4 x 10 9 d. C.

Íbamos hacia el interior desde Padang, hasta ahí entendía, subiendo montes, circulando por carreteras que a veces eran suaves como la seda y a veces llenas de baches e irregularidades, hasta que el coche se detuvo frente a lo que en la oscuridad parecía ser un bunker de hormigón pero que en realidad debía ser (a juzgar por el creciente rojo bajo una deslumbrante bombilla de tungsteno) algún tipo de clínica. El conductor estaba molesto al ver adonde nos había traído, más pruebas de que yo estaba enfermo, no simplemente borracho, pero Diane le introdujo más billetes en su mano y se marchó de mejor humor si no contento del todo.

Tenía problemas para mantenerme de pie. Me apoyé en Diane, que soportó mi peso valientemente, y nos quedamos solos en la noche húmeda, en una carretera desierta bajo la luz de la luna que cortaba a través de las nubes desgarradas. Había una clínica frente a nosotros, una gasolinera al otro lado del asfalto y nada más sino bosque y espacios abiertos que podrían ser campos de cultivo. No hubo presencia humana visible hasta que la puerta con rejilla de la clínica rechinó al abrirse y una mujer baja y rotunda con falda larga y pequeña cofia blanca vino corriendo hacia nosotros.

—¡Ibu Diane! —dijo la mujer, con nerviosismo pero en voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírla, incluso a esa hora desierta—. ¡Bienvenida!

—Ibu Ina —dijo Diane respetuosamente.

—¿Y este debe de ser…?

—Pak Tyler Dupree. El que te dije.

—¿Demasiado enfermo para hablar?

—Demasiado enfermo para decir algo coherente.

—Pues entonces será mejor que lo llevemos adentro.

Diane me sostuvo por un lado y la mujer a la que había llamado Ibu Ina me agarró del brazo derecho por el hombro. No era joven, pero era fuerte. El pelo debajo de su cofia era gris y ralo. Olía a canela. A juzgar por cómo arrugaba la nariz, yo olía a algo mucho peor.

Y entonces estábamos dentro, pasamos por una sala de espera vacía amueblada con sillas baratas de ratán y metal hacia una consulta de aspecto bastante moderno, donde Diane me depositó sobre una camilla acolchada e Ina dijo:

—Bueno, veamos qué se puede hacer por él.

Y entonces me sentí lo bastante a salvo para desmayarme.


Me despertó la llamada a la oración de una mezquita lejana y el olor a café recién hecho.

Yacía desnudo en el camastro de una habitación de cemento con una única ventana, que era la única fuente de luz, una pálida premonición del amanecer. El hueco de la entrada estaba cubierto con lo que parecía una especie de encaje de bambú y desde más allá me llegaba el sonido de alguien haciendo algo briosamente con tazas y cuencos.

Las ropas que llevaba puestas la noche pasada habían sido lavadas y estaban dobladas cerca del camastro. La fiebre había remitido hasta el siguiente ataque, había aprendido a reconocer esos pequeños oasis de bienestar, y tenía las fuerzas suficientes para vestirme por mí mismo.

Estaba haciendo equilibrios sobre una pierna y apuntando la otra hacia el interior de mis pantalones cuando Ibu Ina miró desde la cortina de canutillos de la entrada.

—¡Así que puede ponerse en pie! —dijo.

Por poco tiempo. Caí hacia el camastro, a medio vestir. Ina entró en la habitación con un cuenco de arroz blanco, una cuchara y una copa de latón barnizados. Se arrodilló a mi lado y miró a la bandeja de madera: ¿me sentía con ganas de comer algo de lo que había traído?

Descubrí que sí tenía ganas. Por primera vez en muchos días tenía hambre. Lo cual probablemente era bueno. Los pantalones me quedaban ridículamente holgados, las costillas se me marcaban de forma obscena.

—Gracias —dije.

—Nos presentaron anoche —dijo, pasándome el cuenco—. ¿Lo recuerda? Mis disculpas por lo primitivo de su alojamiento. Esta habitación sirve mejor para la ocultación que para la comodidad.

Debía tener cincuenta o sesenta años. Tenía la cara redonda y arrugada, sus rasgos concentrados en una luna de carne morena, una apariencia de manzana arrugada que se veía acentuada por su largo vestido negro y su cofia blanca. Si los amish se hubieran establecido en Sumatra Occidental hubieran podido producir algo muy parecido a Ibu Ina.

Su acento tenía una cadencia puramente indonesia, pero su dicción era primorosamente correcta.

—Habla muy bien —dije, el único cumplido que se me ocurrió con tan poco tiempo.

—Gracias. Estudié en Cambridge.

—¿Inglés?

—Medicina.

El arroz estaba bueno, aunque quizá un poco soso. Me lo terminé de comer de forma ostensible para que viera que me gustaba.

—¿Quizá querrá más luego?

—Sí, gracias.

Ibu era un término de respeto en la lengua minangkabau, usado para dirigirse a las mujeres. (El equivalente masculino era Pak). Lo que implicaba que Ina era una doctora minangkabau y que estábamos en las tierras altas de Sumatra, posiblemente a la vista del monte Merapi. Todo lo que sabía acerca del pueblo de Ina lo había aprendido en la guía de viaje de Sumatra que había leído en el avión desde Singapur: que había más de cinco millones de minangkabau viviendo en aldeas y ciudades en las tierras altas; muchos de los mejores restaurantes de Padang estaban en manos de minangkabau; eran famosos por su cultura matrilineal, su habilidad para los negocios y su mezcla de Islam y costumbres tradicionales, el adat.

