Rompí otra lámpara durante uno de mis ataques de fiebre.
Esta vez Diane consiguió ocultárselo al conserje. Había sobornado al personal de limpieza para cambiar las sábanas sucias que dejaba en la puerta cada dos días en vez de hacer que una limpiadora hiciera las camas y me encontrara delirante. Los casos de dengue, cólera y SDCV humano habían estado colapsando los servicios del hospital local durante los últimos seis meses. No quería despertarme en una sala de epidemiología al lado de un caso de cuarentena.
—Lo que me preocupa —dijo Diane— es lo que pueda ocurrir cuando yo no estoy aquí.
—Puedo cuidar de mí mismo.
—No si te sube la fiebre.
—Entonces se trata de suerte y de tiempo. ¿Tienes pensado ir a algún lado?
—Sólo lo normal. Pero lo que quiero decir es, en una emergencia. O si no puedo volver a la habitación por cualquier motivo.
—¿Qué tipo de emergencia?
Se encogió de hombros.
—Es hipotético —dijo ella, en un tono que sugería cualquier cosa menos hipotético.
Pero no la presioné. No había nada que pudiera hacer para mejorar la situación excepto cooperar.
Empezaba la segunda semana del tratamiento y se acercaba la crisis. La droga marciana se había acumulado hasta llegar a algún nivel crítico en mi sangre y mis tejidos. Incluso cuando la fiebre remitía, me sentía desorientado, confuso. Los efectos puramente físicos tampoco eran cosa de risa. Dolores en las articulaciones. Ictericia. Sarpullido, si se entiende por «sarpullido» la sensación de que la piel se te cae capa a capa, dejando al descubierto carne como la de una herida abierta. Algunas noches dormía durante cuatro o cinco horas (mi récord estaba en cinco) y me despertaba en medio de un charco de fluidos y partículas de piel desprendidas que Diane limpiaba de la cama manchada de sangre mientras yo me sentaba artríticamente en una silla al lado de la cama.
Llegué a desconfiar incluso de mis momentos más lúcidos. A menudo lo que sentía era pura claridad alucinatoria, el mundo era superbrillante e hiperdefinido, las palabras y los recuerdos haciendo girar las ruedas dentadas de una máquina descontrolada.
Para mí era malo. Y puede que para Diane fuera peor: tenía que encargarse del orinal las veces que me quedaba incontinente. En cierta forma, estaba devolviendo un favor. Yo había estado con ella cuando soportó esa fase de la lucha. Pero de eso hacía muchos años.
La mayoría de las noches dormía a mi lado, aunque no sé cómo lo soportaba. Mantenía una cuidadosa distancia entre nosotros: a veces sólo la presión de la sábana de algodón era tan dolorosa que me hacía llorar, pero su presencia casi subliminal era reconfortante.
En las noches realmente malas, cuando me revolvía y le daba con el brazo, se acurrucaba en la alfombrilla estampada de flores cerca de las puertas de la terraza.
No contaba mucho acerca de sus excursiones en Padang. Sabía más o menos lo que hacía allí: haciendo contactos entre los sobrecargos y agentes marítimos, evaluando opciones para atravesar el Arco. Trabajo peligroso. Si había algo que me hiciera sentir peor que los efectos de la droga, era ver a Diane salir por la puerta hacia un submundo asiático potencialmente violento sin más protección que un espray de defensa personal y su considerable valor.
Pero incluso ese riesgo era preferible a que ellos nos atraparan.
Estaban (y con ese «ellos» quiero decir los agentes de la administración Chaykin y sus aliados en Yakarta) interesados en nosotros por varias razones. Por la droga, por supuesto, y, más importante todavía, por las copias digitales de los archivos marcianos que teníamos. Y les hubiera encantado poder interrogarnos sobre las últimas horas de Jason: el monólogo que había presenciado y grabado, todo lo que me había contado sobre la naturaleza de los Hipotéticos y el Spin, conocimientos que sólo Jason había poseído.
Me dormí y me desperté, y ella se había marchado.
Pasé una hora contemplando cómo se movían las cortinas de la terraza, cómo la luz del sol iluminaba el tramo visible del Arco y perdido en ensoñaciones sobre las Seychelles.
