Así que pasé unos pocos días en un hospital del área de Miami, recuperándome de heridas leves, describiendo los acontecimientos a los investigadores federales, e intentando hacerme a la idea de que Wun había muerto. Fue durante este período cuando decidí dejar Perihelio y abrir una consulta privada propia.
Pero también decidí no anunciar mis intenciones hasta después del lanzamiento de los replicadores. No quería perturbar a Jason en un momento crítico.
En comparación con el esfuerzo de terraformación de los años anteriores, el lanzamiento de los replicadores fue anticlimático. Sus resultados serían, si es que los había, más grandiosos y más sutiles; pero su eficiencia, apenas un puñado de cohetes sin ninguna sincronización milimétrica requerida, no era ningún espectáculo dramático.
El presidente Lomax llevaba el asunto como una empresa puramente norteamericana. En un gesto que había enfurecido a la UE, a los rusos, a los chinos y a los hindúes, Lomax se había negado a compartir la tecnología de replicadores más allá de los círculos de obligado conocimiento en la NASA y Perihelio, y había borrado todas las páginas relevantes en la edición pública de los archivos marcianos. Los «microbios artificiales» (en la jerga de Lomax) eran una tecnología de «alto riesgo». Podían ser «militarizados». (Eso era cierto, como el propio Wun había admitido.) Los Estados Unidos, por tanto, se veían obligados a asumir el «control preventivo» para prevenir «la proliferación nanotecnológica y una nueva y mortífera carrera armamentística».
La Unión Europea había puesto el grito en el cielo y la ONU estaba reuniendo un comité de investigación, pero en un mundo en el que las guerras a pequeña escala asolaban cuatro continentes, los argumentos de Lomax tenían un peso considerable. (Aunque, como Wun hubiera replicado, los marcianos habían vivido con éxito con la misma tecnología durante cientos de años… y los marcianos no eran ni más ni menos humanos que sus antepasados terrestres.)
Por todas esas razones, los lanzamientos a finales de verano atrajeron a un público mínimo y una presencia de los medios casi improvisada. Wun Ngo Wen estaba muerto, después de todo, y los servicios de noticias se habían extenuado cubriendo su muerte. Ahora, los cuatro cohetes pesados Delta dispuestos en sus rampas marítimas parecían poco más que un pie de página a su servicio funerario, o peor, una reposición: los lanzadores de semillas reconfigurados para una edad de menores expectativas.
Pero aunque fuera un espectáculo menor, seguía siendo un espectáculo. Lomax acudió en avión a la ocasión y E. D. Lawton había aceptado una invitación de cortesía, y para ese entonces estaba dispuesto a jurar que se comportaría bien en público. Y así, la mañana del día señalado, fui con Jason a una de las gradas para VIP en la costa este de Cape Cod.
Mirábamos al mar. Las viejas plataformas, todavía funcionales pero un poco oxidadas por el agua salada, habían sido construidas para lanzar los transportes pesados de la era de la siembra. Los nuevos Deltas quedaban empequeñecidos en ellas. No es que pudiéramos ver muchos detalles en la distancia, sólo cuatro columnas blancas en los límites del neblinoso océano, más los apoyos móviles de las otras plataformas que no se usarían, los pontones articulados, los transportes y otros vehículos, anclados a una distancia de seguridad. Era una despejada y cálida mañana de verano. El viento era racheado, no lo suficientemente fuerte para abortar el lanzamiento pero sí para hacer restallar secamente la bandera y alborotar el pelo impecable del presidente Lomax mientras subía al estrado para dirigirse a los dignatarios y la prensa allí reunidos.
Dio un discurso afortunadamente breve. Citó el legado de Wun Ngo Wen y su fe en que la red de replicadores que estaba a punto de ser plantada en los helados confines del sistema solar pronto nos iluminaría sobre la naturaleza y el propósito del Spin. Dijo unas cuantas cosas osadas sobre la humanidad dejando su marca en el cosmos. («Querrá decir en la galaxia —susurró Jason—, no el cosmos. Y… ¿dejar nuestra marca? ¿Como un perro que se mea en una boca de incendio?») Entonces Lomax citó unos versos de un poeta ruso del siglo diecinueve llamado F. I. Tiutchev, que no podía haberse ni imaginado el Spin pero que escribía como si lo hubiera visto:
El mundo exterior se ha desvanecido como una visión y el hombre, huérfano desarraigado, tiene que enfrentarse indefenso, desnudo y solo a la negrura del espacio inconmensurable. Toda luz y toda vida parecen un sueño lejano, mientras en la substancia de la noche, desenmarañada y ajena, ahora percibe algo fatídico a su diestra.