Nada de lo cual explicaba qué hacía yo en el trastero de la consulta de una doctora minang.

—¿Diane sigue durmiendo? —dije—. Porque no entiendo…

—Ibu Diane ha cogido el autobús de vuelta a Padang, me temo. Pero aquí está a salvo.

—Esperaba que ella también estuviera a salvo.

—Estaría más a salvo aquí que en la ciudad, desde luego. Pero eso no sacaría a ninguno de los dos de Indonesia.

—¿Cómo conoció a Diane?

Ina sonrió.

—¡Puramente de suerte! O suerte principalmente. Diane estaba negociando un contrato con mi ex marido, Jala, que está metido en el negocio de exportación- importación, entre otros, cuando se hizo evidente que los Nuevos Reformasi estaban demasiado interesados en ella. Trabajo un par de días al mes en el hospital estatal de Padang y quedé encantada cuando Jala me presentó a Diane, aunque simplemente buscara un lugar para esconder temporalmente a un posible cliente. ¡Fue tan excitante conocer a la hermana de Pak Jason Lawton!

Eso me dejó perplejo por varias razones.

—¿Conoce a Jason?

—Sé cosas acerca de él… a diferencia de usted, nunca tuve el privilegio de hablar con él. Oh, pero era una gran seguidora de las noticias sobre Jason Lawton en los primeros días del Spin. ¡Y usted era su médico personal! ¡y aquí está ahora, en la trasera de mi clínica!

—No estoy seguro de que Diane hiciera bien en mencionar todo eso. —Estaba seguro de que no era bueno. Nuestra única protección era el anonimato, y ahora estaba en entredicho.

Ibu Ina parecía abatida.

—Por supuesto —dijo ella—, hubiera sido mejor no mencionar ese nombre. Pero los extranjeros con problemas legales abundan en Padang. Hay una expresión: para parar un tren. Los extranjeros con problemas legales y médicos son aún más problemáticos. Diane debió de descubrir que Jala y yo éramos grandes admiradores de Jason Lawton… o puede que fuera simplemente un acto de desesperación por parte de ella el invocar su nombre. Aun así, no me lo creía del todo hasta que busqué fotografías en internet. Supongo que uno de los inconvenientes de la fama debe ser que te están sacando fotos todo el rato. En cualquier caso, había una fotografía de la familia Lawton, tomada a principios del Spin, pero la reconocí. ¡Era cierto! Y entonces también debía de ser cierto lo que me había contado sobre su amigo enfermo. Usted era el médico de Jason Lawton, y por supuesto del otro, el más famoso…

—Sí.

—Aquel hombrecillo negro y arrugado.

—Sí.

—Cuya medicina le está enfermando.

—Cuya medicina, espero, también me está poniendo mejor.

—Como ya lo ha hecho con Diane, o eso dice ella. Eso me interesa. ¿ De verdad hay una edad adulta más allá de la edad adulta? ¿Cómo se siente?

—Podría estar mejor, francamente.

—Pero el proceso no ha terminado.

—No. El proceso no ha terminado.

—Entonces debería descansar. ¿Hay algo que pueda traerle?

—Tenía unos cuadernos… papeles…

—En un paquete con el resto de su equipaje. Se los traeré. ¿Además de médico también es escritor?

—Sólo temporalmente. Necesito poner algunos pensamientos por escrito.

—Quizá cuando se sienta mejor podría compartir alguno de esos pensamientos conmigo.

—Quizá, sí. Me encantaría.

Se levantó.

—Especialmente sobre el hombrecillo negro y arrugado. El hombre de Marte.


Dormí erráticamente durante los dos días siguientes, despertándome sorprendido por el paso del tiempo, las noches repentinas y las mañanas inesperadas, marcando como podía las horas por las llamadas a la oración, el sonido del tráfico, los ofrecimientos de arroz y huevos al curri de Ibu Ina, los periódicos y baños con esponja. Hablábamos, pero las conversaciones se filtraban por mi memoria como la arena en un cedazo, y sabía por su expresión que a veces me repetía o que había olvidado cosas que me había dicho. Luz y oscuridad, luz y oscuridad; luego, repentinamente, Diane estaba arrodillada junto a Ina al lado de la cama, ambas mirándome con expresión sombría.

—Está despierto —dijo Ibu Ina—. Por favor, discúlpenme. Les dejaré solos.

Entonces sólo estaba Diane a mi lado.

Llevaba una blusa azul, un pañuelo blanco cubriéndole el cabello oscuro, pantalones azules abolsados. Podía haber pasado por una urbanita residente en el centro de Padang, aunque era demasiado alta y pálida para engañar de verdad a nadie.

—Tyler —dijo ella. Tenía los ojos azules y muy abiertos—. ¿Estás prestando atención a tus fluidos?

—¿Tan mal aspecto tengo?

Me acarició la frente.

—No es fácil, ¿verdad?

—No esperaba que fuera indoloro.

—Otro par de semanas y se habrá acabado. Hasta entonces…

No tenía que decírmelo. La droga empezaba a trabajar profundamente en el tejido muscular y nervioso.

—Pero éste es un buen lugar donde quedarse —añadió—. Tenemos antiespasmódicos, analgésicos decentes. Ina entiende lo que está pasando. —Sonrió con tristeza—. Pero… no es exactamente lo que habíamos planeado.

