Mayoría de edad en agua hirviendo

La gente más joven que yo me pregunta: ¿Por qué no hubo pánico? ¿Por qué no le entró el pánico a nadie? ¿Por qué tu generación aceptó el hecho sin más, por qué entrasteis en el Spin sin siquiera un murmullo de protesta?

A veces digo: «pero ocurrieron cosas terribles».

A veces digo: pero no comprendíamos. ¿Y qué podíamos haber hecho?».

Y a veces cito la parábola de la rana. Tira una rana dentro de agua hirviendo y saldrá de un salto. Tira una rana dentro de un caldero de agua agradablemente templada, aumenta el fuego lentamente, y la rana estará muerta antes de darse cuenta de que tiene un problema.

La erradicación de las estrellas no fue algo lento ni sutil, pero tampoco fue, para la mayoría de nosotros, algo desastroso. Si eras un astrónomo o un estratega de defensa, si trabajabas en la industria de las telecomunicaciones o en la aeroespacial, probablemente pasarías los primeros días del Spin en un estado de terror abyecto. Pero si eras un conductor de autobús o freías hamburguesas, entonces era más o menos agua templada.

Los medios de comunicación en inglés lo llamaron «El Suceso de Octubre» (no sería el «Spin» hasta unos cuantos años después), y su primer efecto obvio fue la destrucción de la industria de cientos de miles de millones de dólares de satélites orbitales. Perder los satélites significó perder toda la televisión retransmitida y emitida directamente por satélite; hizo que el sistema de telefonía móvil no funcionara bien y convirtió en inútil al sistema GPS; atascó internet, convirtió en obsoleta gran parte de la tecnología militar más sofisticada y moderna, redujo la vigilancia global y las operaciones de reconocimiento, y obligó a los hombres del tiempo a dibujar isóbaras sobre mapas de los Estados Unidos en vez de usar proyecciones creadas por ordenador a partir de imágenes de satélites meteorológicos. Los repetidos intentos por contactar con la Estación Espacial Internacional fracasaron uno tras otro. Los lanzamientos comerciales programados desde Cañaveral (y Baikonur, y Kourou) fueron postergados indefinidamente.

Significaba, a largo plazo, malísimas noticias para GE Americom, AT T, COMSAT y Hughes Communications entre muchas otras compañías.

Y si ocurrieron cosas terribles a consecuencia de aquella noche, aunque la mayoría de ellas quedaron oscurecidas por los apagones informativos. Las noticias viajaban como susurros, apretadas en el interior de cables de fibra óptica transatlánticos en vez de rebotar por el espacio orbital; pasó casi una semana antes de que supiéramos que un misil paquistaní Hatf V equipado con una ojiva nuclear, lanzado por error o por mal cálculo en los confusos primeros momentos del Suceso, se había desviado de su rumbo y había vaporizado un valle agrícola del Hindú Kush. Era el primer artefacto nuclear que detonaba en acción bélica desde 1945, y por trágico que fuera el acontecimiento, dado el nivel de paranoia engendrado por la pérdida de las telecomunicaciones, tuvimos suerte de que sólo ocurriera una vez. Según algunos informes casi perdimos Teherán, Tel Aviv y Pyongyang.


Confortado por el amanecer, dormí hasta mediodía. Cuando me levanté y vestí, encontré a mi madre en la sala de estar, todavía en su bata acolchada, mirando la televisión con el ceño fruncido. Cuando le pregunté si había desayunado, me dijo que no. Así que preparé un almuerzo para los dos.

Mi madre debía de tener cuarenta y cinco años en aquel otoño. Si me hubieran pedido que escogiera una palabra que la definiera, hubiera dicho «sólida». Rara vez se enfadaba y la única vez en mi vida que la vi llorar fue la noche en que la policía vino a casa (cuando todavía estábamos en Sacramento) para decirle que mi padre había, muerto en la 80 cerca de Vacaville, cuando volvía a casa en coche de regreso de un viaje de negocios. Creo que tenía mucho cuidado de dejarme ver sólo ese aspecto de ella. Pero tenía otros aspectos. Había un retrato en una estantería en la sala de estar, tomado años antes de que yo naciera, de una mujer tan esbelta, hermosa e intrépida que me sobresalté cuando me contó que era una foto suya.

Claramente, no le gustaba lo que oía en la tele. Una estación local estaba realizando un noticiario a tiempo completo, repitiendo historias emitidas por emisoras de onda corta y por radioaficionados, además de confusos llamamientos a la calma emitidos por el gobierno federal.

—Tyler —me dijo, haciéndome una seña para que me sentara—, es difícil de explicar. La noche pasada ocurrió algo…

—Lo sé —dije—. Lo oí antes de irme a la cama.

—¿Lo sabías? ¿Y no me despertaste?

—No estaba seguro…

Pero su enfado desapareció tan rápidamente como había o parecido.

—No —dijo—, está bien, Ty. Supongo que no me perdí nada al seguir durmiendo. Es gracioso… me siento como si siguiera durmiendo.

—Sólo se trata de las estrellas —dije como un idiota.

—Las estrellas y la luna —me corrigió—. ¿No oíste lo de la luna? Por todo el mundo, nadie puede ver las estrellas ni la luna.

La luna era una pista, por supuesto.