Entonces Lomax abandonó el escenario, y tras el prosaico asunto de una cuenta atrás, el primero de los cohetes se alzó sobre su columna de fuego con la intención de desenmarañar el cosmos detrás del cielo. Algo fatídico. Nuestro por derecho.
Mientras todos los presentes alzaban la vista, Jason cerró los ojos y entrelazó las manos sobre su regazo.
A continuación nos dirigimos a una sala de recepciones con el resto de los invitados, nos quedaba una rueda de prensa pendiente. (Jason tenía programados veinte minutos de entrevista con una cadena de televisión por cable. Yo tenía diez. Era «el médico que intentó salvar la vida de Wun Ngo Wen», aunque todo lo que había hecho era apagar su bota ardiendo y arrastrar su cuerpo fuera de la línea de fuego cuando cayó. Una comprobación rápida de vías respiratorias, respiración y circulación dejó claro que no podía ayudarle y que lo mejor que podía hacer era mantener la cabeza gacha hasta que llegara la ayuda.
Que era lo que le contaba a los periodistas, hasta que aprendieron a dejar de preguntarlo.
El presidente Lomax atravesó la sala estrechando manos antes de desvanecerse de nuevo, escoltado por su personal. Entonces E. D. nos acorraló a Jason y a mí en la mesa del bufete.
—Supongo que has conseguido lo que querías —dijo. El comentario iba dirigido a Jason pero lo dijo mirándome a mí—. Ahora ya no se puede deshacer.
—En ese caso —dijo Jason—, a lo mejor no merece la pena discutir por eso.
Wun y yo habíamos acordado mantener a Jason bajo observación en los meses posteriores a su tratamiento. Se había sometido a una batería de tests neurológicos que incluían otra serie de resonancias magnéticas a escondidas. Ninguna de las pruebas había revelado deficiencia alguna, y los únicos cambios fisiológicos obvios eran los relacionados con su recuperación de la EMA. Completamente sano, en otras palabras. Más sano de lo que nunca imaginé que se pudiera estar.
Pero parecía sutilmente diferente. Le había preguntado a Wun si a todos los Cuartos les sobrevenían cambios psicológicos. «En cierto sentido», me había respondido, «sí». Se esperaba que los Cuartos marcianos se comportaran de forma diferente tras su tratamiento, pero había una cierta sutileza en la expresión «se esperaba»… sí, dijo Wun, «se esperaba» (es decir, se consideraba probable) que un Cuarto cambiara, pero también se «esperaba de él», (se le requería que lo hiciera) por parte de la comunidad de sus iguales.
¿Cómo había cambiado Jason? Se movía de manera diferente, para empezar. Jason había ocultado su EMA con mucho ingenio, pero ahora había una nueva libertad perceptible en su forma de andar y en sus gestos. Era el Hombre de Hojalata, después de una buena dosis de lubricante. Seguía enfurruñándose de vez en cuando, pero sus cambios de humor eran menos violentos. Decía menos tacos; es decir, era menos probable que se viera sumido en uno de esos momentos bajos emocionales en los que el único expletivo válido era «joder». Bromeaba más que antes.
Todas esas cosas sonaban bien. Y lo eran, pero también eran superficiales. Había otros cambios más perturbadores. Se había retirado de la administración diaria de Perihelio hasta tal punto que el personal le daba un informe una vez a la semana y durante el resto le ignoraba. Había empezado a leer los tratados de astrofísica marciana a partir de las traducciones primarias, circunvalando los protocolos de seguridad si no violándolos por completo. El único acontecimiento que consiguió penetrar su recién encontrada calma fue la muerte de Wun, y eso lo había dejado muy afectado y angustiado de forma que no lo entendía del todo.
—Eres consciente —dijo E. D—, de que lo que acabamos de ver es el fin de Perihelio.
Y en cierto sentido muy real así era. Aparte de interpretar la información que recibiéramos de los replicadores, Perihelio como agencia espacial civil estaba acabada. La reducción ya había empezado, y con fuerza. La mitad del personal de apoyo había sido despedido. La gente técnica se marchaba más lentamente, atraída por las universidades o las grandes empresas de contratas.
—Pues que así sea —dijo Jason, haciendo gala de lo que era o bien la ecuanimidad innata de un Cuarto o una hostilidad largo tiempo suprimida hacia su padre—. Hemos hecho el trabajo que teníamos que hacer.
—¿Y te quedas ahí tan pancho y me das tu veredicto así? ¿A mí?
—Creo que es cierto.
—¿Y no importa que me haya pasado la vida construyendo lo que acabas de destruir?
—¿Importar? —Jason reflexionó, como si E. D. le hubiera hecho una pregunta de verdad—. Al final de todo, no, no creo que importe.
—Jesús, ¿qué te ha ocurrido? Si cometes un error de esta magnitud…
—No creo que sea un error.
