Me quedé en la cubierta del Capetown Maru mientras dejaba su amarradero y se hacía a mar abierto.
No menos de una docena de barcos contenedores intentaban abandonar Teluk Bayur mientras los fuegos de los tanques de combustible aún seguían ardiendo, compitiendo por salir los primeros. La mayoría eran pequeñas embarcaciones mercantes de dudoso origen, probablemente con rumbo a Puerto Magallanes a pesar de lo que dijeran sus manifiestos, navíos cuyos dueños y capitanes tenían mucho que perder en el escrutinio que seguiría a una investigación.
Me quedé con Jala y los dos nos aferramos a las barandillas, contemplando cómo un carguero costero moteado por el óxido salía de un banco de humo pasando de forma alarmantemente cerca de la popa del Capetown. Ambos barcos hicieron sonar alarmas y en la cubierta del Capetown la tripulación miró nerviosamente hacia popa. Pero el carguero se desvió, pasando a nuestro lado casi rozándonos.
Y entonces estábamos fuera de la protección del puerto, en alta mar con gran marejada, y bajé a reunirme con Ina, Diane y los demás emigrantes en la sala de la tripulación. En estaba sentado a una mesa de caballete con Ibu Ina y sus padres, lo cuatro parecían indispuestos. En deferencia a su herida, a Diane le habían dado la única silla tapizada en la habitación, pero la herida había dejado de sangrar y había conseguido ponerse ropa seca.
Jala entró en la sala una hora después. Gritó pidiendo atención y luego dio un discurso, que Ina tradujo para mí:
—Dejando a un lado sus pomposas alabanzas a su propia persona, Jala dice que fue al puente a hablar con el capitán. Todos los fuegos en cubierta están controlados y estamos de camino sanos y salvos, según dice él, claro. El capitán se disculpa por el estado de la mar. Según el pronóstico, debería mejorar a finales de la noche o mañana a primera hora. Durante las próximas horas, sin embargo…
Momento en el que En, que estaba sentado al lado de Ina, se volvió y vomitó en su regazo, terminando la frase por ella.
Dos noches después subí a la cubierta con Diane para contemplar las estrellas.
La cubierta principal estaba más tranquila por las noches que en cualquier otro momento del día. Habíamos encontrado un espacio seguro entre los contenedores al descubierto de la cubierta y la superestructura de popa, donde podíamos hablar sin que nos oyeran. El mar estaba en calma, el aire era agradablemente cálido, y las estrellas se concentraban sobre los postes y radares del Capetown como si se hubieran enmarañado en las jarcias.
—¿Sigues escribiendo tus memorias? —Diane había visto el surtido de tarjetas de memoria que llevaba en mi equipaje, aparte del contrabando farmacológico y digital que habíamos traído de Montreal. También había varios cuadernillos de papel, páginas sueltas y notas garabateadas.
—Ya no tanto —dije—. No parece tan urgente. Ya no tengo la necesidad de escribir todo…
—O el miedo de olvidar.
—O eso.
—¿Y te sientes diferente? —preguntó sonriendo.
Yo era un Cuartogenario nuevo, y Diane no. Para entonces su herida ya se había cerrado, sin dejar nada excepto una tira de carne hendida que seguía la curvatura de su cadera. La capacidad de su cuerpo para curarse me parecía imposible. Aunque, supuestamente, yo también la tuviera ahora.
Su pregunta era un poco maliciosa. Le había preguntado a Diane muchas veces en el pasado si se sentía diferente como Cuartogenaria. La verdadera pregunta era, por supuesto, si me parecía diferente a mí.
No había una buena respuesta a esa pregunta. Obviamente, era una persona diferente tras su casi morir y resucitar en la Gran Casa, ¿y quién no lo sería? Había perdido un marido y una fe, y había despertado a un mundo que dejaría rascándose la cabeza de perplejidad al propio Buda.
—La transición es sólo una puerta —dijo ella—. Una puerta a una habitación. Una habitación en la que nunca has estado, aunque puede que la hayas vislumbrado de vez en cuando. Ahora es la habitación en la que vives; es tuya, te pertenece. Tiene ciertas características que no puedes cambiar… no puedes hacerla más grande o más pequeña. Pero la forma en que la amuebles es asunto tuyo.
—Más parece un proverbio que una respuesta —dije.
—Lo siento. Es lo mejor que sé hacerlo. —Volvió la cabeza hacia las estrellas—. Mira, Tyler, se puede ver el Arco.
Lo llamamos «arco» porque somos una especie miope. El Arco es en realidad un anillo, un círculo de mil seiscientos kilómetros de diámetro pero sólo la mitad se alza por encima del nivel del mar. El resto está bajo el agua o enterrado en la corteza de la tierra, quizá (según han especulado algunos) explotando el magma suboceánico como fuente de energía. Pero desde nuestro punto de vista de hormigas era en realidad un arco, cuya cima se extendía muy por encima de la atmósfera.
Incluso la mitad expuesta sólo era visible en las fotografías tomadas desde el espacio, y esas fotografías normalmente eran manipuladas para centrarse en los detalles. Si se pudiera tener una sección transversal del material del anillo (de hecho, el cable que se convierte en un aro) sería un rectángulo de cuatrocientos metros de alto y un kilómetro y medio de ancho. Inmenso, pero una diminuta fracción del espacio que rodeaba y no siempre fácil de ver desde lejos.
La ruta del Capetown Maru nos había llevado al sur del anillo, siguiendo un rumbo paralelo a su radio hasta pasar casi directamente bajo su ápice. El sol seguía brillando sobre esa cima, que ya no era una «U» doblada o una «J», sino un suave ceño fruncido (un ceño de Cheshire, dijo Diane) en lo alto del cielo septentrional. Las estrellas rotaban pasando por encima como plancton fosforescente apartado por la proa de un barco.
Diane apoyó la cabeza contra mi hombro.
—Ojalá Jason pudiera verlo.
—Creo que sí lo vio. Sólo que no desde este ángulo.
Había tres problemas inmediatos en la Gran Casa tras la muerte de Jason.
El más urgente era Diane, cuyo estado físico había permanecido sin cambios durante días después de la inyección de droga marciana. Estaba casi comatosa y sufría ataques de fiebre de modo intermitente, el pulso se le veía latir en la garganta como el aleteo del ala de un insecto. Los suministros médicos escaseaban y tenía que forzarla a que tomara el ocasional sorbo de agua. La única mejoría real fue en el sonido de su respiración, que lentamente se fue volviendo más relajada y menos flemática; sus pulmones, al menos, se estaban reparando.
El segundo problema era desagradable, pero era uno que compartíamos con demasiadas familias de todo el país: un miembro de la familia había muerto y había que enterrarlo.
Una oleada de muertes (accidentes, suicidios, homicidios) había barrido el mundo en los últimos días. Ninguna nación de la Tierra estaba preparada para enfrentarse a algo así, excepto de la forma más cruda, y los Estados Unidos no era una excepción. La radio local había comenzado a anunciar sitios de recogida para entierros en masa; se habían requisado camiones refrigerados de las plantas de procesado de carne; había un número al que llamar ahora que el servicio telefónico había sido restaurado… pero Carol no quería saber nada de eso. Cuando mencioné el tema se retrajo a una postura de feroz dignidad y dijo.
—No lo permitiré, Tyler. No permitiré que Jason sea tirado a un hoyo como un mendigo medieval.
—Carol, no podemos…
—Calla —dijo—. Aún tengo algunos contactos de los viejos tiempos. Déjame hacer un par de llamadas.
