Me desperté sabiendo que no estaba preparado para volverla a ver.
Me desperté en la lujosa casa de veranero de E. D. en las Berkshires con el sol brillando a través de la filigrana del encaje de las cortinas, pensando: «basta de gilipolleces». Estaba cansado de ello. De todas las gilipolleces egoístas de los últimos ocho años, incluyendo mi asunto con Candice Boone, que había visto a través de mis mentiras antes incluso que yo mismo: «Tienes un poco de fijación con esa gente, los Lawton», me había dicho Candice una vez. Dímelo a mí.
No podía afirmar con toda franqueza que estuviera enamorado de Diane. La conexión entre nosotros nunca había sido tan inequívoca como eso. Habíamos crecido entrando y saliendo de esa zona, como enredaderas que se entretejieran en una valla enrejada. Pero su apogeo había sido una conexión real, una emoción que casi daba miedo por su gravedad y madurez. Lo que era la razón por la que estaba tan ansioso por disimularla. A ella también la hubiera asustado.
Todavía me descubría realizando conversaciones imaginarias con ella, normalmente tarde por la noche, ofreciendo digresiones al cielo sin estrellas. Era lo suficiente egoísta para echarla de menos pero estaba lo suficientemente cuerdo para saber que jamás habíamos estado juntos. Estaba completamente preparado para olvidarme de ella.
Para lo que no estaba preparado era para volverla a ver.
Abajo, Jason estaba sentado en la cocina mientras yo me preparaba el desayuno. Había dejado la puerta abierta. Dulces brisas recorrían la casa. Estaba pensando seriamente en tirar mi bolsa en el asiento de atrás de mi Hyundai y largarme.
—Cuéntame lo del NR —dije.
—Pero ¿es que no lees los periódicos? —preguntó Jason—. ¿Es que mantienen a los estudiantes de medicina en aislamiento allí en Stony Brook?
Por supuesto que sabía algo sobre el NR, la mayor parte de lo cual lo había oído en las noticias o en conversaciones de comedor. Sabía que NR era la abreviatura de «Nuevo Reino». Sabía que era un movimiento cristiano inspirado por el Spin, cristiano al menos nominalmente aunque había sido denunciado por las iglesias conservadoras y mayoritarias por igual. Sabía que atraía principalmente a los jóvenes y descontentos. Un par de tipos en mi clase de primer año habían dejado los estudios para volcarse en el NR, cambiando inestables carreras universitarias por una iluminación menos exigente.
—Es simplemente otro movimiento milenarista —dijo Jase—. Llega demasiado tarde para el cambio de milenio, pero justo a tiempo para el fin del mundo.
—Una secta, en otras palabras.
—No, no exactamente. «NR» es una descripción general para todo el espectro de los movimientos de hedonismo cristiano, así que no es una secta en sí mismo, aunque incluye unos cuantos grupos sectarios. No hay un único líder. No hay sagradas escrituras, sólo una panda de teólogos extremistas con los que el movimiento se identifica, C. R. Ratel, Laura Greengage, gente así. —Había visto sus libros en los expositores de las tiendas. Teología sobre el Spin con signos de interrogación en los títulos: ¿Hemos sido testigos del segundo advenimiento? ¿Podemos sobrevivir al fin de los tiempos? —Y no muchos proyectos, aparte de una especie de comunalismo de fin de semana. Pero lo que atrae a las multitudes no es la teología. ¿Has visto las imágenes de esas reuniones del NR, del tipo que ellos llaman Ekstasis?
Las había visto, y a diferencia de Jason, que jamás había estado demasiado cómodo con los asuntos de la carne, yo sí que podía entender el atractivo. Lo que había visto era un vídeo de una reunión en las Cascades el verano del año pasado. Había parecido un cruce entre un picnic baptista y un concierto de los Grateful Dead. Un prado soleado, flores silvestres, túnicas blancas ceremoniales, un tipo con cero por ciento de grasa corporal soplando un shofar[4]. Al caer la noche, una hoguera ardía con fuerza y habían montado un escenario para los músicos. Entonces las túnicas empezaron a caer al suelo y comenzó el baile. Y unos cuantos actos algo más íntimos que el baile.
Pese a todo el disgusto transmitido por los medios de comunicación convencionales, a mí me había parecido completamente inocente. Nada de sermones, sólo unos cuantos cientos de peregrinos sonriendo ante las fauces de la extinción y amando a sus prójimos como a ellos les gustaría ser amados. El vídeo había sido grabado en cientos de DVD y pasaba de mano en mano en las residencias de estudiantes de toda la nación, incluyendo Stony Brooks. No existe un acto sexual tan edénico que un solitario estudiante de medicina no pueda hacerse una paja viéndolo.
—Me resulta difícil imaginarme a Diane siendo atraída por el NR.
—Por el contrario. Diane es su público objetivo. Está asustada de muerte por el Spin y todo lo que implica sobre el mundo. El NR es el anestésico para la gente como ella. Convierte aquello a lo que más miedo tiene en un objeto de adoración, un portal hacia el reino de los cielos.
—¿Cuánto tiempo lleva metida en eso?
—Hace ya casi un año. Desde que conoció a Simon Townsend.
—¿Simon es del NR?
—Simon, me temo, es del NR radical.
—¿Conoces a ese tipo?
