El dolor era difícil de aguantar, incluso con la morfina que Diane había comprado a un precio ridículo en una farmacia de Padang. La fiebre era lo peor.
No era continua. Llegaba en oleadas, en racimos, burbujas do calor y ruidos que reventaban inesperadamente en mi cabeza. Hacía que mi cuerpo fuera caprichoso, impredecible. Una noche alargué la mano intentando agarrar un inexistente vaso de agua y rompí una lamparilla de noche, despertando a la pareja de la habitación de al lado.
Al llegar el día, temporalmente lúcido de nuevo, no podía recordar el incidente. Pero vi la sangre coagulada en mis nudillos y oí a Diane pagando al enfadado conserje.
—¿De verdad hice eso?
—Me temo que sí.
Se sentó en una silla de mimbre al lado de la cama. Había pedido el desayuno al servicio de habitaciones, huevos revueltos y zumo de naranja. El cielo más allá de las cortinas de gasa era azul. La puerta de la terraza estaba abierta, admitiendo ráfagas de aire agradablemente cálido y el olor del océano.
—Lo siento —dije.
—No estabas en tus cabales. Te diría que lo olvidaras, pero es obvio que ya lo has hecho. —Me puso una mano tranquilizadora en la cabeza—. Y todavía no se ha acabado, me temo.
—¿Cuánto…?
—Una semana.
—¿Sólo una semana?
—Sólo.
Ni siquiera había hecho la mitad de la ordalía.
Pero los intervalos lúcidos eran útiles para escribir.
La grafomanía era uno de los múltiples efectos secundarios de la droga. Diane, cuando estaba pasando por el mismo suplicio, escribió una vez la frase «Acaso soy el guardián de mi hermano» cientos de veces de manera casi idéntica en catorce folios. Mi propia grafomanía al menos era algo más coherente. Apilaba páginas escritas a mano en la mesilla de noche, mientras esperaba a que la fiebre lanzara una nueva ofensiva, releyendo lo que había escrito con la esperanza de fijarlo en mi mente.
Diane pasaba el día fuera del hotel. Cuando volvía, le pregunté dónde había estado.
—Haciendo contactos —me dijo. Me contó que había contactado con un agente de tráfico de personas, un hombre minang llamado Jala cuyo negocio de exportación- importación servía de tapadera a su más lucrativo negocio de transporte de emigrantes. Todo el mundo en los muelles conocía a Jala, dijo ella. Estaba compitiendo por plazas contra una panda de kibutzim chalados y utópicos, así que el trato no estaba decidido, pero Diane se mostraba cautamente optimista.
—Ten cuidado —dije—. Puede que todavía haya gente buscándonos.
—No hasta donde sé, pero… —Se encogió de hombros. Miró al cuaderno de notas que tenía en la mano—. ¿Escribiendo de nuevo?
—Aparta mi mente del dolor.
—¿Puedes sostener bien el bolígrafo?
—Es como tener artritis terminal, pero puedo arreglármelas. —«Hasta ahora», pensé—. La distracción hace que valga la pena la incomodidad.
Pero no se trataba sólo de eso, por supuesto. Ni era simple grafomanía. La escritura era un modo de exteriorizar lo que sentía que estaba amenazado.
—Está muy bien hecho —dijo Diane.
La miré, horrorizado.
—¿Lo has leído?
—Tú me lo pediste. Me lo rogaste, Tyler.
—¿Estaba delirando?
—Eso parece… aunque parecías bastante racional en ese momento.
—No escribo con un público en mente. —Y me conmocionó el haber olvidado que se lo había enseñado. ¿Qué más se me habría borrado?
—No volveré a mirarlo, entonces. Pero lo que escribiste… —Inclinó la cabeza a un lado—. Me asombra y me halaga que tuvieras esos sentimientos tan fuertes por mí, en ese entonces.
—No debería sorprenderte demasiado.
—Más de lo que crees. Pero es una paradoja, Tyler. La muchacha que describes en tus páginas es indiferente, casi cruel.
—Jamás pensé en ti de esa forma.
—No es tu opinión la que me preocupa. Es la mía.
Había estado sentado en la cama, imaginando que éste era un acto de fortaleza, una prueba de mi estoicismo. Más bien era prueba de que los analgésicos estaban al mando temporalmente. Me estremecí. El estremecimiento era el primer síntoma de un resurgimiento de la fiebre.
—¿Quieres saber cuándo me enamoré de ti? Quizá debería escribir sobre eso. Es importante. Yo tenía diez…
—Tyler, Tyler, nadie se enamora cuando tiene diez años.