Una vez había sido una especialista respetada y debió tener una extensa red de contactos antes del Spin; pero tras treinta años de reclusión alcohólica, ¿a quién podría llamar? Pese a todo, se pasó una mañana al teléfono, rastreando números cambiados, volviendo a presentarse a personas que no se acordaban de ella, explicando, convenciendo, rogando. Todo eso me sonaba a inútil. Pero seis horas después oí un coche fúnebre que entraba por la carretera de la casa y dos hombres obviamente agotados, pero profesionales e infatigablemente amables, vinieron y pusieron el cuerpo de Jason en una camilla con ruedas y lo sacaron de la Gran Casa por última vez.
Carol pasó el resto del día en el piso de arriba, cogiendo a Diane de la mano y cantándole canciones que probablemente no podía oír. Esa noche se tomó su primera copa desde la mañana del sol rojo. Una «dosis de mantenimiento», en sus propias palabras.
El tercer problema era E. D. Lawton.
Había que contarle a E. D. que su hijo había muerto, y Carol se armó de valor para llevar a cabo también ese deber. Confesó que no había hablado con E. D. excepto mediante abogados desde hacía un par de años y que siempre la había asustado, al menos cuando estaba sobria: era un hombre grande, agresivo, intimidante; Carol era una mujer frágil, elusiva, esquiva. Pero su pesar había alterado sutilmente la ecuación.
Le llevó horas, pero al final fue capaz de ponerse en contacto con él. Estaba en Washington, a un par de horas en coche; y le contó lo de Jason. Fue deliberadamente vaga acerca de la causa de su muerte. Le dijo que Jason había venido a casa con lo que parecía neumonía y que su estado se había vuelto crítico poco después de que desapareciera la electricidad y el mundo se volviera un caos… sin teléfono, sin servicio de ambulancia, y en definitiva, sin esperanza.
Le pregunté cómo se había tomado E. D. las noticias.
Se encogió de hombros.
—Al principio no dijo nada. El silencio es la forma que E. D. tiene de expresar el dolor. Su hijo ha muerto, Tyler. Puede que eso no le sorprendiera, teniendo en cuenta lo que había pasado en los últimos días. Pero le dolió. Creo que le duele de una manera que no puede expresar.
—¿Le dijiste que Diane estaba aquí?
—Pensé que sería más sensato no hacerlo. —Me miró—. Tampoco le dije que estás aquí. Sé que Jason y E. D. estaban a malas. Jason vino a casa para escapar de algo que estaba ocurriendo en Perihelio, algo que le asustaba. Y supongo que está conectado de alguna manera con la droga marciana. No, Tyler, no me lo expliques… no me interesa y probablemente no lo entendería. Pero pensé que sería mejor que E. D. no apareciera por aquí intimidando a todo el mundo, para dirigirlo todo.
—¿No preguntó por ella?
—No, no sobre Diane. Una cosa sí fue rara. Me pidió que me asegurara de que Jason… bueno, de que el cuerpo de Jason sea preservado. Me hizo un montón de preguntas sobre eso. Le dije que ya había dispuesto las cosas, que habría un funeral, y que se lo diría. Pero no quiso dejarlo así. Quiere una autopsia. Pero me volví terca. —Me miró con frialdad—: ¿Para qué querría una autopsia, Tyler?
—No lo sé —dije.
Pero me dispuse a averiguarlo. Fui a la habitación de Jason, donde su cama vacía había sido despojada de sábanas. Abrí la ventana, me senté en la silla cerca del armario y examiné lo que Jason había dejado atrás.
Jason me pidió que grabara sus iluminaciones finales sobre la naturaleza de los Hipotéticos y su manipulación de la Tierra. También me había pedido que incluyera una copia de esa grabación en cada uno de la docena o así de sobres acolchados, con sellos y direcciones para enviar directamente al correo en caso de que se restaurara el servicio postal. Claramente, Jase no esperaba producir ese monólogo cuando llegó a la Gran Casa pocos días antes del fin del Spin. Otra crisis le había venido pisando los talones. Su testamento en el lecho de muerte era un añadido.
Hojeé los sobres. Estaban dirigidos, con la escritura de Jason, a nombres que no reconocí. No, eso no era cierto; reconocí el nombre en uno de los sobres.
Era el mío.
Querido Tyler,
Sé que en el pasado te he hecho cargar con mis problemas de forma desconsiderada. Me temo que voy a hacerlo de nuevo, y esta vez los riesgos son considerablemente mayores. Déjame explicarlo. Y lo lamento si parece repentino, pero tengo prisa, por razones que quedarán claras más adelante.
Los recientes episodios, a los que los medios de comunicación llaman «la fluctuación», han disparado alarmas en la administración Lomax. Y otros acontecimientos menos publicitados también. Citaré un solo ejemplo: desde la muerte de Wun Ngo Wen, las muestras de sus tejidos han sido sometidas a estudios en el Centro de Enfermedades Animales de Plum Island, la misma instalación donde fue sometido a cuarentena a su llegada a la Tierra. La biotecnología marciana es sutil, pero la ciencia forense moderna es tenaz. Recientemente ha quedado claro que la fisiología de Wun, en particular su sistema nervioso, había sido alterada de forma incluso más radical que el procedimiento de «Cuarta Edad» descrito someramente en sus archivos. Por ésta y otras razones, Lomax y su gente han empezado a creer que hay gato encerrado. Invitaron a E. D. a dejar su retiro y están dando renovado crédito a sus sospechas sobre los motivos de Wun. E. D. recibió esta invitación como una oportunidad para volver a reclamar Perihelio (y su reputación), y no ha perdido tiempo en aprovecharse de la paranoia reinante en la Casa Blanca.
¿Qué acciones han emprendido las autoridades? Lomax (o sus consejeros) ha planeado una incursión en las instalaciones que quedan de Perihelio para apoderarse de lo que hubiéramos retenido de las posesiones y documentos de Wun, así como de nuestros propios archivos y notas de trabajo.
E. D. todavía no ha hecho la conexión entre mi recuperación de la EMA y los fármacos de Wun; o si lo ha hecho, se lo ha callado. O eso prefiero creer. Porque si caigo en manos de los servicios de seguridad, lo primero que harán será un análisis exhaustivo de sangre, tras lo que rápidamente me convertiré en un experimento científico cautivo, probablemente en la misma celda en la que estuvo Wun en Plum Island. Y no creo que E. D. quiera que eso ocurra en realidad. Por muy resentido que esté conmigo por «robarle Perihelio» o colaborar con Wun Ngo Wen, sigue siendo mi padre.
Pero no te preocupes. Aunque E. D. haya vuelto a congraciarse con la Casa Blanca de Lomax, tengo recursos propios. Los he estado cultivando. En general no se trata de gente poderosa, aunque algunos son poderosos a su manera, sino personas decentes y brillantes que han optado por una visión a largo plazo del destino de la humanidad, y gracias a ellos fui advertido con antelación de la incursión en Perihelio. He escapado. Ahora soy un fugitivo. Tú, Tyler, estás bajo la sospecha de complicidad, aunque puede resultar igualmente peligroso.
Lo siento. Sé que tengo parte de responsabilidad por ponerte en esa posición. Algún día me disculparé ante ti cara a cara. Por ahora, todo lo que puedo ofrecerte son consejos.
Los archivos digitales que puse en tus manos cuando te marchaste de Perihelio son, por supuesto, material altamente clasificado procedente de los archivos de Wun Ngo Wen. Por lo que sé, puede que los hayas quemado o tirado al fondo del Pacífico. No importa. Los años que he pasado diseñando vehículos espaciales me han enseñado las virtudes de la redundancia. He enviado paquetes con la sabiduría de contrabando de Wun a docenas de personas en este país y en todo el mundo. Todavía no lo han colgado en internet, nadie es tan temerario, pero está ahí fuera. No hay duda de que se trata de un acto profundamente antipatriótico y, desde luego, criminal. Si soy capturado, seré acusado de traición. Mientras tanto, aprovecho mi tiempo al máximo.