Habíamos planeado nuestro anonimato. Cualquiera de las ciudades portuarias del Arco hubiera sido un buen lugar para que un norteamericano acomodado se perdiera. Había optado por Padang no sólo por su conveniencia (Sumatra era la masa de tierra más cercana al arco), sino porque su crecimiento económico hiperrápido y los recientes problemas con el gobierno de la Nueva Reformasi en Yakarta habían convertido a la ciudad en una anarquía funcional. Sufriría los efectos de la droga en algún hotel poco llamativo, y cuando hubiera terminado, cuando me hubiera reconstituido, compraríamos un billete a algún lugar donde nada malo pudiera alcanzarnos. Así era como se suponía que tenía que haber sido.

Con lo que no habíamos contado era con el rencor de la administración Chaykin y su determinación de dar ejemplo con nosotros, tanto por los secretos que guardábamos como por los que ya habíamos divulgado.

—Supongo que me dejé ver demasiado en los lugares equivocados —dijo Diane—. Hice reservas con dos colectivos rantau diferentes, pero ambos tratos fracasaron, de repente la gente no me hablaba y era obvio que estábamos llamando demasiado la atención. El consulado, los Nuevos Reformasi y la policía local tenían nuestras descripciones. No eran descripciones del todo precisas, pero lo suficiente.

—Por eso le contaste a esta gente quiénes éramos.

—Se lo conté porque ya lo sospechaban. Ibu Ina no, pero su ex, Jala, sí. Jala es un tipo muy astuto. Dirige una compañía de transportes marítimos relativamente respetable. Gran parte del cemento y del aceite de palma que pasa por el puerto de Teluk Bayur también pasa por uno u otro de los almacenes de Jala. El negocio del rantau gadang deja menos dinero pero está libre de impuestos, y esos barcos que salen llenos de emigrantes no vuelven vacíos. También tiene un negocio suplementario en el mercado negro de ganado vacuno y caprino.

—Parece un hombre que nos vendería alegremente a los Nuevos Reformasi.

—Pero nosotros pagamos más. Y presentamos menos dificultades legales, siempre que no nos cojan.

—¿E Ina aprueba todo eso?

—¿Aprobar el qué? ¿El rantau gadang? Tiene dos hijos y una hija en el nuevo mundo. ¿A Jala? Ella cree que es más o menos de confianza… si le pagas. ¿A nosotros? Cree que somos casi unos santos.

—¿Por Wun Ngo Wen?

—Básicamente.

—Tuviste suerte de encontrarla.

—No es sólo suerte.

—Pese a todo, deberíamos salir de aquí lo más rápidamente posible.

—Tan pronto como te encuentres mejor. Jala tiene un barco preparado, el Capetown Maru. Por eso he estado yendo y viniendo de aquí a Padang. Hay más gente a la que tengo que pagar.

Nos estábamos transformando rápidamente de extranjeros con dinero a extranjeros que solían tener dinero.

—Aun así —dije—, ojalá que…

—Ojalá ¿qué? —Recorrió mi frente con su dedo, de un lado a otro, lánguidamente.

—Ojalá que no tuviera que dormir solo.

Soltó una risilla y me puso la mano sobre el pecho. Sobre mi famélica caja torácica, sobre mi piel fea y con textura de cocodrilo. No era precisamente una invitación a la intimidad.

—Hace demasiado calor para acurrucarse.

—¿Demasiado calor?

Yo tiritaba de frío.

—Pobre Tyler —dijo.

Quise decirle que tuviera cuidado. Pero cerré los ojos y cuando los volví a abrir ya se había marchado de nuevo.


Inevitablemente había cosas peores por venir, pero de hecho me sentí mejor durante los días siguientes: el ojo del huracán, lo había llamado Diane. Era como si la droga marciana y mi cuerpo hubieran negociado un alto el fuego mientras ambos bandos reunían sus fuerzas para la batalla definitiva.

Comí todo lo que me ofrecieron, y daba vueltas por la habitación de vez en cuando, intentando canalizar algo de fuerza a mis esqueléticas piernas. Si me hubiera sentido con más fuerzas, esa caja de cemento (en la que Ina guardaba sus suministros médicos antes de construir un almacén más seguro junto a la clínica con sistema de alarma y cierre retardado) me hubiera podido parecer una celda. En aquellas circunstancias era de lo más acogedor. Apilé nuestras maletas en un rincón y las usé como una especie de escritorio, sentado en una esterilla de cañas mientras escribía. El ventanuco alto dejaba entrar una cuña de luz solar.

También dejaba entrar la cara de un niño local, a quien había pillado en dos ocasiones mirándome a escondidas. Cuando se lo mencioné a Ubu Ina asintió, desapareció durante unos cuantos minutos y volvió arrastrando al chaval:

—Éste es En —dijo ella, prácticamente tirando al niño a través de la cortina hacia mí—. En tiene diez años. Es muy listo. Quiere ser médico algún día. También es mi sobrino. Desafortunadamente, su curiosidad se sobrepone a su sensatez. Trepó a lo alto del contenedor de basuras para ver que tenía escondido en mi trastero. Imperdonable. Discúlpate ante mi invitado, En.

En agachó la cabeza tan drásticamente que temí que sus enormes gafas salieran volando de la punta de su nariz. Murmuró algo.

—En inglés —dijo Ina.

¡Lo siento!

—Poco elegante pero directo al grano. ¿Hay algo que pueda hacer por usted, Pak Tyler, como compensación por su mal comportamiento?

