Las batallas nocturnas entre los piratas de carretera y la Patrulla de Autopista de California hacían difícil el viajar en los buenos tiempos. La fluctuación lo hacía aún peor. Durante un episodio de fluctuación se desaconsejaba oficialmente todo viaje innecesario, pero eso no detenía a la gente de intentar llegar hasta sus amigos o familiares, o en otros casos simplemente se subían a sus coches y conducían hasta que se les acababa el tiempo o la gasolina. Llené rápidamente un par de maletas con todo lo que no quería dejar atrás, incluyendo los archivos que me había dado Simon.
Esa noche la autopista de Alvarado estaba congestionada por el tráfico y la 1-8 no era mucho más fluida. Tenía mucho tiempo para reflexionar sobre la estupidez que estaba cometiendo.
Corriendo al rescate de la esposa de otro hombre, una mujer que en otro tiempo me importó más de lo que me convenía. Cuando cerraba los ojos e intentaba visualizar a Diane Lawton ya no conseguía una imagen coherente, sólo un montaje borroso de momentos y gestos. Diane peinándose el pelo hacia atrás con la mano y apoyada sobre el pelaje de San Agustín, su perro. Diane pasándole a escondidas a su hermano un navegador para Internet en el cobertizo de las herramientas donde yacía el cortacésped desmontado sobre el suelo. Diane leyendo poesía victoriana a la sombra de los sauces, sonriendo por algo en el texto que yo no había comprendido: El verano madura a todas horas o El tierno infante no es consciente…
Diane, cuyas más ínfimas miradas y gestos siempre habían dejado implícito que me amaba, al menos tentativamente, pero que siempre se había visto restringida por fuerzas que yo no comprendía: su padre, Jason, el Spin. Fue el Spin, pensé, lo que nos había unido y separado, encerrándonos en habitaciones contiguas pero incomunicadas.
Había pasado El Centro cuando la radio informó de actividad policial «significativa» al oeste de Yuma y se montó un enorme atasco hasta cinco kilómetros desde la frontera del estado. Decidí no arriesgarme al largo retraso del atasco y giré en un desvío que en el mapa parecía prometedor, atravesando el desierto vacío hacia el norte, con la intención de incorporarme a la 1-10 en el punto donde cruzaba la frontera del estado cerca de Blythe.
La carretera estaba menos transitada pero seguía teniendo bastante tráfico. La fluctuación hacía que el mundo pareciera invertido, más brillante en lo alto que en el suelo. De vez en cuando una gruesa veta de luz se retorcía de un horizonte a otro como si se hubiera abierto una grieta en la membrana del Spin, permitiendo ver fragmentos ardientes del universo acelerado.
Pensé en el teléfono que tenía en el bolsillo, el de Diane, el número al que había llamado Simon. No podía devolver la llamada: no tenía ningún número de Diane y el del rancho, si es que seguían en el rancho, no aparecía en el listín. Sólo quería que volviera a sonar. Lo anhelaba y lo temía.
El tráfico volvió a empeorar cuando la carretera se acercó a la autopista estatal cerca de Palo Verde. Ya era más de medianoche e iba a cincuenta kilómetros por hora, como mucho. Pensé en dormir. Necesitaba dormir. Decidí que sería mejor dormir, pasar la noche y dejar que el tráfico se aliviara. Pero no quería dormir en el coche. Los únicos coches parados que había visto habían sido abandonados y saqueados, los maleteros abiertos por completo como bocas congeladas en una expresión de sorpresa.
Al sur de un pueblo llamado Ripley divisé un cartel que decía habitaciones desvaído por el sol y desportillado por la arena, brevemente visible a los faros del coche, y una carretera de dos carriles apenas asfaltada que salía de la autopista. Cinco minutos después llegaba a un conjunto vallado de edificios que era o había sido un motel, una tira de habitaciones de dos pisos de altura en forma de herradura alrededor de una piscina que parecía vacía a la luz del cielo parpadeante. Salí del coche y apreté el timbre de la verja de entrada.