Pero no creo que un conocimiento de esta clase (que incluye protocolos para modificaciones humanas que pueden curar enfermedades graves, entre otras cosas, como sé muy bien) deba ser ocultado para que una nación obtenga ventajas sobre las demás, aunque su publicación presente otros problemas.
Lomax y su Congreso domesticado están en claro desacuerdo. Así que estoy dispersando los últimos fragmentos de los archivos y luego me esfumaré. Me esconderé. Puede que tú quieras hacer lo mismo. De hecho, puede que tengas que hacerlo. Todo el que estuviera en el viejo Perihelio, todo el que estuviera relacionado conmigo, caerá bajo el escrutinio federal tarde o temprano.
O, por el contrario, puede que quieras pasarte por la oficina más cercana del FBI y entregar los contenidos de este sobre. Si eso es lo que consideras que es mejor, sigue los dictados de tu conciencia. No te culparé de nada, pero no te garantizo el resultado. Mi experiencia con la administración Lomax sugiere que la verdad, en realidad, no te hará libre.
En cualquier caso, lamento colocarte en una posición tan difícil. No es justo. Es pedir demasiado a un amigo, y siempre me he sentido orgulloso de llamarte mi amigo.
Quizá E. D. tuviera razón respecto a una cosa. Nuestra generación ha luchado durante treinta años por recuperar lo que el Spin nos robó aquella noche de octubre. Pero no podemos. No hay nada a lo que aferrarse en este universo en rápida evolución, ni nada que ganar al intentarlo. Si algo he aprendido de ser un «Cuartogenario» es eso. Somos tan efímeros como gotas de agua. Todos caemos, y todos aterrizamos en algún lado.
Cae libremente, Tyler. Usa los documentos adjuntos si los necesitas. Fueron caros pero son de absoluta confianza. (¡Es bueno tener amigos en las alturas!)
Los «documentos adjuntos» eran, en esencia, un conjunto de identidades falsas: pasaportes, carnés de identidad de Homeland Security, permisos de conducir, certificados de nacimiento, números de la Seguridad Social e incluso diplomas de medicina, todos ellos con mi descripción pero ninguno con mi nombre de verdad.
Diane siguió recuperándose. Su pulso se fortaleció y sus pulmones se limpiaron, aunque seguía febril. La droga marciana hacía su trabajo, reconstruyéndola de dentro a fuera, editando y reparando su ADN de manera sutil.
Según mejoraba su salud, empezó a hacer preguntas cautas: sobre el sol, sobre el pastor Dan, sobre el viaje desde Arizona hasta la Gran Casa. Debido a su fiebre intermitente, las respuestas que le daba no siempre quedaban registradas. Me preguntó más de una vez qué le había ocurrido a Simon. Si estaba lúcida le contaba cosas sobre la becerra roja y el regreso de las estrellas; si estaba atontada le decía simplemente que Simon estaba «en otro lado» y que yo me ocuparía de ella un poco más. Ninguna de esas respuestas, las verdaderas o las medias verdades, parecían satisfacerla.
Algunos días se quedaba inmóvil, apoyada sobre la almohada mirando a la ventana, contemplando la lenta deriva de la luz del sol sobre las sábanas. Otros días estaba febrilmente inquieta. Una tarde pidió que le diera papel y bolígrafo… pero cuando se lo di todo que escribió fue una única frase, ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?, repetida una y otra vez hasta que los dedos se le acalambraron.
—Le conté lo de Jason —admitió Carol cuando le enseñé el papel.
—¿Estás segura de que eso fue sensato?
—Tenía que saberlo tarde o temprano. Ya hará las paces con ello, Tyler. No te preocupes. Diane se pondrá bien. Diane siempre fue la más fuerte.
El día del funeral de Jason preparé los sobres que me había dejado, añadiendo una copia de la grabación de sus últimas horas, les puse los sellos y los deposité en un buzón de correos escogido al azar de camino a la capilla local que Carol había reservado para el servicio. El paquete tendría que esperar unos cuantos días hasta que lo recogieran, el servicio postal todavía estaba siendo restaurado, pero me imaginé que estarían más seguros allí que en la Gran Casa.
La «capilla» era una funeraria aconfesional en una calle principal de un barrio residencial, calle por la que ahora pasaba bastante tráfico, ahora que se habían levantado las restricciones de viaje. Jase siempre había tenido ese desprecio de los racionalistas por los funerales elaborados, pero el sentido de la dignidad de Carol exigía una ceremonia, aunque fuera endeble y pro forma. Había logrado reunir a un grupo de gente, la mayoría viejos vecinos que recordaban a Jason de niño y que habían visto su carrera en fragmentos de imágenes de la tele y en artículos del periódico. Era su estatus de celebridad en decadencia lo que llenó los bancos.
Dije un breve panegírico. (Diane lo hubiera hecho mejor, pero estaba demasiado enferma para asistir.) Jase, dije, había dedicado su vida a la búsqueda del conocimiento, no con arrogancia, sino con humildad: comprendía que el conocimiento no se creaba, sino que se descubría; nadie podía adueñarse de él, sólo compartirlo, pasándolo de mano en mano, de generación en generación. Jason se había convertido en parte de esa cadena de conocimiento y todavía seguía siéndolo. Se había entretejido a sí mismo en la red del conocimiento.
E. D. entró en la capilla cuando yo todavía seguía en el pulpito.
Había atravesado medio pasillo entre los bancos cuando me reconoció. Se me quedó mirando fijamente durante un largo minuto antes de sentarse en un banco vacío.
Estaba más demacrado que la última vez que lo había visto, y se había afeitado la cabeza casi por completo. Pero seguía teniendo el porte de un hombre poderoso. Llevaba un traje hecho a medida de corte recto como un navajazo. Se cruzó de brazos e inspeccionó la sala imperiosamente, anotando quién estaba presente. Su mirada se demoró en Carol.
Cuando terminó el servicio, Carol se levantó y aceptó resueltamente las condolencias de sus vecinos mientras salían. Había llorado copiosamente en los últimos días, pero sus ojos estaban absolutamente secos en esos momentos, parecía tener una indiferencia casi patológica a su entorno. E. D. se acercó a ella después de que se hubiera marchado el último invitado. Carol se tensó, como un gato que presiente la presencia de un depredador mayor.
—Carol —dijo E. D. —. Tyler. —Me dedicó una mirada agria.
—Nuestro hijo está muerto —dijo Carol—. Jason se ha ido.
—Por eso estoy aquí.
—Espero que estés aquí para rendirle un último adiós…
—Por supuesto que sí.
—… y no por alguna otra razón. Porque vino a casa para escapar de ti. Supongo que lo sabes.
—Sé más al respecto de lo que te imaginas. Jason estaba confuso…
—A Jason le pasaban muchas cosas, pero estar confuso no era una de ellas. Estaba con él cuando murió.
—¿Ah, sí? Eso es interesante, porque a diferencia de ti, yo estaba con él cuando estaba vivo.
Carol inhaló bruscamente y giró la cabeza como si la hubiesen abofeteado.
—Vamos, Carol —dijo E. D. —. Yo fui quien educó a Jason y lo sabes. Puede que no te guste el tipo de vida que le di, pero eso fue lo que hice: darle una vida y los medios para vivirla.
—Yo lo parí.
—Eso fue una función fisiológica, no un acto moral. Todo lo que Jason tuvo me lo debía a mí. Todo lo que aprendió, se lo enseñé yo.