En estaba claramente pillado, así que intenté que se librara de la bronca.

—Aparte de respetar mi intimidad, nada.

—Desde luego que respetará su intimidad de ahora en adelante… ¿no es así, En? —En se encogió y asintió—. Sin embargo, yo sí tengo un trabajo para él. En viene a la clínica casi todos los días. Si no estoy ocupada, le muestro unas pocas cosas. La lámina anatómica. El papel tornasol que cambia de color en vinagre. En afirma que me está agradecido por esos favores. —Los asentimientos de En adquirieron un fervor casi espasmódico—. Así que a cambio, y como compensación por su grosera falta de budi común, En se convertirá en el centinela de la clínica. ¿Sabes lo que significa eso?

En dejó de asentir con la cabeza y puso cara de preocupación.

—Significa —dijo Ibu Ina— que a partir de ahora harás buen uso de tu vigilancia y curiosidad. Si alguien llega a la aldea preguntando por la clínica, alguien de la capital, quiero decir, especialmente si parecen o actúan como policías, entonces vendrás corriendo inmediatamente a contármelo.

—¿Aunque esté en la escuela?

—Dudo que los Nuevos Reformasi vayan a darte problemas en la escuela. Cuando estés en la escuela, presta atención a tus lecciones. El resto del tiempo, cuando estés en la calle, en el xvarung, lo que sea, si ves u oyes algo relacionado conmigo, con la clínica o con Pak Tyler (al que no debes mencionar), ven a la clínica enseguida. ¿Comprendido?

—Sí —dijo En, y murmuró algo más que no pude oír.

—No —dijo Ina al instante—, no habrá ninguna paga, ¡vaya una pregunta! Aunque, si me siento complacida, puede que haya favores. Y ahora mismo no me siento complacida en absoluto.

En se escabulló a toda velocidad, su camiseta varias tallas mayor que la suya ondeaba como una estela.

Hacia el anochecer comenzó a llover, una lluvia densa y tropical que duró días, durante los cuales escribí, dormí, comí, caminé y soporté.


Ibu Ina usó la esponja en mi cuerpo durante la oscuridad de una noche lluviosa, desprendiendo grandes cantidades de piel muerta.

—Cuénteme algo de lo que recuerda de ellos —dijo—. Cuénteme cómo fue crecer con Diane y Jason Lawton.

Pensé en ello. O más bien, me sumergí de cabeza en el estanque cada vez más turbio de mi memoria en busca de algo que ofrecerle, algo que fuera cierto y emblemático. No pesqué exactamente lo que quería, pero algo flotó hasta la superficie: un cielo estrellado, un árbol. El árbol era un álamo plateado, oscuramente misterioso.

—Una vez nos fuimos de acampada —dije—. Eso fue antes del Spin, pero no mucho antes.

La sensación de desprenderme de la piel muerta era buena, al menos al principio, pero la dermis que quedaba al descubierto era sensible, reciente. El primer pase de la esponja era una caricia, el segundo era como yodo sobre un corte hecho con una hoja de papel.

—¿Los tres? ¿No eran demasiado jóvenes para eso, para una excursión de acampada, quiero decir, tal y como se entienden esas cosas de donde viene? ¿ O iban con sus padres?

—Sin nuestros padres. E. D. y Carol se iban de vacaciones una vez al año, a un complejo turístico o de crucero, preferiblemente sin niños.

—¿Y su madre?

—Prefería quedarse en casa. Fue una pareja que vivía en la misma calle la que nos llevó a las Adirondacks junto con sus propios hijos, adolescentes que no querían saber nada de nosotros.

—Entonces, ¿por qué…? Oh, supongo que el padre querría congraciarse con E. D. Lawton, ¿para pedirle un favor, quizá?

—Algo así. No pregunté. Ni Jason tampoco. Puede que Diane lo supiera… ella prestaba atención a ese tipo de cosas.

—No tiene importancia. ¿Fueron a un camping en las montañas? Túmbese de lado, por favor.

—El tipo de camping que tiene aparcamiento. No era exactamente naturaleza prístina. Pero era un fin de semana de septiembre y teníamos el lugar para nosotros solos. Plantamos las tiendas e hicimos una hoguera. Los adultos… —recordé su nombre—. Los Fitch cantaban canciones y nos hacían cantar los estribillos. Debían tener grandes recuerdos de sus campamentos de verano. Era bastante deprimente, la verdad. Los Fitch adolescentes odiaban todo el asunto y se escondían en su tienda a escuchar música con auriculares. Los Fitch adultos al fin se dieron por vencidos y se fueron a la cama.

—Y dejaron a los tres niños sentados alrededor de la hoguera. ¿Era una noche despejada o una lluviosa, como ésta?

—Una clara noche de otoño, muy diferente de esta, con sus coros de ranas y el tableteo de las gotas contra el techo. No había luna pero sí abundancia de estrellas. No era templada pero tampoco hacía frío de verdad, aunque habíamos subido algo a las montañas. Hacía viento. Tanto viento que se podía oír a los árboles hablando entre sí.

La sonrisa de Ina se ensanchó.

—¿Los árboles hablando entre sí? Sí, conozco ese sonido. Ahora a la izquierda, por favor.

—El viaje había sido tedioso pero ahora que sólo estábamos los tres empezábamos a sentirnos bien. Jase sacó un linterna y nos apartamos unos metros del fuego, caminamos hasta un espacio abierto en una alameda, lejos de los coches, de las tiendas y de la gente, donde el terreno descendía hacia el oeste. Jason nos mostró la luz zodiacal que se alzaba en el cielo.

