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A las afueras de Padang nos transfirieron de la ambulancia de Nijon a un coche privado con un conductor minang, que nos dejó (a mí, Ibu Ina y En) en la explanada de un complejo de transporte de mercancías en la autopista de la costa. Cinco enormes almacenes de techo de chapa metálica se agazapaban sobre una llanura de grava negra entre pilas cónicas de hormigón bajo lonas y un corroído vagón cisterna que se oxidaba en una vía lateral. La oficina principal era un edifico bajo de madera con un cartel que decía transportes bayur en inglés.

Transportes Bayur, según dijo Ina, era una de las empresas de su ex marido, y fue Jala el que nos recibió en la recepción. Era un hombre recio de mejillas redondas vestido con un traje de hombre de negocios color amarillo canario. Parecía una jarra de cerveza de cerámica, de esas con la forma de un hombrecillo rechoncho sentado, vestido para los trópicos. El e Ina se abrazaron a la manera de los divorciados en buenos términos, y luego Jala me estrechó la mano y se inclinó para estrechar la de En. Me presentó a su recepcionista como un «importador de aceite de palma de Suffolk», por si la interrogaban los Nuevos Reformasi. Entonces nos escoltó a su BMW de siete años de antigüedad y nos condujo hacia Teluk Bayur, Jana e Ina delante, En y yo en el asiento de atrás.

Teluk Bayur, el gran puerto de aguas profundas al sur de la ciudad de Padang, era la fuente de todo el dinero de Jala. Hacía treinta años, nos dijo, Teluk Bayur era una somnolienta cuenca de barro arenoso con modestos servicios portuarios y un predecible tráfico de carbón, aceite de palma sin refinar y fertilizantes. Hoy en día, gracias al boom económico de la restauración nagari y la explosión de población de la era del Arco, Teluk Bayur era un complejo portuario completamente modernizado con muelles y atraques de calidad mundial y tantas comodidades modernas que incluso Jala perdió interés en hacernos el recuento de todos los remolcadores, grúas, almacenes y barcazas.

—Jala está orgulloso de Teluk Bayur —dijo Ina—. No hay apenas ningún funcionario de alto cargo al que no haya sobornado.

—A nadie por encima del Superintendente General —le corrigió Jala.

—Eres demasiado modesto.

—¿Es que hay algo malo en ganar dinero? ¿Tengo demasiado éxito? ¿Es un crimen llegar a algo en la vida?

Ina inclinó la cabeza y dijo:

—Por supuesto, se trata de preguntas retóricas.

Pregunté si abordaríamos directamente un barco en Teluk Bayur.

—No directamente —dijo Jala—. Os llevo a un lugar seguro en los muelles. Tan simple como subir a un barco y ponerse cómodo.

—¿No hay barco?

—Desde luego que hay barco. El Capetown Maru, un bonito carguero no muy grande. Está cargando café y especias justo ahora. Cuando las bodegas estén llenas, las deudas saldadas y los permisos sellados, entonces subirá a bordo el cargamento humano. Discretamente, espero.

—¿Qué pasa con Diane? ¿Está Diane en Teluk Bayur?

—Pronto —dijo Ina, dedicándole a Jala una mirada cargada de significado.

—Sí, muy pronto.

Puede que Teluk Bayur una vez fuera un somnoliento puerto comercial, pero como cualquier puerto moderno, se había convertido en una ciudad en sí mismo, una ciudad no para las personas, sino para las mercancías. El puerto en sí estaba rodeado y vallado, pero los negocios secundarios habían crecido a su alrededor como los burdeles alrededor de una base militar: fletadores y transportistas secundarios, colectivos como caravanas gitanas a bordo de tráileres de dieciocho ruedas reconstruidos, depósitos de combustible con fugas. Atravesamos todo eso sin detenernos. Jala quería dejarnos instalados antes de que se pusiera el sol.