¿Has estado alguna vez en las Seychelles? Yo tampoco. Lo que me daba vueltas a la cabeza era un viejo documental de la PBS[6] que había visto una vez. Las Seychelles son islas tropicales, hogar de las galápagos, del coco de mer[7] y de una docena de variedades de pájaros exóticos. Geológicamente, son todo lo que queda de un antiguo continente que una vez unió Asia y Sudamérica, mucho antes de la evolución de los humanos modernos.
Los sueños, había dicho Diane en una ocasión, son metáforas que se han vuelto salvajes. La razón por la que soñaba con las Seychelles (según me la imaginé diciéndomelo) era porque me sentía sumergido bajo las aguas, antiquísimo, casi extinto.
Como un continente que se hundía, inundado por la perspectiva de su propia transformación.
Me volví a dormir. Desperté, y no había vuelto.
Desperté en la oscuridad, todavía solo y sabiendo que había pasado demasiado tiempo. Mala señal. En el pasado, Diane siempre había vuelto hacia el anochecer.
Me había estado revolviendo en sueños. La sábana de algodón yacía hecha un ovillo en el suelo, apenas visible a la luz reflejada por el techo de yeso desde la calle. Tenía frío, pero me sentía demasiado dolorido para acercarme y recuperarla.
El cielo en el exterior era exquisitamente claro. Si apretaba los dientes e inclinaba la cabeza a la izquierda podía ver unas pocas estrellas brillantes. Me entretuve con la idea de que, en términos relativos, algunas de esas estrellas podían ser más jóvenes que yo.
Intenté no pensar en Diane, en dónde podría estar ni lo que le podría estar pasando.
Y al final volví a quedarme dormido con la luz de las estrellas incandescente sobre mis párpados, fantasmas fosforescentes que flotaban en la oscuridad rojiza.
La mañana.
O al menos pensaba que era de mañana. Más allá de la ventana se veía algo de luz diurna. Alguien, probablemente la limpiadora, llamó dos veces a la puerta y dijo algo en malayo con tono airado. Y volvió a irse.
Ahora estaba preocupado de verdad, aunque en esta fase particular del tratamiento la preocupación se traducía en una difusa irritación egoísta. ¿Qué demonios se le había metido en la cabeza a Diane para estar ausente durante tanto tiempo, y por qué no estaba allí para cogerme de la mano y refrescarme la frente? La idea de que le hubiera pasado algo era impensable, improbable e inadmisible ante el tribunal.
Sin embargo, la botella de plástico que había junto a la cama llevaba vacía desde ayer o más, tenía los labios resecos hasta el punto de agrietarse, y no podía recordar cuándo había sido la última vez que me había tambaleado hasta el cuarto de baño. Si no quería que mis riñones dejaran de funcionar, tendría que beber agua del grifo del lavabo.
Pero sólo sentarme en la cama sin gritar ya era todo un esfuerzo. El acto de bajar las piernas por mi lado del colchón era casi insoportable, como si mis huesos y cartílagos hubieran sido reemplazados por cristales rotos y cuchillas de afeitar oxidadas.
Aunque intenté distraerme pensando en otra cosa (las Seychelles, el cielo), incluso ese leve analgésico se vio distorsionado por la lente de la fiebre. Me imaginé que oía la voz de Jason detrás de mí, Jason pidiéndome que le trajera algo, un trapo, un paño, porque tenía las manos sucias. Salí del baño con una toalla en vez de un vaso de agua y estaba a medio camino de volver a la cama cuando me di cuenta de mi error. Estúpido. Vuelta a empezar. Llévate la botella de agua vacía esta vez. Llénala hasta arriba. Llénala hasta que rebose. Llena la cantimplora.
Le entregaba un paño en el cobertizo del jardín detrás de la Gran Casa donde el jardinero guardaba sus herramientas.
Él tendría unos doce años. Principios de verano, un par de años antes del Spin.
Agita el agua y prueba el sabor del tiempo. Ahí vienen los recuerdos.
Me sorprendí cuando Jason sugirió que intentáramos arreglar el cortacésped a gasolina del jardinero. El jardinero de la Gran Casa era un belga irritable llamado De Meyer que fumaba Gauloises sin parar y que sólo ponía cara agriada cuando intentábamos hablar con él. Había estado soltando tacos contra el cortacésped porque tosía humo y se paraba cada pocos minutos. ¿Por qué hacerle un favor? Pero era el desafío intelectual lo que fascinaba a Jase. Me dijo que había estado despierto hasta bien pasada la medianoche, estudiando motores de gasolina en internet. Dijo que quería ver cómo era uno in vivo. El hecho de que yo no sabía qué significaba in vivo hacía parecer doblemente interesante todo el asunto. Dije que me encantaría ayudarle.
