Spin

A pocos kilómetros por la carretera y a una distancia prudencial de la granja Condón, aparqué a un lado y le dije a Simon que saliera del coche.

—¿Cómo? —dijo—. ¿Aquí?

—Tengo que examinar a Diane. Necesito que saques la linterna del maletero y que me la sostengas. ¿Vale?

Asintió, con los ojos abiertos como platos.

Diane no había dicho una sola palabra desde que salimos del rancho. Simplemente yacía acostada en el asiento de atrás con la cabeza en el regazo de Simon, respirando con dificultad. Su respiración era el sonido más audible en el coche.

Mientras Simon se quedaba a su lado, linterna en mano, me quité mis ropas empapadas de sangre y me lavé tan a conciencia como pude: una botella de agua mineral con un poco de gasolina para eliminar la suciedad y otra segunda botella para enjuagar. Entonces me puse unos Levi’s limpios, una camiseta de manga larga que saqué de mi equipaje y un par de guantes de látex de mi maletín médico. Me bebí una tercera botella de agua de un tirón. Entonces hice que Simon apuntara el haz de luz de la linterna sobre Diane mientras la examinaba.

Estaba más o menos consciente pero demasiado ida para producir una simple frase coherente. Estaba más delgada de lo que jamás la había visto, casi como una anoréxica, y peligrosamente febril. Su presión y su pulso eran elevados, y cuando ausculté su pecho sus pulmones sonaban como un niño que chupara un batido por una pajita demasiado estrecha.

Conseguí que tragara algo de agua y una aspirina. Luego rompí el precinto de una hipodérmica.

—Eso ¿qué es? —preguntó Simon.

—Un antibiótico general. —Le pellizqué el brazo y tras algunas dificultades localicé una vena—. Tú también necesitarás uno. —Y yo. La sangre de la novilla indudablemente estaba cargada de bacterias vivas del SDCV.

—¿Eso la curará?

—No, Simon, me temo que no. Hace un mes puede que lo hiciera. Ahora ya no. Necesita atención médica.

—Tú eres un doctor.

—Puede que yo sea un doctor, pero no soy un hospital.

—Entonces quizá podamos llevarla a Phoenix.

Lo pensé. Todo lo que había aprendido durante las fluctuaciones sugería que los hospitales urbanos no darían abasto en el mejor de los casos, o que serían ruinas humeantes en el peor. Pero a lo mejor no.

Saqué mi teléfono y fui descendiendo por la lista de contactos hasta llegar a un número casi olvidado.

—¿A quién llamas? —dijo Simon.

—A alguien que conocía.

Su nombre era Colin Hinz, y habíamos sido compañeros de habitación en Stony Brook. Lo último que sabía de él era que trabajaba en la administración del Saint Joseph en Phoenix. Merecía la pena intentarlo, ahora mismo, antes de que el sol volviera a salir y se cargara las telecomunicaciones durante otro día.

Seleccioné su número personal. El teléfono sonó largo rato, pero al final lo cogió y dijo:

—Más vale que sea algo serio.

Me identifiqué y le dije que estaba a una hora de la ciudad con una persona necesitada de tratamiento médico urgente, alguien querido.

Colin suspiró.

—No sé qué decirte, Tyler. Saint Joe funciona, y he oído que la clínica Mayo en Scottsdale está abierta, pero en ambos sitios hay falta de personal. Hay informes contradictorios de los otros hospitales. Pero no conseguirás atención urgente en ningún lado, y desde luego no aquí. Tenemos gente apilada hasta por fuera de las puertas: heridas de bala, intentos de suicidio. Accidentes de coche, ataques al corazón, lo que quieras. Y polis en las puertas para evitar que asalten la sala de urgencias. ¿En qué estado se encuentra tu paciente?

Le dije que Diane estaba en una etapa avanzada de SDCV y que probablemente necesitaría ventilación mecánica dentro de poco.

—¿ Dónde coño ha pillado el SDCV? No, no me lo digas, no tiene importancia. Sinceramente, te ayudaría, pero nuestras enfermeras llevan toda la noche evaluando los casos que nos llegan desde el mismísimo aparcamiento del hospital y no puedo prometerte que le den prioridad alguna a tu paciente, ni aunque interceda personalmente. De hecho es casi seguro que no la verá un médico hasta dentro de otras veinticuatro horas. Si vivimos tanto.

