Las elecciones se acercaban rápidamente. Jason tenía la intención de usarlas de tapadera.
—Arréglame —había dicho. Y, según insistía, había una forma de hacerlo. Era poco ortodoxa. No estaba aprobada por la FDA. Pero era una terapia con una larga historia bien documentada. Y me dejó claro que pretendía usarla, con mi cooperación o sin ella.
Y debido a que Molly le había despojado de todo lo que le era importante (y me había dejado a mí entre los restos), accedí a ayudarle. (Pensando, irónicamente, en aquello que E. D. me había dicho hacía tantos años: «Espero que cuides de él. Espero que uses tu buen juicio». ¿Era eso lo que hacía?)
En los días previos a las elecciones de noviembre, Wun Ngo Wen nos informó sobre el procedimiento a seguir y sus riesgos asociados.
Conferenciar con Wun no era fácil. El problema no era tanto la red de seguridad que le rodeaba, aunque era bastante difícil de sortear, sino la multitud de analistas y especialistas que se alimentaban de sus archivos como abejorros del néctar. Eran académicos respetables, autorizados por Homeland Security, que habían jurado guardar el secreto, al menos pro tem, hipnotizados por los vastos bancos de datos de sabiduría marciana que Wun había traído a la Tierra consigo. La información digital era equivalente a quinientos volúmenes sobre astronomía, biología, matemáticas, física, medicina, historia y tecnología a más de mil páginas por volumen, gran parte de lo cual superaba considerablemente los conocimientos terrestres. Si los contenidos completos de la Biblioteca de Alejandría hubieran sido recuperados mediante una máquina del tiempo no hubieran producido tal furor académico.
Esa gente trabajaba bajo presión para terminar su tarea antes del anuncio oficial de la presencia de Wun. El gobierno federal quería al menos un índice aproximado de los archivos (gran parte de los cuales estaban en un inglés aproximado, pero algunas partes estaban en notación científica marciana) antes de que los gobiernos extranjeros empezaran a exigir sus derechos de acceso. El Departamento de Estado planeaba producir y distribuir copias saneadas de las cuales habrían sido expurgadas determinadas tecnologías potencialmente valiosas o peligrosas o que serían «presentadas de forma resumida» mientras los originales seguirían siendo alto secreto.
Por tanto, tribus enteras de académicos batallaban por tener y guardar celosamente su acceso a Wun, que podía interpretar o explicar lagunas en los textos marcianos. En varias ocasiones fui expulsado de las habitaciones de Wun por hombres y mujeres frenéticamente educados del «grupo de física de alta energía» o «el grupo de biología molecular» que exigían su cuarto de hora negociado. Wun de vez en cuando me presentaba a esa gente pero ninguno de ellos se alegraba demasiado de verme, y a la líder del equipo de ciencias médicas casi le da una taquicardia del susto cuando Wun anunció que me había elegido como su médico personal.
Jase tranquilizó a los académicos insinuando que yo era parte del «proceso de socialización» mediante el cual Wun pulía sus modales terráqueos fuera del contexto de la política o la ciencia, y yo le prometí a la líder del equipo médico que no proporcionaría tratamiento médico a Wun sin su implicación directa. Se extendió el rumor entre los investigadores de que yo era un civil oportunista que había conseguido introducirse en el círculo interno de Wun y que mi ganancia sería un jugoso contrato para un libro después de que se hiciera pública la existencia de Wun. El rumor surgió espontáneamente pero no hicimos nada por desmentirlo; servía a otros propósitos.
El acceso a los fármacos era más fácil de lo que hubiera esperado. Wun llegó a la Tierra con una farmacopea entera de drogas marcianas, ninguna de las cuales tenía contrapartidas terrestres y que podría necesitar, según afirmaba, para tratarse a sí mismo llegado el día. Los suministros le habían sido confiscados de su nave pero le fueron devueltos una vez confirmado su estatus de embajador. (Sin duda, el gobierno había tomado muestras; pero Wun dudaba que un análisis simple revelara el propósito de ninguno de esos materiales altamente sofisticados.) Wun simplemente le proporcionó un par de viales de la sustancia pura a Jason, que se los llevó lejos de Perihelio en una nube oscura de privilegios ejecutivos.
Wun me informó sobre la dosis, administración, contraindicaciones y problemas potenciales. Me sentí abatido ante la enorme lista de riesgos potenciales. Incluso en Marte, según dijo Wun, la tasa de mortalidad era de un nada trivial 0,1 por ciento, y en el caso de Jason se complicaba por su EMA.
Pero sin tratamiento, el pronóstico de Jason era aún peor. Y él seguiría adelante con esto lo aprobara yo o no… en cierto sentido, ahora el médico de cabecera era Wun Ngo Wen, no yo. Mi papel sería simplemente supervisar el procedimiento y tratar cualquier efecto secundario inesperado. Lo que tranquilizaba mi conciencia, aunque el argumento sería difícil de defender en un tribunal: puede que Wun «recetara» la droga, pero no sería su mano la que la introduciría en el cuerpo de Jason.
Sería la mía.
Wun Ngo Wen ni siquiera estaría con nosotros. Jase había reservado unas vacaciones de tres semanas hacia finales de noviembre y principios de diciembre, y para entonces Wun se habría convertido en una celebridad global, un nombre que (aunque inusual) todo el mundo reconocería. Wun estaría ocupado dirigiéndose a las Naciones Unidas y aceptando la hospitalidad de la colección algo ensangrentada de monarcas, mulás, presidentes y primeros ministros de este planeta, mientras Jason sudaba y vomitaba de camino a una salud mejor.
Necesitábamos un lugar al que ir. Un lugar donde pudiera ponerse enfermo sin despertar suspicacias, un lugar al que yo pudiera ir a atenderle sin atraer la atención no requerida, pero lo suficientemente civilizado para que pudiera llamar a una ambulancia si las cosas salían mal. Un sitio cómodo. Tranquilo.
—Conozco el lugar perfecto —dijo Jason.
—¿Y dónde está?
—La Gran Casa —dijo.
Me reí, hasta que me di cuenta de que lo decía en serio.
Diane no volvió a llamarme hasta pasada una semana de la visita de Lomax a Perihelio, una semana después de que Molly se marchara a reclamar la recompensa que E. D. Lawton o sus detectives de alquiler le hubieran prometido.