—… deberías asumir la responsabilidad por ello.
—Creo que ya lo he hecho.
—Porque si fracasa, serás al que culpen.
—Lo entiendo.
—Al que quemarán.
—Si llega el caso.
—No puedo protegerte —dijo E. D. —Nunca has podido —dijo Jason.
Volví a Perihelio con él. En aquellos días Jase conducía un coche alemán de células de energía; un coche poco común, ya que la mayoría de nosotros seguía conduciendo coches de motor de gasolina diseñados por gente que creía que no había un futuro por el que preocuparse. Los trabajadores de la ciudad pasaban zumbando al lado nuestro en los carriles de alta velocidad, apresurándose para poder llegar a casa antes de que oscureciera.
Le dije que quería dejar Perihelio y establecerme con una consulta propia.
Jase se quedó en silencio durante unos instantes, vigilando la carretera, el aire caliente rielaba sobre el asfalto como si el calor hubiera derretido la definición del mundo. Y entonces dijo:
—Pero no tienes por qué, Tyler. Perihelio debería durar unos cuantos años más por su cuenta, y tengo influencia suficiente para mantenerte en nómina. Puedo contratarte a título privado, si es necesario.
—Ése es el meollo de la cuestión, Jase. No es necesario. Siempre me sentí un poco infraempleado en Perihelio.
—¿Quieres decir que te aburres?
—Sería agradable sentirme útil, para variar.
—¿No te sientes útil? Si no fuera por ti, estaría en una silla de ruedas.
—No fui yo. Fue Wun. Todo lo que hice fue inyectarte el tratamiento.
—De eso nada. Me cuidaste durante mi agonía. Y eso es algo que aprecio. Además… necesito alguien con quien hablar, alguien que no esté intentando comprarme o venderme a mis espaldas.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvimos una conversación de verdad?
—Sólo porque haya capeado una crisis médica no significa que no vaya a haber otra.
—Eres un Cuarto, Jase. No tendrás necesidad de ver a un médico hasta dentro de otros cincuenta años.
—Y las únicas personas que saben eso de mí son Carol y tú. Lo que es otra razón por la que no quiero que te vayas. —Titubeó—. ¿Por qué no te sometes tú al tratamiento? Date otros cincuenta años, como mínimo.
Supongo que podía. Pero cincuenta años más nos enterrarían profundamente en la heliosfera del sol en expansión. Sería un gesto fútil.
Preferiría ser útil ahora mismo.
—¿Estás completamente decidido a marcharte?
—E. D. me hubiera dicho quédate. E. D. hubiera dicho que tu trabajo es cuidar de Jason.
E. D. hubiera dicho muchas cosas.
—Completamente, sí.
Jason aferró el volante y se quedó contemplando la carretera como si viera allí algo infinitamente triste.
—Bueno —dijo—. Entonces todo lo que puedo hacer es desearte suerte.
El día que me fui de Perihelio el personal auxiliar me convocó a una de las salas de juntas que ahora veían poco uso para una fiesta de despedida, donde me dieron el tipo de regalos apropiados a una empresa en desaparición: un cactus en miniatura en una maceta de terracota, una taza de café con mi nombre, un alfiler de corbata de peltre con la forma de un caduceo.
Jason apareció en mi puerta esa noche con un regalo más problemático.
Era una caja de cartón atada con cordel. Contenía, cuando la abrí, cerca de medio kilo de documentos impresos en letra pequeña y seis discos ópticos sin etiquetar.
—¿Jase?
—Información médica —dijo—. Puedes considerarlo un libro de texto.
—¿Qué tipo de información médica?
Sonrió.
—De los archivos.
—¿De los archivos marcianos?
—Sí, técnicamente sí. Pero Lomax convertiría en secreto de Estado el número de teléfono 911 si creyera que se podría salir con la suya. Aquí hay información que podría arruinar a Pfizer y Eli Lilly. Pero a mí no me parece un asunto de seguridad nacional preocupante. ¿Y a ti?
—No, pero…
—Ni tampoco creo que Wun hubiera querido que se mantuviera en secreto. Así que he estado repartiendo trocitos de los archivos en silencio, de aquí y allá, entre la gente en la que confío. No tienes que hacer nada con ello. Puedes mirarlo, ignorarlo, archivarlo… lo que quieras.
—Genial. Gracias, Jase. Un regalo por el que me podrían arrestar.
Su sonrisa se ensanchó.
—Sé que harás lo correcto.
—Sea lo que sea eso.
—Ya lo sabrás. Tengo fe en ti, Tyler. Desde el tratamiento…
—¿Qué?
—Parece que veo las cosas con más claridad —dijo.
No me lo explicó, y al final metí la caja en mi maleta como una especie de suvenir. Estuve tentado de escribir recuerdos en ella.