—Soy médico, ¿recuerdas? Todo lo que necesito es algo de equipo para mantenerla. Suero intravenoso, tubos, oxígeno…

—No quisiera parecer insensible, pero aquí la sangre nos llega a las rodillas… deberías preguntarte si merece la pena mantener con vida un caso terminal de SDCV, teniendo en cuenta lo que está ocurriendo. Si tienes lo que necesitas para mantenerla confortable…

—No quiero mantenerla confortable. Quiero salvarle la vida.

—Vale… pero lo que me has descrito es una situación terminal a menos que lo haya entendido mal. —De fondo podía oír otras voces que requerían su atención, un murmullo generalizado de miseria humana.

—Necesito llevarla a algún lado —dije—, y necesito llevarla con vida. Necesito los suministros más de lo que necesito una cama.

—No nos sobra nada. Dime si hay otra cosa que pueda hacer por ti. De lo contrario, lo siento, tengo trabajo que hacer.

Pensé frenéticamente. Luego dije:

—Vale, pero los suministros… un sitio donde pueda coger suero, eso es todo lo que pido.

—Bueno…

—Bueno ¿qué?

—Bueno… no debería contarte esto, pero Saint Joe tiene un acuerdo con la ciudad bajo el plan de emergencia civil. Hay un distribuidor médico llamado Novaprod al norte de la ciudad. —Me dio la dirección e instrucciones simples para llegar—. Las autoridades pusieron a una unidad de la Guardia Nacional allí para protegerlo. Esa es nuestra fuente primaria de medicamentos y material.

—¿Me dejarán entrar?

—Si les llamo y les dijo que vas de mi parte, y si tienes algo que te identifique…

—Hazlo por mí, Colin. Por favor.

—Lo haré si puedo conseguir línea. Los teléfonos no funcionan bien.

—Si hay algo que pueda hacer por ti a cambio…

—Puede que lo haya. Solías trabajar para la industria aeroespacial, ¿no?

—No recientemente, pero sí.

—¿Puedes decirme cuánto tiempo más va a durar esto? —Medio susurró la pregunta, y de repente pude oír el cansancio en su voz, el miedo inadmisible—. Quiero decir, para bien o para mal.

Me disculpé y le dije que simplemente no lo sabía… y que dudaba que nadie en Perihelio supiera más que yo.

Suspiró.

—Vale —dijo—. Sólo que es cabreante, la idea de que hayamos pasado todo esto para arder en un par de días y jamás sepamos por qué.

—Ojalá pudiera darte una respuesta.

Alguien al otro lado de la línea empezó a gritar su nombre.

—Ojalá se pudieran hacer un montón de cosas —dijo—. Tengo que irme, Tyler.

Le di las gracias de nuevo y colgué.

Quedaban un par de horas para el amanecer.

Simon estaba a unos metros del coche, contemplando las estrellas y fingiendo que no escuchaba. Le hice una seña para que volviera y dije:

—Tenemos que seguir.

Asintió mansamente.

—¿Has conseguido ayuda para Diane?

—Algo así.

Aceptó la respuesta sin pedir detalles. Pero antes de volver a meterse en el coche, me tiró de la manga y dijo:

—Eso… ¿Qué crees que es eso, Tyler?

Señalaba al horizonte occidental, donde una suave curva plateada se alzaba atravesando cinco grados del cielo nocturno. Parecía como si alguien hubiera rayado una enorme letra C sobre la oscuridad con un cuchillo…

—Puede que una estela de condensación —dije—. Un avión a reacción de los militares.

—¿De noche? No, de noche no.

—Pues entonces no sé lo que es, Simon. Vamos, vuelve al coche… no tenemos tiempo que perder.

Hicimos mejor tiempo del que esperaba. Llegamos al almacén de suministros médicos, una unidad numerada en un espantoso polígono industrial, con algo de tiempo antes del amanecer. Presenté mi carné de identidad al nervioso guarda nacional apostado a la entrada: me puso en manos de otro guarda nacional y a un empleado civil que me guió entre pasillos de estanterías. Encontré lo que necesitaba y un tercer guarda nacional me ayudó a llevarlo al coche, aunque se apartó rápidamente al ver a Diane jadeando en el asiento de atrás.

—Buena suerte —dijo. La voz le temblaba un poco.

Me tomé tiempo para preparar el goteo intravenoso, sujeté de forma improvisada la bolsa al colgador de chaquetas del coche, y le enseñé a Simon cómo controlar el flujo y asegurarse de que Diane no se arrancaba la sonda en sueños. (No despertó ni siquiera cuando le introduje la aguja en el brazo.)

Simon esperó hasta que estuvimos de vuelta en la carretera antes de preguntar:

—¿Se está muriendo?