Me quedé un rato sentado con mi madre, y luego la dejé con la mirada fija en la tele («De vuelta antes de que oscurezca», dijo, y lo decía en serio) y me llegué hasta la Gran Casa. Toqué a la puerta de atrás, la puerta que usaban el cocinero y la criada, aunque los Lawton tenían cuidado de no llamarla nunca la «entrada del servicio». También era la puerta por la que entraba mi madre los días laborables para realizar sus tareas en la casa de los Lawton.

La señora Lawton, la madre de los gemelos, me abrió la puerta, me miró con expresión ausente y me hizo una seña hacia el piso de arriba. Diane seguía durmiendo, la puerta de su cuarto estaba cerrada. Jason no había dormido y, por lo que parecía, no planeaba hacerlo. Lo encontré en su cuarto atento a una radio de onda corta.

La habitación de Jason era una cueva de Aladino llena de lujos que envidiaba pero que había asumido que no tendría: un ordenador con una conexión ultrarrápida a internet, una televisión de segunda mano que era dos veces mayor que la que había en la sala de estar de mi casa.

—La luna ha desaparecido —le dije por si no había oído la noticia.

—Interesante, ¿no? —Jase se levantó y se estiró, pasándose los dedos por el pelo despeinado. No se había cambiado de ropa desde la noche pasada. Ese tipo de descuido no era propio de él. Jason, aunque era un genio según decía todo el mundo, jamás se había comportado como uno en mi presencia… es decir, no actuaba como los genios que había visto en las películas; no bizqueaba, tartamudeaba o escribía ecuaciones en las paredes. Hoy, sin embargo, parecía completamente distraído—. La luna no ha desaparecido, por supuesto, ¿cómo podría? Según la radio, en la costa atlántica se están registrando las mareas normales. Así que la luna sigue ahí. Y si la luna sigue ahí, entonces también siguen las estrellas.

—Y entonces, ¿por qué no podemos verlas?

Me dedicó una mirada irritada.

—Y yo qué sé. Todo lo que digo es que se trata, al menos en parte, de un fenómeno óptico.

—Mira por la ventana, Jase. Brilla el sol. ¿Qué tipo de ilusión óptica deja que pase el sol pero oculta las estrellas y la luna?

—Y te repito que yo qué sé. Pero ¿cuál es la alternativa, Tyler? ¿Que alguien metió la luna y las estrellas en un saco y se las llevó?

No, pensé. Era la Tierra la que estaba en el saco, por alguna razón que ni siquiera Jason podía adivinar.

—Pero es un buen argumento —dijo—, lo del sol. No es una barrera óptica sino un filtro óptico.

—¿Y quién lo puso ahí?

—Y yo qu… —sacudió la cabeza con irritación—. Estás deduciendo demasiadas cosas. ¿Quién dice que tuvo que ser alguien el que lo pusiera? Podría ser un suceso natural que se da una vez cada millón de años, como la inversión de los polos magnéticos. Es un gran salto suponer que hay una inteligencia detrás de ello.

—Pero podría ser cierto.

—Hay muchísimas cosas que podrían ser ciertas.

Ya había aguantado suficientes chascarrillos bienintencionados sobre mis lecturas de ciencia ficción para no decir la palabra «alienígenas». Pero por supuesto, fue lo primero que se me ocurrió. A mí y a un montón de gente más. E incluso Jason tuvo que admitir que la idea de una intervención extraterrestre se había convertido en infinitamente más plausible en el curso de las últimas veinticuatro horas.

—Pero aunque sea eso —dije—, hay que preguntarse por qué lo harían.

—Sólo hay dos razones plausibles. Para ocultarnos algo. O para ocultarnos de algo.

—Tú padre ¿qué cree?

—No le he preguntado. Lleva al teléfono todo el día. Probablemente está intentando deshacerse de todas sus acciones de GTE por adelantado —era una broma, y no estaba seguro de lo que quería decir, pero también era mi primer indicio de lo que la pérdida del espacio orbital podía significar para la industria aeroespacial en general y para la familia Lawton en particular—. No he dormido nada esta noche —admitió—. Temía perderme algo. A veces envidio a mi hermana. Ya sabes, «que me despierten cuando alguien haya descubierto lo que pasa.»

Me enfurecía ante lo que percibí como un insulto a Diane.

—Ella tampoco durmió —dije.

—¿Ah, sí? ¿De verdad? Y tú ¿cómo lo sabes?

Atrapado.

—Hablamos por teléfono un rato…

—¿Ella te llamó?

—Sí, cerca del amanecer.

—Jesús, Tyler, te estás sonrojando.

—No señor.

—Oh, sí.

Me salvó una repentina llamada a la puerta: E. D. Lawton, que tampoco parecía haber dormido mucho.

El padre de Jason tenía una presencia intimidante. Era grande, de hombros anchos, difícil de complacer y de ira fácil; los fines de semana se movía por la casa como un frente tormentoso, todo relámpagos y truenos. Mi madre me había dicho una vez que «E. D. no es el tipo de persona del que te gustaría atraer la atención. Jamás entendí por qué Carol se casó con él».