—¿Qué es la luz zodiacal?

—Luz solar que se refleja en granos de hielo en el cinturón de asteroides. A veces se puede ver en noches muy claras y oscuras. —O se podía, antes del Spin. ¿Seguía habiendo luz zodiacal o la presión solar había barrido el hielo?—. Salía del horizonte como el aliento en invierno, algo lejano, delicado.

Diane estaba fascinada. Escuchó la explicación de Jason, y eso era cuando las explicaciones de Jason todavía la fascinaban, todavía no las había dejado atrás al crecer. Amaba su inteligencia, le amaba por su inteligencia…

—¿Como el propio padre de Jason, quizá? Boca abajo, por favor.

—Pero no de esa forma posesiva. Era puro encantamiento que la dejaba patidifusa.

—Perdón, ¿patidifusa?

—Con los ojos abiertos como platos. Entonces el viento empezó a arreciar y Jason encendió la linterna y la apuntó a los álamos para que Diane pudiera ver la forma en que se movían las ramas. —Con esas palabras me sobrevino un vivido recuerdo de Diane con un suéter de punto al menos una talla demasiado grande para ella, con las manos perdidas en la lana, con los brazos entrecruzados, la cara alzada hacia el haz de luz y sus ojos que reflejaban esa misma luz en lunas solemnes—. Le mostró la forma en que las ramas más grandes se agitaban como a cámara lenta y las más pequeñas más rápido. Eso se debía a que cada rama y ramita tenían lo que Jason llamaba frecuencia resonante. Y podías pensar en esas frecuencias resonantes como notas musicales, dijo. El movimiento del árbol por el viento era en realidad una especie de música en un tono demasiado bajo para el oído humano, el tronco del árbol cantaba una nota de bajo, las ramas cantaban en tenor y las ramitas tocaban el flautín. O, dijo Jason, podías pensar en ello en términos de números puros, cada resonancia, desde el viento mismo hasta el temblor de una hoja, haciendo un cálculo dentro de un cálculo dentro de un cálculo.

—Lo describe de manera muy hermosa.

—Ni la mitad de hermosa que como lo describió Jason. Era como si estuviera enamorado del mundo, o al menos de los patrones que había en él. La música que contenía. Ay.

—Lo siento. ¿Y Diane amaba a Jason?

—Amaba la idea de ser su hermana. Estaba orgullosa de él.

—¿Y usted amaba la idea de ser su amigo?

—Supongo que sí.

—Y amaba a Diane.

—Y ella a usted.

—Quizá. Eso quería yo.

—Entonces, si me permite la pregunta, ¿qué fue mal?

—¿Qué le hace pensar que algo fue mal?

—Todavía se aman, eso es obvio. El uno al otro. Pero no como un hombre y una mujer que hayan estado juntos durante muchos años. Algo debió separarlos. Discúlpeme, ha sido muy impertinente por mi parte.

Sí, algo nos había separado. Muchas cosas. La más obvia, supongo, era el Spin. Diane sentía un terror particular por el Spin, por razones que nunca entendí del todo; como si el Spin fuera un desafío y un reproche a todo aquello que la hacía sentirse segura. ¿Qué le hacía sentirse segura? El ordenado progreso de la vida; amigos, familia, trabajo… una especie de sensatez fundamental de las cosas, que en la Gran Casa de E. D. y Carol Lawton ya debió parecerle frágil, más deseado que real.

La Gran Casa la había traicionado y al final incluso Jason la había traicionado a ella: las ideas científicas que él le presentaba como regalos, que una vez le parecieron tan tranquilizadoras, los acogedores acordes mayores de Newton y Euclides, se volvieron extraños y más ajenos: la longitud de Plank (por debajo de la cual las cosas ya no se comportaban como cosas); agujeros negros, sellados por su propia densidad imponderable en un reino más allá de la causa y el efecto; un universo que no sólo se expandía sino que aceleraba hacia su propio fin. Una vez me contó, cuando San Agustín todavía estaba vivo, que cuando ponía su mano sobre el pelaje del perro podía sentir su calor y su vitalidad… no contar los latidos de su corazón, ni reflexionar sobre los vastos espacios entre los núcleos y los electrones que constituían su ser físico. Diane quería que San Agustín fuera él mismo y que fuera entero, no la suma de sus aterradoras partes, no un fugaz epifenómeno evolutivo en la vida de una estrella moribunda. Había demasiada escasez de amor y afecto en su vida y cada instante de ella tenía que ser contado y guardado en el cielo, aprovisionado contra el invierno del universo.

El Spin, cuando llegó, debió parecerle una monstruosa reivindicación de la visión que su hermano tenía del mundo, más aún debido a la obsesión de Jason con el fenómeno. Claramente, había vida inteligente en la galaxia; y era igual de obvio que no era como nosotros. Era inmensamente poderosa, aterradoramente paciente y completamente indiferente al terror que había infligido al mundo. Al intentar imaginar a los Hipotéticos uno podía tener la imagen mental de unos robots hiperinteligentes o inescrutables seres de energía; pero jamás el toque de una mano, un beso, una cama calentita o un mundo que consuela.