—No si puedo evitarlo —dije, agarrando el volante con más fuerza.

—¿Adonde la llevamos?

—A casa.

—¿Cómo? ¿Atravesando todo el país? ¿A la casa de Carol y E.D.?

—Eso mismo.

—¿ Por qué allí?

—Porque allí puedo ayudarla.

—Ése es un viaje largo, quiero decir, tal y como están las cosas.

—Sí. Será un viaje largo.

Eché un vistazo al asiento de atrás. Simon le acariciaba la frente a Diane, con gentileza. El cabello de Diane le caía lacio y lo tenía apelmazado por el sudor. Simon tenía las manos pálidas allí donde se había limpiado la sangre.

—No merezco estar con ella —dijo—. Sé que es culpa mía. Podía haberme marchado del rancho cuando lo hizo Teddy. Podría haber conseguido ayuda.

Sí, pensé, creo que sí. Que hubieras podido hacer algo.

—Pero creía en lo que estábamos haciendo. Probablemente no lo comprendas. Pero no se trataba sólo de la becerra roja, Tyler. Estaba seguro de que seríamos ascendidos en formas imperecederas. Que al final seríamos recompensados.

—Recompensados ¿por qué?

—Por nuestra fe. Nuestra perseverancia. Porque desde la primera vez que mis ojos vieron a Diane tuve la poderosa sensación de que seríamos parte de algo espectacular, aunque no lo entendiera del todo. Que algún día nos presentaríamos ante el trono de Dios… nada menos. «Que no pasará esta generación hasta que todo esto se cumpla[20]». Nuestra generación, aunque cogiéramos un desvío equivocado al principio de todo. Lo admito, ocurrieron cosas en aquellas congregaciones del Nuevo Reino que ahora me parecen vergonzosas. Embriaguez, lujuria, falsedad. Le dimos la espalda a todo eso, lo que fue para bien; pero era como si el mundo fuera más pequeño cuando no estábamos entre personas que intentaran crear el quiliasmo, por imperfecto que fuera. Como si hubiéramos perdido a nuestras familias. Y pensé, bueno, si miramos la senda más simple y pura, entonces eso nos llevará en la dirección correcta. «Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas[21]».

—El Tabernáculo del Jordán —dije.

—Es fácil ver profecías cumplidas en el Spin. Señales en el sol, en la luna y las estrellas[22], como dice Lucas. Pues bueno, aquí estamos. Y las potencias de los cielos ya se conmovieron[23]. Pero no es… no es como…

Pareció perder el hilo de sus ideas.

—¿Qué tal respira Diane? —pregunté. Pero en realidad no necesitaba preguntar. Podía oír cada inhalación que hacía, laboriosa pero regular. Sólo quería distraer a Simon.

—No parece que esté sufriendo —dijo Simon. Y luego añadió—: Por favor, Tyler. Para y déjame salir.

Viajábamos hacia el este. Había, sorprendentemente, poco tráfico en la interestatal. Colin Hinz me había advertido de retenciones en alrededor del aeropuerto Sky Harbor, pero las habíamos superado tomando un desvío. Aquí fuera sólo nos encontrábamos con unos cuantos coches particulares, aunque había muchos coches abandonados en el arcén.

—Ésa no es una buena idea —dije.

Miré en el retrovisor y vi a Simon enjuagándose las lágrimas con un puño. En ese momento parecía tan asustado y vulnerable como un niño de diez años en un funeral.

—Sólo hay dos cosas importantes en mi vida —dijo—. Dios y Diane. Y a los dos los traicioné. Esperé demasiado. Eres amable al negarlo, pero se está muriendo.

—No necesariamente.

—No quiero estar junto a ella sabiendo que podía haberlo evitado. Prefiero morir en el desierto. Lo digo en serio, Tyler. Quiero bajar del coche.

El cielo volvía a iluminarse de nuevo, un feo resplandor violáceo más parecido a un fluorescente que funcionara mal que a algo salutífero o natural.

—Me importa un carajo —dije.

Simon me dedicó una mirada asombrada.

—¿Cómo?

—Que me importa un carajo cómo te sientas. La razón por la que deberías quedarte con Diane es que tenemos un viaje difícil por delante y no puedo ocuparme de ella y conducir al mismo tiempo. Y tendré que dormir tarde o temprano. Si te pones al volante de vez en cuando entonces no tendremos que pararnos más que para coger gasolina y comida. —Si podíamos encontrar algo de ambas cosas—. Si te marchas, me llevará el doble de tiempo.

—¿ Y eso importa ?