No era exactamente el clásico hombre de negocios hecho a sí mismo. Su abuelo, el fundador ya jubilado de una firma de abogados de San Francisco con un éxito espectacular, había avalado la mayor parte de las primeras empresas de E. D., pero había creado un lucrativo negocio de instrumentación de gran altitud y tecnología más ligera que el aire, y lo había hecho a la manera difícil, sin contactos reales en la industria, al menos cuando empezó.

Entró en el cuarto de Jason con expresión irritada. Sus ojos se centraron en mí y destellaron.

—Lo siento, Tyler, pero tendrás que irte a casa. Tengo que hablar de unas cuantas cosas con Jason.

Jase no objetó y yo tampoco tenía muchas ganas de quedarme. Así que me encogí en mi chaqueta de paño y salí por la puerta de atrás. Pasé el resto de la tarde en el arroyo, haciendo rebotar guijarros y observando a las ardillas acumular provisiones para el inminente invierno.


El sol, la luna y las estrellas.

En los años siguientes, crecieron niños que jamás habían visto las estrellas con sus propios ojos; la gente que sólo tenía cinco o seis años menos que yo llegaron a la madurez conociendo las estrellas sólo por las viejas películas y por tópicos cada vez más alejados de la realidad. Una vez, cuando tenía treinta, le puse a una muchacha la canción del compositor del siglo XX Antonio Carlos Jobin titulada Corcovado, «Noches tranquilas de estrellas silenciosas», y la muchacha me preguntó, con los ojos abiertos y completamente en serio:

—¿Las estrellas hacían ruido?

Pero habíamos perdido algo más sutil que unas pocas luces en el cielo. Habíamos perdido la confianza en nuestro lugar en el universo. La Tierra es redonda, la Luna da vueltas alrededor de la Tierra, la Tierra alrededor del Sol: a eso llegaba la cosmología que la mayoría de la gente aprendía o necesitaba, y dudaba que más de uno entre cien le dedicara algún pensamiento más al asunto después ¿z dejar el instituto. Pero se quedaron perplejos cuando les robaron las estrellas.

No obtuvimos un comunicado oficial sobre el Sol hasta la segunda semana del Suceso de Octubre.

El Sol parecía moverse según su camino predecible y eterno. Salía y se ponía de acuerdo a las efemérides, los días se acortaban según la precesión natural; no había nada que sugiriera una emergencia solar. Muchas cosas en la Tierra, incluyendo la vida, dependen del tipo y cantidad de radiación solar que llega a la superficie del planeta y, en general, eso no ha cambiado. Todo lo que vemos a simple vista del Sol sugiere la misma estrella de clase G que lleva haciéndonos parpadear durante todas nuestras vidas.

Lo que le faltaba, sin embargo, eran manchas solares, prominencias y erupciones.

El sol es un objeto violento y turbulento. Bulle, hierve, resuena como una campana henchido de vastas energías; baña al sistema solar en un flujo de partículas que nos matarían a todos si no estuviésemos protegidos por el campo magnético de la tierra. Pero desde el Suceso de Octubre, los astrónomos anunciaron que el sol se había convertido en un orbe perfectamente geométrico, completamente uniforme y de luminosidad inmaculada. Y desde el norte llegaron noticias de que la aurora boreal, producto de la interacción de nuestro campo magnético con esas partículas solares cargadas, se había apagado como las luces del cartel de una mala obra de Broadway.

Otras ausencias en el nuevo cielo nocturno: nada de estrellas fugaces. La Tierra solía recoger casi cuarenta mil toneladas de polvo espacial al año y la gran mayoría se incineraba por la fricción atmosférica. Pero ya no: ningún meteorito espectacular penetró en la atmósfera durante las primeras semanas del Suceso de Octubre, y tampoco lo hizo ninguno de los meteoritos microscópicos llamados partículas de Brownlee. En términos astrofísicos, era un silencio atronador. Ni siquiera Jason podía explicar eso.


Así que el sol no era el sol; pero seguía brillando, falso o no, y según pasaban los días, según se acumulaban y apilaban, la estupefacción se hizo más profunda, pero la sensación de emergencia pública menguó (el agua no hervía, sólo estaba templada)…

Pero qué magnífica ocasión para hablar. No sólo acerca del misterio celestial, sino de las consecuencias inmediatas: el crack de las empresas de telecomunicaciones; las guerras en el extranjero que ya no se podían seguir y comentar por satélite; las bombas inteligentes guiadas por GPS convertidas en irremediablemente estúpidas; la fiebre del oro de la fibra óptica. Desde Washington se emitían declaraciones con una regularidad deprimente: «A día de hoy no tenemos pruebas de acción hostil por parte de nación o agencia alguna y las mejores mentes de nuestra generación están trabajando para comprender, explicar y como fin último revertir los efectos negativos potenciales de esta envoltura que ha oscurecido nuestra visión del universo». Tranquilizadora ensalada de palabras por parte de una administración que seguía con la esperanza de poder identificar a un enemigo, terrestre o no, capaz de cometer tal acto. Pero el enemigo era obstinadamente elusivo. La gente empezó a hablar de «una hipotética inteligencia controladora». Incapaces de ver más allá de las paredes de nuestra prisión, nos vimos reducidos a cartografiar sus límites y rincones.