Sábado por la tarde. Estaba solo en casa. Un día soleado, pero tenía las persianas bajadas. Durante toda la semana, había estado haciendo equilibrios entre mis horas de consulta con los pacientes de la clínica de Perihelio y las tutorías a escondidas con Wun y Jase y ahora contemplaba la desolación de este fin de semana vacío. Estar ocupado era bueno, razoné, porque cuando estabas ocupado te sumergías por completo en los problemas rutinarios pero comprensibles que ahogan el dolor y abotargan el remordimiento. Eso era sano. Eso era un proceso para hacer frente a la pena. O al menos una táctica dilatoria. Útil, pero, lamentablemente, temporal. Porque tarde o temprano el ruido se desvanece, las muchedumbres se dispersan y vuelves a casa, a la bombilla fundida, a la habitación vacía, a la cama sin hacer.
Lo pasaba bastante mal. Ni siquiera estaba seguro de cómo sentirme… o más bien, cuál de los diversos e incompatibles modos de dolor debería aceptar primero. «Estás mejor sin ella», me había dicho Jase un par de veces, y eso era tan cierto como banal: mejor sin ella, pero sería mejor todavía si pudiera entenderla, si pudiera decidir si Molly me había usado o me había castigado por usarla a ella, si mi amor frío y quizá ligeramente falso equivalía a su igualmente frío y rentable repudió.
Entonces sonó el teléfono, lo que resultó embarazoso porque estaba ocupado quitando las sábanas de mi cama, haciéndolas pelotas para un viaje a la lavandería, montones de detergentes y agua hirviente para eliminar todo rastro del aura de Molly. Uno no desea que le interrumpan en una tarea así. Te hace sentir avergonzado. Pero siempre he sido un esclavo de las llamadas telefónicas. Lo cogí.
—¿Tyler? —dijo Diane—. ¿Eres tú? ¿Estás solo?
Admití que estaba solo.
—Bien, me alegro de poder pillarte en casa. Quería decirte que vamos a cambiar el número de teléfono. No aparecerá en la guía. Pero en caso de que necesites ponerte en contacto conmigo…
Recitó su número privado que garabateé en una servilleta que tenía a mano.
—¿Por qué no queréis estar en la guía de teléfonos? —Ella y Simon sólo tenían una línea terrestre, pero supuse que se trataba de alguna penitencia de devoción, como vestir lana o comer sólo cereal integral.
—Por un lado hemos estado recibiendo esas extrañas llamadas de E. D. Un par de veces llamó tarde por la noche y empezó a meterse con Simon. Parecía un poco borracho, francamente. E. D. odia a Simon desde el principio, pero después de que nos mudáramos a Phoenix no volvimos a oír de él. Hasta ahora. El silencio era doloroso. Pero esto es peor.
El número de teléfono de Diane debió de ser otra de las cosas que Molly saqueó de mi ordenador para dárselo a E. D. No podía explicárselo a Diane sin romper el juramento de seguridad, por la misma razón que no podía mencionar a Wun Ngo Wen o los replicadores comedores de hielo. Pero le conté que Jason se había visto metido en una pelea con su padre por el control de Perihelio y que Jason había salido victorioso, y que quizá eso fuera lo que molestaba a E. D.
—Puede ser —dijo Diane—. Así, tan poco después del divorcio.
—¿Qué divorcio? ¿Estás hablando de E. D. y Carol?
—¿Jason no te lo ha contado? E. D. lleva viviendo en una casa de alquiler en Georgetown desde mayo. Las negociaciones siguen en marcha, pero parece que Carol se queda con la Gran Casa y unas pensiones de manutención y E. D. con todo lo demás. El divorcio fue idea suya, no de ella. Lo que puede que sea comprensible. Carol ha estado a un pelo de un coma etílico desde hace décadas. No era gran cosa como madre y tampoco debió ser gran cosa como esposa para E. D.
—¿Me estás diciendo que lo apruebas?
—Para nada. No he cambiado de opinión sobre él. Era un padre terrible e indiferente… al menos conmigo. No me gustaba y a él no le importaba nada que no me gustara. Pero tampoco le tenía esa reverencia que Jason sí tenía por él. Jason lo veía como un monumental rey de la industria, como una colosal figura influyente…
—¿Y no lo es?
—Ha triunfado y tiene algo de presencia, pero estas cosas son relativas, Ty. Hay diez mil E. D. Lawtons en este país. E. D. no hubiera llegado a ninguna parte si su padre y su abuelo no hubieran financiado sus primeros negocios… que estoy segura que en realidad esperaban que resultaran ser valores en pérdidas para desgravar impuestos, nada más. E. D. era bueno en lo que hacía, y cuando el Spin le presentó una oportunidad, la aprovechó, y eso atrajo la atención de personas verdaderamente poderosas. Pero seguía siendo básicamente un nuevo rico en lo que a los chicos grandes se refería. Jamás tuvo ese trasfondo de Yale-y-Harvard-y-Sociedades- Secretas-a-lo-Skull-and-Bones. Nada de bailes de sociedad para mí. Éramos los chicos pobres del barrio. Quiero decir, era un buen barrio, pero está el dinero viejo y está el dinero nuevo, y desde luego éramos dinero nuevo.
—Supongo que las cosas parecían diferentes —dije—, desde el otro lado del jardín. ¿Qué tal está Carol?
—La medicina de Carol sigue saliendo de la misma botella de siempre. ¿Y tú qué tal? ¿Cómo van las cosas entre tú y Molly?
—Molly se ha ido —dije.
—Ido como en «ha ido a la tienda», o…
—Marchado. Rompimos. No tengo ningún eufemismo mono para ello.
—Lo siento, Tyler.
—Gracias. Pero ha sido para bien. Es lo que dice todo el mundo.
—Simon y yo estamos bien —dijo aunque no le había preguntado—. Lo de la iglesia es duro para él.
—¿Más política de la iglesia?
—El Tabernáculo del Jordán está metido en algún problema legal. No conozco los detalles. No estamos directamente implicados, pero Simon lo está pasando mal. ¿Estás seguro de que estás bien? Pareces un poco ronco.
—Sobreviviré —dije.
La mañana anterior a las elecciones llené un par de maletas (mudas limpias, unos cuantos libros de bolsillo, mi maletín médico), fui en coche hasta la casa de Jason y lo recogí para el viaje a Virginia. Jase seguía siendo aficionado a los coches de calidad, pero teníamos que viajar sin llamar la atención. Mi Honda, por tanto, no su Porsche. Las interestatales no eran seguras para los Porsches en esos días.