—Lo llevó a la Gran Casa las navidades pasadas. Creo que Diane quería ver los fuegos artificiales. E. D., por supuesto, no aprueba a Simon. De hecho su hostilidad fue bastante obvia. —Aquí Jason hizo una mueca ante el recuerdo de lo que debió ser una de las mayores rabietas de E. D. Lawton—. Pero Diane y Simon cumplieron con los mandamientos del NR: pusieron la otra mejilla. Prácticamente le sonrieron hasta matarlo. Lo digo literalmente. Una sola mirada más llena de dulzura y comprensión y hubiera acabado en el ala de infartados del hospital.
Anota un punto para Simon, pensé.
—¿Es bueno para ella?
—Es exactamente lo que ella quiere. Y eso es lo último que Diane necesita.
Llegaron esa tarde, traqueteando por la carretera de entrada en un turismo de hacía quince años que parecía consumir más gasolina que el tractor de Mike, el jardinero. Conducía Diane. Aparcó y salió por el otro lado del coche, oculta tras la baca del equipaje, mientras Simon salía a plena vista, sonriendo tímidamente.
Era un tipo bien parecido. Metro ochenta de estatura, puede que algo más, delgado pero no un debilucho; un rostro corriente, ligeramente caballuno rematado por una revoltosa mata de pelo rubio dorado. Su sonrisa mostraba un hueco entre los dientes superiores. Llevaba vaqueros, una camisa de cuadros escoceses y un pañuelo atado al bíceps izquierdo como un torniquete; ése era el emblema de un líder del NR, según descubriría más tarde.
Diane rodeó el coche y se detuvo a su lado, ambos sonriendo a Jason y a mí en las escaleras del porche. También ella iba vestida a la moda del NR: una falda azul aciano que llegaba hasta el suelo, blusa azul y un ridículo sombrero negro de ala ancha del tipo que suelen llevar los hombres amish. Pero las ropas le sentaban bien, o más bien, la envolvían dándole un aspecto agradable, sugiriendo salud campestre y sensualidad rústica. Su rostro tenía tanta vida y color como una baya en su planta. Se protegió los ojos con la mano ante la luz del sol y sonrió, y quise creer que fue a mí en particular. Dios, esa sonrisa. De algún modo al mismo tiempo sincera y maliciosa.
Empecé a sentirme perdido.
Sonó el móvil de Jason. Lo sacó del bolsillo y comprobó el número que llamaba.
—Tengo que responder a esta llamada —susurró.
—No me dejes aquí solo, Jase.
—Estaré en la cocina. Ahora vuelvo.
Se escabulló mientras Simon depositaba su petate sobre la madera del porche y decía:
—¡Tú debes de ser Tyler Dupree!
Me tendió la mano. Se la estreché. Tenía un apretón firme y un meloso acento sureño, vocales como madera pulida, consonantes educadas como tarjetas de presentación. Hizo que mi nombre sonara a cajún, aunque mi familia jamás había estado al sur de Millinocket. Diane corrió tras él, gritando:
—¡Tyler!
Y me envolvió en un feroz abrazo. Repentinamente tenía su pelo en mi cara y todo lo que percibía era el aroma soleado y salado que se desprendía de ella.
Nos separamos dejando la confortable distancia de un brazo entre nosotros.
—Tyler, Tyler —exclamó ella, como si yo me hubiera convertido en algo notable —. Tienes buen aspecto tras todos estos años.
—Ocho —dije como un idiota—. Ocho años.
—Guau, ¿de verdad?
Le ayudé a arrastrar el equipaje al interior de la casa, les mostré la sala a la entrada y me escabullí para encontrar a Jason, que estaba en la cocina interactuando con su móvil. Estaba de espaldas a mí cuando entré.
—No —dijo. El tono era tenso—. No… ¿ni siquiera el Departamento de Estado?
Me detuve en seco. El Departamento de Estado. Ay, Dios.
—Puedo estar de vuelta en un par de horas si… oh. Ya veo. No, está bien. Pero mantenme informado. Vale. Gracias.
Se metió el teléfono en el bolsillo y me vio al volverse.
—¿Hablando con E. D.?
—Con su ayudante, en realidad.
—¿Todo va bien?
—Vamos, Ty, tú lo que quieres es que te cuente todos los secretos. —Intentó una sonrisa sin demasiado éxito—. Ojalá no me hubieras escuchado.
—Lo único que he oído es a ti ofreciéndote para volver a Washington y dejarme aquí con Simon y Diane.
—Bueno… puede que tenga que hacerlo. Los chinos se rajan.
—¿Qué significa eso, que se rajan?
—Se niegan a abandonar por completo el lanzamiento que tenían planeado. Quieren mantener abierta esa opción.
El ataque nuclear contra los artefactos del Spin.
—Supongo que habrá alguien que estará intentando convencerlos para que no lo hagan.
—La diplomacia continúa. Pero no ha tenido éxito exactamente. Las negociaciones parecen estar en punto muerto.
—Y… bueno, ¡mierda, Jase! ¿Y qué pasa si hacen el lanzamiento?
—Pues pasa que dos armas de fusión de alta potencia estallarán en las cercanías de un artefacto desconocido asociado con el Spin. En cuanto a las consecuencias… bueno, ésa es una pregunta interesante. Pero todavía no ha ocurrido. Probablemente no ocurra.
—Estás hablando del día del juicio final, o quizá del fin del Spin.
—Baja la voz. Tenemos invitados, ¿recuerdas? Y estás reaccionando de manera exagerada. Lo que tienen planeado los chinos es algo temerario y probablemente no servirá de nada, pero aunque sigan adelante con ello, probablemente no será un suicidio. Sean lo que sean los Hipotéticos, deben saber cómo defenderse sin destruirnos a nosotros en el proceso. Y los artefactos polares no necesariamente tienen que ser los mecanismos que mantienen el Spin. Puede que sean plataformas de observación pasivas, sistemas de comunicación o incluso señuelos.