La verja se abría por control remoto, del tipo que podías activar desde un panel de control a una distancia segura, y estaba equipada con una cámara de seguridad en lo alto de un poste alto. La cámara giró para observarme mientras un altavoz montado a la altura de las ventanillas de un coche emitía un crujido electrónico al cobrar vida. Procedente de algún lugar, la recepción del hotel o un bunker, pude oír unos cuantos compases de música. No música programada, sino algo que sonaba de fondo. Entonces se oyó una voz. Brusca, metálica y hostil.
—Esta noche no aceptamos huéspedes.
Tras unos momentos alargué la mano y volví a tocar el timbre. La voz regresó:
—¿Qué parte de lo anterior no has entendido?
—Puedo pagar en metálico, si eso sirve de algo. No me quejaré del precio.
—No hay trato. Lo siento, colega.
—Vale, espera… mira, puedo dormir en el coche, pero ¿no podría aparcar dentro para tener algo de protección? ¿Quizá en algún lugar donde no se me vea desde la carretera?
Una pausa larga. Escuché una trompeta que perseguía a una percusión. La canción era insistentemente familiar.
—Lo siento. Esta noche no. Por favor, despeje la entrada.
Más silencio. Pasaron más minutos. Un grillo aserró la noche en el pequeño oasis de palmera y grava frente al hotel. Volví a apretar le timbre.
El propietario acudió rápidamente.
—Tengo que decirle que estamos armados y ligeramente cabreados. Sería mejor que cogiera el coche y volviera a la carretera.
—Harlem Air Shaft —dije.
—¿Perdón?
—La canción que está oyendo. Es Ellington, ¿no? «Harlem Air Shaft». Suena a su banda de los cincuenta.
Otra larga pausa, aunque el altavoz seguía encendido. Estaba casi completamente seguro de que estaba en lo cierto, aunque no había oído esa canción de Duke Ellington desde hacía años.
La música se calló, su delgado hilo se cortó en medio de un compás.
—¿Hay alguien más en el coche con usted?
Bajé la ventanilla del coche y encendí la luz. La cámara barrió el interior y luego se volvió a fijar en mí.
—Muy bien —dijo—. Vale. Dígame quién toca la trompeta en esa pista y le abriré la verja.
¿Trompeta? Cuando pensaba en la banda de Duke Ellington a mediados de los cincuenta pensaba en Paul Gonsalvez, pero Gonsalvez tocaba el saxo. Tuvo un puñado de trompetistas. ¿Cat Anderson? ¿Willie Cook? Hacía demasiado tiempo.
—Ray Nance —dije.
—Nones. Clark Terry. Pero supongo que puede entrar de todas formas.
El dueño vino a recibirme cuando aparqué frente a la recepción. Era un hombre alto, de unos cuarenta años, quizá, Con vaqueros y una holgada camisa a cuadros escoceses. Me examinó cuidadosamente.
—No se ofenda —dijo—, pero la primera vez que ocurrió esto… —Hizo un gesto en dirección al cielo, la fluctuación volvía su piel de un color amarillento y convertía las paredes de estuco en un ocre enfermizo—. Bueno, cuando cerraron la frontera en Blythe tuve gente peleándose por conseguir habitaciones. Literalmente peleando, quiero decir. Un par de tipos me sacaron armas, ahí mismo donde está usted. Cualquier dinero que sacara aquella noche tuve que emplearlo, y más del doble, en mantenimiento. Gente bebiendo en las habitaciones, vomitando, destrozándolo todo. Fue incluso peor en la autopista diez. El encargado de noche de la Days Inn cerca de Ehrenberg murió apuñalado. Fue entonces cuando instalé la verja de seguridad, justo después de eso. Ahora, tan pronto como empieza la fluctuación apago el cartel de habitaciones libres y cierro todo hasta que pasa.