El mandato de Garlan habían sido buenos tiempos para cualquiera con unos ingresos superiores al medio millón de dólares. Y malos tiempos para todos los demás. Eso era obvio ante el estado de la carretera, un ondulante retablo de almacenes de minoristas encajados entre centros comerciales abandonados y tapiados, aparcamientos donde los okupas vivían en coches sin neumáticos, pueblos de autopista que subsistían de los ingresos de un Stuckey’s[18] y una trampa de radar. Carteles de advertencia puestos por la policía anunciaban NO DETENERSE DESPUÉS DE ANOCHECER Y LLAMADA VERIFICADA AL 911 REQUERIDA para respuesta rápida. La piratería de autopista había reducido el volumen del tráfico de vehículos pequeños a la mitad. Pasamos gran parte del viaje encajados entre monstruos de dieciocho ruedas, algunos de ellos en un estado lamentable de mantenimiento y camiones de verde camuflaje de transporte de tropas que se dirigían a varias bases militares.
Pero no pensamos en nada de eso. Y no hablamos de las elecciones, que en todo caso eran algo ya cantado, Lomax recibiría más votos que cualquiera de los otros dos candidatos principales y los tres candidatos menores. No hablamos de los replicadores comedores de hielo o de Wun Ngo Wen. Y desde luego no hablamos de E. D. Lawton. En vez de eso, hablamos de los viejos tiempos y de buenos libros, y gran parte del tiempo no hablamos en absoluto. Yo había cargado la memoria del coche con el tipo de jazz a contracorriente y anguloso que sabía que le gustaba a Jason: Charlie Parker, Thelonius Monk, Sonny Rollins… gente que mucho tiempo atrás habían medido la distancia entre las calles y las estrellas.
Paramos frente a la Gran Casa al anochecer.
La casa estaba brillantemente iluminada, las grandes ventanas resplandecían con un amarillo de mantequilla bajo un cielo del color de tinta iridiscente. El tiempo de las elecciones era frío ese año. Carol Lawton descendió del porche para recibir al coche, su cuerpo menudo envuelto en bufandas de cachemira y un suéter de punto. Estaba casi sobria, a juzgar por su paso firme aunque ligeramente demasiado meditado.
Jason se desplegó lenta, cuidadosamente del asiento del pasajero.
Jase estaba en remisión, o tan cerca de la remisión como podía estarlo en esos días. Con un poco de esfuerzo, podía pasar por normal. Lo que me sorprendió fue que dejara de esforzarse tan pronto como llegó a la Gran Casa. Se tambaleó apresuradamente hacia la entrada de la sala del comedor. No había criados presentes… Carol había dispuesto que tuviéramos la casa para nosotros solos durante un par de semanas, pero el cocinero había dejado una bandeja de carnes frías y vegetales por si llegábamos con hambre. Jason se derrumbó en una silla.
Carol y yo nos reunimos con él. Carol había envejecido visiblemente desde la muerte de mi madre. Su pelo era tan fino ahora que mostraba los contornos de su cráneo, rosado y simiesco, y cuando la cogí del brazo tuve la sensación de estar tocando una ramita seca cubierta de seda. Tenía las mejillas hundidas. Sus ojos tenían la frágil y nerviosa celeridad de un bebedor que se obligaba a estar sobrio, al menos temporalmente. Cuando le dije que me alegraba de volver a verla, me sonrió con pesar:
—Gracias, Tyler. Sé perfectamente que tengo un aspecto terrible. Parezco Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses. No estoy lista para mi secuencia final, muchísimas gracias de nada. —No tenía ni idea de lo que me estaba hablando—. Pero resisto. ¿Cómo está Jason?
—Igual que siempre —dije.
—Gracias por mentir. Pero lo sé, bueno, no puedo afirmar que lo sepa todo. Pero sé que está enfermo. Al menos eso me contó. Y sé que espera que lo trates. Algún tratamiento poco ortodoxo pero efectivo. —Apartó su brazo y me miró a los ojos—. ¿Es efectiva, verdad, esa medicación que pretendes darle?
Me quedé demasiado sorprendido para decir otra cosa que no fuera:
—Sí.
—Porque me ha hecho prometerle que no haría preguntas, y supongo que está bien. Jason confía en ti. Por tanto, yo confío en ti. Aunque cuando te miro no pueda evitar ver al chaval que vive en la casa al otro lado del jardín. Pero también veo a un niño cuando miro a Jason. Niños desaparecidos… no logro recordar dónde los perdí.
Esa noche dormí en el dormitorio de invitados de la Gran Casa, una habitación que sólo había vislumbrado desde el pasillo en todos los años que viví en la propiedad.
Conseguí dormir durante parte de la noche, de todas formas. Otra parte la pasé despierto y tumbado en la cama, intentando evaluar el riesgo legal que había aceptado al venir aquí. No sabía exactamente qué leyes o protocolos había violado Jason al pasar de contrabando preparados farmacológicos marcianos fuera del complejo de Perihelio, pero ya me había convertido en cómplice de ese acto.
A la mañana siguiente Jason se preguntaba dónde deberíamos guardar los varios viales de líquido claro que Wun le había pasado; suficientes para tratar de cuatro a cinco personas. («En caso de que se nos pierda una maleta», había explicado al principio del viaje. «Redundancia»).
—¿Esperas un registro?
Me imaginé a varios funcionarios federales en trajes de riesgo biológico subiendo los escalones de la Gran Casa.
—Por supuesto que no. Pero nunca es mala idea minimizar los riesgos. —Me miró con más atención, aunque sus ojos seguían disparándose a la izquierda cada pocos segundos, otro síntoma de su enfermedad—. ¿Te sientes un poco aprensivo?
Dije que podíamos esconder las muestras de repuesto en la casa de madera situada al otro lado del jardín, a menos que necesiten refrigeración.
—Según Wun son químicamente estables en casi cualquier condición por debajo de un ataque termonuclear. Pero una orden de registro incluiría toda la propiedad.
—No sé nada de órdenes de registro. Lo que sé es dónde están los escondrijos.
—Enséñamelos —dijo Jason.
Así que atravesamos el jardín, Jason andando, un poco inestable, detrás de mí. Era temprano por la tarde, día de elecciones, pero en el espacio alfombrado de césped entre las dos casas podría haber sido un día cualquiera de otoño, de cualquier año. En algún lugar de la pequeña arboleda un pájaro anunció su presencia, una única nota que comenzaba osadamente pero que se desvaneció como si hubiera reconsiderado la idea. Entonces llegamos a la casa de mi madre, hice girar la llave y abrimos la puerta hacia una quietud más profunda.