La tecnología de replicadores era lenta incluso comparada con la terraformación de un planeta muerto. Pasaron dos años antes de que tuviéramos algo parecido a una respuesta por parte de las cargas que habíamos esparcido entre los planetesimales en los confines del sistema solar.
Los replicadores estaban muy ocupados ahí fuera, sin embargo, apenas afectados por la gravedad del sol, haciendo aquello para lo que estaban diseñados: reproducirse milímetro a milímetro y siglo a siglo, siguiendo instrucciones escritas en su equivalente superconductor del ADN. Con tiempo y un suministro adecuado de hielo y elementos carbonosos acabarían por llamar a casa. Pero los primeros satélites detectores que se pusieron en órbita más allá de la membrana del Spin regresaron a la Tierra sin haber registrado ninguna señal.
Durante esos dos años me las arreglé para conseguir un socio (Herbert Hakkim, un afable médico de origen bengalí que había terminado su período de interno el mismo año en que Wun visitó el Gran Cañón), y conseguimos el traspaso de una consulta de San Diego de un médico de medicina general que se jubilaba. Hakkim era franco y amistoso con sus pacientes pero no tenía una verdadera vida social y parecía que lo prefería así: rara vez nos reuníamos fuera del horario de trabajo, y creo que la pregunta más personal que me hizo nunca fue que por qué llevaba dos teléfonos móviles encima.
(Uno, por las razones normales y corrientes; el otro, porque el número que tenía asignado era el último que le había dado a Diane. No sonó nunca. Ni tampoco yo intenté volver a contactar con ella. Pero si desactivaba el número, ella no tendría forma de volver a ponerse en contacto conmigo, y eso me parecía… bueno, me parecía que estaba mal.)
Me gustaba mi trabajo, y en general me gustaban mis pacientes. Vi más heridas de arma de fuego de las que jamás hubiera esperado, pero ésos eran los años duros del Spin; la curva nacional de homicidios y suicidios había empezado a dispararse hacia la vertical. Eran años en los que parecía que todo el que tuviera menos de treinta años vestía de uniforme: de las fuerzas armadas, de la Guardia Nacional, de Homeland Security, de fuerzas privadas de seguridad, e incluso de los scouts y guías domésticos para los productos intimidados de una tasa de natalidad decreciente. Años en los que Hollywood empezó a producir como rosquillas películas ultraviolentas o ultrarreligiosas en las que, sin embargo, el Spin nunca era mencionado explícitamente; el Spin, como el sexo y las palabras para describirlo, habían sido desterradas del «discurso de los medios de entretenimiento» por el Concejo Cultural de Lomax y la Comisión Federal de Comunicaciones.
Ésos también fueron los años en los que la administración impuso una nueva batería de leyes destinadas a purgar los archivos marcianos. Los archivos de Wun, según el presidente y sus aliados en el congreso, contenían conocimientos intrínsecamente peligrosos que tenían que ser editados y asegurados. Exponerlos al público hubiera sido como «publicar los planos de una bomba atómica de bolsillo en internet». Incluso el material antropológico fue censurado: en la versión publicada, un Cuarto era definido como un «anciano venerable». Ninguna mención de la longevidad médicamente obtenida.
Pero ¿quién necesitaba o quería longevidad? El fin del mundo estaba más cerca cada día.
Las fluctuaciones eran la prueba, si es que alguien necesitaba pruebas.
Hacía medio año que habían llegado los primeros resultados positivos del proyecto de replicadores, cuando comenzaron las fluctuaciones.
Oí la mayor parte de las novedades sobre los replicadores de boca de Jase unos días antes de que se hicieran públicas en los medios. En sí, no eran nada espectacular. Un satélite de la NASA/Perihelio había captado una débil señal procedente de un cuerpo bien conocido en la Nube de Oort mucho más allá de la órbita de Plutón: un pitido periódico sin codificar que era el sonido de una colonia de replicadores a punto de completar su ciclo (llegando a la madurez, se podía decir).
Algo que parece trivial hasta que no se consideran las implicaciones.
Las células durmientes de una tecnología completamente nueva creada por el hombre se habían posado en un trozo de hielo sucio en el espacio profundo. Esas células habían empezado entonces una forma agónicamente lenta de metabolismo, que absorbía el escasísimo calor procedente del lejano sol, lo usaba para separar unas cuantas moléculas de agua y carbono, y se duplicaban usando los materiales así producidos.
Durante el transcurso de muchísimos años, la colonia creció hasta el tamaño, como mucho, de un cojinete. Un astronauta que hubiera hecho el viaje imposiblemente largo hasta allí y que supiera precisamente dónde mirar la hubiera visto como una ampolla negra sobre el regolito rocoso/helado del planetesimal. Pero la colonia era más eficiente que su antecesor unicelular. Empezó a crecer a un ritmo más rápido y a generar más calor. El diferencial de temperatura entre la colonia y su entorno era de sólo una fracción de grado Kelvin (exceptuando cuando los estallidos reproductivos inyectaban energía latente en el entorno local), pero persistía.