—Y escucha a Duke —dije.
Sonrió. Pasamos al interior para registrarme en el motel.
—Duke —dijo—. O Pops, o Diz. Miles si estoy de humor. —El genuino tuteo del fan con los muertos, dirigiéndose a ellos por su nombre de pila—. Nada posterior a 1965. —La recepción era una sala lóbregamente iluminada, con una alfombra indistinguible de otros cientos de miles y decorada con antiguos motivos del oeste; pero al cruzar una puerta hacia el sanctasanctórum del propietario, parecía como si viviera allí, me llegó más música. El dueño inspeccionó la tarjeta de crédito que le ofrecí.
—Doctor Dupree —dijo, tendiéndome la mano—. Me llamo Alien Fulton. ¿Se dirige a Arizona?
Le dije que me había salido de la interestatal cerca de la frontera.
—No estoy seguro de que le vaya a ir mejor en la diez. En noches como ésta es como si todo el mundo en Los Angeles quisiera mudarse al este. Como si la fluctuación fuera alguna especie de terremoto o tsunami.
—Volveré a la carretera dentro de no mucho.
Me entregó una llave.
—Duerma un poco. Siempre es un buen consejo.
—¿La tarjeta le sirve? Si lo quiere en metálico…
—La tarjeta me vale tanto como el metálico siempre que el mundo no se acabe. Y si se acaba, supongo que entonces no tendré tiempo de arrepentirme.
Se rio. Intenté sonreír.
Diez minutos después yacía completamente vestido sobre una cama dura en una habitación que olía a un popurrí de antiséptico aromatizado y aire acondicionado demasiado húmedo, preguntándome si debería haberme quedado en la carretera. Puse el móvil en la mesilla de noche, cerré los ojos y dormí sin aprensión.
Y me desperté menos de una hora después, alerta sin saber por qué.
Me senté en la cama y examiné la habitación, cartografiando formas grises y oscuridades con la memoria. Mi atención al fin se centró en el pálido rectángulo de la ventana, la cortina amarilla que había latido con luz cuando entré en la habitación.
La fluctuación había acabado.
Lo que hubiera hecho más fácil el dormir, esa suave oscuridad, pero sabía, a la manera en que uno sabe tales cosas, que dormir ya era imposible. Lo había metido en el corral durante un breve período de tiempo, pero el sueño había saltado la cerca y no servía de nada fingir lo contrario.
Hice café en la pequeña cafetera de cortesía de la habitación y me tomé una taza. Media hora después volvía a comprobar mi reloj. Quince minutos para las dos. Lo más profundo de la noche. La zona de la objetividad perdida. Bien podía ducharme y volver a la carretera.
Me vestí y recorrí la pista de cemento hacia la recepción del hotel, esperando dejar la llave en un buzón; pero Fulton, el dueño, seguía despierto, en su habitación se veía una luz de televisión. Asomó la cabeza cuando me oyó tocar a la puerta.
Parecía raro. Un poco borracho, puede que un poco fumado. Se me quedó parpadeando hasta que me reconoció.
—Doctor Dupree —dijo.
—Lamento molestarle de nuevo. Tengo que volver a la carretera. Gracias por su hospitalidad.
—No tiene que explicármelo —dijo—. Le deseo buena suerte. Espero que llegue a algún lugar antes del amanecer.
—Eso espero yo también.
—En cuanto a mí, me quedaré viéndolo en la tele.
—¿Oh?
De repente no estaba seguro de qué me estaba hablando.
—Con el sonido quitado. No quiero despertar a Jody. ¿He mencionado a Jody? Mi hija. Tiene diez años. Su madre vive en La Jolla con un restaurador de muebles. Jody pasa los veranos conmigo. Aquí fuera, en el desierto. Vaya destino, ¿eh?