Así que odiaba al Spin de una forma profundamente personal, y creo que fue ese odio el que al final la llevó a Simon Townsend y al movimiento NR. En la teología del NR el Spin se convirtió en un acontecimiento sagrado pero también en algo subordinado: era grande, pero no tan grande como el Dios de Abraham; era conmovedor, pero no tan conmovedor como un Salvador crucificado, un sepulcro vacío.

Le conté algo de eso a Ina.

—Por supuesto —dijo ella—, no soy cristiana. Ni siquiera soy lo suficientemente islámica para satisfacer a las autoridades locales. Corrompida por el occidente ateo. Ésa soy yo. Pero incluso en el Islam hubo movimientos así. La gente balbucía cosas sobre el imán Mehdi y Ad-Dajjal,[12] sobre Yajuj y Majuj bebiéndose el mar de Galilea. Porque creían que así tenía más sentido. Ya está. He terminado. —Acababa de rasparme las plantas de los pies—. ¿Siempre ha sabido todas esas cosas sobre Diane?

¿Saber en qué sentido? Sentido, sospechado, intuido… ¿pero sabido? No. No podía afirmarlo.

—Entonces quizá la droga marciana está cumpliendo con sus expectativas —dijo Ina mientras salía con su balde de acero inoxidable lleno de agua templada y su surtido de esponjas, dejándome con algo que pensar en la oscuridad de la noche.


Había tres puertas que salían de la clínica de Ibu Ina. Una vez me enseñó el sitio, después de que su último paciente se hubiera marchado con un dedo astillado.

—Esto es lo que he construido con mi vida —dijo—. Poca cosa, puede que crea. Pero la gente de esta aldea necesitaba algo entre aquí y el hospital de Padang… que está bastante lejos, especialmente si uno tiene que viajar en autobús o las carreteras no son de fiar.

Una puerta era la principal, por donde entraban y salían sus pacientes.

Otra era la puerta trasera, reforzada con metal y resistente. Ina aparcaba su pequeño coche eléctrico en el aparcamiento de tierra compactada detrás de la clínica cuando llegaba por la mañana y la cerraba con llave cuando se marchaba por la noche. Estaba al lado de la habitación donde vivía yo y había aprendido a reconocer el sonido de las llaves tintineando en la cerradura no mucho después de la primera llamada a la oración de la mezquita de la aldea situada a medio kilómetro de allí.

La tercera puerta era una puerta lateral, al fondo de un pequeño pasillo que también albergaba el baño y una hilera de armarios de suministros. Por esa puerta recogía las entregas y era la ruta por la que En prefería entrar y salir.

En era exactamente como Ina lo había descrito: tímido pero brillante, suficientemente inteligente para obtener el título de médico en el que había puesto sus esperanzas. Sus padres no eran ricos, dijo Ina, pero si obtenía una beca, hacía los cursos previos en la Universidad de Padang, si sobresalía, si encontraba una manera de pagar un título universitario…

—Entonces, ¿quién sabe? Puede que la aldea tenga otro doctor. Así fue como lo hice yo.

—¿Cree que volvería para ejercer aquí?

—Puede que sí. Nos vamos, volvemos.

Se encogió de hombros, como si ése fuera el orden natural de las cosas. Y para los minang, lo era: el rantau, la tradición de enviar a los hombres jóvenes fuera de sus hogares, era parte del sistema del adat, costumbre y obligación. El adat, como el Islam conservador, había sido corroído por los últimos treinta años de modernización, pero seguía latiendo bajo la superficie de la vida minang como un corazón.

En había sido advertido de que no me molestara, pero poco a poco me perdió el miedo. Con el permiso expreso de Ibu Ina, cuando yo estaba entre ataques de fiebre, En venía a mejorar su vocabulario inglés trayéndome alimentos y diciendo sus nombres: silomak, arroz glutinoso; singgam ayam, pollo al curry. Cuando yo decía «Gracias», En solía gritar «¡De nada!» y sonreír, mostrando una dentadura brillante pero extremadamente irregular: Ina intentaba convencer a sus padres de que le pusieran brackets.

Ina compartía una casita en la aldea con algunos parientes, aunque últimamente había estado quedándose a dormir en una habitación de consulta de la clínica, un espacio que no debía ser más confortable que mi adusta celda. Algunas noches, sin embargo, los deberes familiares requerían que se fuera; esas noches solía anotar mi temperatura y estado, aprovisionarme con comida y agua y dejarme un busca por si había una emergencia. Y entonces me quedaba solo hasta que su llave giraba en la cerradura a la mañana siguiente.

Pero una noche desperté de un sueño frenético y laberíntico con el sonido de la puerta lateral estremeciéndose mientras alguien giraba el pomo intentando entrar. No era Ina. Puerta equivocada, hora equivocada. Era medianoche según mi reloj, justo al comienzo de la parte más profunda de la noche; todavía habría unos cuantos aldeanos en los warungs locales, coches circulando por la carretera principal, camiones intentando llegar a algún distante desa por la mañana. Quizá fuera un paciente que esperaba que la doctora todavía estuviera allí. O un adicto buscando drogas.

El giro del pomo cesó.

En silencio, me levanté y me puse unos vaqueros y una camisa. La clínica estaba a oscuras, mi celda estaba a oscuras. La única luz era la luna que entraba por el ventanuco… que fue eclipsada repentinamente.

Alcé la vista y vi el contorno de la cabeza de En como un planeta suspendido.

—¡Pak Tyler! —susurró.

—¡En! Me has asustado. —De hecho la conmoción había dejado sin fuerzas mis piernas. Tenía que apoyarme en la pared para permanecer de pie.