—Si los chinos lanzan sus cohetes, ¿cuánto tiempo tenemos desde que nos avisen?
—Depende de lo que quieras decir con «tenemos». El público general probablemente no se enterará de nada hasta que todo haya terminado.
Entonces fue cuando comencé a entender que Jason no era sólo el aprendiz de su padre, que ya había empezado a forjar sus propios contactos en el poder. Más tarde descubriría muchas más cosas sobre la Fundación Perihelio y el trabajo que hacía Jason para ellos. Por ahora seguía siendo parte de la vida entre sombras de Jason. Incluso cuando éramos niños, Jase ya había tenido una doble vida: lejos de la Gran Casa, había sido un prodigio de las matemáticas, pasando de curso en curso en una escuela privada de élite con tanta facilidad como un jugador de golf que hubiera ganado el Masters se haría un recorrido de minigolf; en casa era simplemente Jase, y nos habíamos esforzado por mantener las cosas de esa manera.
Y así seguían siendo. Pero ahora proyectaba una sombra mayor. Ya no pasaba los días impresionando a sus profesores de matemáticas en la Rice. Se pasaba el día maniobrando para ponerse en posición de influenciar la historia de la humanidad.
—Y si ocurre —añadió—, sí, me lo advertirán con cierta antelación. Tendremos algo de antelación. Pero no quiero que Diane se preocupe. Ni Simon, por supuesto.
—Genial. No le haré caso. Sólo es el fin del mundo.
—No es nada de eso. Todavía no ha pasado nada. Cálmate, Tyler. Sirve bebidas si necesitas hacer algo.
Por despreocupado que intentara parecer, su mano temblaba mientras buscaba vasos en el armario de la cocina.
Podría haberme marchado. Podría haber salido por la puerta, meterme en mi Hyundai y estar a mucha distancia antes de que se dieran cuenta de que me había ido. Pensé en Diane y Simon en el recibidor practicando su cristianismo hippie y en Jason en la cocina, recibiendo boletines informativos sobre el fin del mundo en su móvil: ¿de verdad quería pasar mi última noche sobre la tierra con esa gente?
Y al mismo tiempo pensé: «¿y con quién si no? ¿Con quién?»
—Nos conocimos en Atlanta —dijo Diane—. El estado de Georgia patrocinaba un seminario sobre espiritualidad alternativa. Simon estaba allí para oír la conferencia de C. R. Ratel. Y yo me lo encontré por casualidad en la cafetería del campus. Estaba sentado solo, leyendo un ejemplar de Segundo Advenimiento y yo también estaba sola, así que deposité mi bandeja en su mesa y empezamos a hablar.
Diane y Simon compartían un lujoso sofá amarillo que olía a polvo y que estaba junto a la ventana. Diane estaba repantigada contra el brazo del sofá. Simon estaba sentado alerta y con la espalda recta. Su sonrisa me empezaba a preocupar. No desaparecía nunca.
Los cuatro sorbíamos nuestras bebidas mientras las cortinas ondeaban en la brisa y un tábano murmuraba contra la rejilla de la ventana. Era difícil mantener una conversación cuando había tanto de lo que no se podía hablar. Hice un esfuerzo para duplicar la sonrisa de Simon.
—¿Así que eres un estudiante?
—Lo era —dijo.
—¿Y qué haces ahora?
—Viajar. Principalmente.
—Simon puede permitirse viajar —dijo Jase—. Es un heredero.
—No seas grosero —dijo Diane, y en el tono de su voz había una advertencia real —. ¿Por esta vez, por favor, Jase?
Simon hizo un gesto de indiferencia.
—No, es cierto en su mayor parte. Tengo algo de dinero a mi nombre por mi familia. Diane y yo estamos aprovechando la oportunidad para ver un poco del país.
—El abuelo de Simon —dijo Jason— era Augustus Townsend, el rey de los limpiapipas de Georgia.
Diane puso los ojos en blanco. Simon, aún imperturbable (empezaba a parecer un poco santurrón), dijo.
—Eso era en los viejos tiempos. Se supone que ya no los llamamos limpiapipas, sino «escobillas» —se rio—. Y aquí estoy sentado, heredero de una fortuna en escobillas.
En realidad era una fortuna en ideas para regalos y complementos. Augustus Townsend había empezado con los limpiapipas, pero había ganado su dinero como distribuidor de juguetes de hojalata, brazaletes de la suerte y peines de plástico en tiendas de todo a diez centavos por todo el Sur. En los cuarenta, la familia había sido una presencia importante en los círculos sociales de Atlanta.
Jason continuó su ataque.
—Simon no tiene lo que llamarías una carrera. Es un espíritu libre.
—No creo que ninguno de nosotros seamos en realidad espíritus libres —dijo Simon—, pero no, no tengo ni quiero una carrera. Supongo que eso me hace parecer un vago. Bueno, soy un vago. Es mi vicio recurrente. Pero me pregunto qué utilidad tendría una carrera a largo plazo. Considerando el estado de las cosas. Sin ofender — se volvió hacia mí, estabas estudiando medicina, Tyler?
—Acabo de salir de la facultad —dije—. Tal y como están las cosas…
—No, si creo que es maravilloso. Creo que es la ocupación más valiosa del planeta.
Jason había acusado a Simon de ser un inútil. Y Simon había respondido que, en general, las carreras eran inútiles… excepto carreras como la mía. Finta y parada. Era como observar una pelea de bar con los contrincantes en zapatillas de ballet.