—Sí, bueno…
—Pero no quiero despertarla. —Parecía repentinamente sombrío—. ¿Eso estaría mal? ¿Dejar que duerma mientras sucede? ¿O tanto como sea capaz de dormir? O quizá debería despertarla. Ahora que lo pienso, nunca las ha visto. Tiene diez años. Nunca las ha visto y supongo que ésta será su última oportunidad.
—Lo siento, no estoy seguro de entender…
—Son diferentes, eso sí. No son como las recordaba. No es que fuera ningún experto… pero en los viejos tiempos, si pasabas las noches suficientes ahí fuera, terminabas por familiarizarte con ellas.
—¿Familiarizarte con qué?
Pestañeó, sorprendido.
—Con las estrellas —dijo.
Salimos al exterior y nos quedamos al lado de la piscina vacía, contemplando el cielo.
La piscina llevaba mucho tiempo sin llenarse. El polvo y la arena creaban dunas en el fondo, y alguien había rellenado las paredes con grafitis púrpuras. El viento hacía sonar un cartel metálico (no hay salvavidas de guardia) contra las cadenas de la verja. Un viento cálido soplaba del este.
Las estrellas.
—¿Ve? —dijo—. Diferentes. No veo ninguna de las antiguas constelaciones. Todo parece… disperso.
Unos cuantos miles de millones de años tendrían ese efecto. Todo envejece; todo tiende a la máxima entropía, al desorden, a la aleatoriedad. La galaxia en la que vivíamos había sido víctima de una violencia invisible a gran escala durante los últimos tres mil millones de años, había arremolinado sus contenidos junto con otra galaxia satélite menor (la M41 en los antiguos catálogos) hasta que las estrellas quedaron esparcidas de forma desorganizada. Era como contemplar la violenta y grosera mano del tiempo.
—¿Se encuentra bien, doctor Dupree? Quizá debería sentarse.
Estaba demasiado conmocionado para estar de pie, sí. Me senté sobre el cemento con recubrimiento gomoso con los pies colgando sobre la parte menos profunda de la piscina, con la vista todavía fija en el cielo. Jamás había visto algo tan hermoso o aterrorizador.
—Sólo faltan un par de horas antes del amanecer —dijo Fulton con tristeza.
Eso era. Más al este, en algún lugar sobre el Atlántico, el sol ya debía de haber traspasado el horizonte. Quise preguntarle sobre eso, pero me interrumpió una vocecita procedente de las sombras cerca de la puerta de la recepción.
—¿Papá? Te he oído hablando.
Ésa debía ser Jody, la hija. Avanzó dubitativamente un paso más. Llevaba un pijama blanco y un par de zapatillas de deporte desatadas para protegerse los pies. Tenía un rostro ancho, corriente pero agradable y ojos somnolientos.
—Ven aquí, cariño —dijo Fulton—. Súbete a mis hombros y mira al cielo.
Trepó a lo alto de su padre, perpleja. Fulton se levantó, con las manos en los tobillos de ella, alzándola un poco más hacia la oscuridad reluciente.
—Mira —dijo Fulton, sonriendo pese a las lágrimas que empezaban a correrle por la cara—. Mira eso, Jody. ¡Mira lo lejos que puedes ver esta noche! Esta noche puedes ver hasta el final de prácticamente todo.
Pasé por la habitación trasera para ver las noticias de la tele. Fulton dijo que la mayoría de las estaciones de cable seguían transmitiendo.
La fluctuación había terminado hacía una hora. Simplemente se había desvanecido, junto con la membrana del Spin. El Spin había terminado de la misma forma en que había empezado, tranquilamente y sin un solo ruido aparte de un crujido de estática ininteligible procedente del lado diurno del planeta.
El sol.
Tres mil millones de años y pico más viejo que cuando el Spin lo había sellado, dejándolo fuera. Intenté recordar lo que Jase me había dicho acerca de las condiciones actuales del sol. Letales, sin duda alguna; estábamos fuera de la zona habitable, eso era algo sabido por todo el mundo. La imagen de los océanos hirviendo había sido debatida en la prensa; pero ¿habíamos llegado a ese punto ya? ¿Todos muertos al mediodía o teníamos hasta finales de semana?