Pasaron muchos milenios (o meses terrestres). Las subrutinas en el sustrato genético de los replicadores se activaron por los gradientes de temperatura locales, modificando el crecimiento de la colonia. Las células empezaron a diferenciarse. Como un embrión humano, la colonia no producía simplemente más células, sino células especializadas, los equivalentes a corazón y pulmones, brazos y piernas. Unos zarcillos se introdujeron en el material poco compacto del planetesimal, minando en busca de moléculas carbonosas.
Al final, chorros microscópicos pero cuidadosamente calculados de vapor empezaron a retardar la rotación del objeto anfitrión (pacientemente, durante siglos), hasta que la cara de la colonia quedó orientada perpetuamente hacia el sol. Ahora comenzó la diferenciación en serio. La colonia extrudió secciones de carbono/carbono y carbono/silicio; hizo crecer filamentos monomoleculares para enlazar esas secciones, subiendo un peldaño en la escalera de la complejidad; esas secciones generaron puntos sensibles a la luz, ojos, y la capacidad para generar y procesar microrráfagas de ruido de radiofrecuencia.
Según pasaron los siglos, la colonia sofisticó y refino esas capacidades hasta que se anunció con un simple trino periódico, el equivalente al sonido que pudiera hacer un gorrión recién nacido. Que fue lo que detectó nuestro satélite.
Los medios de comunicación dieron la historia durante un par de días (con imágenes de archivos de Wun Ngo Wen, su funeral y el lanzamiento) y luego se olvidaron del asunto. Después de todo, ésa sólo era la primera etapa de aquello para lo que fueron diseñados los replicadores.
Simplemente eso. Poco inspirador. A menos que pensaras en ello durante más de treinta segundos.
Era una tecnología con, literalmente, vida propia. Un genio había salido de la botella para bien o para mal.
La fluctuación ocurrió un par de meses después.
La fluctuación fue la primera señal de un cambio o una perturbación en la membrana del Spin… la primera a menos que se tenga en cuenta el acontecimiento que sucedió al ataque chino con misiles a los artefactos polares. Ambos sucesos fueron visibles desde todos los puntos del globo. Pero aparte de ese parecido básico, no se parecieron casi nada.
Tras el ataque con misiles la membrana del Spin pareció temblar y recuperarse, generando imágenes estroboscópicas del cielo en evolución, múltiples lunas y estrellas en giro.
La fluctuación fue diferente.
Lo contemplé desde la terraza de mi apartamento en un barrio residencial. Algunos de los vecinos habían estado en el exterior cuando comenzó la fluctuación. Ahora todo el mundo había salido a las terrazas. Nos apoyamos en los pretiles como estorninos, charlando.
El cielo brillaba.
No con estrellas, sino con hebras infinitesimalmente finas de fuego dorado, crepitando como relámpagos fríos de horizonte a horizonte. Las hebras se movían y mutaban erráticamente; algunas parpadeaban o desaparecían por completo; de vez en cuando otras cobraban vida con un estallido flamígero. Era hipnótico al tiempo que aterrador.
El acontecimiento fue global, no local. En el hemisferio diurno del planeta el fenómeno sólo era ligeramente visible, atenuado por la luz solar u oculto tras las nubes. En Norteamérica, Sudamérica y Europa Occidental el espectáculo del cielo nocturno causó estallidos esporádicos de pánico. Después de todo, llevábamos esperando el fin del mundo desde hacía más años de los que queríamos contar. Parecía una obertura, como mínimo, para el final.
Hubo cientos de suicidios e intentos de suicidio esa noche, más docenas de asesinatos o muertes a manos de personas que querían librar a otras de padecimientos, sólo en la ciudad donde vivía. En todo el mundo la cifra fue incalculablemente mayor. Aparentemente, había muchísima gente como Molly Seagram, que optaron por esquivar el machaconamente predicho final del mundo con océanos hirvientes mediante un par de pastillas letales de esto o lo otro. Y también unas cuantas pastillas más para familiares y amigos. Muchos de ellos eligieron esa salida final tan pronto como se iluminó el cielo. Una salida prematura, según resultó ser.