—Para bien o para mal…
—Y ahora me condenas simplemente porque me preocupan determinados asuntos de importancia que…
—¿Qué asuntos de importancia?
—Obviamente, estoy hablando de la autopsia.
—Sí. Lo mencionaste por teléfono. Pero es algo indigno y además es claramente imposible.
—Esperaba que te tomaras mis preocupaciones en serio. Está claro que no es así. Pero no necesito tu permiso. Hay hombres en el exterior de este edificio esperando para reclamar el cuerpo, y pueden presentar órdenes judiciales bajo el Acta de Medidas de Emergencia.
Carol se apartó un paso de él.
—¿Tanto poder tienes?
—Ni tú ni yo tenemos elección en este asunto. Ocurrirá nos guste o no. Y en realidad se trata sólo de una formalidad. No se le hará daño a nadie. Así que, por amor de Dios, conservemos algo de dignidad y respeto mutuo. Déjame quedarme con el cuerpo de mi hijo.
—No puedo hacerlo.
—Carol…
—No puedo darte su cuerpo.
—No me estás escuchando. No tienes elección.
—No, lo lamento, pero el que no escucha eres tú. Escucha, E. D. No puedo darte su cuerpo.
E. D. abrió la boca y luego la cerró. Sus ojos se abrieron de par en par.
—Carol —dijo—. ¿Qué has hecho?
—No hay cuerpo. Ya no. —Los labios de Carol se curvaron en una sonrisa astuta y amarga—. Pero supongo que puedes quedarte con las cenizas. Si insistes.
Llevé a Carol en coche de vuelta a la Gran Casa, donde su vecino Emil Hardy (que había abandonado su efímero periódico local cuando volvió la electricidad) había estado velando a Diane.
—Hablamos de los viejos tiempos en el barrio —dijo Hardy cuando se iba—. Solía contemplar a los chavales en sus bicicletas. De eso hace mucho tiempo. Lo que le pasa en la piel…
—No es contagioso —dijo Carol—. No te preocupes.
—Es poco corriente, sin embargo.
—Sí. Poco corriente sí que lo es. Gracias, Emil.
—A Ashley y a mí nos encantaría que vinieras a cenar en alguna ocasión.
—Suena encantador. Dale las gracias a Ashley de mi parte. —Cerró la puerta y se volvió hacia mí—. Necesito una copa. Pero lo primero es lo primero. E. D. sabe que estás aquí. Así que tendrás que marcharte, y tendrás que llevarte a Diane contigo. ¿Puedes hacerlo? ¿Llevártela a algún lado? ¿A algún lado donde E. D. no la encuentre?
—Por supuesto que puedo. Pero ¿qué pasará contigo?
—No estoy en peligro. E. D. puede que envíe gente a registrar la casa en busca de cualquier tesoro que crea que Jason le robó. Pero no encontrará nada… siempre que no dejes absolutamente nada atrás, Tyler. Y no puede quitarme la casa. E. D. y yo firmamos nuestro armisticio hace mucho tiempo. Nuestras escaramuzas son triviales. Pero a ti sí que puede hacerte daño, y puede hacerle daño a Diane aunque no lo pretenda.
—No dejaré que eso ocurra.
—Entonces recoge tus cosas. Puede que no tengas mucho tiempo.
El día antes de que el Capetown Maru tuviera previsto cruzar el Arco subí a la cubierta para contemplar el amanecer. El Arco era casi invisible, sus columnas descendentes ocultas por el horizonte al este y al oeste, pero en la media hora antes del amanecer su ápice era una línea en el cielo casi directamente encima nuestro, afilada como una navaja y brillando suavemente.
Se había atenuado detrás de la bruma de un cirro al llegar la mañana, pero todos sabíamos que estaba allí.
La perspectiva del tránsito ponía nervioso a todo el mundo, no sólo a los pasajeros, sino también a la veterana tripulación. Atendían sus asuntos como de costumbre, cumpliendo con sus tareas en la nave, reparando maquinaria, descascarillando y repintando la superestructura, pero había un brío en el ritmo de su trabajo que no había estado presente el día anterior. Jala subió a la cubierta arrastrando una silla de plástico y se sentó junto a mí, protegido del viento por los contenedores pero con una estrecha vista del mar.
—Éste es mi último viaje al otro lado —dijo Jala. Estaba vestido para el calor de la mañana con una holgada camisa amarilla y vaqueros. Se había desabotonado la camisa para dejar su pecho al descubierto al sol. Cogió una lata de cerveza de la nevera portátil que había al lado y la abrió. Todas esas acciones mostraban a un seglar, un hombre de negocios que desdeñaba por igual la sharia musulmana y el adat de los minang—. Esta vez —dijo—, no habrá vuelta atrás.
Había quemado sus puentes, literalmente, si tenía algo que ver con organizar los disturbios de Teluk Bayur. (Las explosiones fueron una tapadera sospechosamente conveniente para nuestra escapada, aunque la conflagración casi nos pilló en medio.) Durante años Jala había dirigido un negocio de tráfico de emigrantes muchísimo más lucrativo que su empresa legal de importación/exportación. La gente daba más dinero que el aceite de palma, decía. Pero la competencia de la India y el Vietnam era durísima y el clima político se había agriado; mejor retirarse a Puerto Magallanes ahora que pasar el resto de su vida en una prisión de los Nuevos Reformasi.
—¿Has hecho el cruce anteriormente?
—Dos veces.
—¿Fue difícil?
Se encogió de hombros con indiferencia.
—No te creas todo lo que oyes.
Hacia mediodía todos los pasajeros estaban en cubierta. Además de los aldeanos minangkabau había un surtido de gente procedente de Aceh[25] y emigrantes malayos y tailandeses, quizá un centenar en total. Demasiada gente para los camarotes disponibles, pero tres contenedores de aluminio en la bodega habían sido reconvertidos en camarotes, cuidadosamente ventilados.
Éste no era el lúgubre y a menudo mortal negocio de tráfico de personas que solía llevar refugiados a Europa y Norteamérica. La mayor parte de la gente que cruzaba el Arco cada día formaba parte del exceso con el que no podían copar los endebles programas de reasentamiento de la ONU, a menudo con dinero para gastar. Éramos tratados con respeto por la tripulación, gran parte de la cual había pasado tiempo en Puerto Magallanes y que entendían su atracción y las trampas que conllevaba.
Uno de los tripulantes había delimitado una parte de la cubierta principal como campo de fútbol, marcado con redes, donde jugaba un grupo de niños. De vez en cuando el balón pasaba volando por encima de las redes, a menudo para ir a parar al regazo de Jala, para su disgusto. Ese día Jala estaba irritable.
Le pregunté cuándo cruzaría el barco.
—Según el capitán, a menos que haya un cambio de velocidad, dentro de doce horas o así.
—Nuestro último día sobre la Tierra —dije.
—No hagas chistes con eso.
—Lo decía literalmente.
—Y mantén la voz baja. Los marineros son supersticiosos.
—¿Qué harás en Puerto Magallanes?
Jala enarcó las cejas.
—¿Que qué haré? Follarme a mujeres hermosas. Y posiblemente a unas cuantas feas también. ¿Qué si no?
El balón de fútbol sobrevoló las redes otra vez. Esta vez Jala lo atrapó y lo aseguró contra su vientre.
—¡Joder! ¡Ya os lo advertí! ¡Se acabó el partido!
Una docena de niños se apresaron contra las redes, gritando protestas, pero fue En el que reunió el valor para salir y enfrentarse a Jala directamente. En sudaba, su caja torácica se expandía y contraía como un fuelle. Su equipo ganaba por cinco goles de ventaja.