¿Tenía alguna importancia?
Encendí el pequeño panel de vídeo de mi habitación del motel y encontré una transmisión en directo desde Nueva York. El pánico general todavía no se había adueñado de la gente. Había demasiada gente durmiendo todavía o se habían quedado en sus casas en vez de ir a trabajar cuando despertaron y vieron las estrellas, llegando a la conclusión obvia. El equipo de esta agencia de noticias en particular, como en un sueño febril de heroísmo periodístico, había puesto una cámara en lo alto de un edificio apuntando al este desde Todt Hill o Staten Island. La luz era tenue, el cielo de levante se empezaba a iluminar pero seguía vacío. Un par de presentadores que apenas si eran capaces de mantener la compostura empezaron a leerse el uno al otro los boletines que entraban por fax.
No había habido ninguna comunicación inteligible con Europa desde el fin de la fluctuación, decían. Eso podía deberse a interferencias electrostáticas, la luz solar sin filtrar interfiriendo las señales aerostáticas. Era demasiado pronto para sacar conclusiones extremas.
—Y como siempre —dijo uno de los presentadores—, aunque no tenemos ninguna reacción oficial todavía, el mejor consejo es mantener la calma y seguir escuchando las noticias hasta que hayamos dilucidado la situación. No creo que sea inapropiado pedirle a la gente que permanezcan en sus casas si es posible.
—Especialmente hoy —concedió su compañero—, será cuando la gente querrá quedarse en casa para estar con sus familias.
Me senté al borde de la cama y esperé hasta que salió el sol.
La cámara emplazada en lo alto lo percibió primero como una capa de nubes carmesíes por encima del grasiento horizonte atlántico. Luego el borde de un creciente hirviente, los filtros de la cámara se activaban para atenuar el resplandor.
La escala de todo era difícil de comprender, pero el sol salió (no rojo, sino de un naranja rojizo, a menos que ese color fuera un efecto producido por la cámara) y se alzó más y más y más en el cielo hasta que quedó suspendido sobre el océano, sobre Queens, sobre Manhattan, demasiado grande para ser un cuerpo celestial plausible, más bien como un enorme globo hinchado de luz ambarina.
Esperé a más comentarios, pero la imagen quedó en silencio hasta que dio paso a un estudio en el Medio Oeste, los cuarteles generales de reserva del canal, y a otro reportero, mal vestido para ser un presentador de verdad, que recitó más medidas de precaución inútiles y sin citar fuentes. Apagué el panel.
Y me llevé mi maletín de doctor al coche.
Fulton y Jody salieron de la oficina para despedirse. De repente eran como viejos amigos, que lamentaban verme marchar. Jody ahora parecía asustada.
—Jody ha estado hablando con su madre —dijo Fulton—. No creo que su mamá haya oído lo de las estrellas.
Intenté no imaginarme esa llamada a primera hora de la mañana, Jody llamando desde el desierto para anunciar lo que su madre habría entendido al instante como el fin del mundo. La mamá de Jody diciendo su último adiós a su hija mientras se esforzaba por no asustarla, resguardándola de la verdad aniquiladora.
Ahora Jody se apoyó contra las costillas de su padre y Fulton le puso el brazo por encima, nada excepto ternura entre ambos.
—¿Tienes que irte? —preguntó Jody.
Dije que así era.
—Porque puedes quedarte si quieres. Lo dijo mi padre.
—El señor Dupree es médico —dijo Fulton con suavidad—. Probablemente tenga que hacer una visita a domicilio.
—Cierto —dije—. Tengo que hacer una visita a domicilio.