El espectáculo duró ocho horas. Hacia la mañana siguiente me encontraba en el hospital local, echando una mano en urgencias. Hacia el mediodía había visto siete casos diferentes de intoxicación por monóxido de carbono, gente que se había encerrado intencionadamente en el garaje con el motor del coche en marcha. La mayoría estaban muertos mucho antes de que se les declarara como tales, y los supervivientes tampoco estaban mucho mejor. Personas que de otra manera estarían sanas, que podía haberme cruzado en la frutería, pasarían el resto de sus vidas conectadas a aparatos de respiración asistida, con daños cerebrales irreparables, víctimas de una escapada fallida. No era agradable. Pero las heridas de bala en la cabeza eran peores. No podía tratarlas sin pensar en Wun Ngo Wen tirado sobre aquella carretera de Florida, manándole la sangre a borbotones de lo que quedaba de su cráneo.
Ocho horas. Luego el cielo volvió a quedar en blanco, el sol brillando como la puntilla de un chiste malo.
Volvió a ocurrir un año y medio después.
—Pareces un hombre que hubiera perdido su fe —me dijo una vez Hakkim.
—O que nunca tuvo una.
—No quiero decir fe en Dios. De ese cargo pareces genuinamente inocente. Fe en otra cosa. No sé el qué.
Lo que parecía críptico. Pero lo entendí con más claridad a la siguiente ocasión que hablé con Jason.
Me llamó a casa. (A mi móvil normal, no al huérfano que llevaba como un amuleto sin suerte.) Dije «Hola» y el dijo: «Deberías ver eso en la tele».
—¿Ver el qué?
—Pon uno de los canales de noticias. ¿Estás solo?
La respuesta era sí. Por elección propia. Ninguna Molly Seagram para complicarme el fin de los tiempos. El mando de la tele estaba sobre la mesita de café donde lo había dejado. Donde siempre lo dejaba.
El canal de noticias mostraba un gráfico multicolor acompañado de una monótona voz de narrador. Quité el sonido.
—¿Qué es lo que estoy viendo, Jase?
—Una conferencia del JPL. La información recuperada del último satélite receptor.
Datos de los replicadores, en otras palabras.
—¿Y?
—Tenemos trabajo —dijo. Prácticamente podía oír su sonrisa.
El satélite había detectado múltiples señales de radio emitidas en haz estrecho desde los límites del sistema solar. Lo que significaba que más de una colonia había llegado a la madurez. Y la información era compleja, dijo Jason, no simple. Según envejecían las colonias de replicadores, su crecimiento se detenía pero sus funciones se hacían más refinadas y deliberadas. Ya no se contentaban con simplemente orientarse hacia el sol para tener energía gratis, analizaban la luz de las estrellas, calculando órbitas planetarias en redes neuronales hechas de silicio y fibra de carbono, comparándolas con plantillas grabadas en su código genético. No menos de una docena de colonias completamente adultas habían enviado de vuelta precisamente el tipo de información que estaban diseñadas para recopilar, cuatro flujos de datos declarando:
1. Éste era un sistema planetario con una estrella con una masa solar de 1,0;
2. El sistema poseía ocho grandes cuerpos planetarios (Plutón estaba por debajo del mínimo de masa detectable);
3. Dos de esos planetas eran vacíos ópticos, rodeados por membranas de Spin; y
4. Las colonias de replicadores emisoras habían entrado en modo reproductivo, desprendiéndose de células-semilla y lanzándolas con chorros de vapores cometarios hacia las estrellas vecinas.
El mismo mensaje, dijo Jase, había sido emitido hacia otras colonias locales, menos maduras, que responderían desactivando funciones redundantes y dirigiendo su energía hacia comportamientos puramente reproductivos.
En otras palabras, habíamos tenido éxito en infectar el sistema solar exterior con los sistemas cuasibiológicos de Wun.
Que ahora estaban esporulando.
—Esto no nos dice nada acerca del Spin —dije.
—Por supuesto que no. Todavía no. Pero este pequeño goteo de información será un torrente antes de no mucho tiempo. En su momento podremos trazar un mapa de Spins de las estrellas cercanas, puede que de toda la galaxia. A partir de ahí seremos capaces de deducir de dónde vienen los Hipotéticos, dónde han creado sus Spins y qué es lo que le ocurre en definitiva a los mundos con Spin cuando sus estrellas se expanden y se queman.
—Pero eso no arregla nada, ¿no?
Suspiró como si le hubiera decepcionado haciendo una pregunta estúpida.
—Probablemente no. Pero ¿no es mejor saber que especular? Puede que descubramos que estamos condenados, o puede que descubramos que tenemos más tiempo del que esperábamos. Recuerda, Tyler, también estamos trabajando en otros frentes. Estamos rebuscando en los archivos de física teórica de Wun. Si modelas la membrana del Spin como un agujero de gusano que envuelve a un objeto que acelera a velocidades cercanas a la de la luz…
—Pero no estamos acelerando. No vamos a ninguna parte. —Excepto de cabeza hacia el futuro.