—Puede que no se esté muriendo, Simon, pero sí, está exactamente tan enferma como te imaginas, y morirá si no consigue ayuda. Y la única ayuda que conozco está a un par de miles de kilómetros de aquí.

—El cielo y la tierra pasarán. Vamos a morir todos.

—No puedo hablar por el cielo y la tierra. Me niego a dejarla morir si tengo elección.

—Te envidio —dijo Simon quedamente.

—¿El qué? ¿Qué hay en mí digno de envidia?

—Tu fe —dijo.

Un cierto tipo de optimismo seguía siendo posible, pero sólo por la noche. A la luz del día se marchitaba.

Conduje hacia la Hiroshima del sol naciente. Había dejado de preocuparme por que la luz me matara, aunque probablemente no me hacía ningún bien. Que cualquiera de nosotros hubiera sobrevivido al primer día era un misterio, un milagro, podría haber dicho Simon. Animaba a una especie de pragmatismo desanimado: saqué unas gafas de sol de la guantera e intenté mantener mis ojos fijos en la carretera en vez de en el hemisferio de fuego anaranjado que levitaba sobre el horizonte.

El día se hizo más caliente. También el interior del coche, pero el aire acondicionado trabajaba al límite. (Lo tenía al máximo en un intento por mantener controlada la temperatura de Diane.) En algún momento entre Albuquerque y Tucumcari una oleada de fatiga se adueñó de mí. Mis párpados se cerraban y casi empotré el coche contra una señal de distancia. Después de eso, paré a un lado y apagué el motor. Le dije a Simon que llenara el depósito con uno de los bidones y que se preparara para ponerse al volante. Asintió con renuencia.

Recorríamos más distancia de lo que había esperado. El tráfico era ligero hasta el punto de que a veces no había ninguno, quizá porque la gente tenía miedo de salir a la carretera. Mientras Simon llenaba el depósito, le pregunté:

—¿Qué pusiste de comer?

—Sólo lo que pude coger en la cocina. Tenía prisa. Míralo tú mismo.

Encontré una caja de cartón entre los bidones abollados, los suministros médicos empaquetados y las botellas sueltas de agua mineral en el maletero. Contenía tres cajas de cereales de desayuno, dos latas de carne molida y una botella de Diet Pepsi.

—Jesús, Simon.

Hizo una mueca y tuve que recordarme que para él había cometido blasfemia.

—Fue todo lo que pude encontrar.

Y ni tazones ni cucharas. Pero tenía hambre y sentía la privación de sueño. Le dije a Simon que deberíamos dejar que se enfriara el motor, y mientras tanto nos sentamos a la sombra del coche, con las ventanas abiertas y una brisa que arrastraba arena procedente del desierto, el sol suspendido en el cielo como el mediodía sobre la superficie de Mercurio. Usamos los fondos recortados de las botellas de agua vacías como tazones improvisados y comimos cereales mezclados con agua recalentada. Tenía el aspecto y el sabor del mucílago.

Puse a Simon al corriente de la siguiente etapa de nuestro viaje, le recordé que pusiera el aire acondicionado una vez que estuviéramos en marcha y le dije que me despertara si parecía que había problemas en la carretera.

Luego atendí a Diane. El goteo y los antibióticos parecían haberle dado algo de fuerzas, pero sólo un poco. Abrió los ojos y dijo:

—Tyler.

Después la ayudé a beber un poco de agua. Aceptó un par de cucharadas de cereales pero luego apartó la cabeza. Tenía las mejillas hundidas, los ojos sin vida y fijos.

—Aguanta —dije—. Sólo un poco más, Diane. —Le ajusté el goteo. La ayudé a sentarse, con las piernas abiertas por fuera del coche, mientras soltaba un chorrito de orina pardusca. Luego la limpié y le cambié los pantis sucios por unos calzoncillos limpios de algodón de mi maleta.

Cuando volvió a estar recostada metí una sábana en el hueco estrecho entre los asientos delanteros y el trasero para crear un espacio donde tenderme sin desplazarla. Simon sólo había cabeceado brevemente durante el primer tramo del viaje y debía de estar tan agotado como yo… pero a él no le habían dado con la culata de un rifle. Allí donde el hermano Aaron me había atizado estaba hinchado y dolía mucho cuando ponía los dedos cerca.

Simon observó todo a un par de metros de distancia, con expresión hosca o posiblemente celosa. Cuando lo llamé vaciló y miró anhelantemente la planicie salada del desierto, el corazón de la más profunda nada.

Entonces trotó de vuelta al coche, abatido, y se puso al volante.