Habían limpiado y quitado el polvo periódicamente, pero la casa llevaba básicamente cerrada desde la muerte de mi madre. No había vuelto para ordenar sus cosas, no teníamos más familia y Carol había preferido mantener el edificio como estaba antes que cambiarlo. Pero no era intemporal. Ni mucho menos. El tiempo se había asentado allí. La habitación delantera olía a cerrado, a las esencias que destila la tapicería cuando nadie la perturba, papel amarillento, tejidos polvorientos. En invierno, según me contó Carol en otro momento, mantenían la casa lo suficientemente caldeada para evitar que las tuberías se congelaran; en verano corrían las cortinas contra el calor. Hoy hacía fresco, tanto dentro como fuera.
Jason atravesó el umbral temblando. Durante toda la mañana había andado trastabillando, que era el motivo por el que me había dejado llevar los fármacos (aparte de la cantidad que había apartado para su tratamiento), un cuarto de kilo aproximadamente de cristal y bioquímica, en un bolso de viaje de cuero forrado de gomaespuma.
—Esta es la primera vez que vengo aquí —dijo con timidez—, desde antes de que muriera. ¿Suena estúpido si digo que la echo de menos?
—No, no suena estúpido.
—Fue la primera persona que vi que era amable conmigo. Toda amabilidad en la Gran Casa entraba por la puerta de atrás con Belinda Dupree.
Le guié a través de la cocina hasta la pequeña puerta que conducía al sótano. La Pequeña Casa de la propiedad Lawton había sido construida para que tuviera el aspecto de una casa de campo de nueva Inglaterra, o la idea que alguien tenía de cómo era una casa de campo, incluyendo el sótano de piso de cemento basto de techo tan bajo que Jason tuvo que encorvarse para seguirme. El espacio era lo suficientemente grande para contener una caldera, un calentador de agua, una lavadora y una secadora. El aire era incluso más frío ahí abajo y tenía un olor húmedo y mineral.
Me agaché en el recoveco de detrás de la caldera, uno de esos polvorientos callejones sin salida que incluso los limpiadores profesionales suelen ignorar. Le expliqué a Jason que había un tablero de la pared que se había resquebrajado y que con un poco de maña se podía tirar de él para revelar el hueco sin aislamiento entre las vigas de pino y las paredes de los cimientos.
—Interesante —dijo Jason desde su posición a un metro detrás de mí y en ángulo con la caldera—. ¿Qué es lo que guardabas ahí? ¿Ejemplares viejos de Playboy?
Cuando tenía diez años había guardado determinados juguetes allí, no porque temiera que nadie me los robara, sino porque era divertido saber que estaban escondidos y que sólo yo podía encontrarlos. Más tarde guardaría cosas menos inocentes: varios intentos breves de llevar un diario, cartas a Diane nunca enviadas o siquiera terminadas, y sí, aunque no lo admitiría ante Jason, porno relativamente inocuo impreso de internet. Todos esos secretos habían desaparecido hacía tiempo.
—Deberíamos habernos traído una linterna —dijo Jase. La única bombilla del techo proyectaba una luz insignificante sobre el rincón lleno de telarañas.
—Solía haber una en la mesa de al lado de la caja de fusibles. —Y seguía habiendo una. Me retiré del hueco lo suficiente para tomar la linterna de manos de Jason. Emitió el resplandor acuoso y pálido de unas pilas moribundas, pero funcionó el tiempo necesario para encontrar el trozo de pared suelto y deslizar la bolsa al espacio que había detrás; luego puse el tablero en su sitio y puse polvo blanco de yeso sobre los contornos visibles.
Pero antes de que pudiera salir se me cayó la linterna y rodó adentrándose aún más en las sombras arácnidas de detrás de la caldera. Hice una mueca y alargué el brazo tanteando en su busca, siguiendo la luz parpadeante. Toqué el mango de la linterna. Y toqué otra cosa. Algo hueco pero sustancial. Una caja.
La acerqué tirando con los dedos.
—¿Ya has acabado ahí, Tyler?
—Un segundo —dije.
Apunté la linterna a la caja. Era una caja de zapatos con un polvoriento logo de New Balance impreso y un nombre diferente escrito en gruesos trazos de tinta negra: RECUERDOS (CARRERA).
Era la caja que había desaparecido del estante de mi madre, la que no había podido encontrar después del funeral.
—¿Algún problema? —preguntó Jason.
—No —dije.
Ya investigaría luego. Volví a empujar la caja de vuelta adonde la había encontrado y me arrastré fuera del polvoriento espacio. Me levanté y me restregué las manos.
—Creo que ya hemos acabado aquí.
—Recuerda esto por mí —dijo Jason—. En caso de que se me olvide.
Esa noche vimos los resultados de las elecciones en el enorme equipo de televisión, aunque ya algo anticuado, de los Lawton. Carol había perdido sus lentes de contacto y se sentó cerca de la pantalla, parpadeando ante ella. Había pasado la mayor parte de su vida adulta ignorando la política, «ése fue siempre el departamento de E. D.», y tuvimos que explicarle quiénes eran algunos de los participantes más importantes. Pero parecía disfrutar de la ocasión. Jason hacía bromas suaves y Carol respondía riéndose, y cuando se reía, veía en su cara algo de Diane.
Carol se cansaba rápidamente y ya se había retirado a su habitación para cuando empezaron a dar los resultados por estado. Ninguna sorpresa. Al final Lomax consiguió todo el Noroeste y la mayor parte del Medio Oeste y el Oeste. En el Sur le fue peor, pero incluso ahí el voto disidente estaba repartido entre demócratas de la vieja escuela y conservadores cristianos.
Empezamos a recoger las tazas de café para cuando el último candidato de la oposición daba su lúgubre y cortés discurso de derrota admitida.
—Así que han ganado los buenos —dije.
—Creo que de ésos no se presentaba ninguno —dijo Jason, sonriendo.
—Creía que Lomax era bueno para nosotros.
—Puede. Pero no cometas el error de creer que a Lomax le importan Perihelio o el programa replicador, excepto como forma conveniente de reducir el gasto espacial y hacerlo parecer como un gran salto adelante. El dinero federal que quede libre lo destinará al presupuesto militar. Por eso E. D. no consiguió reunir ninguna oposición real contra Lomax entre sus viejos amigotes de la industria aeroespacial. Lomax no dejará que Boeing o Lockheed-Martin pasen hambre. Sólo quiere que se dediquen a otras cosas.
—A defensa —añadí. El período de calma en los conflictos globales que había seguido a la confusión inicial tras el Spin hacía mucho que había pasado. Quizá reequipar al ejército no fuera mala idea.
—Si crees lo que dice Lomax.
—¿Tú no?