—Devuélvamelo, por favor —dijo.
—¿Quieres que te lo devuelva?—Jala se levantó, aferrando el balón, imperiosa y misteriosamente enojado—. ¿Lo quieres? Ve a buscarlo. —Le dio una patada al balón que lo envió por encima de la baranda de la cubierta hacia la inmensidad verdiazul del océano índico.
En parecía asombrado, luego enfurecido. Dijo algo en minang en voz baja.
Jala enrojeció. Y luego abofeteó al chico con la mano abierta, de forma que las pesadas gafas de En salieron despedidas por la cubierta.
—Discúlpate —exigió Jala.
En cayó sobre una rodilla, los ojos entrecerrados. Respiró sollozando un par de veces. Al final se levantó, dio unos cuantos pasos y recogió sus gafas. Se las colocó con manos temblorosas y volvió con lo que me pareció una dignidad asombrosa. Se detuvo directamente frente a Jala.
—No —dijo En débilmente—. Discúlpese usted.
Jala jadeó de asombro y soltó un taco. En se encogió. Jala volvió a levantar la mano.
Le agarré la muñeca en el aire.
Jala se me quedó mirando, sobresaltado.
—¡Qué es esto! ¡Suéltame!
Intentó liberar su mano. No le dejé.
—No vuelvas a pegarle —le dije.
—¡Haré lo que me dé la gana!
—Muy bien —dije—. Pero no vuelvas a pegarle.
—Tú… ¡después de todo lo que he hecho por ti…!
Y entonces me miró con más detenimiento.
No sé qué vio exactamente en mi rostro. Ni sé qué sentía yo exactamente en ese momento. Fuera lo que fuese, pareció dejarlo perplejo. Su puño cerrado se abrió y pareció marchitarse.
—Puto chalado americano —murmuró—. Me voy al comedor. —Y a los tripulantes y niños que se habían congregado a nuestro alrededor—: ¡Donde pueda tener paz y respeto!
Y se marchó a toda prisa.
En seguía mirándome, boquiabierto.
—Lamento lo que ha ocurrido —dije.
Asintió.
—No puedo recuperar tu balón —dije.
Se tocó la mejilla allí donde Jala lo había abofeteado.
—No importa —dijo quedamente.
Más tarde, durante la cena en el comedor de la tripulación, a pocas horas del cruce, le conté a Diane el incidente.
—No pensaba en lo que hacía. Simplemente me parecía… obvio. Casi una acción refleja. ¿Es algo de los Cuartogenarios?
—Puede ser. El impulso de proteger a una víctima, especialmente a un niño, y hacerlo al instante, sin pensar. Yo misma lo he sentido. Supongo que es algo que los marcianos escribieron en su reconstrucción neural… suponiendo que de verdad sean capaces de manipular emociones tan sutiles como ésa. Ojalá Wun Ngo Wen estuviera aquí para explicárnoslo. O Jason. ¿Te parecía forzado?
—No.
—¿O fuera de lugar, inapropiado?
—No… creo que era exactamente lo que debía hacer.
—Pero ¿no lo hubieras hecho antes de someterte al tratamiento?
—Puede que sí. O hubiese querido. Pero probablemente me hubiera quedado indeciso hasta que fuera demasiado tarde.
—Así que en realidad no estás descontento con lo que pasó.
No. Sólo sorprendido. Era tanto cosa mía como de la biotecnología marciana, a juzgar por lo que decía Diane, y suponía que era cierto… pero me haría falta tiempo para acostumbrarme. Como en cualquier otra transición (de la niñez a la adolescencia, de la adolescencia a la edad adulta) había imperativos con los que tratar, nuevas oportunidades y trampas, nuevas dudas.
Por primera vez en muchos años me volví a sentir como si fuera un desconocido para mí mismo.
Casi había terminado de empaquetar cuando Carol bajó, un poco borracha y desgarbada, trayendo una caja de zapatos en sus brazos. La caja estaba etiquetada como recuerdos (carrera).
—Deberías llevarte esto —dijo—. Era de tu madre.
—Si es importante para ti, Carol, quédatelo.
—Gracias, pero ya he cogido lo que quería de dentro.
Levanté la tapa y eché un vistazo a los contenidos.
—Las cartas. —Las cartas anónimas dirigidas a Belinda Sutton, el nombre de soltera de mi madre.
—Sí. Así que las has visto. ¿Las has leído?
—No, la verdad es que no. Sólo lo suficiente para saber que eran cartas de amor.
—Oh, Dios. Suena cursi. Preferiría que pensaras en ellas como homenajes. Son bastante castas, la verdad, si las lees atentamente. Sin firmar. Tu madre las recibía cuando ambas estábamos en la universidad. Por entonces ya salía con tu padre, y no se las iba a enseñar a él… él le escribía sus propias cartas. Así que me las enseñó a mí.
—¿Nunca descubrió quién se las escribía?
—No. Nunca.
—Debió de sentir curiosidad.
—Por supuesto. Pero ya estaba prometida con Marcus para ese entonces. Empezó a salir con Marcus Dupree cuando Marcus y E. D. estaban levantando su primera empresa, diseñando y manufacturando globos de gran altitud en los tiempos en los que los aeróstatos eran una «tecnología pionera»: un poco loca, un poco idealista. Belinda llamaba a Marcus y E. D. los «hermanos Zeppelin». Así que supongo que nosotras éramos las hermanas Zeppelin, Belinda y yo. Porque fue entonces cuando empecé a flirtear con E. D. En cierto sentido, Tyler, todo mi matrimonio no fue más que un intento de mantener mi amistad con tu madre.
—Las cartas…
—Es interesante, ¿verdad?, que las haya guardado durante tantos años. Al final le pregunté por qué. ¿Por qué simplemente no las tiraba a la basura? Y me dijo: «Porque son sinceras». Era su forma de rendir honores a quien fuera que se las escribió. La última llegó una semana antes de su boda. No hubo ninguna después de eso. Y un año después yo me casé con E. D. Incluso cuando éramos dos parejas de novios éramos inseparables, ¿te lo contó alguna vez? Nos íbamos de vacaciones juntos, íbamos juntos al cine. Belinda vino al hospital cuando nacieron los gemelos y yo la estaba esperando en la puerta cuando ella te trajo a ti a casa. Pero todo eso se acabó con el accidente de Marcus. Tu padre era un hombre maravilloso, Tyler, campechano, muy divertido… la única persona que podía hacer reír a E. D. Temerario sin remedio, sin embargo. Belinda quedó absolutamente arruinada cuando murió. Y no sólo emocionalmente. Marcus había acabado con la mayor parte de sus ahorros y Belinda se gastó lo que quedaba para pagar la hipoteca de su casa en Pasadena. Así que cuando E. D. se vino al este e hicimos una oferta por este sitio, nos pareció perfectamente natural invitarla a usar la casa de invitados.
—A cambio de que os llevara la Gran Casa —dije.
—Eso fue idea de E. D. Yo sólo quería tener a Belinda cerca. Mi matrimonio no había resultado tan bien como el suyo. Al contrario, más bien. Para ese entonces, Belinda era la única amiga que me quedaba. Casi una confidente. —Carol sonrió—. Casi.
—¿Es por eso por lo que quieres quedarte con las cartas? ¿Porque son parte de tu historia como su amiga?
Me sonrió como si fuera un niño retrasado.
