcto?

Asentí.

—¿Tienen cuatro, creo? ¿Cuatro edades en vez de nuestras tres?

Sí, como Ina indudablemente sabía. De todas las costumbres de las Cinco Repúblicas de Wun Ngo Wen, ésa era la que más había fascinado al público terrestre.

Las culturas humanas normalmente reconocen dos o tres etapas de la vida: niñez y adultez; o niñez, adolescencia y adultez. Algunas reservan un estatus especial para la edad avanzada. Pero la costumbre marciana era única y dependía de su dominio de siglos de antigüedad de la bioquímica y la genética. Los marcianos contaban la vida humana en cuatro plazos, marcados por acontecimientos mediados bioquímicamente.

El período desde el nacimiento a la pubertad era la niñez. De la pubertad al final del crecimiento físico y el principio del equilibrio metabólico era la adolescencia. Del equilibro hasta el declive, la muerte o un cambio radical era la adultez.

Y más allá de la adultez, la edad opcional: la Cuarta.

Hacía siglos, los bioquímicos marcianos habían diseñado métodos para prolongar la vida humana sesenta o setenta años más de media. Pero el descubrimiento no estaba libre de otros defectos. Marte era un ecosistema radicalmente constreñido, reglado por la escasez de agua y nitrógeno. La tierra cultivada que tan familiar le había parecido a Ibu Ina era en realidad un triunfo de una bioingeniería sutil y sofisticada. La reproducción humana estaba regulada desde hacía siglos, adecuada a las previsiones sostenibles. Otros setenta años añadidos a la esperanza de vida media eran una crisis de población en ciernes.

Ni tampoco el tratamiento de longevidad era simple o agradable. Era una reconstrucción celular profunda. Un cóctel de entidades virales y bacterianas creadas mediante ingeniería genética era introducido en el cuerpo. Virus de diseño hacían una especie de actualización sistémica, parcheando o revisando secuencias de ADN, restaurando telómeros, reseteando el reloj genético, mientras fagos bacterianos de laboratorio eliminaban metales tóxicos y placas y reparaban los daños físicos obvios.

El sistema inmunológico se resistía. El tratamiento era, en el mejor de los casos, equivalente a una gripe debilitante de seis meses de duración: fiebres, dolores musculares y articulares, debilidad. Ciertos órganos entraban en una especie de frenesí reproductivo. Las células de la piel morían y eran reemplazadas en feroz sucesión; el tejido nervioso se regeneraba espontánea y rápidamente.

El proceso era debilitador, doloroso, y había potenciales efectos secundarios negativos. La mayoría de los sujetos informaban de al menos algo de pérdida de memoria a largo plazo. Algunos raros casos sufrían demencia temporal y amnesia irrecuperable. El cerebro, restaurado y recableado, se convertía en un órgano sutilmente diferente. Y su dueño se convertía en un ser humano sutilmente diferente.

—Conquistaron a la muerte.

—No del todo.

—Uno pensaría —dijo Ina—, que con toda su sabiduría, podían haber hecho que el proceso fuera una experiencia menos desagradable.

Desde luego que podían haber aliviado la incomodidad superficial de la transición a la Cuarta Edad. Pero habían optado por no hacerlo. La cultura marciana había incorporado la Cuarta Edad en su tradición, con su dolor y todo: el dolor era una de las condiciones limitantes, una incomodidad tutelar. No todo el mundo elegía convertirse en un Cuarto. No sólo la transición era difícil, se aplicaban rígidas penalizaciones sociales acordes con sus leyes de longevidad. Cualquier ciudadano marciano tenía derecho a someterse al tratamiento, libre de coste y sin prejuicio. Pero los Cuartos tenían prohibido reproducirse; la reproducción era un privilegio reservado a los adultos. (Durante los últimos doscientos años el cóctel de longevidad había incluido drogas que provocaban la esterilización irreversible de ambos sexos.) Los Cuartos no podían votar en las elecciones del consejo, nadie quería un planeta gobernado por venerables ancianos en su propio beneficio. Pero cada una de las Cinco Repúblicas tenía una especie de órgano de revisión judicial, el equivalente de una Corte Suprema, formado exclusivamente por Cuartos. Los Cuartos eran al mismo tiempo más y menos que los adultos, como adultos y al mismo tiempo más y menos que niños. Más poderosos, menos juguetones; más libres y al mismo tiempo menos libres.