Jason se retiró a su cuarto durante la mayor parte del mes posterior al Suceso. Durante ese tiempo no hablé con él directamente, sólo lo vislumbraba cuando el autobús de la academia Rice venía a recoger a los gemelos. Pero Diane me llamaba al móvil casi todas las noches, normalmente alrededor de las diez o las once, cuando ambos teníamos algo de privacidad. Yo atesoraba sus llamadas, por razones que no estaba preparado para admitir ante mí mismo.

—Jason está de un humor de perros —me dijo una noche—. Dice que si no sabemos siquiera si el sol es el sol, entonces es que no sabemos nada de nada.

—Quizá tenga razón.

—Pero es que es algo casi religioso en el caso de Jase. Siempre le han gustado mucho los mapas, ¿lo sabías, Tyler? Incluso de muy pequeño ya entendió cuál era la idea de los mapas. Le gusta saber dónde está. Le da sentido a las cosas, como solía decir. Creo que por eso está tan asustado, más que la mayoría de la gente. Nada está donde se suponía que debía estar. Ha perdido su mapa.

Por supuesto, ya se habían encontrado pistas en el escenario del crimen. Antes de que acabara la semana, los militares empezaron a recoger fragmentos de satélites caídos, satélites que habían estado en órbitas estables hasta esa noche de octubre, pero que habían sido derribados a la Tierra antes del amanecer, todos y cada uno de ellos, dejando restos con tentadoras evidencias. Pero hizo falta tiempo para que esa información llegara incluso a la bien conectada casa de E. D. Lawton.


Nuestro primer invierno de noches oscuras fue claustrofóbico y extraño. La nieve apareció temprano: vivíamos lo suficientemente cerca de Washington para ir a trabajar y volver a dormir, pero para Navidad aquello más bien parecía Vermont. Las noticias seguían siendo ominosas. Un frágil tratado de paz apresuradamente firmado por Pakistán e India se deslizaba otra vez hacia la guerra; el esfuerzo de descontaminación del Hindú Kush patrocinado por la ONU ya se había cobrado docenas de vidas además de las bajas originales. En el norte de África, ardían guerras a pequeña escala mientras los ejércitos del mundo industrializado se retiraban para reagruparse. El precio del petróleo se disparó hacia el cielo. En casa mantuvimos la calefacción unos grados por debajo de lo confortable hasta que los días empezaron a hacerse más largos (cuando volvió el sol y se oyó a la primera codorniz).

Pero frente a amenazas desconocidas y pobremente entendidas, la raza humana consiguió no apretar el botón de una guerra a escala global, para nuestra honra. Hicimos ajustes y seguimos adelante con los negocios, y hacia la primavera, la gente empezaba a hablar de «la nueva normalidad». A largo plazo, se sobreentendía que pagaríamos un precio por lo que le había ocurrido al planeta, fuera lo que fuese… pero a largo plazo, como se dice, estaremos todos muertos.

Vi el cambio en mi madre. Con el tiempo se calmó y la estación cálida, cuando finalmente llegó, alivió algo de la tensión de su rostro. Y también vi el cambio en Jason, que emergió de su refugio contemplativo. Sin embargo, me preocupaba Diane, que se negaba rotundamente a hablar de las estrellas y que últimamente me había empezado a preguntar si creía en Dios… si creía que Dios era el responsable de lo ocurrido en octubre.

No lo sé, le dije. Mi familia no iba a la iglesia. El tema me ponía un poco nervioso, francamente.


Ése fue el verano en que los tres fuimos en bicicleta hasta el centro comercial Fairway por última vez.

Habíamos hecho el viaje cien, mil veces antes. Los gemelos ya estaban algo crecidos para ello, pero en los siete años que llevábamos viviendo en los terrenos de la Gran Casa se había convertido en un ritual, el acontecimiento inevitable de los sábados de verano. Lo habíamos dejado pasar en los fines de semana lluviosos o demasiado calurosos, pero cuando hacía buen tiempo nos sentíamos atraídos, como guiados por una mano invisible, hasta nuestro punto de encuentro al final de la larga carretera de entrada a la propiedad Lawton.

Hoy el aire era suave y soplaba una brisa, la luz del sol imbuía todo lo que tocaba de una calidez orgánica. Era como si el clima quisiera confortarnos: el mundo natural estaba perfectamente, gracias por preguntar, diez meses después del Suceso de Octubre… aunque ahora fuéramos (como decía Jase de vez en cuando) un planeta cultivado, un jardín cuidado por fuerzas desconocidas en vez de una extensión de bosque silvestre cósmico.

Jason iba en una cara mountain bike, Diane en un equivalente para chica menos llamativo. Mi bicicleta era una chatarra de segunda mano que mi madre me había comprado en una tienda de ocasión. No importaba. Lo que importaba era el punzante olor a pino en el aire, y las horas desocupadas dispuestas ante nosotros. Yo lo sentía, Diane lo sentía, y creo que Jason también lo sentía, aunque parecía distraído e incluso un poco avergonzado cuando montamos en nuestras bicis esa mañana. Lo achaqué al estrés o (estábamos en agosto) a la perspectiva de otro año escolar. Jase estaba en un curso académico acelerado en Rice, una escuela donde los alumnos eran sometidos a mucha presión. El año pasado había sacado las asignaturas de matemáticas y físicas sin esfuerzo (de hecho, las podría haber dado él), pero para el siguiente semestre tenía que estudiar latín para conseguir los créditos necesarios.