Sin embargo, seguía queriendo disculparme por Jase. Jason no se sentía ofendido por la filosofía de Simon, sino por su presencia. Esa semana en las Berkshires era supuestamente una reunión: Jason, Diane y yo, como en los viejos tiempos de la niñez. En vez de eso nos veíamos ante la perspectiva de estar encerrados con Simon, al que Jason obviamente veía como un intruso, una especie de amistosa Yoko Ono sureña.
Le pregunté a Diane cuánto tiempo llevaban viajando.
—Cerca de una semana —dijo—, pero nos hemos pasado la mayor parte del verano en la carretera. Estoy segura de que Jason te ha contado cosas sobre el Nuevo Reino. Pero la verdad es que es maravilloso, Ty. Tenemos amigos en internet por todo el país. Gente con la que podemos quedarnos un día o dos. Así que vamos a cónclaves y conciertos desde Maine a Oregón, de julio a octubre.
—Supongo que eso es un ahorro en gastos de alojamiento y ropa.
—No todos los cónclaves son un Ekstasis —restalló Diane.
—No haremos muchos viajes —dijo Simon— si ese viejo trasto nuestro se cae a cachos. El motor no arranca bien y la velocidad es de risa. No sé mucho de mecánica, desafortunadamente. Tyler, ¿sabes algo de motores de coche?
—Un par de cosillas —dije. Entendí que era una invitación para salir al exterior con Simon mientras Diane intentaba negociar un alto el fuego con su hermano—. Echemos un vistazo.
El día seguía despejado, ondas de aire límpido y cálido se desprendían del césped más allá de la carretera de entrada. Escuché, con distraída atención, lo admito, mientras Simon abría la capota de su viejo Ford y recitaba sus problemas. Si era tan acaudalado como Jase había dejado caer, ¿por qué no se compraba un coche mejor? Pero supuse que la fortuna que había heredado estaba repartida entre demasiados herederos o que estaba atada a fideicomisos.
—Supongo que parezco bastante estúpido —dijo Simon—. Especialmente con las compañías que tengo. Nunca entendí demasiado de ciencia o mecánica.
—Yo tampoco soy un experto. Aunque consigamos hacer que el motor funcione algo mejor deberías hacer que un mecánico de verdad le eche un vistazo antes de intentar atravesar el país en coche.
—Gracias, Tyler. —Observó con una especie de asombrada fascinación mientras yo revisaba el motor—. Gracias por el consejo.
Los culpables más plausibles eran las bujías. Le pregunté a Simon si se las habían cambiado alguna vez.
—Que yo sepa, no —dijo.
El coche había recorrido más de 95.000 kilómetros. Usé la llave de bujías de mi coche para sacar una y se la mostré.
—Esto es lo que te está dando la mayoría de los problemas.
—¿Eso?
—Y sus amigas. La buena noticia es que no es una parte cara de cambiar. La mala es que será mejor que no conduzcas el coche hasta que las hayas cambiado.
—Hmm —dijo Simon.
—Podemos ir al pueblo en mi coche y comprar recambios si estás dispuesto a esperar hasta mañana.
—Bueno, sí. Eres muy amable. No planeábamos irnos ya. Eh, a menos que Jason insista, claro.
—Jason se calmará. Sólo que…
—No hace falta que me lo expliques. Jason preferiría que yo no estuviera aquí. Lo comprendo. No me asombra ni me sorprende. Pero Diane dijo que no aceptaría una invitación que no me incluyera a mí.
—Bueno… bien por ella —supuse.
—Pero me sería igual de fácil alquilar una habitación en el pueblo.
—No hay necesidad de eso —dije, preguntándome cómo era posible, exactamente, el que estuviera intentando convencer a Simon Townsend para que se quedara. No sabía qué esperaba de una reunión con Diane, pero la presencia de Simon había abortado cualquier esperanza prematura. Para bien, probablemente.
—Supongo —dijo Simon— que Jason te ha hablado del Nuevo Reino. Es un punto problemático.
—Me contó que estabais metidos en ello.
—No voy a empezar ningún tipo de discurso para convertirte a la fe ni nada de eso. Pero si tienes algún tipo de dudas sobre nuestra organización que te perturben, quizá te las pueda aclarar.
—Todo lo que sé sobre el NR es lo que he visto en la tele, Simon.
—Algunos lo llaman Hedonismo Cristiano. Yo prefiero Nuevo Reino. Esa es la idea en dos palabras, de verdad. Construir el quiliasmo[5] viviéndolo, aquí y ahora. Hacer que la última generación sea tan idílica como la primera.
—Aja. Bueno… Jase no tiene mucha paciencia con la religión.
—No, no la tiene, pero ¿sabes una cosa, Tyler? No creo que sea la religión lo que le molesta.
—¿No?
—No. Con toda sinceridad, admiro a Jason Lawton, y no sólo porque es increíblemente inteligente. Es uno de los ilustrados, si me perdonas una palabra tan devaluada. Se toma el Spin en serio. Hay ¿cuántos? ¿ocho mil millones de personas en la Tierra? Y casi todos ellos saben, como mínimo, que las estrellas han desaparecido del cielo. Pero siguen viviendo como si nada. Sólo unos pocos de nosotros creemos en el Spin. El NR se lo toma en serio. Y Jason también.
Eso se parecía muchísimo, de manera asombrosa, a lo que el propio Jason había dicho.
—No de la misma… forma, sin embargo.