—¡Déjeme entrar! —dijo En.

Así que fui descalzo hasta la puerta lateral y descorrí el pestillo. La brisa que entró era cálida y húmeda. En entró corriendo después de la brisa.

—¡Déjame hablar con Ibu Ina!

—No está aquí. ¿Qué pasa, En?

Estaba profundamente desconcertado. Subió las gafas al puente de la nariz.

—¡Pero necesito hablar con ella!

—Esta noche está en casa. ¿Sabes dónde vive?

En asintió con ademán infeliz.

—Pero dijo que viniera aquí y se lo contara.

—¿Qué? Quiero decir, ¿cuándo dijo eso?

—Si un desconocido pregunta por la clínica, tengo que venir aquí y decírselo.

—Pero ella no está… —Entonces las implicaciones de lo que acababa de decir penetraron la bruma de mi fiebre incipiente. — En, ¿alguien en el pueblo ha estado preguntado sobre Ibu Ina?

Le sonsaqué la historia. En vivía con su familia en una casa detrás de un warung (puesto de comidas) en el corazón de la aldea, a sólo tres puertas del despacho del alcalde, el kepala desa. En, las noches que no podía dormir, era capaz de escuchar el murmullo de las conversaciones de los clientes del warung desde su cuarto. Así había adquirido un acervo enciclopédico, aunque pobremente entendido, de cotilleos de la aldea. Después de que anocheciera normalmente eran los hombres los que se quedaban sentados bebiendo café, el padre de En, sus tíos y unos cuantos vecinos. Pero esa noche hubo dos desconocidos que llegaron en un gran coche negro y se acercaron a las luces del warung. Osados como búfalos de agua y sin presentarse, preguntaron cómo encontrar la clínica local. Ninguno de los dos estaba enfermo. Llevaban ropas de ciudad, sus modales eran groseros y tenían pinta de policías, así que las direcciones que recibieron del padre de En eran vagas e imprecisas, y los enviarían exactamente en la dirección equivocada.

Pero buscaban la clínica de Ina e inevitablemente terminarían por encontrarla; en una aldea de este tamaño, el ir desencaminado en el mejor de los casos sólo suponía un retraso. Así que En se había escabullido de su casa sin ser visto y se había encaminado a la clínica, según las órdenes recibidas, para cumplir su parte del trato con Ibu Ina y advertirla del peligro.

—Bien hecho —le dije—. Buen trabajo, En. Ahora tienes que ir a la casa donde vive y cuéntale todo eso.

Y mientras tanto, reuniría mis posesiones y saldría de la clínica. Me imaginé que podría esconderme en los campos de arroz adyacentes hasta que se hubieran marchado. Me sentía con fuerzas suficientes para eso. Probablemente.

Pero En se cruzó de brazos y se apartó de mí.

—Me dijo que la esperara aquí.

—Cierto. Pero no volverá hasta la mañana.

—Duerme aquí la mayoría de las noches. —Estiró el cuello, intentando ver el oscuro pasillo a mi espalda como si Ina pudiera salir de repente de la sala de consulta para darle la razón.

—Sí, pero esta noche no. De verdad. En, puede que haya peligro. Esa gente puede ser enemiga de Ibu Ina, ¿entiendes?

Pero estaba preso de una feroz cabezonería innata. Aunque nos tratábamos amistosamente, En seguía desconfiando de mí. Tembló un instante, con los ojos abiertos como un lémur, y luego salió disparado por mi lado hacia el interior de la clínica gritando «¡Ina! ¡Ina!»

Fui tras él, encendiendo las luces según recorría la clínica.

Al mismo tiempo intentaba pensar coherentemente. Los tipos groseros que buscaban la clínica podían ser Nuevos Reformasi de Padang, o policías locales, o puede que trabajaran para la Interpol o el Departamento de Estado o cualquier otra agencia que la administración Chaykin usara como martillo.

Y si estaba allí buscándome, ¿quería decir que habían encontrado e interrogado al ex marido de Ina, Jala? ¿Significaba que ya habían arrestado a Diane?

En entró a trompicones en una sala de consulta a oscuras. Su frente colisionó con una camilla de examen y se cayó de culo. Cuando llegué a él, estaba llorando sin emitir un solo sonido, asustado, las lágrimas le corrían por las mejillas. El verdugón que tenía encima de la ceja izquierda parecía inflamado, pero no peligroso.

Puse mis manos sobre sus hombros.

—En, no está aquí. De verdad. De verdad, de verdad que no está aquí. Y sé con completa seguridad que no querría que te quedaras aquí a oscuras cuando podría suceder algo malo. ¿Verdad que no?

Uh —dijo En, admitiendo mi argumento.

—Así que corre a casa, ¿vale? Te vas a casa y te quedas allí. Yo me ocuparé del problema y los dos veremos a Ibu Ina mañana. ¿Te parece bien?

En intentó cambiar su miedo por una expresión meditativa.

—Creo que sí—dijo, dolorido.

Le ayudé a levantarse.

Pero entonces oí el sonido de la gravilla crujiendo bajo los neumáticos frente a la clínica y ambos nos volvimos a agazapar.


Fuimos corriendo a la sala de recepción, desde donde miré por las persianas de bambú con En detrás de mí, sus manitas enredadas en la tela de mi camisa.