La bahía de Bayur en sí era una herradura de agua marina recubierta de aceite. Muelles y espigones la lamían como lenguas de hormigón. La costa estaba abarrotada con el ordenado caos del comercio a gran escala, la primera y segunda línea de muelles de descarga y espacios para apilar mercancías, las grúas como mantis religiosas gigantes atracándose con los contenedores atados que extraían de las bodegas de los barcos. Nos detuvimos ante un control de entrada a lo largo de una valla de acero y Jala le pasó algo al guarda de seguridad a través de la ventanilla del coche: un permiso, un soborno o ambas cosas. El guarda asintió y le hizo seña de que pasara el coche, Jala se despidió amistosamente con un gesto de la mano y llevó el coche al interior, siguiendo una línea de tanques de combustible para aviones y aceite de palma sin refinar con lo que parecía una velocidad temeraria.

—He dispuesto las cosas para que os quedéis aquí a pasar la noche. Tengo un despacho en uno de los almacenes del muelle E. No hay nada allí excepto hormigón, nadie que os moleste. Por la mañana traeré a Diane Lawton.

—¿Y entonces nos marcharemos?

—Paciencia. No sois los únicos haciendo rantau… sólo los más conspicuos. Puede que haya complicaciones.

—¿Como cuáles?

—Pues obviamente, los Nuevos Reformasi. La policía hace un barrido de los muelles de vez en cuando buscando ilegales y gente que quiere cruzar el Arco. Normalmente encuentran a unos pocos. O a más de unos pocos, dependiendo de quién se haya vendido. En estos momentos hay mucha presión desde Yakarta, así que ¿quién sabe? También se habla de acciones sindicales. El sindicato de estibadores es extremadamente militante. Saldremos antes de que empiece ningún conflicto, con suerte. Así que esta noche tendrás que dormir en el suelo y a oscuras, me temo, y yo me llevaré a Ina y En junto a los demás aldeanos por ahora.

—No —dijo Ina con firmeza—. Me quedaré con Tyler.

Jala hizo una pausa. Entonces la miró y le dijo algo en minang.

—No tiene gracia —dijo ella—. Y no es verdad.

—Entonces ¿qué pasa? ¿No confías en mí para que lo mantenga a salvo?

—¿Qué he ganado yo confiando en ti?

Jala sonrió. Sus dientes eran de color marrón tabaco.

—Aventura.

—Sí, de eso mucho.


Así que terminamos en el extremo norte de un complejo de almacenes fuera de los muelles, Ibu Ina y yo, en una lóbrega habitación rectangular que había sido el despacho de un inspector, dijo Ina, hasta que el edificio quedó cerrado temporalmente pendiente de las reparaciones a su poroso techo.

Una de las paredes era una ventana de vidrio reforzado. Miré al cavernoso espacio de almacenaje empalidecido por el polvo acumulado. Las columnas metálicas de sustentación se alzaban del suelo encharcado y embarrado como costillas oxidadas.

La única luz procedía de las lámparas de seguridad emplazadas a intervalos espaciados a lo largo de las paredes. Los insectos voladores habían penetrado en el interior del edificio por los huecos y volaban en enjambres alrededor de las luces protegidas con rejillas o morían y formaban montículos bajo éstas. Ina logró hacer funcionar una lámpara del escritorio. En un rincón había una pila de viejas cajas de cartón vacías, y desplegué las más secas y las apilé para hacer dos colchonetas improvisadas. No había mantas. Pero era una noche cálida. Estábamos cerca de la estación de los monzones.

—¿Cree que podrá dormir? —preguntó Ina.

—No es el Hilton, pero es lo mejor que puedo hacer.

—Oh, no, eso no. El ruido, quiero decir. ¿Cree que podrá dormir con el ruido?

Teluk Bayur no cerraba por las noches. La carga y descarga proseguía las veinticuatro horas del día. No lo veíamos, pero lo oíamos, el sonido de motores pesados y metal bajo tensión y el periódico estruendo de contenedores de muchas toneladas en tránsito.