Algo casi milagroso ocurrió en los carriles de autopista en dirección este esa mañana. Mucha gente se comportó mal durante lo que creían que eran sus últimas horas. Era como si las fluctuaciones hubieran sido simplemente un ensayo general para este final definitivo. Todos habíamos oído las predicciones, bosques en llamas, calor abrasador, los océanos convertidos en vapor. La única pregunta era cuánto llevaría: un día, una semana, un mes.
Así que rompimos ventanas y tomamos lo que nos apetecía, cualquier baratija que la vida nos hubiera negado; los hombres intentaban violar a las mujeres, y algunos descubrían que la pérdida de inhibiciones funcionaba también en su contra: los acontecimientos dotaban a la supuesta víctima con inesperados poderes para arrancar ojos y aplastar testículos; se ajustaban viejas cuentas a disparos y la gente abría fuego a capricho. Los suicidas fueron legión. (Pensé en Molly: si no había muerto en la primera fluctuación, ahora sí que estaría muerta con toda seguridad, puede que incluso muriera complacida con la lógica de su plan puesta en práctica y reivindicada por los hechos, lo que hizo que quisiera llorar por ella por primera vez en mi vida.)
Pero también había islas de civilización y acciones de heroica amabilidad. La Interestatal 10 en la frontera con Arizona fue una de ellas.
Durante la fluctuación había un destacamento de la Guardia Nacional estacionado en el puente que cruzaba el río Colorado. Los soldados desaparecieron poco después del fin de la fluctuación, ya fuera por órdenes recibidas o porque desertaron para irse a casa. Sin ellos el puente podría haberse convertido en un cuello de botella impenetrable.
Pero no fue así. El tráfico fluía a buen ritmo en ambas direcciones. Una docena de civiles, voluntarios designados por ellos mismos con linternas de gran potencia y señales luminosas sacadas de los maleteros de sus coches, se ocupaban de la tarea de dirigir el tráfico. E incluso los ansiosos terminales, la gente que quería o tenía que viajar un gran trecho antes del amanecer, para llegar a nuevo México, Texas o incluso a Louisiana si sus motores no se fundían antes, parecían entender que era necesario, que ningún intento por colarse tendría éxito y que el único recurso era la paciencia. No sé cuánto duró ese ánimo ni qué confluencia de buena voluntad y circunstancias lo crearon. Quizá fue la buena voluntad humana o quizá fuera el tiempo: pese a la destrucción que venía rugiendo hacia nosotros desde el este la noche era perversamente agradable. Estrellas dispersas en un cielo claro y fresco; una brisa constante que se llevaba el olor de los tubos de escape y se colaba por la ventanilla del coche suave como el toque de una madre.
Pensé en presentarme como voluntario en alguno de los hospitales locales, en Palo Verde, en Blythe, que una vez había visitado para una consulta o quizá La Paz Regional, en Parker. Pero ¿para qué serviría? Lo que se avecinaba no tenía cura. Sólo quedaba paliar el sufrimiento, la morfina, la heroína. El camino de Molly, suponiendo que los armarios de fármacos no hubieran sido saqueados todavía.
Y lo que Fulton le había dicho a Jody era completamente cierto en el fondo: tenía que hacer una visita a domicilio.
Una misión. Quijotesca en estos momentos, desde luego. Fuera lo que fuese lo que le pasara a Diane, tampoco podría arreglarlo. ¿Por qué terminar el viaje? Era algo que hacer mientras sucedía el fin del mundo, las manos ocupadas no tiemblan, las mentes ocupadas no son presa del pánico; pero eso no explicaba la urgencia, la necesidad visceral de verla que me había sacado a la carretera durante la fluctuación y que parecía, si era posible, más fuerte que antes.
Tras pasar Blythe, tras pasar el dédalo de tiendas a oscuras y las peleas a puñetazos alrededor de las gasolineras asediadas, la carretera se amplió y el cielo se oscureció, pese al destello de las estrellas. Pensaba en esas cosas cuando sonó el móvil.