—Ése es el meollo de la cuestión. Dos visiones compitiendo por la mente del público. Dentro de no mucho, la gente tendrá que enfrentarse a la realidad, quieran o no. Y tendrán que elegir entre una comprensión científica y una espiritual. Eso preocupa a Jason. Porque cuando las cosas terminan siendo asuntos de vida o muerte, la fe siempre vence. ¿Dónde preferirías pasar tú la eternidad? ¿En un paraíso terrenal o en un laboratorio estéril?
La respuesta no me parecía tan simple como evidentemente se lo parecía a Simon. Recordé la respuesta de Mark Twain a una pregunta similar.
El cielo, por el clima. El infierno por la compañía.
Desde el interior de la casa llegaban los sonidos de una discusión en marcha: la voz de Diane, sarcástica, y las respuestas hoscas y átonas de su hermano. Simon y yo cogimos un par de sillas plegables del garaje y nos sentamos a la sombra del techado para el coche esperando a que los gemelos terminaran. Hablamos del tiempo. El tiempo era muy bueno. En ese aspecto llegamos a un consenso.
El ruido procedente de la casa se calmó al final. Al cabo de un momento, un Jason con aspecto de haber sido regañado salió y nos invitó a ayudarle con la barbacoa. Le seguimos a la parte de atrás de la casa y hablamos de corteses naderías mientras la parrilla se calentaba. Diane salió de la casa con aspecto enrojecido pero triunfante. Así solía mostrarse cuando le ganaba una discusión a Jase: un poco arrogante, un poco sorprendida.
Nos sentamos a comer pollo, beber té helado y apurar los restos de la ensalada de judías.
—¿Os importa si digo una pequeña bendición? —preguntó Simon.
Jason hizo una mueca pero asintió.
Simon inclinó la cabeza solemnemente. Me preparé para un sermón. Pero todo lo que dijo fue:
—Danos el valor para aceptar estos dones que Has puesto ante nosotros ahora y todos los días.
Una oración que no expresaba gratitud, sino la necesidad de ser valientes. Muy acorde con los tiempos. Diane me sonrió desde el otro lado de la mesa. Luego le apretó el brazo a Simon y nos dedicamos a comer.
Terminamos temprano, la luz solar todavía se demoraba en el cielo y los mosquitos no habían entrado aún en su frenesí vespertino. La brisa había desaparecido y el aire era fresco y suave.
En otros lugares, las cosas sucedían muy deprisa.
Lo que no sabíamos, lo que Jason, pese a todos esos contactos de los que presumía, no sabía, era que en algún momento entre ese primer mordisco al pollo y la última cucharada de ensalada de judías los chinos se habían retirado de las negociaciones y ordenado el lanzamiento inmediato de una salva de misiles Dong Feng modificados armados con ojivas termonucleares. Los cohetes debían alzarse en sus arcos mientras sacábamos las Heinekens de la nevera. Heladas botellas verdes con forma de cohete que sudaban al calor del verano.
Limpiamos la mesa del patio. Mencioné las bujías desgastadas y mi plan de llevar a Simon al pueblo a la mañana siguiente. Diane susurró algo a su hermano y luego (tras una pausa) le dio un codazo. Jase finalmente asintió y se volvió hacia Simon.
—Hay una de esas supertiendas de automoción a las afueras de Stockbridge que abre hasta las nueve. ¿Por qué no te llevo ahora mismo?
Era una ofrenda de paz, aunque renuente. Simon se recuperó de su sorpresa inicial y dijo:
—No voy a rechazar un viaje en Ferrari, si eso es lo que me estás ofreciendo.
—Puedo mostrarte lo que sabe hacer.
Dulcificado ante la perspectiva de poder presumir de coche, Jason volvió a la casa para coger las llaves. Simon nos dedicó una mirada de considerable alivio antes de darse la vuelta para seguir a Jason. Miré a Diane. Me sonrió, orgullosa de su triunfo diplomático.
En otro lugar, los misiles Dong Feng se aproximaron y luego cruzaron la barrera del Spin en ruta a sus objetivos programados. Es extraño imaginárselos cruzando el espacio sobre una Tierra que repentinamente se había vuelto oscura, fría e inmóvil, operando únicamente gracias a su programación interna, apuntando por sus medios hacia los artefactos sin rasgos distintivos que levitaban a cientos de kilómetros sobre los polos. Como un drama sin audiencia, demasiado repentino para ser visto.
El consenso entre los expertos, después del hecho, era que la detonación de las ojivas chinas no tuvo ningún efecto en el flujo diferencial de tiempo. Lo que sí fue afectado (y mucho) fue el filtro visual que rodeaba la Tierra. Por no mencionar la percepción humana del Spin.
Como Jase había señalado hacía años, el gradiente temporal implicaba que enormes cantidades de radiación virada al azul hubieran bañado la superficie del planeta si esa radiación no estuviera siendo filtrada y eliminada por los Hipotéticos. Más de tres años de luz solar por cada segundo que pasaba: suficiente para matar a todo ser viviente sobre la Tierra, suficiente para esterilizar el suelo y hacer hervir los océanos. Los Hipotéticos, que habían diseñado la cubierta temporal de la Tierra, también nos habían escudado de sus efectos secundarios letales. Más aún, los Hipotéticos no sólo regulaban cuánta energía llegaba a la Tierra estática sino qué cantidad del calor y la luz del planeta eran radiados al espacio. Lo que quizá explicaba por qué el clima en esos últimos años había sido tan agradablemente… estándar.
El cielo sobre las Berkshires, al menos, estaba despejado y claro como un cristal de Bohemia cuando las ojivas chinas llegaron a su objetivo, a las 7.55 hora local.