De hecho apenas sí hice algo más que observar mientras él colocaba el cortacésped sobre una docena de hojas del Washington Post del día anterior y empezaba su examen. Esto ocurría dentro del polvoriento pero aislado cobertizo al fondo del jardín, donde el aire olía a grasa y gasolina, a fertilizante y herbicida. Había sacos rotos de semillas de césped y de mantillo que vertían sus contenidos desde estantes de pino sin desbastar entre palas corroídas y mangos astillados de herramientas de jardinería. Teníamos prohibido jugar en el cobertizo de las herramientas. Normalmente estaba cerrado con llave. Jason había cogido la llave de un colgador en el sótano.
Era una cálida tarde de viernes y no me importaba estar allí metido mirando cómo trabajaba: era instructivo y extrañamente sosegador. Primero inspeccionó la máquina, tendiéndose en el suelo a su lado y estirando el cuerpo. Recorrió pacientemente con los dedos la carcasa, localizando los tornillos, y cuando estuvo satisfecho, retiró los tornillos y los apartó, en orden, y puso la carcasa a su lado cuando la levantó.
Y así se introdujo en los misterios de los mecanismos internos de la máquina. Jason había conseguido aprender o intuir por sí mismo el uso del destornillador eléctrico y de la llave dinamométrica. Sus movimientos a veces eran tentativos, pero nunca inseguros. Trabajaba como un artista o un atleta: atento a cambios casi imperceptibles, con conocimiento de lo que hacía, consciente de sus propias limitaciones. Había desmontado todas las piezas a las que podía llegar y las había puesto sobre las páginas de periódico ennegrecidas por la grasa como una ilustración anatómica cuando la puerta del cobertizo se abrió y ambos nos sobresaltamos.
E. D. Lawton había vuelto a casa temprano.
—Mierda —susurré, lo que me ganó una mirada dura por parte del señor Lawton. Estaba ahí, de pie en la entrada, vestido con un traje gris inmaculado hecho a medida, inspeccionando el desastre, mientras Jason y yo mirábamos nuestros pies, tan instintivamente culpables como si nos hubieran pillado con un ejemplar de Penthouse.
—¿Lo estáis arreglando o lo estáis destrozando? —preguntó al fin, con ese tono suyo, mezcla de desprecio y desdén, que era su firma verbal particular; un truco que había dominado hacía tanto tiempo que ahora le salía instintivamente.
—Arreglándolo, señor —dijo Jason con mansedumbre.
—Ya veo. ¿Ése es tu cortacésped?
—No, por supuesto que no, pero pensé que al señor De Meyer le gustaría si…
—Pero tampoco es el cortacésped del señor De Meyer, ¿verdad? El señor De Meyer no tiene herramientas propias. Viviría de la caridad si yo no lo contratara todos los veranos. Ese cortacésped es mío. —E. D. dejó que el silencio se extendiera hasta que casi era doloroso. Y entonces dijo—: ¿Has encontrado el problema?
—Todavía no.
—¿Todavía no? Entonces será mejor que sigas.
Jason parecía casi sobrenaturalmente aliviado.
—Sí, señor —dijo—. Después de comer me…
—No. De después de comer nada. Tú lo has desarmado, tú lo arreglas y lo vuelves a montar. Entonces podrás comer. —E. D. volvió su desagradable atención hacia mí —: Vete a casa, Tyler. No quiero volver a encontrarte aquí. Y eso ya deberías haberlo sabido.
Me escabullí hacia el resplandor de la tarde, parpadeando.
No volvió a pillarme en el cobertizo nunca más, pero sólo porque tuve mucho cuidado de evitarle. Volví esa misma noche, después de las diez, cuando miré desde la ventana de mi cuarto y vi que aún había luz bajo la puerta del cobertizo. Cogí un muslo de pollo que había sobrado de la cena, lo envolví en papel de aluminio, y me apresuré hacia el cobertizo bajo el manto de la oscuridad. Le susurré a Jason, que atenuó las luces el tiempo suficiente para permitirme entrar sin ser visto.
Estaba cubierto de tatuajes maoríes de grasa y aceite, y el motor del cortacésped seguía estando sólo medio montado. Una vez que hubo engullido vorazmente unos cuantos bocados de pollo, le pregunté por qué tardaba tanto.