—Ni siquiera es una lengua viva —dijo—. ¿Quién demonios lee latín, aparte de los académicos de clásicas? Es como aprender FORTRAN. Todos los textos importantes fueron traducidos hace mucho tiempo. ¿Me hace mejor persona leer a Cicerón en el original? ¡Cicerón, por el amor de Dios! ¡El Alan Dershowitz[3] de la República romana!

No me tomaba nada de eso muy seriamente. Una de las cosas que nos gustaba hacer en esas excursiones era practicar el arte de la queja. (No tenía ni idea de quién era Alan Dershowitz, algún chaval de la escuela de Jason, supuse). Pero hoy su humor era volátil, errático. Se levantó sobre los pedales y se adelantó un trecho a nosotros.

La carretera hacia el centro comercial serpenteaba por entre solares arbolados, casas de color pastel con jardines bien atendidos y aspersores que marcaban el aire matutino con arco iris. Puede que la luz solar fuera falsa, filtrada, pero seguía descomponiéndose en colores cuando atravesaba el agua que caía y seguía siendo una bendición cuando salíamos de debajo de la sombra de los robles a la acera blanca resplandeciente.

Después de diez o quince minutos de pedaleo sin esfuerzo la pendiente de Bantam Hill Road se alzó ante nosotros: el último obstáculo e hito geográfico en el camino hacia el centro comercial. Bantam Hill Road era empinada, pero una vez pasada la cima, el descenso por el otro lado consistía casi en planear hasta los aparcamientos del centro. Jase ya había recorrido un cuarto de la distancia por delante de nosotros. Diane me miró con expresión traviesa.

—A que te gano en una carrera —dijo ella.

Eso me desanimó por completo. Los gemelos celebraban sus cumpleaños en octubre. Así que cada verano no me llevaban un año, sino dos: los gemelos habían cumplido los catorce, pero yo seguiría teniendo doce durante otros cuatro frustrantes meses. La diferencia se traducía en ventaja física. Diane sabía que no la podía vencer subiendo la cuesta, pero arrancó pedaleando de todas formas y yo suspiré e intenté impulsar mi vieja chatarra a un nivel de competición plausible. No había nada que hacer. Diane se irguió en su artefacto de aluminio, y para cuando llegó al inicio de la cuesta ya había conseguido una velocidad considerable. Un trío de niñas que estaban haciendo marcas de tiza sobre la acera se apartó corriendo de su camino. Diane se giró para mirarme de una forma que era mitad gesto de ánimo y mitad burla.

La pendiente de la carretera le robó velocidad, pero cambió de marcha diestramente y puso sus piernas a trabajar de nuevo. Jason, en la cima, se había detenido y mantenía el equilibrio con una larga pierna estirada, mirando hacia atrás con perplejidad. Seguí esforzándome, pero a mitad de la cuesta mi antigualla de bicicleta se tambaleaba más de lo que avanzaba y me vi obligado a apearme y caminar el resto del camino hasta arriba.

Diane me sonrió cuando llegué al final.

—Tú ganas —dije.

—Lo siento, Tyler. La verdad es que no fue justo.

Me encogí de hombros, avergonzado.

Aquí la larga carretera terminaba sin salida, y había solares de futuras residencias marcados con estacas y cuerda, pero ninguna casa construida. El centro comercial quedaba al final de una larga pendiente suave y arenosa al oeste. Un camino de tierra prensada cortaba entre los arbolillos achaparrados y arbustos de bayas.

—Nos vemos abajo —dijo ella, y volvió a salir sin esperarme.

Dejamos las bicis con candado en el estacionamiento y entramos en la acristalada nave del centro comercial. El centro era un entorno reconfortante, principalmente porque había cambiado muy poco desde octubre. Puede que los periódicos y la televisión siguieran en modo de máxima alerta, pero el centro comercial vivía en un bendito estado de negación. La única evidencia de que algo había ido mal en el mundo exterior era la ausencia de antenas de satélite en las tiendas de las cadenas de electrónica de consumo y una oleada de títulos relacionados con el Suceso de Octubre en los mostradores de las librerías. Jason resopló ante un libro de tapas duras y cubierta en azules y dorados, que afirmaba que relacionaba el Suceso de Octubre con profecías bíblicas.

—El tipo más fácil de profecía —dijo Jason— es el que predice cosas que ya han ocurrido.

Diane le dedicó una mirada ofendida.

—No tienes por qué ridiculizarlo sólo porque no creas en ello.

—Técnicamente, sólo me estoy riendo de la portada. No he leído el libro.

—Quizá deberías.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que intentas defender?

—No defiendo nada. Pero quizá Dios tuviera algo que ver con lo del pasado octubre. Eso no me parece ridículo.

—La verdad —dijo Jason— es que sí que parece ridículo.

Diane puso los ojos en blanco y se adelantó dando grandes zancadas, suspirando para sí. Jase volvió a colocar el libro en el expositor.

Le dije que, en mi opinión, la gente quería comprender lo que había ocurrido y que por eso había libros como ése.

—O quizá la gente sólo finge entender. Se llama «estado de negación». ¿Quieres que te cuente algo, Tyler?

—Claro —dije.

