La primera vez que oí la verdad acerca del Spin fue cinco años después del Suceso de Octubre, en una fiesta de trineos una noche de invierno de un frío cortante. Y fue Jason, como era típico, quien contó la noticia.
La noche comenzó con la cena en la casa de los Lawton. Jason estaba en casa para pasar las vacaciones de Navidad, así que la cena tenía algo de acontecimiento, aunque sólo fuera «para la familia». A mí me habían invitado por la insistencia de Jase, probablemente en contra de las objeciones de E. D.
—Tu madre también debería estar aquí —me susurró Diane cuando me abrió la puerta—. Intenté que E. D. la invitara, pero… —se encogió de hombros.
Estaba bien, le dije; Jason ya se había pasado a saludar.
—Y además, no se encuentra bien.
Estaba en cama con dolor de cabeza, cosa que no era típico de ella. Y no estaba precisamente en posición de quejarme del comportamiento de E. D: el mes anterior se había ofrecido a correr con los gastos de mis estudios de medicina si pasaba la prueba de acceso, «porque», me había dicho, «a tu padre le hubiera gustado». Era un gesto al mismo tiempo generoso y emocionalmente falso, pero también era un gesto que no podía permitirme rechazar.
Marcus Dupree, mi padre, había sido el amigo más íntimo de E. D. Lawton (algunos decían que el único) cuando estaban en Sacramento, cuando empezaban a presentar proyectos de vigilancia mediante aeróstatos al servicio meteorológico y a la Policía de Fronteras. Mis recuerdos de él eran borrosos y se habían fundido con las historias que contaba mi madre, aunque recordaba con claridad la llamada a la puerta la noche que había muerto. Era el único hijo de una familia trabajadora de Maine de origen franco-canadiense, orgulloso de su título de ingeniero, con talento, pero ingenuo respecto al dinero: había perdido sus ahorros en una serie de jugadas en el mercado de valores, dejando a mi madre con una hipoteca que no podía pagar.
Carol y E. D. contrataron a mi madre como ama de llaves cuando se mudaron al este, en lo que podía ser el intento de homenajear el recuerdo de su amigo. ¿Tenía importancia el que nunca hubiera dejado de recordarle a mi madre que le había hecho un favor? ¿Que la tratara como a un mueble? ¿Que mantuviera una especie de sistema de castas en el que la familia Dupree era ostensiblemente de segunda clase? Puede que sí, y puede que no. La generosidad de cualquier tipo es un animal poco corriente, según solía decir mi madre. Así que quizá me estaba imaginando (o era demasiado sensible a) el placer que E. D. parecía obtener en el abismo intelectual que nos separaba a Jason y a mí, su aparente convicción de que yo había nacido para ser el contraste de Jason, la vara de medir con la que se podía mensurar lo especial que era Jason.
Afortunadamente tanto Jason como yo sabíamos que todo eso no eran más que idioteces.
Diane y Carol ya estaban a la mesa cuando me senté. Carol estaba sobria aquella noche, cosa notable, o al menos no tan borracha como para que fuera evidente. Había abandonado la práctica de la medicina hacía un par de años y esos días tendía a quedarse en casa para evitar que la detuvieran por conducir bajo los efectos del alcohol. Me dedicó una sonrisa superficial.
—Tyler —dijo—. Bienvenido.
Unos minutos después, Jason y su padre bajaron juntos por las escaleras, intercambiando miradas y con los ceños fruncidos: obviamente pasaba algo. Jase asintió distraídamente cuando ocupó la silla a mi lado.
Como en la mayoría de los acontecimientos familiares de los Lawton, la cena fue cordial pero tensa. Nos pasamos los guisantes y charlamos de cosas sin importancia. Carol estaba distante, E. D. estaba callado de una forma poco común en él, Diane y Jason hicieron intentos de conversación, pero estaba claro que había ocurrido algo entre Jason y su padre que ninguno de los dos quería discutir. Jase parecía tan moderado que hacia los postres me empecé a preguntar si no estaría físicamente enfermo: sus ojos apenas abandonaban su plato, que casi no había tocado. Cuando llegó la hora de ir a la fiesta de trineos se levantó con obvia reluctancia y parecía que estaba a punto de suplicar algo cuando E. D. dijo.