—Me temo que no puedo permitírmelo.
Con esa nota me retiré a la cama.
Por la mañana le administré la primera inyección a Jason. Jason se estiró en el sofá de los Lawton de la sala de estar, de cara a la ventana. Llevaba una camisa de algodón y parecía informalmente patricio, frágil pero en calma. Si estaba asustado no lo demostraba. Se arremangó el brazo derecho para descubrir el hueco del codo.
Cogí una jeringuilla de mi maletín, le puse una aguja estéril y la llené con uno de los viales de líquido claro que habíamos separado del resto. Wun había ensayado esto conmigo. Los protocolos de la Cuarta Edad. De ser en Marte habría una tranquila ceremonia y un entorno tranquilizador. Aquí tendríamos que apañárnoslas con la luz de noviembre y el tictac de caros relojes.
Le froté la piel con un algodón antes de la inyección.
—No tienes que mirar —dije.
—Pero quiero hacerlo —dijo él—. Muéstrame cómo se hace.
Siempre le gustó saber cómo funcionaban las cosas.
La inyección no produjo efectos inmediatos, pero hacia mediodía del día siguiente Jason tenía un grado de fiebre.
Subjetivamente, dijo, no era peor que un resfriado leve, y hacia media tarde me rogaba que cogiera mi termómetro y mi tensiómetro y… bueno que me los llevara a otra parte, en esencia.
Así que me levanté el cuello de la chaqueta contra la lluvia (una lluvia gris y tontamente persistente que había comenzado durante la noche y persistía hasta la tarde) y crucé el jardín una vez más hasta la casa de mi madre, donde rescaté recuerdos (carrera) del sótano y lo llevé a la sala de estar.
Una luz atenuada por la lluvia entraba por las ventanas. Encendí una lámpara.
Mi madre había muerto a la edad de cincuenta y siete años. Durante dieciocho años había compartido esta casa con ella. Eso fue poco más de un tercio de su vida. De los dos tercios restantes sólo había visto lo que ella quiso mostrarme. Había hablado de Bingham, su pueblo natal, de vez en cuando. Sabía, por ejemplo, que había vivido con su padre (un agente inmobiliario) y su madrastra (que trabajaba en una guardería) en una casa en lo alto de una calle empinada y poblada de árboles; que de niña había tenido una amiga llamada Monica Lee; que había un puente cubierto, un río llamado el Pequeño Wyecliffe y una iglesia presbiteriana a la que había dejado de asistir cuando tuvo dieciséis años y a la que no volvió a ver hasta el día del funeral de su padre. Pero jamás había mencionado Berkeley o qué había esperado lograr con su título o por qué se había casado con mi padre.
Una o dos veces había bajado las cajas para mostrarme sus contenidos, para que comprendiera que ella había vivido en esos años imposibles antes de que yo existiera. Ésas eran sus pruebas, las Pruebas A, B y C, tres cajas de RECUERDOS y miscelánea. En algún lado dentro de esas cajas habría fragmentos doblados de historia real y verificable: las amarronadas portadas de periódicos anunciando ataques terroristas, guerras libradas, presidentes elegidos o desacreditados. Aquí también estaban las baratijas que de niño me había gustado tener en las manos. Una deslustrada moneda de cincuenta centavos emitida el año en que nació mi padre (1951); cuatro conchas canelas y rosadas de la playa de Cobscook Bay.
Recuerdos (carrera) era la caja que menos me gustaba de niño. Contenía una chapa de la campaña de algún candidato a presidente que evidentemente no tuvo éxito, que me gustaba por sus colores brillantes, pero el resto de la caja estaba ocupado por su diploma, unas cuantas páginas arrancadas del anuario de graduación, y un fajo de pequeños sobres que jamás había querido (ni me había permitido) tocar.
Abrí uno de los sobres y escudriñé suficientemente los contenidos para saber que era: a) una carta de amor y b) en una letra que no se parecía nada a la escritura ordenada de mi padre en las misivas de la caja RECUERDOS: MARCUS.
Así que mi madre tuvo un novio en la universidad. Esas eran noticias que podrían haber incomodado a Marcus Dupree (después de todo, mi madre se casó con él una semana después de la graduación) pero que no sorprenderían a casi nadie más. Desde luego no era razón para ocultar la caja en el sótano, no cuando llevaba años a plena vista.
Pero ¿había sido mi madre quien la había ocultado? No sabía quién pudo haber estado en la casa entre el momento de su ataque y cuando llegué yo un día después. Fue Carol la que la encontró derrumbada sobre el sofá, y probablemente alguien del personal de la Gran Casa la ayudó a limpiar más tarde, y debió de haber gente de los servicios médicos para prepararla para el traslado. Pero ninguno de ellos tendría ninguna razón remotamente plausible para llevar recuerdos (carrera) al sótano y esconderlo en el oscuro hueco entre la caldera y la pared.
Y quizá no tenía importancia. No se había cometido ningún crimen, después de todo. Pudo ser el poltergeist local. Probablemente jamás lo averiguaría, y no tenía sentido darle vueltas al asunto. Todo en esa habitación, cada objeto de la casa, incluyendo esas cajas, sería recuperado, vendido o descartado tarde o temprano, lo había estado demorando, Carol lo había estado demorando, pero hacía tiempo que debió haberse hecho.
Pero hasta entonces…
Hasta entonces, puse recuerdos (carrera) en el estante de arriba del mueble de mi madre entre recuerdos (marcus) y miscelánea. Y completé la habitación vacía.
La cuestión médica más preocupante que había salido a la luz en las conversaciones con Wun Ngo Wen sobre el tratamiento de Jason había sido la interacción con otras drogas. No podía interrumpir la medicación convencional de Jason sin ocasionarle un relapso desastroso. Pero también me preocupaba combinar su régimen diario con el reestructurador bioquímico de Wun.
Wun me prometió que no habría problemas. El tratamiento de longevidad no era una «droga» en el sentido convencional. Lo que le inyectaría en las venas a Jason sería más bien un programa de ordenador biológico. Los fármacos convencionales interactuaban con las proteínas y las superficies celulares. La poción de Wun interactuaba con el ADN en sí.
Pero seguía teniendo que entrar en una célula para hacer su trabajo, y seguía teniendo que sortear la química de la sangre de Jason y su sistema inmunológico de camino a su destino, ¿no? Wun había dicho enfáticamente que nada de eso tenía importancia. El cóctel de longevidad era lo suficientemente flexible para operar en cualquier tipo de condición fisiológica aparte de la muerte.