—He dormido en sitios peores —dije.

—Lo dudo —dijo Ina—. Pero es muy amable por su parte.

Ninguno de los dos consiguió dormir durante horas. En vez de eso nos sentábamos cerca de la luz de la lámpara de escritorio y hablábamos esporádicamente. Ina me preguntó sobre Jason.

Le dejé que leyera algunos de los largos pasajes que había escrito durante mi enfermedad. La transición de Jason a la Cuarta Edad, dijo Ina, parecía mucho menos difícil que la mía. No, dije, simplemente había olvidado incluir los detalles escatológicos.

—¿Y qué pasó con su memoria? ¿No hubo pérdidas? ¿No le preocupaba?

—No hablaba mucho de ello. Estoy seguro de que le preocupaba. —De hecho había salido de sus recurrentes ataques de fiebre exigiéndome que documentara su vida. «Escríbela por mí—me había dicho—, escríbela en caso de que se me olvide.»

—Pero no tuvo grafomanía.

—No. La grafomanía aparece cuando el cerebro empieza a recablear sus propias facultades verbales. Es sólo uno de los síntomas posibles. Los sonidos que emitía posiblemente fueran una manifestación de ello.

—Eso lo aprendió de Wun Ngo Wen.

Sí, o de sus archivos médicos, los cuales había estudiado posteriormente.

Ina seguía fascinada con Wun Ngo Wen.

—Esa advertencia a la Naciones Unidas sobre la sobrepoblación y la escasez de recursos, ¿habló de eso con Wun alguna vez? Quiero decir, antes de…

—Lo sé. Sí, un poco.

—¿Qué le contó?

Eso fue durante una de nuestras conversaciones sobre el propósito último de los Hipotéticos. Wun me había dibujado un diagrama, que reproduje para Ina sobre el polvoriento suelo de parqué: una línea horizontal y otra vertical que definían una gráfica. La línea vertical era la población y la horizontal el tiempo. Una línea dentada cruzaba el espacio más o menos horizontalmente.

—Población en el tiempo —dijo Ina—. Hasta ahí entiendo. Pero ¿qué estamos midiendo exactamente?

—Cualquier población animal en cualquier ecosistema relativamente estable. Pueden ser zorros en Alaska o monos aulladores en Belice. La población fluctúa según factores externos, como un invierno frío o un aumento de los depredadores, pero permanece estable al menos a corto plazo.

Pero entonces, había dicho Wun, ¿que ocurre si contemplamos a largo plazo una especie inteligente que usa herramientas? Dibujé la misma gráfica que antes sólo que esta vez la línea se curvaba rápidamente hacia la vertical.

—Lo que está ocurriendo aquí —dije—. Es que la población, bueno, podemos decir simplemente «la gente» están aprendiendo a compartir sus habilidades. No sólo aprenden a tallar un trozo de sílex, sino a enseñar a los demás a tallar el pedernal y dividirse el trabajo de forma eficiente. La colaboración produce más comida. La población crece. Más gente colabora con más eficiencia y generan nuevas habilidades. Agricultura. Ganadería. Lectura y escritura, lo que significa que las habilidades pueden ser transmitidas de manera más eficiente entre la población viva e incluso transmitirse desde generaciones que murieron hace mucho.

—Así que la curva cada vez es más empinada —dijo Ina—. Hasta que nos encontramos ahogándonos en nosotros mismos.

—Ah, pero no es así. Hay otras fuerzas que trabajan para inclinar la curva a la derecha. Aumentar la prosperidad y los conocimientos tecnológicos trabaja a nuestro favor. La gente segura y bien alimentada tiende a limitar su propia reproducción. La tecnología y las culturas flexibles les proporcionan los medios. Al final, dijo Wun, la curva tiende a estabilizarse de nuevo haciéndose plana.