—Vete, tómate la noche libre. Te hará bien.
Yo me pregunté: «¿la noche libre de qué?».
Fuimos a la fiesta en el coche de Diane, un Honda sin pretensiones, un «tipo de coche del tipo mi-primer-coche», como le gustaba describirlo a Diane. Me senté detrás del conductor-Jase en el asiento del pasajero al lado de su hermana, con las rodillas apretadas contra la guantera y aspecto sombrío.
—¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó Diane—. ¿Azotarte?
—Para nada.
—Pues actúas como si lo hubiera hecho.
—¿Sí? Lo siento.
El cielo, por supuesto, estaba negro. Nuestros faros barrieron jardines nevados y una muralla de árboles sin hojas mientras nos dirigíamos hacia el norte. Hacía tres días que habíamos tenido una nevada histórica, seguida de una ola de frío que había embalsamado la nieve bajo una capa de hielo allí donde no habían pasado los quitanieves.
—¿Y qué ha pasado entonces? —preguntó Diane—. Debe de ser algo serio.
Jason se encogió de hombros.
—¿Guerra? ¿Peste? ¿Hambre?
Volvió a encogerse y se subió el cuello de la chaqueta.
No estuvo mucho mejor en la fiesta. Pero tampoco es que fuera una gran cosa de fiesta.
Era una reunión de antiguos compañeros de clase de Jason y Diane que se celebraba en la casa de la familia de otro alumno de la academia Rice que había vuelto a casa de alguna universidad de la Ivy League. Sus padres habían intentado escenificar un evento social digno y adecuado a la estación: canapés, chocolate caliente y tirarse en trineo por la suave pendiente que había detrás de la casa. Pero para la mayoría de los invitados (lúgubres pijos que habían esquiado en Zermatt o Gstaad mucho antes de que les quitaran la ortodoncia infantil) sólo era otra excusa para beber a escondidas. En el exterior, bajo guirnaldas de luces de colores, las petacas pasaban de mano en mano y en el sótano un tipo llamado Brent vendía éxtasis.
Jason encontró una silla en un rincón y se sentó mirando ceñudo a todo el que pareciera amistoso. Diane me presentó a una chica de enormes ojos llamada Holly y luego me abandonó. Holly empezó un monólogo sobre cada una de las películas que había visto en los últimos doce meses. Me hizo dar vueltas por la habitación durante casi una hora, deteniéndose de vez en cuando para ir a hurtar sushi de la bandeja. Cuando se excusó por tener que ir a visitar el baño, me dirigí directamente al lugar donde Jason se dedicaba a hacerse el huraño y le rogué que saliera fuera conmigo.
—No tengo ganas de tirarme en trineo.
—Ni yo. Tú sólo hazme el favor de venir, ¿vale?
Así que nos pusimos nuestras botas y las chaquetas y salimos al exterior. La noche era fría y no soplaba viento. Media docena de alumnos de la Rice estaban apiñados en una neblina de humo de cigarrillo en el porche, mirándonos con mala cara. Seguimos una senda en la nieve hasta que estuvimos más o menos solos en lo alto de una pequeña colina, contemplando desde arriba a media docena de personas que se deslizaban en trineo sin demasiado entusiasmo a través del resplandor circense de las luces de Navidad. Le conté a Jason que Holly se me había pegado como una sanguijuela vestida de Gap. Se encogió de hombros y dijo:
—Todos tenemos problemas.
—¿Qué demonios te pasa esta noche?
Pero antes de que pudiera responderme, sonó mi teléfono. Era Diane, desde la casa.
—¿Dónde estáis? Holly está bastante mosqueada. Abandonarla de esa forma. Eso ha sido muy grosero, Tyler.
—Debe de haber algún otro al que pueda encañonar con su conversación.
—Sólo está nerviosa. Apenas conoce a nadie por aquí.
—Lo siento, pero ¿qué tiene eso que ver conmigo?