Estaba con Diane en la habitación delantera cuando sonó el teléfono.
¿Nos habíamos percatado de algo raro antes de la llamada de Jason? ¿Un cambio en la luz, tan insignificante como la sensación de que una nube hubiera pasado ante el sol? No, nada. Toda mi atención estaba puesta en Diane. Bebíamos sangría y hablábamos de trivialidades. Libros que habíamos leído, películas que habíamos visto. La conversación era hipnótica, no por sus contenidos sino por el ritmo de la charla, el ritmo que adoptábamos cuando estábamos solos, ahora como antaño. Cada conversación entre amigos o amantes crea sus propios ritmos cómodos o torpes, charla oculta que corre como un río subterráneo incluso por debajo de la conversación más banal. Lo que decíamos era trillado y convencional, pero la corriente subterránea era profunda y ocasionalmente traicionera.
Y pronto nos encontramos flirteando el uno con el otro, como si Simon Townsend y los últimos ocho años no significaran nada. Bromeando en un principio, y luego puede que no tan en broma. Le dije que la echaba de menos. Y ella dijo:
—Hubo ocasiones en las que quería hablar contigo. Pero no tenía tu número, o me imaginaba que estabas ocupado.
—Podías haber averiguado mi número. No estaba ocupado.
—Tienes razón. La verdad es que era más bien algo como… cobardía moral.
—¿Tanto miedo te doy?
—Tú no. Nuestra situación. Supongo que sentía que al menos debía disculparme contigo. Y no sabía por dónde empezar. —Sonrió débilmente—. Y supongo que sigo sin saberlo.
—No hay nada de lo que tengas que disculparte, Diane.
—Gracias por decirlo, pero me temo que no estoy de acuerdo. Ya no somos niños. Es posible mirar hacia atrás con una cierta intuición adquirida. Estábamos todo lo cerca que pueden estar dos personas sin tocarse. Pero eso era algo que no podíamos hacer. O hablar de ello. Como si hubiéramos hecho un juramento de silencio.
—Desde la noche en que desaparecieron las estrellas —dije, con la boca seca, horrorizado de mí mismo, aterrorizado, excitado.
Diane hizo un gesto con la mano.
—Esa noche. Esa noche… ¿sabes lo que recuerdo de esa noche? Los binoculares de Jason. Miraba a la Gran Casa mientras vosotros dos contemplabais el cielo. La verdad es que ni siquiera recuerdo las estrellas. Lo que sí recuerdo es haber visto a Carol en una de las habitaciones de atrás con alguien del servicio de cáterin. Estaba borracha y parecía que se le estaba insinuando. —Se rio tímidamente—. Ése fue mi pequeño apocalipsis particular. Todo lo que ya odiaba de antemano de la Gran Casa, de mi familia, vi todo eso resumido aquella noche. Sólo que fingí que nada de eso existía. Ni Carol, ni E. D., ni Jason.
—¿Ni yo?
Se movió en el sofá y se acercó a mí y, ya que la conversación había tomado ese cariz, puso su mano sobre mi mejilla. Estaba fresca, a la temperatura de la bebida que había sostenido hacía un momento.
—Tú eras la excepción. Estaba asustada. Fuiste increíblemente paciente. Y lo aprecié.
—Pero no podíamos…
—Tocarnos.
—Tocarnos. E. D. jamás lo hubiera tolerado.
Apartó la mano.
—Podríamos habérselo ocultado de haberlo querido. Pero tienes razón, E. D. era el problema. Infectaba todo. La forma en que le impuso a tu madre esa especie de existencia de segunda clase fue algo obsceno. Era envilecedor. ¿Puedo confesarlo? Odiaba ser hija suya. Y odiaba especialmente la idea de que si, ya sabes, si ocurría algo entre nosotros, fuera tu manera de vengarte de E. D. Lawton.
Se volvió a sentarse en su sitio, un poco sorprendida de sí misma.
—Por supuesto —dije cuidadosamente—, no hubiera sido eso.
—Estaba confusa.
—¿Es eso lo que es el NR para ti? ¿Venganza contra E. D.?
—No —dijo, todavía sonriendo—. No amo a Simon sencillamente porque enfurezca a mi padre. La vida no es tan simple, Ty.
—No pretendía sugerir que…
—Pero ¿ves lo insidioso que es? Determinadas sospechas se te meten en la cabeza y ahí se quedan. No, el NR no es por mi padre. Es para descubrir lo divino en lo que le ha ocurrido a la Tierra y expresar esa divinidad en la vida diaria.
—Puede que el Spin tampoco sea tan simple.
—Dice Simon que nos está matando o nos está transformando.
—Me contó que estáis construyendo el cielo en la tierra.
—¿No se supone que eso es lo que deben hacer los cristianos? ¿Crear el Reino de Dios expresándolo en sus vidas?
—O al menos bailando a su son.
—Ahora te pareces a Jason. Obviamente, no puedo defender todo lo que hace el movimiento. La semana pasada estuvimos en un cónclave en Filadelfia y conocimos a una pareja, de nuestra edad, amigables, inteligentes, «vivos de espíritu», los llamó Simon. Fuimos a cenar con ellos y hablamos sobre la parusía. Luego nos invitaron a su habitación en el hotel y de repente estaban haciéndose rayas de coca y poniendo vídeos porno. Todo tipo de gente marginal se ve atraída por el NR. No se hacen preguntas. Y para muchos de ellos, la teología apenas si existe, excepto como una imagen poco clara del jardín del Edén. Pero en su mejor expresión, el movimiento es todo lo que afirma ser, una fe genuina y viva.