Pero el gen de la EMA nunca había migrado al planeta rojo y los fármacos que tomaba Jason eran desconocidos allí. Y aunque Wun seguía insistiendo en que mis preocupaciones estaban injustificadas, me percataba de que rara vez sonreía cuando decía eso. Así que respaldamos las apuestas. Llevaba una semana reduciendo la medicación de Jason antes de la primera inyección. No la retiré, sólo la recorté.
La estrategia pareció funcionar. Para cuando llegamos a la Gran Casa, Jason sólo mostraba síntomas menores con una carga farmacológica menor, y empezamos su tratamiento con optimismo.
Tres días después tenía ataques de fiebre alta que no podía bajar. Y un día después ya estaba semiinconsciente gran parte del tiempo. Otro día más y su piel enrojeció y empezó a ampollársele. Esa noche empezó a gritar.
Continuó gritando pese a la morfina que le administré.
No era un grito a todo pulmón sino un gemido que periódicamente subía a un volumen mayor, la clase de sonido que esperarías de un perro enfermo, no de un ser humano. Era completamente involuntario. Cuando estaba lúcido no emitía ese sonido ni recordaba haberlo hecho, aunque le dejaba la laringe inflamada y dolorida.
Carol aguantó con valentía. Había partes de la casa donde los gritos de Jason eran casi inaudibles, las habitaciones del fondo, la cocina, y pasaba la mayor parte del tiempo allí, leyendo o escuchando la radio local. Pero la tensión a la que estaba sometida era obvia y volvió a retomar la bebida.
Quizá no debería decir «retomó». No había dejado de beber. Lo que había hecho era reducir la bebida al mínimo que le permitía funcionar, un equilibro entre los terrores muy reales de la abstinencia súbita y la tentación de la embriaguez total. Espero que no suene despectivo. Carol caminaba por una senda difícil. Había aguantado tanto gracias al amor que tenía a su hijo, por latente que estuviera ese amor durante tantos años. El sonido de su dolor era lo que la desquiciaba.
Hacia la segunda semana del proceso Jase tenía que estar con fluidos intravenosos y yo tenía que vigilar atentamente su presión arterial en aumento. Había tenido un día relativamente bueno pese a su horrorosa apariencia, costras allí donde directamente la piel no estaba desprendida, ojos casi hundidos del todo en la carne hinchada que los rodeaba. Estaba lo suficientemente lúcido para preguntar si Wun Ngo Wen había hecho ya su primera aparición en televisión. (Todavía no. Estaba programada para la semana siguiente.) Hacia la noche había vuelto a caer en la inconsciencia, y los gemidos, que llevaban ausentes un par de días, volvieron a empezar, a todo pulmón y dolorosos de oír.
Dolorosos para Carol que apareció a la puerta del dormitorio con lágrimas en los ojos y una expresión de furia, feroz y vidriosa.
—¡Tyler —dijo—, tiene que acabar con esto!
—Hago lo que puedo. No responde a los opiáceos. Será mejor hablar de esto por la mañana.
—¿Es que no puedes oírle?
—Por supuesto que le oigo.
—¿Y para ti no significa nada? ¿Es que no significa nada ese sonido para ti? ¡Dios mío! —dijo—. Le habría ido mejor en México con cualquier curandero charlatán. ¿Tienes alguna idea de lo que realmente le has inyectado? ¡Puto charlatán! Dios mío.
Desafortunadamente, sus preguntas eran un eco de las que me hacía a mí mismo. No, no sabía qué le había inyectado, no de manera rigurosa y científica. Había creído en las promesas del hombre de Marte, pero esa defensa no podía usarla con Carol. El proceso en sí era más difícil, más agónico, de lo que me había permitido esperar. Quizá no estaba funcionando bien. Quizá no estaba funcionando para nada.
Jason emitió un lúgubre aullido que terminó con un suspiro. Carol se llevó las manos a los oídos.
—¡Está sufriendo, charlatán de mierda! ¡Mírale!
—Carol…
—¡No me hables, carnicero! ¡Voy a llamar a una ambulancia! ¡Voy a llamar a la policía!
Atravesé la habitación y la agarré de los hombros. Parecía frágil pero peligrosamente viva bajo mis manos, un animal acorralado.
—Carol, escúchame.
—¿Por qué? ¿Por qué debería escucharte?
—Porque tu hijo puso su vida en mis manos. Escucha, Carol, escucha. Voy a necesitar a alguien que me ayude. Llevo demasiados días sin dormir. Dentro de poco necesitaré a alguien que se siente a velarlo, alguien que tenga experiencia médica y que pueda tomar decisiones justificadas.
—Deberías haberte traído una enfermera.
Debería, pero no fue posible, y además no era relevante en ese momento.
—No tengo enfermera. Necesito que lo hagas tú.
Eso tardó un instante en hacer efecto. Entonces jadeó de sorpresa y retrocedió.
—¡Yo!
—Todavía tienes tu título de médico. Que yo sepa.
—Pero no he ejercido desde… ¿desde hace décadas? Décadas…
—No te pido que hagas cirugía cardíaca. Sólo quiero que vigiles su presión sanguínea y su temperatura, ¿puedes hacerlo?
Su furia se disipó. Se sentía halagada. Estaba asustada. Se lo pensó. Entonces me dedicó una mirada acerada.
—¿Por qué debería ayudarte? ¿Por qué debería convertirme en cómplice de esto, de esta tortura?
Todavía estaba intentando componer una respuesta cuando una voz a mis espaldas dijo:
—Oh, por favor.
La voz de Jason. Una de las características de la droga marciana era la lucidez que aparecía y desaparecía aleatoriamente. Aparentemente acababa de hacer una aparición. Me volví.
Hizo una mueca e intentó, sin mucho éxito, incorporarse. Pero tenía los ojos despejados.
Se dirigió a su madre:
—La verdad —dijo—, ¿no te parece un poco inapropiado? Por favor, haz lo que te pida Tyler. Sabe lo que hace y yo también.
Carol se le quedó mirando.
—Pero yo no. No puedo. Quiero decir, no…
Entonces se volvió y salió de la habitación tambaleándose ligeramente, con una mano apoyada contra la pared.
Me senté con Jase. Por la mañana Carol volvió al dormitorio con aspecto escarmentado pero sobria y se ofreció a relevarme. Jason estaba tranquilo y en realidad no necesitaba que lo atendieran, pero dejé que se ocupara de él y me fui a recuperar algo de sueño.
Dormí doce horas. Cuando volví al dormitorio, Carol seguía allí, sosteniendo la mano de su hijo inconsciente, acariciándole la frente con una ternura que jamás había visto antes en ella.