Me comprimí en el nicho detrás del asiento delantero. Diane parecía inconsciente, pero antes de quedarme dormido sentí que ponía su mano sobre la mía.

Cuando desperté volvía a ser de noche, y Simon había parado el coche para que cambiáramos de sitio.

Salí del coche y me estiré. La cabeza me seguía latiendo, tenía la columna como si el peso de los años me la hubiera encorvado definitivamente, pero estaba más despejado que Simon, que se arrastró a la parte de atrás y se quedó dormido al instante.

No sabía dónde estábamos aparte de que estábamos en la 1-40 en dirección este y que la tierra era menos árida aquí, los campos irrigados se extendían a ambos lados de la carretera bajo una luna carmesí. Me aseguré de que Diane estuviera cómoda y que respirara sin problema, y dejé las puertas del coche abiertas durante un par de minutos para airear el hedor, un olor a habitación de enfermo con indicios de sangre y gasolina. Entonces me senté al asiento del conductor.

Las estrellas sobre la carretera eran perturbadoramente escasas e imposibles de reconocer. Me pregunté qué le estaría ocurriendo a Marte. ¿Seguiría bajo una membrana de Spin o habría sido liberado como la Tierra? Pero no sabía adónde mirar en el cielo y dudaba que lo reconociera aunque lo viera. Lo que sí que vi, no podía evitarlo, fue la enigmática línea plateada que Simon había señalado en Arizona, la que había confundido con la estela de un avión. Esa noche era incluso más prominente. Se había movido desde el horizonte occidental hasta casi el cénit, y la suave curva se había convertido en un óvalo, una letra «O» aplastada.

El cielo que contemplaba era tres mil millones de años más viejo que el que había visto desde el jardín de la Gran Casa. Supuse que albergaría todo tipo de misterios.

Una vez que estuvimos en marcha intenté poner la radio del coche, que la noche pasada había estado muda. No llegaba nada digital, pero al final conseguí localizar una emisora local de FM, el tipo de estación de radio de pueblecito que normalmente se dedicaba a la música country y a Cristo, pero esa noche todo era charla. Aprendí muchas cosas antes de que la señal desapareciera, convertida en ruido de estática.

Aprendí, para empezar, que habíamos hecho bien en evitar las grandes ciudades. Los grandes núcleos urbanos eran zonas catastróficas: no por los saqueos y la violencia (que sorprendentemente habían sido pocos) sino debido al colapso catastrófico de las infraestructuras. El amanecer del sol rojo se había parecido tanto a la largamente predicha muerte de la Tierra que la mayor parte de la gente se había quedado en casa para morir con sus familias, dejando los centros urbanos con una policía y servicios de bomberos mínimos y hospitales casi sin personal. La minoría de personas que intentaron la muerte por arma de fuego o que se administraron sobredosis con extravagantes cantidades de alcohol, cocaína, oxicodona o anfetaminas, fueron la causa involuntaria de la mayoría de los problemas inmediatos: dejaron hornos de gas encendidos, se desplomaron mientras conducían, o dejaron caer cigarrillos encendidos al morir. Cuando la alfombra empezó a humear o las cortinas estallaron en llamas, nadie llamó al 911, y en muchos casos no hubiera habido nadie para contestar a esas llamadas. Los incendios de domicilios pronto se convirtieron en incendios de barrios enteros.

Cuatro enormes penachos de humo se alzaban de Oklahoma City, dijo el locutor, y según informes telefónicos, la mayor parte del sur de Chicago ya había sido reducida a ascuas. Todas las ciudades importantes del país, de todas de las que se sabía algo, informaban al menos de uno o dos incendios a gran escala, descontrolados.

Pero la situación estaba mejorando, no deteriorándose. Hoy había empezado a parecer posible que la especie humana podía sobrevivir al menos unos cuantos días más, y como resultado más personal de respuesta a emergencias y de servicios esenciales habían vuelto a sus puestos. (La parte negativa era que la gente había empezado a preocuparse por cuánto tiempo les durarían las provisiones: los saqueos a tiendas de alimentación empezaban a ser un problema.) A cualquier persona que no fuera un proveedor de servicios esenciales se la conminaba a mantenerse alejado de las carreteras; el mensaje había sido dado antes del amanecer por el sistema de comunicaciones para emergencias nacionales y a través de toda estación de radio y televisión que siguiera en funcionamiento, y se repetía esa noche. Lo que explicaba por qué escaseaba el tráfico por la interestatal. Había visto unas pocas patrullas policiales y militares pero ninguna de ellas nos había detenido, posiblemente debido a la matrícula de mi coche. California y otros estados empezaron a repartir pegatinas de los SMU (Servicios Médicos de Urgencia) para que los médicos las pusieran en las matrículas de sus coches tras el primer episodio de fluctuación.