—¿Fe en qué, Diane? ¿Ekstasis? ¿Promiscuidad?
Lamenté las palabras tan pronto como las dije. Parecieron hacerle daño.
—El Ekstasis no es promiscuidad. No cuando es verdadero, de todas formas. Pero en el cuerpo de Dios ningún acto está prohibido, siempre que no se cometa con ánimo de venganza o ira, y siempre que sea una expresión de amor tanto humano como divino.
El teléfono sonó en ese momento. Debí poner cara de culpable. Diane vio mi expresión y se rio.
Cuando cogí el teléfono, las primeras palabras de Jason fueron:
—Te dije que me advertirían con cierta antelación. Lo siento, me equivoqué.
—¿Qué?
—Tyler… ¿no has visto el cielo?
Así que subimos al piso de arriba a buscar una ventana que diera al ocaso.
El dormitorio oeste era generosamente grande, equipado con un chifonier de caoba, una cama de cabecera de barrotes de bronce y grandes ventanas. Aparté las cortinas. Diane jadeó.
Una puesta de sol. O, más bien, había varias.
Todo el cielo de poniente estaba en llamas. En vez de un único orbe del sol había un arco de resplandor rojizo que se extendía al menos quince grados del horizonte, conteniendo lo que parecía una parpadeante imagen de exposición múltiple de una docena o más de ocasos. La luz era errática; aumentaba y menguaba como un fuego lejano.
Nos quedamos contemplándolo durante una eternidad. Al final, Diane habló:
—¿Qué está ocurriendo, Tyler? ¿Qué está pasando?
Le conté lo que Jason me había contado sobre los chinos y sus armas nucleares.
—¿Sabía que esto iba a ocurrir? —preguntó, y luego se respondió a sí misma—: Por supuesto que lo sabía. —La extraña luz le daba a la habitación un tono rosáceo y se aposentaba en sus mejillas como una fiebre—. ¿Nos matará?
—Jason no lo cree. Pero va a crear un pánico atroz entre la gente, eso seguro.
—Pero ¿es peligroso? ¿Radiación o algo?
Lo dudaba. Pero la pregunta no estaba fuera de lugar.
—Enciende la tele —dije. Había una tele de plasma en cada dormitorio, empotradas en paneles de nogal frente a la cama. Me imaginé que cualquier tipo de radiación remotamente letal también jodería la transmisión y recepción.
Pero la tele funcionaba lo suficientemente bien para mostrarnos imágenes en los canales informativos de las multitudes que se reunían en toda Europa, donde ya estaba oscuro, o tan oscuro como llegaría a estar esa noche. Nada de radiación letal pero montones de pánico incipiente. Diane se quedó sentada, inmóvil, al borde de la cama, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Me senté a su lado y dije:
—Si algo de eso fuera a matarnos, ya estaríamos muertos.
En el exterior, el ocaso avanzó a trompicones hacia la oscuridad. El resplandor difuso se convirtió en varios soles ponientes de una palidez fantasmal, luego en una ráfaga como un manantial luminoso que se arqueara atravesando todo el cielo y luego desapareció súbitamente.
Nos quedamos sentados muy juntos mientras el cielo se oscurecía cada vez más.
Y entonces salieron las estrellas.
Conseguí hablar con Jase una vez más antes de que el ancho de banda se colapsara. Simon acababa de pagar las bujías para su coche, dijo, cuando el cielo entró en erupción. Las carreteras que salían de Stockbridge ya estaban atestadas y la radio mencionaba saqueos en Boston y atascos en todas las rutas principales, así que Jase había metido el coche en el aparcamiento de un motel y había alquilado una habitación para esa noche para él y Simon. Por la mañana, probablemente tendría que volver directamente a Washington, pero antes dejaría a Simon en la casa.
Entonces le pasó el teléfono a Simon y yo le pasé el mío a Diane y salí de la habitación mientras hablaba con su prometido. La casa de verano parecía ominosamente grande y vacía. Paseé por la casa encendiendo las luces que encontraba hasta que Diane me volvió a llamar.
—¿Otra copa? —le pregunté.
—Oh, sí —dijo ella.
Salimos fuera un poco después de medianoche.
Diane hacía de tripas corazón. Simon le había dicho algunas palabras de ánimo extraídas de los catecismos del Nuevo Reino. En la teología del NR no había un segundo advenimiento convencional, ni un juicio final ni un apocalipsis; el Spin era todo eso junto, todas las profecías cumplidas según interpretaciones bastante sesgadas. Y si Dios quería usar el lienzo de los cielos para pintar la desnuda geometría del tiempo, dijo Simon, eso haría, y nuestro miedo y asombro serían completamente apropiados para la ocasión. Pero no deberíamos dejarnos aplastar por esos sentimientos porque el Spin era en definitiva un acto de salvación, el último y mejor capítulo en la historia humana.
O algo por el estilo.
Así que salimos al exterior porque Diane pensaba que era algo valiente y espiritual. El cielo estaba despejado de nubes y el aire olía a pino. La autopista estaba muy lejos, pero oíamos el ocasional sonido de los cláxones de los coches y sirenas.
Nuestras sombras danzaban según se iluminaban varias secciones del cielo, ahora el norte, ahora el sur. Nos sentamos en la hierba a unos metros de distancia del resplandor inmutable del porche y Diane se apoyó contra mi hombro y yo le pasé el brazo por encima, ambos estábamos ligeramente borrachos.