—No, Tyler. Ya te lo he dicho. Son mías. —Su sonrisa menguó—. No pongas esa cara de pánfilo. Tu madre era tan completamente heterosexual como cualquier otra mujer que haya conocido. Simplemente tuve la mala suerte de enamorarme de ella. Y enamorarme de ella de una manera tan abyecta que haría cualquier cosa… incluso casarme con un hombre que ya desde un principio me parecía un poco desagradable para mantenerla cerca de mí. Y durante todo ese tiempo, durante todos esos años de silencio, jamás le dije lo que sentía. Jamás excepto en esas cartas. Me agradaba que las guardara, aunque parecían un poco peligrosas, como algo explosivo o radiactivo, escondidas a plena vista, una prueba de mi estupidez. Cuando murió tu madre, y quiero decir el mismo día en que murió tu madre, me entró un poco de pánico; intenté esconder la caja; pensé en destruir las cartas, pero no pude, no podía reunir el valor para hacerlo; y después de que E. D. se divorciara de mí, ya no quedaba a nadie a quien engañar. Porque, ya ves, son mías. Siempre han sido mías.
No supe qué decir. Carol vio mi expresión y meneó la cabeza con tristeza. Me puso sus frágiles manos sobre los hombros.
—No te enfades. El mundo está lleno de sorpresas. Todos nacemos siendo unos desconocidos para los demás, y rara vez nos presentan formalmente.
Así que pasé cuatro semanas en la habitación de un motel en Vermont cuidando de Diane mientras se recuperaba.
Su recuperación física, debería decir. El trauma emocional que había sufrido en el rancho Condón la había dejado exhausta y retraída. Diane había cerrado los ojos a un mundo que parecía acabarse y los había abierto en otro que carecía de puntos cardinales. No estaba a mi alcance el repararlo para ella.
Así que procedí con cautela. Le expliqué lo que necesitaba que le explicaran. No le exigí nada y le dejé claro que no esperaba ninguna recompensa.
Su interés por el mundo cambiado despertó gradualmente. Me preguntó por el sol, restaurado a su aspecto más benevolente, y le conté lo que Jason me había contado a su vez: la membrana del Spin seguía en su sitio aunque la envoltura temporal hubiera terminado; protegía a la Tierra como siempre había hecho, filtrando la radiación letal para producir un simulacro de luz solar aceptable para el ecosistema planetario.
—¿Y por qué la apagaron durante siete días?
—La atenuaron, no la apagaron. Y lo hicieron para que algo pudiera atravesar la membrana.
—Esa cosa del océano índico.
—Sí.
Me pidió que le pusiera la grabación de las últimas horas de Jason y lloró mientras la escuchaba. Me preguntó por sus cenizas. ¿Se las había llevado E. D. o las tenía Carol? (Ninguna de las dos cosas. Carol me había puesto la urna en las manos y me había dicho que hiciera con ella lo que creyera apropiado. «La espantosa verdad, Tyler, es que tú lo conocías mejor que yo. Para mí Jason era impenetrable. Hijo de su padre. Pero tú eras su amigo».)
Contemplamos cómo el mundo se redescubría a sí mismo. Los enterramientos de masas terminaron al fin; los afligidos y asustados supervivientes empezaron a comprender que el planeta volvía a tener un futuro, por extraño que fuera. Para nuestra generación fue una inversión que nos dejaba estupefactos. El manto de la extinción había caído de nuestros hombros: y ahora ¿qué haríamos sin él? ¿Qué haríamos, ahora que ya no estábamos condenados sino que volvíamos a ser simplemente mortales?
Vimos imágenes de vídeo del océano índico, de la monstruosa estructura que se había empotrado en la piel del planeta, el mar que seguía hirviendo allí donde entraba en contacto con las enormes columnas. La gente empezó a llamarlo el Arco o la Arcada no sólo por su forma, sino porque los barcos que se hacían a la mar regresaban a sus puertos con historias de balizas de navegación perdidas, meteorología peculiar, brújulas que oscilaban, y una costa salvaje allí donde no debería haber ningún continente. Se enviaron varios barcos al poco tiempo. El testamento de Jason contenía pistas sobe la explicación, pero poquísimas personas tenían la ventaja de haberlo escuchado: yo, Diane y la docena de personas que lo habían recibido por correo.
Diane empezó a hacer ejercicio diariamente, haciendo footing en un tramo de tierra detrás del hotel mientras el tiempo se enfriaba, regresando con el aroma de hojas caídas y humo de leña en el pelo. Su apetito mejoró, y también mejoró el menú en la cafetería. La distribución de alimentos se había restaurado; la economía doméstica volvía a ponerse en marcha pesadamente.
Descubrimos que también Marte había dejado de tener su Spin. Hubo señales de radio que atravesaron el espacio entre ambos planeta; el presidente Lomax, en uno de sus discursos patrioteros, había mencionado incluso la posibilidad de continuar con el programa espacial tripulado, un primer paso para establecer relaciones continuadas con lo que llamaba (con sospechosa prolijidad) «nuestro planeta hermano».
Hablamos del pasado. Hablamos del futuro.
Lo que no hicimos fue caer en los brazos del otro.
Nos conocíamos demasiado bien, o no lo suficientemente bien. Teníamos un pasado pero no un futuro. Y Diane estaba devastada por la ansiedad que le producía la desaparición de Simon a las afueras de Manassas.
—Casi te dejó para que murieras —le recordé a Diane.
—No intencionadamente. No es cruel. Y lo sabes.
—Entonces es peligrosamente ingenuo.
Diane cerró los ojos pensativamente. Y entonces dijo:
—Hay una frase que al pastor Bob Kobel le gustaba usar en el Tabernáculo del Jordán. «Su corazón clamó a Dios.» Si describe a alguien, es a Simon. Pero tienes que examinar la frase. «Su corazón clamó»… creo que eso nos describe a todos nosotros, es universal. Tú, Simon, yo, Jason. Incluso a Carol. Incluso a E. D. Cuando la gente empieza a entender lo vasto que es el universo y lo corta que es la vida humana, sus corazones claman. A veces es un grito de alegría: creo que así fue para Jason; creo que eso fue lo que no entendí acerca de él. Tenía el don del asombro. Pero para la mayoría de nosotros es un grito de terror. El terror a la extinción, el terror a la falta de sentido del mundo. Nuestros corazones claman. Quizá a Dios, o quizá simplemente para romper el silencio. —Se apartó el pelo de la frente con la mano y vi que su brazo, que llegó a estar peligrosamente descarnado, volvía a estar carnoso y fuerte—. Creo que ése fue el grito que se alzó del corazón de Simon, fue el sonido más humano del mundo. Pero no, no es un buen juez del carácter de los demás; y sí, es ingenuo; que es la razón por la que cambió de estilo de fe una y otra vez y tan rápidamente, el Nuevo Reino, el Tabernáculo del Jordán, el rancho de Condón… lo que sea, siempre que no fuera demasiado complicado y apelara al deseo humano de dar significado al mundo.
—¿Aunque te matara?
—No he dicho que sea sabio. Lo que estoy diciendo es que no es malvado.
Más tarde aprendería a reconocer ese tipo de discurso: estaba hablando como una Cuartogenaria. Con objetividad pero implicada al mismo tiempo. Con íntimo desapego. No me disgustó, pero hacía que se me erizara el pelo de la nuca de vez en cuando.
No mucho después de que la declarara completamente sana y restablecida, Diane me dijo que quería marcharse. Le pregunté adonde quería ir.
Tenía que encontrar a Simon. Tenía que resolver las cosas, de una manera u otra. Después de todo, todavía seguían casados. A ella le importaba si estaba vivo o muerto.
Le recordé que no tenía dinero ni un lugar propio donde quedarse. Dijo que ya se las arreglaría. Así que le di una de las tarjetas de crédito que Jason me había proporcionado, junto con la advertencia de que no podía garantizarle que sirviera; no tenía ni idea de quién aportaba los fondos, cuál era el límite de crédito o si alguien podía seguir el rastro hasta ella.