La presencia policial era esporádica. El contingente militar continuaba más o menos intacto pese a algunas deserciones, pero la Reserva y la Guardia Nacional estaban muy mermadas y no podían suplir a las autoridades locales. La electricidad también era esporádica, la mayor parte de las estaciones generadoras carecían de personal suficiente y apenas podían funcionar, y los apagones se propagaban en cascada por la red eléctrica. Había rumores de que las plantas nucleares de San Onofre en California y Pickering en Canadá estaban a punto de sufrir una fusión, aunque no había confirmación de eso último.

El locutor prosiguió leyendo una lista de almacenes de comida locales designados por las autoridades, hospitales que seguían abiertos (con tiempos estimados de espera antes de que se pudiera atender al paciente) y consejos de primeros auxilios para el hogar. También leyó un comunicado del Servicio Meteorológico previniendo contra la exposición prolongada al sol. La luz solar no parecía ser inmediatamente mortal, pero los niveles excesivos de radiación ultravioleta podían causar «problemas a largo plazo», según dijeron, expresión que me hizo mucha gracia, pese a lo lamentable de todo el asunto.

Pillé unas cuantas transmisiones más desperdigadas antes del amanecer, pero el sol naciente las ahogó en su ruido.

El día apareció nublado. Por tanto, no tenía que conducir bajo el resplandor solar; pero incluso ese amanecer mudo era perturbadoramente extraño. Toda la mitad oriental del cielo se convirtió en una hirviente sopa de luz, tan hipnótica a su manera como las ascuas de una hoguera moribunda. De vez en cuando las nubes se abrían y dedos de luz ambarina tanteaban la tierra. Pero hacia el mediodía las nubes eran más densas y a la hora empezó a llover, una lluvia caliente, sin vida que recubría la autopista y reflejaba los enfermizos colores del cielo.

Había vaciado el último bidón de gasolina en el depósito esa mañana, y en algún lugar entre Cairo y Lexington la aguja del indicador de gasolina empezó a descender alarmantemente. Desperté a Simon y le expliqué el problema y le dije que pararíamos en la siguiente gasolinera… y en cada una en el camino después de ésa hasta que encontráramos una que nos vendiera gasolina.

La siguiente gasolinera resultó ser un negocio al estilo antiguo de cuatro surtidores y una tienda de una franquicia de tentempiés para conductores. La tienda estaba a oscuras y los surtidores probablemente no funcionaran, pero me detuve de todas formas, salí del coche y descolgué la manguera del surtidor.

Un hombre con una gorra de los Bengals en la cabeza y una escopeta acunada en los brazos apareció de detrás de una esquina del edifico y dijo.

—No sirve de nada.

Volví a colocar la manguera en su sitio, lentamente.

—¿No hay electricidad?

—Correcto.

—¿Y no hay potencia auxiliar?

Se encogió de hombros y se acercó más. Simon empezó a salir del coche pero le hice señas para que se quedara. El hombre de la gorra de los Bengals (unos treinta años de edad y unos quince kilos de más) miró la bola de suero colocada en el asiento de atrás. Luego examinó la matrícula del coche, entrecerrando los ojos. Era una matrícula de California, lo que probablemente no me congraciaría con él, pero la pegatina del SMU era claramente visible.

—¿Es un doctor?

—Tyler Dupree —dije—. Doctor en medicina.

—Discúlpeme si no le doy la mano. ¿Es su mujer la del coche?

Dije que sí, porque era más simple que dar explicaciones. Simon me fulminó con la mirada, pero no me contradijo.

—¿Tiene alguna identificación que demuestre que es un médico? Porque, sin querer ofenderle, ha habido unos cuantos robos de coches en los últimos días.

Saqué mi cartera y la tiré a sus pies. La recogió y miró el tarjetero. Entonces sacó unas gafas del bolsillo de su camisa y volvió a examinarla. Finalmente me la devolvió y me ofreció la mano.

—Siento el recibimiento, doctor Dupree. Soy Chuck Bernelli. Si es gasolina lo que necesita, encenderé los surtidores. Si necesita algo más que eso, sólo me llevará un minuto abrir la tienda.

—Necesito la gasolina. Unas cuantas provisiones también estaría bien, pero no llevo encima mucho dinero.