Pese a los años de frialdad emocional, pese a nuestra historia en la Gran Casa, pese a su compromiso con Simon Townsend, pese al NR y el Ekstasis y pese al trastorno de inspiración nuclear de los cielos, era exquisitamente consciente de la presión de su cuerpo contra el mío. Y lo extraño es que me parecía absolutamente familiar, la curva de su brazo bajo mi mano y el peso de su cabeza contra mi hombro: algo que recordaba, no que descubría ahora. La sentía como siempre había supuesto que la sentiría. Incluso el aroma acre de su miedo me era familiar.
El cielo chisporroteaba con una extraña luz. No la luz sin adulterar del universo acelerado, que nos habría matado al instante. En vez de eso, eran una especie de instantáneas del cielo, medianoches consecutivas comprimidas en microsegundos, posimágenes retinales como el destello de un flash; luego el mismo cielo un siglo o un milenio después, como secuencias en una película surrealista. Algunos de los fotogramas eran borrosas tomas de larga exposición, la luz de las estrellas y la luna se convertían en orbes fantasmales o círculos o cimitarras. Algunos eran fotografías bien definidas que se desvanecían enseguida. Hacia el norte las líneas y círculos en el cielo eran más estrechos, sus radios relativamente menores, mientras que las estrellas ecuatoriales eran más inquietas, danzando a lo largo de enormes elipses. Lunas llenas, medias, menguantes y crecientes parpadeaban de horizonte a horizonte en pálidas transparencias anaranjadas. La Vía Láctea era una banda de fluorescencia blanca (ora más brillante, ora más oscura) iluminada por los estallidos de estrellas moribundas. Se creaban y demolían estrellas en cada inhalación de aire veraniego.
Y todo se movía.
Se movía en vastas y luminosas danzas que sugerían ciclos aún mayores que seguían siendo invisibles. El cielo latía como un corazón sobre nuestras cabezas.
—Está tan vivo —dijo Diane.
Hay un prejuicio que nos viene impuesto por nuestras breves ventanas de consciencia: las cosas que se mueven están vivas; las que no, están muertas. El gusano vivo se retuerce bajo la roca muerta y estática. Las estrellas y planetas se mueven, pero sólo según las inertes leyes de la gravitación: una piedra puede caer, pero no está viva, y las órbitas sólo son esa misma caída indefinidamente prolongada.
Pero si se extiende nuestra consciencia de insectos de un solo día, como nos hicieron los Hipotéticos, la diferencia se vuelve borrosa. Las estrellas nacen, viven, mueren y legan sus cenizas elementales a nuevas estrellas. La suma de sus diferentes movimientos no es simple sino inimaginablemente compleja, una danza de atracciones y velocidades, hermosa pero pavorosa. Pavorosa porque, como un terremoto, las estrellas ondulantes convierten en mutable lo que debería ser sólido. Pavorosa porque nuestros secretos orgánicos más profundos, nuestras cópulas y nuestros sucios actos de reproducción, resultan no ser tan secretos después de todo: las estrellas sangraban y parían. «Nada permanece, sino que todo fluye.» No conseguía recordar dónde había leído eso.
—Heráclito —dijo Diane.
—No me di cuenta de que lo había dicho en alto.
—Durante todos esos años —dijo Diane—, allá en la Gran Casa, todos esos años malgastados de mierda, sabía que…
Le puse un dedo sobre los labios. Sabía lo que ella sabía.
—Quiero volver a la casa —dijo ella—. Quiero volver al dormitorio.
No corrimos las cortinas. Las estrellas cinéticas que giraban proyectaban su luz sobre la habitación y en la oscuridad los patrones de su movimiento se reflejaban sobre mi piel y la de Diane en imágenes desenfocadas, de la misma manera en que las luces de una ciudad brillan a través de una ventana mojada por la lluvia, silenciosas, sinuosas. No dijimos nada porque las palabras hubieran sido un impedimento. Las palabras hubieran sido mentiras. Hicimos el amor sin palabras, y cuando terminamos, me encontré pensando: «Que esto permanezca. Sólo esto».
Estábamos dormidos cuando el cielo se oscureció una vez más, cuando los fuegos artificiales celestes empezaron a atenuarse y se apagaron. El ataque chino había resultado ser poco más que un gesto vano. Miles de personas habían muerto como resultado del pánico global, pero no había habido bajas como resultado directo en la Tierra, ni, presumiblemente, entre los Hipotéticos.
El sol se alzó según lo previsto a la mañana siguiente.
El zumbido del teléfono de la casa me despertó. Estaba solo en la cama. Diane cogió la llamada en otra habitación y vino a decirme que era Jase, decía que las carreteras estaban despejadas y que estaba de camino.
Se había duchado y vestido, y olía a jabón y algodón almidonado.
—¿Y eso es todo? —dije—. ¿Simon aparece y tú te vas? ¿Lo de la noche pasada significa algo?
Se sentó en la cama a mi lado.
—Lo de la noche pasada jamás implicó que no me marchara con Simon.
—Creía que significaba algo más.
—Significa más de lo que puedo describir. Pero no elimina el pasado. He hecho promesas y tengo una fe, y esas cosas imponen ciertos límites en mi vida.
No parecía convencida.
—Una fe. Dime que no crees en toda esa mierda.
Se levantó, con expresión hosca.
—Puede que no lo crea —dijo—. Pero quizá necesite estar con alguien que sí lo crea.
Hice las maletas y metí mi equipaje en el Hyundai antes de que volvieran Jase y Simon. Diane me observó desde el porche mientras cerraba el maletero.
—Te llamaré —dijo ella.
—Sí, claro —le dije.