La fase de recuperación comenzó a la semana y media en el transcurso del tratamiento de Jason. No hubo una transición súbita, ningún momento mágico. Pero sus períodos de lucidez empezaron a alargarse y su presión sanguínea se estabilizó dentro de los límites normales.
La noche del discurso de Wun a las Naciones Unidas cogí el televisor portátil que había encontrado en las habitaciones del personal de servicio y lo subí al dormitorio de Jason. Carol se unió a nosotros justo antes de la emisión.
Creo que Carol no creía que Wun Ngo Wen fuese de verdad.
Su presencia en la Tierra había sido anunciada oficialmente el miércoles pasado. Su imagen llevaba días siendo portada de los periódicos, más las imágenes grabadas en directo de Wun paseando por la Casa Blanca bajo el brazo paternal del presidente en funciones. La Casa Blanca había dejado claro que Wun estaba aquí para ayudar, pero que no era ningún tipo de solución instantánea al problema del Spin ni tenía conocimientos nuevos sobre los Hipotéticos. La reacción pública fue cauta.
Esa noche se subió al podio del estrado del Consejo de Seguridad, que había sido ajustado para su altura.
—Vaya, pero si es una cosita diminuta.
—Muestra algo de respeto. Representa una única cultura continuada que ha durado más que cualquiera de las nuestras.
—Más bien parece que represente al gremio de chupa-chups.
Su dignidad quedó restaurada en los primeros planos. A la cámara le gustaban sus ojos y su sonrisa elusiva. Y cuando habló al micrófono habló con suavidad, lo que rebajó el tono agudo de su voz a un nivel más terrestre.
Wu sabía (o había sido preparado para entender) lo improbable que ese acontecimiento le parecería al terrícola medio. («Ciertamente —como ha dicho el secretario general en su presentación— vivimos en una época de milagros»). Así que nos agradeció a todos nuestra hospitalidad en su mejor acento del Atlántico medio y luego habló con añoranza de su hogar y del porqué había venido aquí. Describió Marte como un lugar extranjero pero completamente humano, el tipo de lugar que a uno le gustaría visitar, donde la gente era amistosa y el paisaje interesante, aunque los inviernos, admitió, a menudo eran duros.
—Suena a Canadá —dijo Carol.
Y luego al meollo del asunto. Todos querían saber sobre los Hipotéticos. Desafortunadamente la gente de Wun sabía poco más que nosotros: los Hipotéticos habían encapsulado Marte mientras él estaba de camino a la Tierra, y los marcianos estaban tan indefensos como nosotros lo habíamos estado.
No podía adivinar los motivos de los Hipotéticos. Esa cuestión se había debatido durante siglos, pero ni siquiera los mayores pensadores marcianos la habían resuelto. Era interesante, dijo Wun, que tanto la Tierra como Marte hubieran sido sellados cuando estaban al borde de catástrofes globales.
—Nuestra población, como la vuestra, se está aproximando al límite de lo sostenible. En la Tierra la industria y la agricultura dependen del petróleo, cuyas reservas descienden rápidamente. En Marte no tenemos petróleo, pero dependemos de otro elemento escaso, el nitrógeno elemental: impulsa nuestro ciclo agrícola e impone un límite absoluto sobre el número de vidas que el planeta puede sostener. Lo hemos sobrellevado algo mejor de lo que lo ha hecho la Tierra, pero sólo porque tuvimos que reconocer el problema desde el mismísimo principio de nuestra civilización. Ambos planetas se encontraban, y se encuentran, frente a la posibilidad de un colapso económico y agrícola y una mortandad humana catastrófica. Ambos planetas fueron encapsulados antes de que se llegara a ese punto.
»Quizá los Hipotéticos entienden esa verdad sobre nosotros y fue eso lo que influenció sus acciones. Pero no lo sabemos con certeza. Ni tampoco sabemos qué esperan de nosotros, o cuándo, si es que ocurre, cesará el Spin. No podemos saberlo, hasta que no recopilemos más información directa sobre los Hipotéticos.
»Afortunadamente —dijo Wun, y la cámara se acercó más a él—, hay una manera de reunir esa información. He venido aquí con una propuesta, que he discutido tanto con el presidente Garland como con el presidente electo Lomax así como con otros jefes de Estado. —Y prosiguió dando una descripción básica del plan de los replicadores—. Con suerte eso nos dirá si los Hipotéticos han actuado en otros mundos, cómo reaccionaron esos mundos, y cuál puede ser el destino final de la Tierra.
Pero cuando empezó a hablar de la Nube de Oort y de «tecnología de retroalimentación catalítica» vi que a Carol se le empezaban a vidriar los ojos.
—Esto no puede estar ocurriendo —dijo después de que Wun dejara el podio ante un aplauso confuso y los expertos presentadores de las cadenas de televisión empezaran a masticar y regurgitar su discurso—. ¿Es cierto algo de todo eso, Jason?
—La mayor parte —dijo Jason con calma—. No puedo asegurar lo del tiempo en Marte.
—¿Estamos realmente al borde del desastre?
—Llevamos al borde del desastre desde que las estrellas se apagaron.
—Quiero decir lo del petróleo y todo eso. ¿Si el Spin no hubiera ocurrido estaríamos muñéndonos de hambre?
—La gente ya se muere de hambre. Se mueren de hambre porque no podemos sostener a siete mil millones de personas con una prosperidad de estilo norteamericano sin arramblar con todos los recursos del planeta de una sentada. Sí, es cierto, si el Spin no nos mata, tarde o temprano nos enfrentaremos a una mortandad a escala global.
—¿Y eso tiene algo que ver con el Spin en sí?
—Quizá, pero ni yo ni el marciano de la tele lo sabemos con seguridad.
—Te estás riendo de mí.
—No.
—Sí que te ríes. Pero está bien. Sé que soy ignorante. Hace años que no abro un periódico. Siempre corría el riesgo de ver la cara de tu padre, para empezar. Y la única televisión que veo son los telefilmes de la tarde. En los telefilmes de la tarde no hay marcianos. Supongo que soy Rip van Winkle. Que he dormido demasiado tiempo. Y no me gusta el mundo en el que he despertado. Las partes de ese mundo que no son aterradoras son… —gesticuló hacia la tele—… son ridículas.
—Todos somos Rip van Winkle —dijo Jason con cariño—. Todos estamos a la espera de despertar.