—A la porra con el dinero. Estamos cerrados para los criminales y los borrachos, y esos no escasean en la carretera ahora mismo, pero estamos abiertos a todas horas para los militares y la patrulla de carreteras. Y para los médicos. Al menos mientras quede gasolina en los surtidores. Espero que su mujer no esté demasiado mal.

—No si puedo llegar a donde quiero.

—¿A Lexington V.A.? ¿Al Samaritan?

—Un poco más lejos. Necesita cuidados especiales.

Volvió a mirar al coche. Simon había bajado las ventanillas para dejar que entrara algo de aire fresco. La lluvia convertía el polvo del vehículo en barro que resbalaba a asfalto oleaginoso.

Bernelli vislumbró a Diane mientras ésta se giraba y empezaba a toser dormida. Frunció el ceño.

—Pondré los surtidores en marcha, entonces —dijo—. Querrán seguir su camino.

Antes de irnos nos empaquetó unas cuantas frutas y verduras, unas pocas latas de sopa y una bolsita de galletitas saladas junto con un abrelatas en su envoltorio de plástico. Pero no quiso acercarse al coche.

La tos estremecedora e intermitente es uno de los síntomas comunes del SDCV. La bacteria es casi astuta en la forma que preserva a sus víctimas, prefiriendo no ahogarlas en una neumonía catastrófica, aunque ésa sea la forma en que finalmente mata a su anfitrión, o eso o con un fallo cardíaco masivo. Había cogido una bombona de oxígeno, con su válvula y su máscara, del distribuidor a las afueras de Flagstaff, y cuando la tos de Diane empezó a dificultarle la respiración (estaba al borde del pánico, ahogándose en sus propias mucosidades, ojos en blanco) le despejé las vías respiratorias lo mejor que pude y mantuve la máscara sobre su boca y nariz mientras Simon conducía.

Al final se calmó, su color mejoró y fue capaz de volver a dormir. Me quedé sentado con ella mientras descansaba, con su cabeza febril acurrucada contra mi hombro. La lluvia se había convertido en un aguacero incesante, restándonos velocidad. Grandes estelas de agua saltaban detrás del coche cada vez que cogíamos un bache en la carretera. Hacia el anochecer la luz se convirtió en carbones ardientes en occidente.

No había ningún sonido excepto el golpeteo de la lluvia sobre el techo del coche y me contenté con permanecer así hasta que Simon se aclaró la garganta y me dijo:

—¿Eres ateo, Tyler?

—¿Perdón?

—No quiero ser grosero, pero me preguntaba lo siguiente: ¿Te consideras a ti mismo un ateo?

No estaba seguro de cómo responder a eso. Simon había sido de gran ayuda, inestimable, de hecho, para poder llegar tan lejos. Pero también era alguien que se había visto atraído intelectualmente por una panda de dispensacionalistas lunáticos marginales que lo único que le discutían al fin del mundo era que no se ajustaba a sus expectativas. No quería ofenderlo porque todavía lo necesitaba… Diane todavía lo necesitaba.

Así que dije:

—¿Importa cómo me considere?

—Curiosidad, solamente.

—Bueno… no lo sé. Supongo que ésa es mi respuesta. No afirmo que sé si Dios existe o no, o porque le dio cuerda al universo y lo puso en marcha de la forma que lo hizo, si es que lo hizo. Lo siento, Simon, pero eso es lo mejor que sé hacerlo en el frente teológico.

Se quedó en silencio durante otros pocos kilómetros.

—Quizá fuera eso lo que Diane quería decir.

—¿Sobre qué?

—Cuando hablábamos de ello. Cosa que no hemos hecho últimamente, ahora que lo pienso. No estábamos de acuerdo sobre el pastor Dan y el Tabernáculo del Jordán incluso antes del cisma. Mi opinión es que era demasiado cínica. Y ella decía que yo me dejaba impresionar fácilmente. Quizá. El pastor Dan tenía el don de mirar en las Escrituras y encontrar conocimiento en cada página… un conocimiento sólido como una casa, vigas y columnas de conocimiento. Es un don de verdad. Yo no puedo hacerlo. Por mucho que lo intente, hasta el día de hoy, no puedo abrir la Biblia y encontrarle sentido al instante.

—Quizá no se supone que tengas que hacerlo.

—Pero quería hacerlo. Quería ser como el pastor Dan. Listo y, ya sabes, siempre sobre terreno sólido. Diane decía que era un trato con el diablo, que Dan Condón había cambiado la humildad por la certidumbre. Quizá fuera eso lo que me faltaba a mí. Quizá era eso lo que veía en ti, la razón por la que se aferró a ti durante todos esos años… tu humildad.