—¿Lo guardarás en secreto? —Bajó la voz de forma que ni siquiera Diane, que estaba a unos pocos metros pudiera oírle—. Esto todavía no se ha hecho público.

Una de las cosas más notables acerca de Jason era que muchas veces sabía cosas realmente importante un día o dos antes de que aparecieran en las noticias de la noche. En ese sentido, la academia Rice era sólo su escuela diurna, su educación de verdad se llevaba a cabo bajo la tutela de su padre, y desde el principio E. D. había querido que entendiera la manera en que los negocios, la ciencia y la tecnología se entrecruzaban con el poder político. E. D. había estado aplicando ese enfoque. La pérdida de los satélites de telecomunicaciones había abierto un nuevo mercado civil y militar para los globos estacionarios de gran altitud («aeróstatos») que manufacturaba su compañía. Una tecnología marginal que ahora se convertiría en principal, y E. D. estaba en la cresta de la ola. Y a veces compartía secretos con su hijo de quince años que no se habría atrevido a susurrar a un competidor.

E. D., por supuesto, no sabía que Jase de vez en cuando compartía a su vez esos secretos. Pero yo los guardaba escrupulosamente (y de todas formas, ¿a quién se los hubiera podido contar? No tenía otros amigos de verdad. Vivíamos en el tipo de vecindario de nuevos ricos en los que las distinciones de clase se medían con precisión milimétrica: el solemne y estudioso hijo de madres solteras y trabajadoras no aparecía en la lista de invitados de nadie).

Jase bajó la voz aún más.

—¿Te acuerdas de los tres cosmonautas rusos? ¿Los que estaban en órbita en octubre pasado?

Se les dio por perdidos, y presuntamente muertos, en la noche del suceso. Asentí.

—Uno de ellos está vivo —dijo—. Está vivo y en Moscú. Los rusos no dicen mucho, pero según los rumores, está completamente loco.

Me quedé mirándolo con los ojos enormemente abiertos, pero Jason no dijo una sola palabra más.


Hizo falta una docena de años para que se supiera la verdad, pero cuando finalmente fue publicada (como nota a pie de página en una historia europea de los primeros años del Spin) recordé aquel día en el centro comercial. Lo que ocurrió fue esto:

Tres cosmonautas rusos habían estado en órbita la noche del Suceso de Octubre, de regreso de una misión de mantenimiento de la moribunda Estación Espacial Internacional. Poco después de medianoche en el huso horario local, el comandante de la misión, un tal coronel Leonid Glavin, se percató de la pérdida de señal del control de tierra e hizo repetidos intentos para restablecer el contacto, sin éxito.

Aunque aquello ya debió de ser muy alarmante para los cosmonautas, pronto empeoró. Cuando el Soyuz pasó del lado nocturno al amanecer, pareció que el planeta al que orbitaban había sido reemplazado por un orbe negro y opaco.

El coronel Glavin acabaría describiéndolo justo de esa manera: como una negrura, una ausencia visible sólo cuando ocultaba al sol, un eclipse permanente. El rápido ciclo orbital de amaneceres y ocasos era su única prueba visual de que la tierra aún existía. La luz aparecía abruptamente tras el disco silueteado, no producía ningún reflejo en la oscuridad que había abajo, y desaparecía igual de repentinamente cuando la cápsula se deslizaba hacia la noche.

Los cosmonautas no podían comprender lo que había ocurrido, y su terror debió de ser inimaginable.

Tras una semana de orbitar la vacía negrura que tenían debajo, los astronautas votaron por intentar una reentrada sin asistencia del centro de vuelo antes que permanecer en el espacio o intentar llegar a la vacía EEI… para morir en la Tierra o en lo que se hubiera convertido ésta en vez de morir de hambre y aislados. Pero sin guía del control de tierra y orientación visual posible, se vieron obligados a confiar en cálculos extrapolados a partir de su última posición conocida. Como resultado, la cápsula Soyuz reentró en la atmósfera con un ángulo peligroso, absorbió aceleraciones brutales y perdió un paracaídas vital durante el descenso.

La cápsula se estrelló con fuerza contra la loma poblada de árboles de un monte en el valle del Ruhr. Vassily Golubev murió en el impacto; Valentina Kirchoff sufrió una herida traumática en la cabeza y murió a las pocas horas. Un aturdido coronel Glavin consiguió salir del vehículo espacial solo con abrasiones menores y una muñeca rota, y al final fue descubierto por un equipo de búsqueda y rescate alemán y luego repatriado a las autoridades rusas.

Tras repetidos interrogatorios, los rusos concluyeron que Glavin había perdido la cordura como resultado de su penosa experiencia. El coronel seguía insistiendo en que él y su tripulación habían pasado tres semanas en órbita, pero eso era obviamente una locura…

Porque la cápsula Soyuz, como todos los otros fragmentos de equipo orbital hechos por el hombre que fueron recuperados, cayó a la Tierra la misma noche del Suceso de Octubre.


Almorzamos en el área de restaurantes del centro comercial, donde Diane divisó a tres muchachas que conocía de Rice, que a mis ojos eran imposiblemente sofisticadas, con el pelo teñido de azul o rosa, con caros pantalones de campana de cintura baja y diminutas cruces de oro sobre sus pálidos cuellos. Diane recogió su MexiTaco y desertó hacia su mesa, donde las cuatro hicieron corrillo y se rieron. Repentinamente mi burrito y papas fritas ya no me parecían nada apetitosos.