—No, pero si haces los cálculos da resultados que encajan con nuestras observaciones del Spin. Lo que puede darnos una pista sobre las fuerzas que manipulan los Hipotéticos.
—¿Con qué fin, Jase?
—Es demasiado pronto para decirlo. Pero no creo que el conocimiento sea algo inútil.
—¿Aunque nos muramos?
—Todos morimos.
—Como especie, quiero decir.
—Eso está por ver. Sea lo que sea el Spin, tiene que ser algo más que una especie de complicada eutanasia global. Los Hipotéticos deben actuar con un propósito.
Puede que sí. Pero ésa, según me percaté, era la fe que había perdido. La fe en la gran salvación.
Hay todo tipo de colores y sabores de gran salvación. En el último minuto desarrollaríamos una solución tecnológica y nos salvaríamos nosotros mismos. O: los Hipotéticos serían seres benévolos que convertirían nuestro planeta en un reino de paz. O: Dios nos rescataría a todos, o al menos a los verdaderos creyentes que hay entre nosotros. O esto. O lo otro. O aquello.
La gran salvación. Era una mentira edulcorada. Un salvavidas de papel, aunque nos matáramos por aferramos a él. No era el Spin lo que había mutilado a mi generación. Era el atractivo y el precio a pagar por la gran salvación.
La fluctuación volvió al siguiente invierno, persistió durante cuarenta y cuatro horas, y luego volvió a desaparecer. Muchos de nosotros empezamos a verlo como una especie de fenómeno meteorológico celestial: impredecible, pero en general inofensivo.
Los pesimistas señalaron que los intervalos entre episodios se hacían cada vez más cortos, y que la duración de los episodios aumentaba más y más.
En abril hubo una fluctuación que duró tres días e interfirió con las transmisiones de señales aerostáticas. Esto provocó otra (aunque más pequeña) oleada de suicidios: personas presas del pánico no tanto por lo que veían en el cielo como por el fallo de sus teléfonos y televisores.
Había dejado de prestar atención a las noticias, pero determinados sucesos eran imposibles de ignorar: los reveses militares en el norte de África y en Europa del Este, el golpe de Estado a manos de una secta en Zimbabue, los suicidios en masa en Corea del Norte. Los representantes del Islam apocalíptico que ganaban las elecciones en Argelia y Egipto. Una secta filipina que veneraba el recuerdo de Wun Ngo Wen, a quien concebían como un santo bucólico y una especie de Gandhi agrario, lograron convocar una huelga general con éxito y paralizar Manila.
Y recibí unas cuantas llamadas más de Jason. Me envió por paquete postal un teléfono con una especie de encriptación incorporada, que según dijo nos darían una buena protección frente a los «cazadores de palabras clave», fuera lo que fuese lo que quería decir.
—Suena un pelín paranoico —dije.
—Esta paranoia es útil, creo yo.
Quizá, si hubiésemos querido discutir asuntos de seguridad nacional. Cosa que no hicimos, al menos al principio. En vez de eso Jason me preguntó por mi trabajo, mi vida, la música que escuchaba. Entendí que intentaba crear el tipo de conversación que podríamos haber tenido hacía veinte o treinta años… antes de Perihelio, si no antes del Spin mismo. Carol seguía contando sus días con ayuda de los relojes y las botellas. Nada había cambiado. Carol había insistido en ello. El personal de la casa lo mantenía todo limpio, todo en orden. La Gran Casa era una cápsula del tiempo, dijo Jason, como si la hubieran sellado herméticamente la noche del Spin. Era un poco inquietante.
Le pregunté si Diane les llamaba alguna vez.
—Diane dejó de hablar con Carol mucho antes de que muriera Wun. No, no he oído ni una palabra de ella.
Entonces le pregunté por el proyecto de replicadores. En los periódicos no se había mencionado nada últimamente.
—No te molestes en buscar. El JPL está reteniendo los resultados.
Oí la infelicidad en su voz.
—¿Tan malo es?
—No son malas noticias del todo. Al menos no lo eran hasta ahora. Los replicadores hicieron todo lo que Wun habría esperado que hicieran. Cosas asombrosas, Tyler. Absolutamente asombrosas, y lo digo en serio. Ojalá pudiera mostrarte los mapas que hemos creado. Enormes mapas interactivos mediante software. Casi doscientas mil estrellas, en un anillo de espacio de cientos de años luz de diámetro. Sabemos más sobre la evolución estelar y planetaria que lo que jamás hubieran podido imaginar los astrónomos de la generación de E. D.
—Pero ¿no hay nada sobre el Spin?
—No he dicho eso.
—Y entonces, ¿qué habéis descubierto?