—Fue cuando murió San Agustín.
San Agustín era un springer spaniel blanco y negro que había sido la mascota de Diane. «San Perro», lo había llamado ella.
Diane hizo una mueca.
—Eso es macabro.
Pero yo lo decía en serio. E. D. Lawton había comprado el perro en un impulso porque quería algo que decorara la chimenea, como una pareja de morillos de anticuario. Pero San Perro se había resistido a ese destino. San Perro era decorativo, sí, pero también era inquisitivo y travieso a más no poder. Con el tiempo, E. D. llegó a odiarlo; Carol Lewton lo ignoraba y desconcertaba por completo a Jason. Fue Diane, que tenía doce años, la que le tomó cariño, y viceversa. Cada uno sacaba lo mejor del otro. Durante seis meses, San Perro la siguió a todas partes menos al autobús del colegio. Los dos jugaban juntos en el gran jardín las tardes de verano, y ahí fue cuando me fijé en Diane de una forma particular… la primera vez que me produjo placer simplemente quedarme observándola. Corría con San Perro hasta que quedaba agotada, y San Perro siempre se mostraba paciente mientras ella recuperaba el aliento. Atendía al animal de una forma que ningún otro de los Lawton intentó hacer: era sensible a sus estados de ánimo, y San Perro a los suyos.
En aquel entonces no podría haber explicado por qué me gustaba eso de ella. Pero en el mundo inquieto y emocionalmente cargado de los Lawton era un oasis de cariño sin complicaciones. Si hubiera sido un perro, me hubiera puesto celoso. En vez de eso, me impresionó que Diane fuera especial, diferente del resto de su familia en aspectos importantes. Se enfrentaba al mundo con una apertura emocional que el resto de los Lawton habían perdido o jamás habían aprendido.
San Agustín murió súbita y prematuramente, apenas si era más que un cachorro, ese otoño. Diane se quedó abatida por la pena, y yo me di cuenta de que estaba enamorado de ella…
No, eso sí que suena macabro. No me enamoré de ella porque llorara la muerte del perro. Me enamoré de ella porque era capaz de llorar la muerte de su perro, mientras todos los demás parecían indiferentes o secretamente aliviados de que San Agustín al fin no estuviera en la casa.
Diane apartó la mirada de la cama, hacia la soleada ventana.
—Se me rompió el corazón cuando se murió ese perro.
Habíamos enterrado a San Perro en el terreno arbolado al final del jardín. Diane erigió un pequeño montículo de piedras como monumento, y lo reconstruía cada primavera hasta que se fue de casa, hacía tres años.
También rezaba ante cualquier señal de cambio de estación, en silencio, con las manos unidas. A quién o a qué le rezaba, no lo sé. No sé qué hace la gente cuando reza. No creo que sea capaz de hacerlo.
Para mí era evidente que Diane vivía en un mundo mayor que la Gran Casa, un mundo donde la pena y la alegría ejercían una fuerza como las de las mareas, con todo el peso del océano a sus espaldas.
La fiebre volvió esa noche. No recuerdo nada de eso excepto por un temor recurrente (venía a intervalos de una hora) de que la droga me hubiera borrado más recuerdos de los que podría recuperar jamás, una sensación de pérdida irreparable similar a esos sueños en los que uno busca en vano su cartera desaparecida, el reloj, cualquier objeto preciado, o el sentido del yo. Imaginé que sentía la droga marciana trabajando en mi cuerpo, reanudando asaltos y negociando treguas temporales con mi sistema inmune, estableciendo cabezas de playa celulares, tomando prisioneras a secuencias cromosómicas hostiles.
Cuando volví en mí, Diane estaba ausente. Aislado del dolor por la morfina que me había dado, salí de la cama y me las arreglé para usar el baño, luego caminé arrastrando los pies hasta la terraza.
Hora de la cena. El sol seguía en el cielo, pero éste se había vuelto de un azul más oscuro. El aire olía a leche de coco y a vapores de diesel. El Arco resplandecía en el oeste como mercurio congelado.
Me descubrí queriendo volver a escribir, el impulso me llegaba como un eco de la fiebre. Llevaba conmigo el cuaderno de notas que había medio llenado con garabatos indescifrables. Tendría que pedirle a Diane que me comprara otro. Quizá un par más, que llenaría con palabras.
Palabras como anclas, anclando los barcos de la memoria que de otro modo serían dispersados por la tormenta.