Ibu Ina parecía confusa.

—¿Así que en realidad no hay problema? Nada de hambrunas ni de sobrepoblación.

—Desafortunadamente, la curva de población de la Tierra está muy lejos de la horizontal. Y vamos a enfrentarnos a condiciones limitantes.

—¿Condiciones limitantes?

Otro diagrama más. Éste mostraba una curva parecida a una letra «S» en cursiva, plana en lo alto. Sobre ésta marqué dos líneas paralelas horizontales; una bien por encima de la curva y marcada «A» y la otra cruzándose con la curva en su parte superior, marcada «B».

—¿Qué son esas líneas? —preguntó Ina.

—Ambos son la sostenibilidad planetaria. La cantidad de Tierra cultivable, combustible y materias primas para sostener la tecnología, aire y agua limpios. El diagrama muestra la diferencia entre una especie diferente con éxito y una que fracasa. Una especie que llega a su apogeo por debajo del límite tiene potencial para supervivencia a largo plazo. Una especie con éxito puede hacer todas esas cosas futuristas con las que soñamos: expandirse por el sistema solar e incluso la galaxia, manipular el tiempo y el espacio.

—Qué grandioso —dijo Ina.

—No te burles. La alternativa es peor. Una especie que llega a los límites de sostenibilidad antes de estabilizar su población probablemente esté condenada. Hambrunas en masa, fracaso tecnológico y un planeta tan agotado por su primer florecimiento de civilización que carece de los medios para reconstruirla.

—Ya veo —se estremeció—. ¿Y cuáles somos? ¿El Caso A o el Caso B? ¿Le dijo Wun cuál?

—Todo lo que me dijo con seguridad es que ambos planetas, Tierra y Marte, empezaban a llegar a sus límites. Y que los Hipotéticos intervinieron antes de que eso ocurriera.

—¿Pero por qué intervinieron? ¿Qué esperan de nosotros?

Era una pregunta para la cual la gente de Wun no tenía respuesta. Ni yo tampoco.

No, eso no era del todo cierto. Jason Lawton había encontrado una especie de respuesta.

Pero no estaba preparado todavía para hablar de eso.

Ina bostezó, y yo deshice los garabatos sobre el suelo polvoriento. Apagó la luz del escritorio. Las dispersas luces de mantenimiento emitían un resplandor exhausto. Desde el exterior del almacén nos llegaba un sonido como el de una campana enorme y ahogada cada cinco segundos o así.

—Tictac —dijo Ina, poniéndose cómoda sobre el colchón de cartón húmedo—. Recuerdo cuando los relojes hacían tictac, Tyler. ¿Y usted? ¿Los relojes de antes?

—Había uno de ésos en la cocina de mi madre.

—Hay muchas clases de tiempo. El tiempo por el que medimos nuestras vidas. Meses y años. O el gran tiempo, el tiempo que alza montañas y crea estrellas. O todas las cosas que suceden entre un latido de corazón y el siguiente. Es difícil vivir en todos esos tipos de tiempo. Es fácil olvidarse de que uno vive en todos ellos.

El estrépito metronómico prosiguió.

—Hablas como una Cuarta —dije.

A la tenue luz pude ver su sonrisa cansada.

—Creo que una sola vida es suficiente para mí.


Por la mañana nos levantamos al sonido de una puerta plegable que alguien deslizaba hasta sus topes, un estallido de luz, Jala que nos llamaba.

Bajé las escaleras corriendo. Jala había recorrido ya la mitad del almacén y Diane le seguía, caminando lentamente.

Me acerqué y dije su nombre.

Diane intentó sonreír, pero tenía los dientes apretados y el rostro antinaturalmente pálido. Para entonces ya había visto que sostenía un trozo de tela hecho una bola contra su cuerpo, por encima de su cadera, y que tanto la tela como la blusa de algodón estaban manchadas de un rojo vivido con la sangre que manaba.

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