Me preguntó cómo podía ponerse en contacto conmigo.
—Simplemente llámame —le dije. Tenía mi número, el número que yo había pagado y conservado durante todos esos años, para un teléfono que había llevado conmigo aunque casi nunca sonaba.
Entonces la llevé en coche a la terminal de autobuses local, donde se desvaneció en medio de una muchedumbre de turistas desplazados que se habían quedado atrapados lejos de casa cuando llegó el fin del Spin.
El teléfono sonó seis meses después, cuando los periódicos seguían sacando titulares del estilo «el nuevo mundo» y los canales de cable habían empezado a emitir imágenes de una costa salvaje «a la que se llegaba atravesando el Arco».
Para ese entonces cientos de embarcaciones grandes y pequeñas habían cruzado el Arco. Algunas eran grandes expediciones científicas, respaldadas por la ONU e instituciones geofísicas, con escoltas navales norteamericanas y presencia de periodistas. Otras eran fletes privados. Algunas eran pesqueros, que volvían a puerto con las redes llenas de capturas que podrían pasar por bacalao bajo poca luz. Por supuesto, estaba estrictamente prohibido, pero el «bacalao del Arco» ya se había infiltrado en todos los mercados asiáticos importantes cuando se impuso la prohibición. Resultó ser comestible y nutritivo. Lo que era, como había dicho Jase, una pista: cuando el pescado fue sometido a análisis de ADN su genoma sugería un remoto antepasado terrestre. El nuevo mundo no sólo era habitable, sino que parecía haber sido aprovisionado para la humanidad.
—Encontré a Simon —dijo Diane.
—¿Y?
—Vive en un campamento de caravanas en las afueras de Wilmington. Recibe algo de dinero haciendo chapuzas, reparando bicicletas, tostadoras, ese tipo de cosas. También vive del subsidio estatal y asiste a una pequeña iglesia Pentecostal.
—¿Se alegró de verte?
—No paró de disculparse por lo que sucedió en el rancho Condón. Dijo que quería compensarme. Me preguntó si había algo que podía hacer para hacerme la vida más fácil.
Aferré el teléfono con más fuerza.
—¿Y qué le dijiste?
—Que quería el divorcio. Estuvo de acuerdo. Y me dijo otra cosa. Me dijo que había cambiado, que había algo diferente en mí. Que no sabía decir qué era. Pero no creo que le gustara.
Un toque de azufre, quizá.
—¿Tyler? —dijo Diane— ¿Tanto he cambiado?
—Todo cambia —dije.
Su siguiente llamada importante fue un año después. Yo estaba en Montreal, gracias en parte a la identidad falsa proporcionada por Jason, esperando que mi estatus de emigrante fuera reconocido oficialmente y pasando consulta en un ambulatorio de Outremont.
Desde mi última conversación con Diane, se había descubierto la dinámica básica del Arco. Los hechos eran confusos para cualquiera que concibiera la Arcada como una máquina estática o una simple «puerta», pero si se contemplaba de la forma en que Jason lo había hecho, como una entidad consciente y compleja, capaz de percibir y manipular los acontecimientos dentro de su dominio, las cosas tenían más sentido.
Dos mundos habían sido conectados mediante el Arco, pero sólo para los navíos tripulados que cruzaban por el sur.
Hay que tener en cuenta lo que eso implica. Para una brisa, para una corriente oceánica o un ave migratoria, el Arco no era más que un par de columnas fijas entre el océano índico y el golfo de Bengala. Se movían sin impedimentos alrededor y a través del espacio bajo el Arco, así como lo hacía cualquier barco que navegara del norte hacia el sur.
Pero cruza el ecuador en barco noventa grados al este de Greenwinch y te encontrarás mirando hacia atrás al Arco desde un mar ignoto bajo un cielo extraño, a incontables años luz de la Tierra.
En la ciudad de Madras un ambicioso servicio de cruceros, aunque no muy legal, había impreso una serie de pósteres publicitarios en que decían ¡viaje fácil a planeta amistoso! La Interpol cerró el negocio (La ONU seguía intentando regular los desplazamientos en esos días) pero los pósteres habían descrito más o menos bien la cosa. ¿Cómo es posible? Pregúntaselo a los Hipotéticos.
El divorcio de Diane había finalizado, pero ella no tenía ni trabajo ni perspectivas a corto plazo.
—Pensé que si podía reunirme contigo… —parecía indecisa, y en absoluto como una Cuarta, o como imaginaba que debía parecer una Cuarta—. Si a ti te viene bien. Sinceramente, necesito un poco de ayuda. Encontrar un lugar para vivir y, ya sabes, asentarme.
Así que le conseguí un trabajo en el ambulatorio y ella presentó los papeles a inmigración. Se reunió conmigo en Montreal ese otoño.
Fue un cortejo problemático, lento, al estilo antiguo (o semimarciano, a lo mejor), durante el cual Diane y yo nos descubrimos mutuamente de formas completamente nuevas. Ya no estábamos encorsetados por el Spin ni éramos niños buscando solaz ciegamente. Nos enamoramos, finalmente, como adultos.
Ésos fueron los años en los que la población global llegó a los ocho mil millones. La mayor parte de ese crecimiento se canalizó hacia las megaurbes en expansión: Shanghai, Jakarta, Manila, la China costera, Lagos, Kinshasa, Nairobi, Maputo, Caracas, La Paz, Tegucigalpa… todos los eriales iluminados por fuegos y envueltos en contaminación del mundo. Hubiera hecho falta una docena de Arcos para mermar ese crecimiento de población, pero la superpoblación emuló a una oleada continua de emigrantes, refugiados y «pioneros», muchos de los cuales apiñados en los compartimentos de carga de buques ilegales y más que unos pocos desembarcaron en las orillas de Puerto Magallanes ya muertos o moribundos.
Puerto Magallanes fue el primer asentamiento bautizado propiamente con un nombre en el nuevo mundo. Para entonces gran parte de ese mundo había sido cartografiado burdamente, principalmente desde el aire. Puerto Magallanes estaba en el extremo oriental de un continente que algunos llamaban «Equatoria». Había una segunda masa de tierra de mayor tamaño aún («Borea») que empezaba en el polo norte y se extendía hasta la zona templada del planeta. Los mares del sur abundaban en islas y archipiélagos.
El clima era benigno, el aire limpio, la gravedad era del 95,5 por ciento de la terrestre. Ambos continentes eran enormes despensas a la espera de la llegada de la agricultura. Los mares y los ríos rebosaban de peces. Las leyendas que circulaban en los arrabales de Duala y Kabul era que uno podía comer lo que recogiera de las ramas de los árboles gigantes de Equatoria y luego dormir al abrigo de sus raíces protectoras.
No se podía. Puerto Magallanes era un enclave de la ONU patrullado por soldados. Las ciudadelas de chabolas que habían aparecido a su alrededor carecían de gobierno y eran inseguras. Pero había aldeas de pescadores salpicando toda la costa durante cientos de kilómetros; había hoteles turísticos en construcción alrededor de las lagunas de Bahía Desembarco y la Cala Australiana, y la perspectiva de tierra gratis y fértil había empujado a los colonos tierra adentro a lo largo de los valles fluviales del río Blanco y el Nuevo Irrawaddi.
Pero la noticia más sorprendente procedente del nuevo mundo fue el descubrimiento del segundo Arco. Estaba emplazado a medio mundo de distancia del primero, cerca de los confines sureños de la masa de tierra boreal, y más allá de este Arco había otro nuevo mundo. Este otro, según los informes, parecía un poco menos atractivo; o quizá, simplemente, en esos momentos tenía lugar la estación lluviosa.