Jason evaluó la expresión de mi cara.

—Sabes —dijo con amabilidad—, es algo inevitable.

—¿El qué?

—Ya no vive en nuestro mundo. Tú, yo, Diane, la Gran Casa y la Pequeña Casa, los sábados en el centro comercial, el cine de los domingos. Eso funcionaba cuando éramos niños. Pero ya no somos niños.

¿No lo éramos? No, por supuesto que no lo éramos; pero ¿había reflexionado de verdad sobre lo que eso implicaba o podría implicar?

—Hace ya un año que tiene el período —añadió Jason.

Palidecí. Eso era más de lo que necesitaba saber. Pero aun así: estaba celoso de que él lo supiera y yo no. Diane tampoco me había contado lo de su período o lo de sus amigas en la Rice. Todas las confidencias que me había ofrecido por teléfono, según entendí repentinamente, eran confidencias de niños, historias sobre Jason y sus padres y qué comidas no le gustaban en la cena. Pero aquí tenía pruebas de que me había ocultado tanto como había compartido conmigo: ahí estaba una Diane a la que jamás había conocido, despreocupadamente de manifiesto en la mesa al otro lado de la zona.

—Deberíamos irnos —le dije a Jason.

Me dedicó una mirada llena de conmiseración.

—Si eso es lo que quieres. —Se levantó.

—¿No le vas a decir a Diane que nos vamos?

—Creo que está ocupada, Tyler. Creo que ha encontrado algo que hacer.

—Pero tiene que volver con nosotros.

—No, no tiene que hacerlo.

Me sentí ofendido. No podía dejarnos tirados así como así. No era digno de ella. Así que me levanté y fui hasta la mesa de Diane. Diane y sus amigas me dedicaron toda su atención. Miré directamente a Diane, ignorando a las demás.

—Nos vamos a casa —dije.

Las tres muchachas se rieron escandalosamente. Diane sonrió avergonzadamente y dijo:

—Vale, Ty. Muy bien. Nos vemos luego.

—Pero…

Pero ¿qué? Ya ni me miraba.

Cuando me alejaba, oí a una de sus amigas preguntar si yo era «otro hermano». No, dijo ella. Sólo un niño que conocía.


Jason, que se había vuelto irritantemente comprensivo, se ofreció a intercambiar bicicletas para el viaje de vuelta. En ese momento no me importaba nada su bicicleta, pero pensé que el intercambio podía ayudarme a disimular mis sentimientos.

Y así pedaleamos de vuelta a lo alto de Bantam Hill, al lugar donde la carretera se estrechaba como una cinta oscura entre las calles sombreadas de árboles. El almuerzo que había tomado me parecía un ladrillo de cemento encajado bajo mis costillas. Vacilé al final del callejón sin salida, mirando la empinada cuesta que se extendía ante mí.

—Déjate llevar —dijo Jason—. Vamos. Siéntelo.

¿Me distraería la velocidad? ¿Había algo que pudiera distraerme? Me odié por permitirme creer que estaba en el centro del mundo de Diane. Cuando de hecho, era simplemente un chaval que conocía.

Pero la verdad es que la bici de Jason era maravillosa. Me levanté sobre los pedales, desafiando a la gravedad a que me hiciera lo peor que pudiera. Las ruedas rechinaban sobre el asfalto, pero las cadenas y los cambios de marcha funcionaban sedosamente, en silencio excepto por el delicado susurro de los cojinetes. El viento se estrellaba contra mí cuando empecé a ganar velocidad. Volé pasando junto a casas primorosamente pintadas con coches caros aparcados en las entradas, desamparado pero libre. Cerca del final de la cuesta empecé a apretar los frenos de mano, reduciendo velocidad pero sin detenerme. No quería parar. No quería que parara jamás. Era un buen viaje.

Pero el pavimento se niveló, y al fin frené, viré la bici y me paré con el pie apoyado sobre el asfalto. Miré hacia atrás.

Jason seguía en lo alto de la carretera de Bantam Hill montado en mi mamotreto de bici, tan lejos que parecía un jinete solitario en una vieja peli del oeste. Le hice un gesto con la mano. Era su turno.

Jason debía de haber subido y bajado esa colina un millar de veces. Pero jamás lo había hecho con una oxidada bicicleta de tienda de segunda mano.

Encajaba en la bicicleta mejor que yo. Tenía las piernas más largas que las mías y el cuadro no lo encanijaba. Pero nunca habíamos intercambiado bicicletas, y entonces me encontré pensando en todos los defectos e idiosincrasias que tenía aquella bici, y lo íntimamente que la conocía, cómo había aprendido a no girar con fuerza a la derecha porque el manillar se atascaba un poco, cómo combatir la oscilación, que la caja de cambios era una broma. Jason no conocía ninguna de esas cosas. La bajada de la colina podía ser complicada. Quería decirle que se lo tomara con calma, pero aunque gritara, no me habría oído; estaba muy alejado. Alzó los pies como un gran bebé desgarbado. La bici era pesada. Le llevó unos segundos conseguir velocidad, pero sabía lo difícil que sería detenerla. Era toda masa y nada de gracia. Mis manos aferraron frenos imaginarios.