—Por ejemplo, que no estamos solos. En ese volumen de espacio hemos encontrado tres planetas rodeados por un vacío óptico y de tamaño similar al de la tierra, en órbitas habitables según estándares terrestres, o que lo eran en el pasado. El más cercano órbita alrededor de Ursa Majoris 47. El más lejano…
—No necesito los detalles.
—Si miramos a la edad de las estrellas involucradas y hacemos unas cuantas suposiciones plausibles, los Hipotéticos parecen emanar desde algún lugar en dirección al núcleo galáctico. Y hay otros indicadores, también. Los replicadores encontraron un par de enanas blancas; estrellas quemadas, básicamente, que se parecían al sol hace unos cuantos miles de millones de años; con planetas rocosos en órbitas que no deberían haber sobrevivido a la expansión solar.
—¿Supervivientes del Spin?
—Puede ser.
—¿Y son planetas con vida, Jase?
—No tenemos forma de saberlo. Pero no tienen membranas de Spin que los protejan, y su entorno estelar actual es absolutamente hostil para nuestros estándares.
—Y eso ¿qué significa?
—No lo sé. Nadie lo sabe. Pensábamos que seríamos capaces de hacer comparaciones más significativas según se expandiera la red de replicadores. Lo que hemos creado con los replicadores es en realidad una red neural a una escala inimaginablemente enorme. Hablan entre sí de la misma manera que las neuronas hablan entre sí, exceptuando que lo hacen a través de siglos y años luz. Una red de comunicaciones más grande que cualquier otra cosa que la humanidad haya construido. Recopilando información, editándola, enviándola…
—Entonces, ¿qué ha salido mal?
Parecía como si le doliera decirlo:
—Puede que sea la edad. Todo envejece, incluso los códigos genéticos altamente protegidos. Puede que estén evolucionando más allá de nuestras instrucciones. O…
—Sí, vale, pero ¿qué ha ocurrido, Jase?
—La información que recibimos disminuye. Nos llegan datos fragmentarios y contradictorios procedentes de los replicadores que están más alejados de la Tierra. Eso puede deberse a muchísimas cosas. Si se están muriendo, puede que sea el efecto de algún defecto emergente en el diseño de su código. Pero algunos de los nodos de retransmisión que llevan mucho tiempo establecidos también empiezan a apagarse.
—¿Algo los está eliminando?
—Ésa es una conclusión demasiado apresurada. Aquí tienes otra idea. Cuando lanzamos esas cosas hacia la Nube de Oort creamos una ecología interestelar simple: hielo, polvo y vida artificial. Pero ¿qué pasaría si no fuéramos los primeros? ¿Y si la ecología interestelar no es simple?
—¿ Quieres decir que puede que haya otros tipos de replicadores ahí fuera?
—Pudiera tratarse de eso. Si es así, estarían compitiendo con los nuestros por los recursos disponibles. Quizá se usen los unos a los otros como recursos. Creíamos que enviábamos nuestros artefactos a un vacío estéril. Pero puede que ahí fuera haya una especie competidora.
—Jason… ¿crees que algo se los está comiendo?
—Es posible —dijo él.
La fluctuación volvió en junio y duró casi cuarenta y ocho horas antes de disiparse.
En agosto, cincuenta y seis horas de fluctuación y más problemas intermitentes con las telecomunicaciones.
Cuando volvió a empezar en septiembre nadie se sorprendió. Pasé la mayor parte de la primera noche con las persianas bajadas y viendo una película que había descargado la semana pasada. Una película vieja, de antes del Spin. La vi no por el argumento, sino por los rostros, por los rostros de la gente tal como eran en otros tiempos, gente que no habían pasado toda su vida con miedo al futuro. Gente que de vez en cuando hablaba de la luna o de las estrellas sin ironía ni nostalgia.
Entonces sonó el teléfono.
No mi teléfono personal, y no el móvil encriptado que me había enviado Jason. Reconocí el timbre de tres tonos al instante aunque no lo había oído durante años. Era audible pero débil… débil porque había dejado el móvil en el bolsillo de una chaqueta colgada en el armario del pasillo.
Sonó dos veces más antes de que lo sacara torpemente y dije:
—¿Hola?
Esperaba un número equivocado. Quería oír la voz de Diane. Lo quería y lo temía.
Pero era la voz de un hombre al otro lado de la línea. Simon, reconocí con desmayo.
—¿Tyler? —dijo—. ¿Tyler Dupree? ¿Eres tú?
Había recibido las suficientes llamadas de emergencia para reconocer la ansiedad en su voz.
—Soy yo, Simon. ¿Qué pasa?
—No debería estar hablando contigo. Pero no sé a quién más llamar. No conozco a ninguno de los médicos locales. Y está tan enferma. ¡Tan enferma, Tyler! No parece mejorar nada. Creo que necesita…
Y entonces la fluctuación cortó la comunicación y la línea se llenó de ruido.