—Simon, yo no…

—No es nada de lo que tengas que disculparte o intentar consolarme. Sé que te llamaba cuando creía que estaba dormido o cuando estaba fuera de la casa. Sé que tuve suerte de tenerla conmigo durante tanto tiempo. —Giró la cabeza para mirarme —. ¿Me harás un favor? Me gustaría que le dijeras que siento no haber cuidado mejor de ella cuando enfermó.

—Puedes decírselo tú mismo.

Asintió pensativamente y el coche se adentró más profundamente en la lluvia. Le dije que mirara si podía encontrar alguna información útil en la radio, ahora que había anochecido. Pretendía quedarme despierto y escuchar; pero me volvía a latir la cabeza y empezaba a ver doble, y al cabo de un rato parecía más fácil simplemente cerrar los ojos y dormir.

Dormí profunda y largamente, y pasaron kilómetros bajo las ruedas del coche.

Cuando desperté era otra mañana lluviosa. Estábamos aparcados en un área de descanso (al oeste de Manassas, según supe después) y una mujer con un paraguas negro desgarrado daba golpecitos en la ventanilla.

Parpadeé y abrí la puerta y ella retrocedió un paso.

—El tío aquel me pidió que le dijera que no lo esperen.

—¿Perdón?

—Dijo que adiós y que no le esperaran.

Simon no estaba en el asiento de delante. Ni era visible entre los cubos de basura, mesas de picnic goteantes y letrinas endebles en el entorno inmediato. Unos cuantos coches más estaban aparcados allí, la mayoría parados con el motor en marcha mientras sus dueños visitaban los cagaderos. Vi árboles, terrenos de parque, una vista desde lo alto de algún pueblecito industrial empapado por la lluvia bajo un cielo feroz.

—¿Un tipo rubio y flacucho? ¿Camiseta sucia?

—Ése es. Ése es el tío. Dijo que no quería que durmiera demasiado. Entonces se marchó.

—¿A pie?

—Sí. Hacia abajo, hacia el río. No por la carretera. —Miró a Diane, que respiraba laboriosamente—. ¿Están bien ustedes dos?

—No. Pero ya no tenemos que ir muy lejos. Gracias por preguntar. ¿Dijo algo más?

—Sí. Dijo que Dios los bendiga y que él ya encontraría su camino desde aquí.

Atendí las necesidades de Diane. Eché un último vistazo al aparcamiento bajo la lluvia. Luego volví a la carretera.

Tuve que detener el coche varias veces para ajustarle el goteo a Diane o darle unas cuantas inhalaciones de oxígeno. Ya no abría los ojos; no estaba simplemente dormida, estaba inconsciente. No quería pensar en lo que eso significaba.

Avanzábamos lentamente y la lluvia caía sin tregua, había evidencias por todas partes del caos de los últimos días. Pasé junto a docenas de coches estrellados o quemados, algunos todavía humeantes. Ciertas rutas estaban cerradas al tráfico civil, reservadas para los vehículos militares o de los servicios de emergencia. Tuve que dar media vuelta para evitar bloqueos de carreteras un par de veces. El calor del día hacía que el aire húmedo fuera casi intolerable en el bochorno, y aunque sopló un viento feroz por la tarde, no trajo ningún alivio.

Pero al menos Simon nos había abandonado cerca de nuestro destino, y conseguí llegar a la Gran Casa mientras aún había luz en el cielo.

El viento había empeorado, era casi un vendaval, y la carretera particular de los Lawton estaba cubierta de ramas arrancadas de los pinos cercanos. La casa en sí estaba a oscuras, o eso parecía en el crepúsculo ambarino.

Dejé a Diane en el coche al pie de los escalones de la entrada y aporreé la puerta. Y esperé. Y volví a aporrearla. Al final la puerta se abrió una rendija y Carol Lawton miró desde detrás de ella.

Apenas podía distinguir sus rasgos a través de ese resquicio, un ojo azul pálido, una cuña de mejilla arrugada. Pero ella me reconoció a mí:

—¡Tyler Dupree! —dijo—. ¿Estás solo?

La puerta se abrió más.

—No —dije—. Diane está conmigo. Y voy a necesitar ayuda para traerla dentro.

Carol salió al gran porche y entrecerró los ojos para examinar el coche. Cuando vio a Diane, su pequeño cuerpo se tensó rígidamente.

—Dios santo —susurró—. ¿Es que mis dos hijos han vuelto a casa para morir?

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