No creo que Jason supiera que tenía un problema hasta que hubo recorrido tres cuartas partes de la bajada. Fue entonces cuando la oxidada cadena de la bici se partió y le azotó el tobillo. Estaba ya tan cerca que vi cómo se encogía de dolor y gritaba. La bici osciló a un lado y al otro, pero milagrosamente consiguió mantenerla enderezada.

Un trozo de cadena se enmarañó en la rueda trasera, donde golpeaba contra los tubos, produciendo un sonido como un martillo neumático estropeado. A dos casas por encima de él, una mujer que había estado limpiando su jardín de malas hierbas volvió la cabeza para observar.

Lo que resultó asombroso fue el tiempo que Jason consiguió mantener el control de esa bicicleta. Jason no era ningún atleta, pero controlaba bien ese cuerpo grande y larguirucho suyo. Sacó los pies para mantener el equilibrio (los pedales eran inútiles) y mantuvo la rueda delantera recta mientras la trasera se trababa y derrapaba. Se mantuvo. Lo que me asombró era que su cuerpo no pareció tensarse, sino relajarse, como si estuviera absorto en resolver un problema difícil pero muy interesante, como si creyera con toda confianza que la combinación de su mente, cuerpo y la máquina que montaba podría llevarle sano y salvo si descubría el método.

Fue la máquina la que falló primero. El fragmento de cadena grasienta que azotaba peligrosamente la parte posterior se encajó entre la rueda y el cuadro. La rueda, ya debilitada de antemano, se descentró de manera imposible y luego se dobló, esparciendo caucho y cojinetes liberados. Jason salió despedido de la bici y dio una voltereta en el aire como un maniquí arrojado desde una ventana a mucha altura. Sus pies fueron los primeros en chocar contra la acera, luego sus rodillas, sus codos, su cabeza. Se detuvo por completo mientras la destrozada bicicleta pasaba girando a su lado. La bici aterrizó en la cuneta a un lado de la carretera, la rueda delantera seguía girando y haciendo estrépito. Dejé caer su bici y corrí hacia él.

Rodó a un lado y miró hacia arriba, momentáneamente confuso. Tenía los pantalones y la camiseta desgarrados. La frente y la punta de la nariz habían sufrido un despellejamiento brutal y sangraban abundantemente. Tenía el tobillo lacerado. Los ojos se le humedecían del dolor.

—Tyler —dijo—. Oh, ah, ah… siento lo de tu bici, tío.

No quiero convertir el incidente en más de lo que fue, pero pensé mucho en ello en los años venideros: la máquina de Jason y el cuerpo de Jason atrapados en una peligrosa aceleración, y su inconmovible creencia en que podía superarlo, él solo, si lo intentaba con mucha fuerza, si no perdía el control.

Dejamos la bicicleta irreparablemente rota en la cuneta y llevé la bici de altas prestaciones de Jason empujándola por el manillar. Cojeaba a mi lado, dolorido pero intentando que no se le notara, manteniendo la mano derecha sobre su frente rezumante como si tuviera un gran dolor de cabeza, como supuse que era el caso.

De vuelta a la Gran Casa, los padres de Jason bajaron los escalones para recibirnos en el camino de entrada. E. D. Lawton, que debía habernos divisado desde su estudio, parecía enfadado y alarmado, tenía los labios encogidos en una mueca y sus cejas enmarcaban sus penetrantes ojos. La madre de Jason, detrás de él, parecía distante, menos interesada, quizá incluso un poco borracha a juzgar por la forma en que se tambaleaba cuando salió de la puerta principal.

E. D. examinó a Jase, que repentinamente parecía mucho más joven e inseguro, y luego le dijo que corriera a casa a limpiarse.

Entonces se volvió hacia mí.

—Tyler —dijo.

—¿Señor?

—Parto de la suposición de que no eres responsable de esto. Espero que sea cierto.

¿Se había dado cuenta de que faltaba mi propia bici y que la de Jason estaba indemne? ¿Me acusaba de algo? No supe qué decir. Miré al césped.

E. D. suspiró.

—Deja que te explique algo. Eres el amigo de Jason. Eso es bueno. Jason necesita amigos. Pero tienes que entender, como entiende tu madre, que tu presencia aquí incluye determinadas responsabilidades. Si quieres pasar tiempo con Jason, espero que cuides de él. Espero que uses tu buen juicio. Quizá a ti te parezca un muchacho corriente. Pero no lo es. Jason es especial, y tiene un futuro por delante. No podemos dejar que nada interfiera con eso.

—Pues claro —intervino Carol Lawton, y supe en ese instante que la madre de Jason había estado bebiendo. Inclinó la cabeza y casi se cae en la franja de gravilla que separaba el camino de entrada de los setos—. Claro que sí, es un jodido genio. Va a ser el genio más joven de todo el MIT. No lo rompas, Tyler, es frágil.

E. D. no apartó los ojos de mí.

—Vuelve dentro, Carol —dijo sin expresión en la voz—. ¿Nos entendemos, Tyler?

—Sí, señor —mentí.

No comprendía a E. D. para nada. Pero sabía que algunas de las cosas que había dicho eran ciertas. Sí, Jason era especial. Y sí, era mi trabajo cuidar de él.

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