—Debe de haber más gente como yo —dijo Diane, a los cinco años de la era post- Spin—. Me gustaría conocerlos.
Le había dado mi copia de los archivos marcianos, una primera traducción dividida en varias tarjetas de memoria, y los había examinado con la misma intensidad que antaño había leído poesía victoriana o panfletos del Nuevo Reino.
Si la obra de Jason había tenido éxito, entonces, sí, había otros Cuartos sobre la Tierra. Pero hacer pública su presencia hubiera sido un billete de primera clase a una penitenciaría federal. La administración Lomax le había puesto el cerrojo de la seguridad nacional a todas las cosas marcianas, y se les había concedido grandes poderes a los agentes de las agencias de seguridad nacionales durante las crisis económicas que ocurrieron tras el fin del Spin.
—¿Alguna vez piensas en ello? —me preguntó, un poco tímidamente.
Convertirme yo mismo en un Cuarto, eso era lo que quería decir Diane. Inyectarme en el brazo una dosis medida del líquido transparente de una de las ampollas que guardaba en una caja fuerte de acero en la pared del armario de nuestro dormitorio. Por supuesto que había pensado en ello. Nos haría más parecidos.
Pero ¿lo deseaba? Era consciente del espacio invisible, de la brecha entre su Cuarta Edad y mi humanidad sin modificar, pero no tenía miedo de eso. Algunas noches, cuando miraba al interior de sus ojos solemnes, incluso atesoraba esa diferencia. Era el cañón el que definía el puente, y el puente que habíamos construido era bueno y fuerte.
Me acarició la mano, sus dedos suaves sobre mi piel texturada, un sutil recordatorio de que el tiempo jamás se detenía, que un día necesitaría el tratamiento aunque no lo deseara especialmente.
—Todavía no —dije.
—¿Cuándo?
—Cuando esté listo.
Al presidente Lomax le sucedió el presidente Hughes y a Hughes el presidente Chaykin, pero todos eran veteranos de la misma era política del Spin. Consideraban que la biotecnología marciana era la nueva bomba atómica, al menos potencialmente, y por ahora era toda suya, una amenaza con copyright. El primer comunicado diplomático del presidente Lomax al gobierno de las Cinco Repúblicas había sido una petición para que censuraran cualquier información biotecnológica en las emisiones marcianas sin codificar dirigidas a la Tierra. Había justificado la petición con argumentos plausibles sobre el efecto que tal tecnología podría tener en un mundo políticamente dividido y a menudo violento (de hecho, había citado la muerte de Wun Ngo Wen como ejemplo) y hasta ahora los marcianos le habían seguido el juego.
Pero incluso ese contacto con los marcianos había sembrado algunas discordias. Las economías igualitarias de las Cinco Repúblicas habían convertido a Wun Ngo Wen en una especie de mascota póstuma de los nuevos movimientos sindicales del mundo. (Era crispante ver el rostro de Wun en las pancartas que llevaban los obreros textiles de las zonas industriales de Asia o los trabajadores de las maquiladoras de electrónica barata en Centroamérica… pero dudo que a Wun le hubiese disgustado.)
Diane cruzó la frontera para asistir al funeral de E. D. casi once años exactos después de aquel día en que la rescaté del rancho Condón.
Nos habíamos enterado de su muerte por las noticias. El obituario mencionó de pasada que su ex mujer Carol lo había precedido por seis meses, otra noticia triste que nos dejó anonadados. Carol había dejado de responder a nuestras llamadas hacía casi una década. Demasiado peligroso, decía. Le bastaba con saber que estábamos a salvo. Y la verdad es que no teníamos nada que decirnos.
(Diane visitó la tumba de su madre mientras estaba en Washington D. C. Lo que más le entristecía, dijo, era que la vida de Carol hubiera sido tan incompleta: un verbo sin objeto directo, una carta anónima, malentendida por la ausencia de firma. «Lo que echo de menos no es tanto a ella como a lo que podía haber sido».)
En el servicio fúnebre de E. D. Diane tuvo cuidado de no identificarse. Demasiados de los amigotes de E. D. en el gobierno estaban presentes, incluyendo al fiscal general y al vicepresidente. Pero lo que atrajo su atención fue una mujer anónima en la muchedumbre que también le dedicaba miradas de soslayo a Diane. «Sabía que era una Cuarta —dijo Diane—. No puedo explicar exactamente cómo lo supe. Su forma de moverse, esa expresión atemporal; era como si hubiera una transmisión entre ambas.» Y cuando terminó la ceremonia, Diane abordó a la mujer y le preguntó cómo había conocido a E. D.
—No lo conocí —dijo la mujer—, no en realidad. Hice algún trabajo de investigación en Perihelio hace algún tiempo, en los días de Jason Lawton. Me llamo Sylvia Tucker.
El nombre me sonó cuando Diane me lo mencionó. Sylvia Tucker era una de las antropólogas que habían trabajado con Wun Ngo Wen en el complejo de Florida. Era más amistosa que el resto de los académicos contratados y era posible que Jase hubiera confiado en ella.
—Intercambiamos direcciones de correo electrónico —dijo Diane—. Ninguna de las dos mencionó la palabra «Cuartogenaria». Pero ambas lo sabíamos. Estoy segura.
No hubo ninguna correspondencia subsiguiente, pero de vez en cuando Diane recibía recortes digitales de prensa de la dirección de Sylvia Tucker, relacionados con lo siguiente:
Un químico industrial en Denver arrestado por orden judicial y arrestado indefinidamente.
Una clínica geriátrica en Ciudad de México cerrada por orden federal.
Un profesor de sociología de la Universidad de California muerto en un incendio, «sospechas de incendio provocado».
Y así seguían.
Me había cuidado de no hacer una lista de ninguno de los nombres y direcciones de los paquetes postreros de Jason, ni de memorizarlos. Pero algunos de los nombres en los artículos parecían familiares.
—Nos está diciendo que nos están dando caza —dijo Diane—. El gobierno está persiguiendo a los Cuartos.
Pasamos un mes debatiendo lo que haríamos en caso de atraer ese tipo de atención. Dado el aparato de vigilancia global que Lomax y sus herederos habían montado, ¿adónde podíamos huir?
Pero sólo había una respuesta posible. Sólo había un lugar donde el aparato no funcionaba y la vigilancia estaba ciega. Así que trazamos nuestros planes; esos pasaportes, esa cuenta bancada, esa ruta a través de Europa hasta el sur de Asia… y los pusimos a un lado hasta que los necesitáramos.
Entonces Diane recibió un último mensaje de Sylvia Tucker, una sola palabra.
«Márchate», decía.
Y nos marchamos.
En el último vuelo del viaje, cuando llegábamos a Sumatra por aire, Diane dijo:
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
Había tomado mi decisión hacía días, durante una escala forzosa en Ámsterdam, cuando todavía me preocupaba de que pudieran habernos seguido, que nuestros pasaportes estuvieran controlados, que nos confiscaran nuestro suministro de drogas marcianas.
—Sí —dije—. Ahora. Antes de cruzar al otro lado.
—¿Estás seguro?
—Tan seguro como jamás estaré.
No, no estaba seguro. Pero estaba dispuesto. Dispuesto, finalmente, a perderme, dispuesto a abrazar la posibilidad.
Así que alquilamos una habitación en el tercer piso de un hotel de estilo colonial en Padang, donde pasaríamos desapercibidos durante un tiempo. Todo el mundo cae, y todos aterrizamos en algún lado.