—Podría volver a montarlo en quince minutos —dijo—: Pero no funcionaría. La parte difícil es averiguar qué es lo que está mal. Y además sólo consigo empeorarlo. Cuando intento limpiar el tubo del combustible, se me mete aire. O la goma se cuartea. Nada está en buen estado. Hay una fractura del grosor de un pelo en la carcasa del carburador, pero no sé cómo arreglarla. No tengo piezas de recambio. Ni las herramientas adecuadas. Ni siquiera estoy seguro de cuáles son las herramientas adecuadas. —Arrugó el rostro, y durante un momento creí que se echaría a llorar.
—Pues déjalo —dije—. Ve y dile a E. D. que lo sientes y que te lo descuente de la paga o lo que sea.
Se me quedó mirando como si hubiera dicho algo noble pero ridículamente ingenuo.
—No, Tyler. Gracias, pero no lo haré.
—¿Por qué no?
Pero no me respondió. Dejó a un lado el muslo de pollo y volvió a las piezas dispersas de su temeraria acción.
Estaba a punto de marcharme cuando alguien llamó a la puerta dando unos golpecitos leves casi inaudibles. Jason me hizo un gesto para que cubriera la luz. Entreabrió la puerta para dejar entrar a su hermana.
Obviamente estaba aterrorizada ante la idea de que E. D. la encontrara allí. No alzaba la voz más allá de un susurro. Pero, al igual que yo, le había traído algo a Jason. No era un muslo de pollo. Un navegador inalámbrico para internet del tamaño de su palma.
El rostro de Jason se iluminó cuando lo vio.
—¡Diane! —exclamó.
Ella le hizo un gesto para que bajara la voz y me dedicó una nerviosa mirada de refilón.
—Sólo es un cachivache —susurró. Nos dedicó una inclinación de cabeza antes de escabullirse como había venido.
—Sabe perfectamente que es más que eso —dijo Jason después de que se hubiera marchado—. El cachivache es trivial. La red es lo que es útil. No el aparato sino la red.
Al cabo de una hora estaba consultando con un grupo de chalados de la mecánica de la Costa Oeste que modificaban motores pequeños para competiciones robóticas por control remoto. Hacia la medianoche había apañado reparaciones provisionales para la docena de fallos del cortacésped. Me fui directamente a casa y observé desde la ventana de mi dormitorio cómo convocaba a su padre. E. D. salió andando penosamente de la gran casa en pijama y se quedó de pie con los brazos cruzados mientras Jason arrancaba el cortacésped, cuyo sonido era incongruente en la oscuridad de la noche. E. D. escuchó durante unos instantes, luego se encogió de hombros y le hizo un gesto para que volviera a la casa.
Jase se detuvo en la puerta, vio la luz de mi cuarto al otro lado del jardín y me dedicó un pequeño saludo con la mano disimuladamente.
Por supuesto, la reparación fue temporal. El jardinero fumador de Gauloises apareció el miércoles siguiente y había recortado la mitad del césped cuando al cortacésped le dio un ataque y se murió definitivamente. Escuchando desde la sombra de los árboles, aprendimos al menos una media docena de útiles maldiciones en flamenco. A Jason, cuya memoria era casi eidética, le hizo especialmente gracia ¡Godverdomme mijn kloten miljardedju! Literalmente: ¡Que Dios maldiga mis pelotas un millar de veces Jesús! Según el diccionario inglés/holandés de la biblioteca de la academia Rice. Durante los meses siguientes, Jason usó la expresión cada vez que se le rompía un cordón del zapato o se le colgaba el ordenador.
Al final E. D. tuvo que pagar una máquina nueva. En la tienda le dijeron que reparar ésa costaría demasiado; era un milagro que hubiera funcionado tanto tiempo. Eso lo oí por mi madre, que lo oyó de Carol Lawton. Y hasta donde sé, E. D. no se lo volvió a mencionar a Jason jamás.
Jase y yo nos reímos de ello unas cuantas veces; sin embargo, meses después, cuando la cosa ya había perdido gran parte de su dramatismo.
Volví arrastrando los pies hasta la cama pensando en Diane, que le había dado a su hermano un regalo que no era sólo una ofrenda conciliadora, como el mío, sino que era útil de verdad. ¿Y dónde estaba Diane ahora? ¿Qué regalo podía traerme que aligerara mi carga? Su presencia bastaría.