Casi me salí de la carretera, rebuscando en mi bolsillo, y frené mientras un utilitario pasó con un chillido a mi lado.
—Tyler —dijo Simon.
Pero antes de que siguiera le interrumpí:
—Dame un número al que llamarte antes de que me cuelgues o se interrumpa la comunicación. Para poder llamarte.
—Se supone que no puedo hacerlo. Es que…
—¿Me llamas desde teléfono privado o desde el de la casa?
—Desde una especie de número privado, un móvil, que sólo usamos localmente. Ahora lo tengo yo, pero Aaron se lo lleva algunas veces para…
—No llamaré a menos que tenga que hacerlo.
—Bueno. Supongo que ya no importa. —Me dio el número—. ¿Has visto el cielo, Tyler? Supongo que sí, ya que estás despierto. Es la última noche del mundo, ¿no?
Y pensé: «¿y por qué me lo preguntas tú?». Simon llevaba viviendo en los últimos días desde hacía décadas. Tendría que saberlo a estas alturas.
—Háblame de Diane —le dije.
—Quiero disculparme por esa llamada. Por lo que está ocurriendo, ya sabes. — ¿Cómo está? —Eso es lo que te estoy diciendo. Que no importa ya.
—¿Está muerta?
Una larga pausa. Volvió a hablar sonando un poco dolido.
—No. No, no está muerta. Ése no es el problema.
—¿Está levitando en medio del aire, esperando a la Ascensión?
—No tienes por qué insultar mi fe —dijo Simon. (Y yo no pude resistir la tentación de interpretar su frase: mi fe, había dicho, no nuestra fe).
—Porque si no es así, puede que todavía necesite atención médica. ¿Sigue enferma, Simon?
—Sí. Pero…
—Enferma ¿cómo? ¿Cuáles son sus síntomas?
—El amanecer será dentro de una hora, Tyler. Y ya entiendes lo que eso implica.
—No estoy seguro de lo que implica nada. Y estoy de camino por la carretera, llegaré al rancho antes del amanecer.
—Oh, no, eso no está bien… no, yo…
—¿Por qué no? Si es el fin del mundo, ¿por qué no debería estar ahí?
—No lo entiendes. Lo que está ocurriendo no es exactamente el fin del mundo. Es el nacimiento de un nuevo mundo.
—¿Cómo de enferma está, exactamente? ¿Puedo hablar con ella?
La voz de Simon se volvió temblorosa. Un hombre al límite. Todos estábamos al límite.
—Apenas puede susurrar. No tiene aliento. Está débil. Ha perdido mucho peso.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—No lo sé. Quiero decir que empezó gradualmente…
—¿Cuándo fue obvio que estaba enferma?
—Hace semanas. O quizá… mirando atrás… bueno, puede que meses.
—¿Ha recibido algún tipo de atención médica? —Pausa—. ¿Simon?
—No.
—¿Por qué no?
—No parecía necesario.
—¿No parecía necesario?
—El pastor Dan no lo permitiría.
Y pensé: «¿y no le dijiste al pastor Dan que se fuera a tomar por culo?».
—Espero que haya cambiado de opinión.
—No…
—Porque si no, necesitaré tu ayuda para llegar a ella.
—No lo hagas, Tyler. No le hará ningún bien a nadie.
Ya estaba buscando la salida, que sólo recordaba tenuemente, pero que tenía señalada en el mapa. Salida de la autopista hacia algún erial reseco como huesos al sol, una carretera sin nombre en el desierto.
—¿Ha preguntado por mí? —dije.
Silencio.
—¿Simon? ¿Ha preguntado por mí?
—Sí.
—Entonces dile que estaré allí tan pronto como pueda.
—No, Tyler… Tyler, en el rancho están sucediendo cosas perturbadoras. No puedes simplemente presentarte en la entrada del rancho.
¿Cosas perturbadoras?
—Creía que nacía un nuevo mundo.
—Y nace ensangrentado —dijo Simon.