El coche estaba parado bajo la luz de la luna, no reconocí el modelo pero, a juzgar por el brillo oscuro que relumbraba, parecía relativamente nuevo. Hubo un breve resplandor en la oscuridad del interior del vehículo que pudo haber sido un mechero. Luego una luz mucho más brillante, un foco potente que barría el exterior desde la ventanilla del asiento del pasajero. Atravesó las persianas y proyectó sombras ondulantes sobre los carteles de higiene en la pared de enfrente. Agachamos las cabezas. En gimió.

—¿ Pak Tyler? —dijo.

Cerré los ojos y descubrí que me resultaba difícil volver a abrirlos. Detrás de mis párpados vi molinetes y explosiones estelares. La fiebre otra vez. Un pequeño coro de voces interiores repitió: «la fiebre otra vez, la fiebre otra vez». Burlándose de mí.

—¡Pak Tyler!

En el peor momento. («Peor momento, peor momento…»)

—Ve a la puerta, En. A la puerta lateral.

—¡Venga conmigo!

Buen consejo. Volví a comprobar la ventana. El foco se había apagado. Me levanté y conduje a En por el corredor y más allá de los armarios de suministros hacia la puerta lateral, que había dejado abierta. La noche era engañosamente tranquila, engañosamente invitadora; un tramo de tierra apisonada, un campo de arroz; el bosque, palmeras negras a la luz de la luna haciendo oscilar suavemente sus coronas.

La clínica quedaba entre nosotros y el coche.

—Corre directamente hacia el bosque —dije.

—Ya sé el camino…

—Mantente alejado de la carretera. Escóndete si tienes que hacerlo.

—Lo sé. ¡Venga conmigo!

—No puedo —dije, y lo decía en serio, literalmente no podía. En mi presente estado la idea de salir corriendo detrás de un niño de diez años era absurda.

—Pero… —dijo En, y le di un pequeño empujón y le dije que no perdiera el tiempo.

En corrió sin mirar atrás, desapareciendo con una velocidad casi preocupante entre las sombras, silencioso, pequeño, admirable. Le envidié. En el silencio siguiente oí la puerta de un coche que se abría y cerraba.

La luna estaba tres cuartos llena, más rojiza y alejada de lo que solía estar, presentando un rostro diferente al que recordaba de mi niñez. Ya no había Hombre de la luna; y esa oscura cicatriz ovoide sobre la superficie lunar, ese mare antiquísimo pero reciente, que fue el resultado de un impacto masivo que fundió el regolito desde el polo al ecuador y que ralentizó la espiral gradual que alejaba a la luna de la Tierra.

Detrás de mí, oí a los policías (supuse que dos de ellos) dando golpes a la puerta, anunciándose groseramente, intentando abrir la puerta a la fuerza.

Pensé en salir corriendo. Creía que podía correr, no tan bien como En, pero sí algo, hasta el campo de arroz. Y luego esconderme allí, y esperar que ocurriera lo mejor.

Pero entonces pensé en el equipaje que había dejado en el trastero de Ina. Equipaje que no contenía sólo ropa, sino agendas electrónicas y discos, pequeños fragmentos de memoria digital y comprometedoras ampollas de líquido claro.

Volví al interior. Dentro, pasé el pestillo de la puerta. Caminaba descalzo y alerta, atento a los sonidos de los policías. Puede que estuvieran rodeando el edificio o que lo intentaran de nuevo con la puerta principal. La fiebre regresaba con rapidez, sin embargo, y oía muchas cosas, de las cuales sólo unas pocas era probable que fueran ruidos reales.

De vuelta a la habitación oculta de Ina la luz seguía apagada. Me guié por el tacto y la luz de la luna. Abrí una de las dos maletas rígidas y metí un fajo de páginas manuscritas, la cerré, la aseguré, la levanté y me tambaleé. Entonces cogí la segunda maleta como lastre de estribor y descubrí que apenas podía caminar.

Casi tropecé con un pequeño objeto de plástico que reconocía como el busca de Ina. Me paré, deposité el equipaje en el suelo, cogí el busca y me lo metí en el bolsillo de mi camisa. Entonces respiré profundamente un par de veces y volví a levantar las maletas; misteriosamente, parecía que se habían vuelto aún más pesadas. Intenté decirme a mí mismo: «Puedes hacerlo», pero las palabras eran banales y poco convincentes y me resonaron en la cabeza como si mi cráneo se hubiera expandido hasta tener el tamaño de una catedral.

Oí ruidos procedentes de la puerta trasera, la que Ina mantenía cerrada con un candado exterior: chasquidos metálicos y el gemido del pestillo, posiblemente una palanca insertada entre los cierres de la cerradura y tiraban. Pronto, inevitablemente, la cerradura cedería y los hombres del coche entrarían en la clínica.

Me tambaleé hasta la tercera puerta, la puerta de En, descorrí el pestillo y la abrí con la esperanza ciega de que no hubiera nadie fuera. No había nadie. Ambos intrusos (si sólo había dos de ellos) estaban en la parte de atrás. Susurraban entre sí mientras intentaban forzar la cerradura, sus voces eran débilmente audibles por encima de los coros de ranas y el ruido del viento.

No estaba seguro de poder llegar al escondite del campo de arroz sin que me vieran. Peor aún, no estaba seguro de poder llegar sin caerme.

Pero entonces me llegó un estrépito persuasivo cuando el candado se separó de la puerta. El pistoletazo de salida, pensé. Puedes hacerlo, pensé. Recogí mi equipaje y me tambaleé descalzo en la noche estrellada.

—¿Has visto esto?

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