El ánimo de Carol mejoró a la par que mejoraba la salud de Jason y empezó a mostrar un interés más animado en su pronóstico. La informé sobre la EMA de Jason, una enfermedad que no se diagnosticaba formalmente en los tiempos en que Carol se graduó en la facultad de medicina, y como forma de esquivar preguntas sobre el tratamiento en sí, un trato no expresado explícitamente que parecía entender y aceptar. Lo importante era que la piel estragada de Jason se curaba y las muestras de sangre que envié a un laboratorio en Washington para su análisis mostraban una reducción drástica de las placas proteicas neuronales.
Seguía renuente a hablar del Spin, sin embargo, y se mostraba descontenta cuando Jase y yo hablábamos de ello en su presencia. Volví a pensar en el poema de Housman que Diane me había enseñado hacía tantos años: El tierno infante no es consciente ¡De que se lo ha comido el oso!.
Carol había sufrido el ataque de varios osos diferente, algunos tan grandes como el Spin y otros tan pequeños como una molécula de etanol. Creo que hubiera envidiado al tierno infante.
Diane me llamó (a mi teléfono personal, no al de la casa de Carol) pocas noches después de la aparición de Wun. Me había retirado a mi cuarto y Carol velaba a Jason. La lluvia había caído de manera inconstante durante todo noviembre, y en ese momento llovía otra vez; la ventana del dormitorio era un espejo fluido de luz amarillenta.
—Estás en la Gran Casa —dijo Diane.
—¿Has hablado con Carol?
—La llamo una vez al mes. Soy una hija obediente. Algunas veces incluso está lo suficientemente sobria para hablar. ¿Qué le pasa a Jason?
—Es una larga historia —dije—. Se está poniendo bien. No es nada de lo que preocuparse.
—Odio cuando la gente dice eso.
—Lo sé. Pero es cierto. Había un problema, pero lo hemos arreglado.
—Y eso es todo lo que puedes decirme.
—Todo por ahora. ¿Cómo van las cosas para ti y Simon? La última vez que hablamos mencionaste problemas legales.
—No muy bien —dijo—. Nos mudamos.
—¿Adónde?
—Fuera de Phoenix, en todo caso. Lejos de la ciudad. El Tabernáculo del Jordán ha sido cerrado temporalmente… creía que lo sabrías.
—No —dije, ¿y por qué debería saber algo de los problemas financieros de una pequeña iglesia de la tribulación del suroeste? Y pasamos a discutir otros asuntos, y Diane prometió ponerme al día una vez que ella y Simon tuvieran una nueva dirección. Claro, ¿por qué no? ¡Qué demonios!
Pero oí hablar del Tabernáculo del Jordán a la noche siguiente.
Carol insistió en ver el último telediario, cosa nada habitual en ella. Jason estaba cansado pero despierto y dispuesto, así que los tres nos quedamos sentados durante cuarenta minutos de ruidos de sables en el ámbito internacional y juicios de celebridades. Algunas cosas eran interesantes: había una noticia sobre Wun Ngo Wen, que estaba en Bélgica reuniéndose con funcionarios de la UE, y buenas noticias desde Uzbekistán, donde el contingente de marines al fin había sido relevado. Entonces pusieron un reportaje sobre el SDCV y la industria láctea israelí. Miramos las dramáticas imágenes del ganado sacrificado siendo apilado a golpe de excavadora en fosas comunes y cubierto de cal. Cinco años antes, la industria cárnica japonesa había sufrido una devastación similar. Un brote de SDCV bovino o ungulado había estallado y había sido suprimido en una docena de países desde Brasil a Etiopía. El equivalente humano era tratable con antibióticos modernos pero seguía siendo un problema acuciante en las economías del tercer mundo.
Pero los granjeros israelíes aplicaban protocolos estrictos para sepsis y análisis, así que el brote era inesperado. Peor aún, el caso índice, la primera infección, había sido rastreado a un envío no autorizado de óvulos fertilizados procedente de Estados Unidos.
El envío fue rastreado hasta una ONG tribulacionista llamada Palabra para el Mundo, cuyo cuartel general estaba en un parque industrial a las afueras de Cincinnati, Ohio. ¿Por qué la PpM contrabandeaba óvulos de ganado a Israel? Resultó que no era por razones especialmente humanitarias. Los investigadores siguieron a los patrocinadores de la PpM a través de una docena de sociedades de cartera hasta un consorcio de iglesias tribulacionistas y dispensacionalistas y grupos políticos marginales, tanto grandes como pequeños. Un punto compartido de doctrina bíblica común para todos esos grupos era una interpretación de un pasaje de Números (capítulo diecinueve) y deducido de otros textos en Mateo y Tomás; en resumen: que el nacimiento en Israel de una becerra de color rojo puro señalaría el segundo advenimiento de Jesús y el comienzo de su reinado en la Tierra.
Era una vieja idea. Los extremistas judíos creían que el sacrificio de una becerra roja en el monte del Templo marcaría la llegada del Mesías. Había habido varios ataques de «becerra roja» en los años previos, uno de los cuales había dañado la mezquita de Al-Aqsa y casi provoca una guerra regional. El gobierno israelí hacía lo que podía para aplastar el movimiento pero sólo había conseguido conducirlo a la clandestinidad.
Según las noticias había varias granjas de ganado vacuno patrocinadas por la PpM por todo el Medio Oeste americano calladamente dedicadas a la empresa de precipitar el Armagedón. Habían intentado producir una becerra pura de color rojo sangre, presumiblemente superior a las numerosas y decepcionantes becerras que habían sido presentadas como candidatas durante los últimos cuarenta años.
Esas granjas habían evitado sistemáticamente inspecciones federales y protocolos de alimentación, hasta el punto de ocultar un brote de SDCV bovino que había cruzado la frontera desde Nogales. Los óvulos infectados producían ganado para cría con multitud de genes para pelo rojizo, pero cuando los terneros nacían (en una granja relacionada con la PpM en el Negev) la mayoría moría de insuficiencia respiratoria a temprana edad. Los cuerpos fueron enterrados rápidamente, pero ya era demasiado tarde. La infección se había propagado al ganado adulto y a un cierto número de operarios humanos.
Era una vergüenza para el gobierno estadounidense. La FDA ya había anunciado una revisión de su política y Homeland Security estaba congelando las cuentas bancarias de PpM y arrestando a los recaudadores de las iglesias tribulacionistas. En las noticias había varias imágenes de agentes federales que sacaban cajas de documentos del interior de edificios anónimo y que aplicaban candados a las puertas de oscuras iglesias.
El locutor recitó unos cuantos ejemplos de esas iglesias.
Una de ellas era el Tabernáculo del Jordán.