Pero no conseguía descifrar, para que Ina los entendiera o yo mismo, todos los códigos y tótems con los que los marcianos habían resguardado su tecnología médica. Los antropólogos habían pasado años intentándolo, trabajando con los archivos de Wun Ngo Wen. Hasta que se prohibieron esas investigaciones.

—Y ahora tenemos la misma tecnología —dijo Ina.

—Algunos la tenemos. Espero que llegue el momento en que todos la tengan.

—Me pregunto si la usaremos con sabiduría.

—Puede que sí. Los marcianos lo hicieron, y eran tan humanos como nosotros.

—Lo sé. Es posible, sí. Pero ¿qué cree usted, Tyler, la usaremos sabiamente?

Miré a En. Seguía dormido. Soñando, quizá, sus ojos se movían rápidamente bajo sus párpados como peces bajo el agua. Los agujeros de la nariz se le dilataban mientras respiraba y el movimiento de la ambulancia lo acunaba de un lado a otro.

—No en este planeta —dije.


A unos quince kilómetros por la carretera de Bukik Tinggi, Nijon golpeó con fuerza la separación entre nosotros y el asiento del conductor. Ésa era nuestra señal predeterminada: control de carreteras más adelante. La ambulancia disminuyó su velocidad. Ina se levantó apresuradamente, agarrándose para no perder el equilibrio. Le puso a En una máscara de oxígeno amarillo neón sobre la cara y la sujetó con correas. En, ahora despierto, parecía que estaba reconsiderando los méritos de la aventura. Ina terminó cubriéndose la cara con una mascarilla de papel.

—Rápido —me susurró.

Así que me contorsioné para encajar en la taquilla del equipo médico. La tapa cayó sobre las cuñas que permitían que algo de aire fluyera al interior, seis milímetros entre mí y la asfixia.

La ambulancia se detuvo antes de que estuviera preparado y mi cabeza topó con fuerza contra el extremo de la taquilla.

—Y ahora silencio —dijo Ina, a mí o a En, no estaba seguro a quién.

Esperé en la oscuridad.

Pasaron minutos. Hubo un distante rumor de conversación, imposible de descifrar aunque hubiera entendido el idioma. Dos voces. Nijon y otra persona desconocida. Una voz débil, lastimera, dura. Una voz de policía.

«Conquistaron a la muerte», había dicho Ina.

No, pensé.

La taquilla se calentaba rápidamente. El sudor me resbalaba por la cara, empapaba mi camisa, me irritaba los ojos. Podía oírme respirar. Me imaginé que el mundo entero podía oírme respirar.

Nijon respondió al policía con murmullos deferentes. El policía ladró nuevas preguntas.

«Quieto ahora, completamente quieto», susurró Ina en tono apremiante. En había estado haciendo rebotar sus pies contra la camilla, un hábito nervioso. Demasiada energía para una víctima del SDCV. Vi los dedos de Ina sobre los seis milímetros de luz sobre mi cabeza, cuatro sombras anudilladas.

Ahora se abrían las puertas traseras de la ambulancia y olí a gasolina quemada y a rancia vegetación al mediodía. Si estiraba la cabeza, con suavidad, con suavidad, podía ver una diminuta franja de luz exterior y dos sombras que debían ser Nijon y un policía, o quizá nubes y árboles.

El policía exigió algo a Ina. Su voz era monótona y gutural, aburrida y amenazadora, y me enfurecía. Pensé en Ina y en En, encogidos o fingiendo encogerse ante este hombre armado y lo que representaba. Haciéndolo por mí. Ibu Ina dijo algo duro pero sin tono de provocación en su idioma nativo. «SDCV algo algo algo SDCV.» Ejercía su autoridad médica, poniendo a prueba la susceptibilidad del policía, sopesando su miedo.