La luz diurna entraba a raudales como agua en la habitación, como un río luminoso en el que me hallaba suspendido, ahogado en minutos perdidos.
No todos los delirios son brillantes y frenéticos. A veces son lentos reptiles de sangre fría. Observé a las sombras trepando como lagartos por las paredes de la habitación. Parpadeé, y había pasado una hora. Parpadeé de nuevo y ya anochecía, la luz del sol no caía sobre el Arco cuando incliné la cabeza para mirarlo, cielos oscuros en vez de eso, nubes de tormenta tropical, relámpagos indistinguibles de los arrebatos visuales de la fiebre, pero el trueno era inconfundible y me llegó un repentino olor mineral desde el exterior y el sonido de las gotas de lluvia cayendo sobre la terraza de cemento.
Y al fin otro sonido más: una tarjeta en el lector de la puerta, el chirrido de bisagras.
—Diane —dije (o susurré, o grazné).
Entró corriendo en la habitación. Estaba vestida para salir a la calle, con un jersey con remates de cuero en las mangas y cuello y un sombrero de ala ancha del que goteaba agua de lluvia. Se quedó de pie al lado de la cama.
—Lo siento —dijo.
—No tienes por qué disculparte. Sólo…
—Quiero decir que lo siento, Tyler, pero tienes que vestirte. Tenemos que marcharnos. Ahora mismo. Ya. Hay un taxi esperándonos.
Me llevó algún tiempo procesar esa información. Mientras tanto, Diane empezó a tirar cosas en una maleta: ropas, documentos falsificados y legítimos, tarjetas de memoria, un cajoncito acolchado para transportar botellas y jeringuillas.
—Ni siquiera puedo ponerme en pie —intenté decir, pero las palabras no me salían bien.
Así que un momento después, ella empezó a vestirme, y salvé un poco de dignidad levantando los pies sin que me lo pidiera y rechinando los dientes en vez de gritar. Luego me senté y me hizo beber más agua de la botella que había al lado de la cama. Me guió al cuarto de baño, donde emití un denso chorrito de orina color amarillo canario.
—Joder —exclamó ella—, estás completamente seco. —Me dio otro trago de agua y un pinchazo de analgésico que me ardió en el brazo como un veneno—. ¡Tyler, lo siento muchísimo! —Pero no lo sentía tanto como para dejar de urgirme a que me pusiera una gabardina y un sombrero pesado.
Estaba lo suficientemente alerta para captar la ansiedad en su voz.
—¿ De qué huimos?
—Digamos simplemente que he tenido un encuentro cercano con una gente muy desagradable.
—¿Adónde vamos?
—Al interior del país. Date prisa.
Y así avanzamos a trompicones por el pasillo tenuemente iluminado del hotel y por un tramo de escaleras hasta llegar al nivel de la calle. Diane arrastraba la maleta con la mano izquierda y me sujetaba con la derecha. Fue un viaje largo. Especialmente las escaleras.
—Deja de gemir —susurró un par de veces. Y eso hice. O al menos creo que lo hice.
Y luego salimos a la noche. Las gotas de lluvia se estrellaban contra aceras fangosas y siseaban contra la capota de un taxi del siglo XX sobrecalentado. El conductor me dedicó una mirada suspicaz desde el refugio de su taxi. Se la devolví.
—No está enfermo —le dijo Diane, haciendo un gesto de botella-a-la-boca. El conductor frunció el ceño pero aceptó los billetes que le puso en la mano.
Los narcóticos hicieron efecto mientras íbamos en el taxi. Las calles nocturnas de Padang tenían un olor cavernoso, a asfalto húmedo y pescado podrido. Manchas aceitosas se abrían como arco iris bajo las ruedas del taxi. Dejamos el distrito para turistas iluminado por neones y entramos en la maraña de tiendas y edificios residenciales que había crecido alrededor de la ciudad en los últimos treinta años, arrabales improvisados que cedían el paso ante la nueva prosperidad, excavadoras aparcadas bajo lonas entre chabolas de techos de chapa. Altísimos edificios residenciales de clase baja crecían como hongos entre el compost de los campos de ocupantes ilegales. Entonces pasamos por la zona industrial, de muros grises y alambradas cortantes, y me dormí, creo, de nuevo.
No soñé con las Seychelles, sino con Jason. Con Jason y su amor por las redes de comunicación («no el aparato sino la red»), con las redes que había creado y habitado y los lugares a los que esas redes lo habían llevado.