La respuesta del policía fue cortante, una exigencia para registrar la ambulancia o ver sus papeles. Ina dijo algo más contundente o desesperado. La palabra SDCV de nuevo.

Quería protegerme a mí mismo, pero más que eso, quería proteger a Ina y En. Me entregaría antes que ver que les hacían daño. Rendición o lucha. Lucha o huida. Entregaría, si era necesario, todos los años que los fármacos marcianos habían inyectado de vuelta en mi cuerpo. Quizá ése era el valor de los Cuartos, esa valentía especial de la que había hablado Wun Ngo Wen.

«Conquistaron a la muerte.» Pero no: como especie, terrestres o marcianos, durante todos nuestros años en ambos planetas, sólo habíamos logrado aplazamientos. No había nada definitivo.

Tomé aliento y me preparé para saltar.

Pero llegó un nuevo sonido desde la carretera. Otro vehículo pasó rugiendo. A juzgar por el efecto doppler del gemido de su estresado motor, circulaba a gran velocidad, a una velocidad sospechosa, a una velocidad de que-le-den-a-la-ley.

El policía emitió un gruñido de indignación. El suelo tembló de nuevo.

Ruidos ahogados, silencio durante un latido de corazón, una puerta que se cerraba de golpe y entonces el ruido del coche de policía (supuse) cobrando una vida vengativa, la grava restallando y volando bajo sus neumáticos como una granizada enfurecida.

Ina alzó la tapa de mi sarcófago.

Me senté en medio del hedor de mi propio sudor.

—¿Qué ha pasado?

—Ése era Aji. De la aldea. Primo mío. Atravesando el control para distraer a la policía. —Estaba pálida pero parecía aliviada—. Conduce como un borracho, me temo.

—¿Lo hizo para que la pasma nos dejara en paz?

—Qué expresión más pintoresca. Sí. Somos un convoy, recuerde. Otros coches, teléfonos inalámbricos, debía saber que nos habían detenido. Se arriesga a una multa o a una detención, nada más serio.

Respiré el aire, que era fresco y dulce. Miré a En. En me devolvió una sonrisa temblorosa.

—Por favor, preséntame a Aji cuando lleguemos a Padang —dije—. Quiero darle las gracias por hacerse pasar por un borracho.

Ina puso los ojos en blanco.

—Desafortunadamente Aji no estaba fingiendo. Es un borracho. Una ofensa a los ojos del Profeta.

Nijon nos miró, nos guiño el ojo y cerró las puertas.

—Bueno, ya pasó —dijo Ina, poniendo su mano sobre mi brazo.

Me disculpé por dejar que corriera el riesgo.

—Tonterías —dijo ella—. Ahora somos amigos. Y el riesgo no es tan grande como imagina. La policía puede ser difícil de tratar, pero al menos son gente local y están supeditados a determinadas reglas… no como los hombres de Yakarta, los Nuevos Reformasi o como quiera que se hagan llamar, los hombres que incendiaron mi clínica. Y espero que si llegara la ocasión, usted se arriesgaría por nosotros si fuera necesario. ¿Lo haría, Pak Tyler?

—Sí, lo haría.

Su mano temblaba. Me miró a los ojos.

—Cielos, creo que lo dice en serio.

No, no habíamos conseguido conquistar a la muerte, sólo habíamos diseñado aplazamientos (la píldora, el polvo, la angioplastia, la Cuarta Edad) movidos por nuestra convicción de que algo más de vida, incluso un poco más, podría otorgarnos el placer o la sabiduría que queríamos o no habíamos conseguido en nuestra vida. Nadie vuelve a casa después de un baipás triple o de un tratamiento de longevidad con la esperanza de vivir para siempre. Incluso Lázaro salió de la tumba sabiendo que moriría una segunda vez.

Pero volvió. Volvió agradecido. Y yo también estaba agradecido.

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