—Pensé que a lo mejor os llevabais bien.
Parpadeé, sorprendido.
—¿Llevarnos? —No había ninguna forma buena de interpretar eso—. ¿Me estás diciendo que nos estuviste haciendo de celestina?
Se calló durante un par de incriminadores segundos.
—Vamos, Tyler… no te lo tomes así.
Durante cinco años, Diane había estado desenfocándose como una película hecha por aficionados. Hubo ocasiones, especialmente después de que Jason se fuera a la universidad, en las que me sentía como si fuera su mejor amigo. Me llamaba y hablábamos; nos íbamos de compras o íbamos al cine. Éramos amigos. Colegas. Si había algún tipo de tensión sexual, parecía que era enteramente por mi parte, y tenía cuidado de ocultarla, porque incluso esa intimidad parcial era frágil: sabía, sin necesidad de que me lo dijeran, que fuera lo que fuese que Diane quería de mí, no incluía pasión de ningún tipo.
E. D., por supuesto, jamás habría tolerado una relación entre Diane y yo a menos que estuviera vigilada, fuera en esencia infantil, y no hubiera peligro de que diera un giro inesperado. Pero la distancia entre nosotros parecía del agrado de Diane, también, y podían pasar meses sin que la viera apenas. Podía saludarla con la mano cuando esperaba el autobús de Rice (cuando aún seguía en la academia Rice); pero durante esos lapsos no me llamaba, y en las raras ocasiones en las que reunía el coraje suficiente para llamarla, ella nunca estaba de humor para hablar.
Durante esos períodos, en ocasiones salía con chicas del instituto, normalmente chicas tímidas que hubieran preferido (y a veces me lo habían dicho explícitamente) salir con algún chico más popular pero que se habían resignado a tener una vida social de segunda categoría. Ninguna de esas relaciones duró mucho. Perdí mi virginidad a los diecisiete con una hermosa muchacha de estatura imponente llamada Elaine Bowland: intenté convencerme de que estaba enamorado de ella, pero nos separamos sin brusquedades tras ocho o nueve semanas con una combinación de alivio y pesar.
Después de cada uno de esos episodios, Diane me solía llamar inesperadamente y hablábamos, y yo no mencionaba a Elaine Bowland (o a Toni Hickock, o Sarah Burstein) y Diane nunca llegaba a contarme cómo había pasado su tiempo libre durante ese período y eso estaba bien, porque pronto estábamos de vuelta a la burbuja, suspendidos entre el romance y el fingimiento, entre la niñez y la madurez.
Intentaba no tener más expectativas. Pero no podía evitar desear su compañía. Y creía que ella quería la mía. Era ella la que volvía a llamarme, después de todo. Veía la manera en que se relajaba cuando estaba con ella, su sonrisa espontánea cuando yo entraba en la habitación, casi una declaración: «Bien. Tyler está aquí. Nada malo puede ocurrir cuando Tyler está aquí».
—¿Tyler?
Me preguntaba qué le habría dicho a Holly «Tyler es muy agradable. Pero lleva detrás de mí desde hace años… ¡vosotros dos haríais una pareja genial!»
—¿Tyler? —parecía preocupada—. Tyler, si no quieres hablar…
—La verdad es que no.
—Entonces pásame a Jason, por favor.
Le entregué el móvil. Jason escuchó un momento. Entonces dijo.
—Estamos en la cima de la colina. No. no. ¿Por qué no vienes hasta aquí? No hace tanto frío en realidad. No.
No quería verla. Comencé a alejarme. Jason me tiró el móvil y dijo:
—No hagas el gilipollas, Tyler. Tengo que hablar contigo y con Diane.
—¿De qué?
—Del futuro.
Era un comentario irritantemente críptico.
—Puede que tú no tengas frío, pero yo sí que lo tengo. —Estaba congelado.
—Esto es más importante que cualquier problema que puedas tener con mi hermana. —Parecía casi cómicamente serio—. Y sé lo que ella significa para ti.
—Ella no significa nada.
—Eso no sería cierto aunque fuerais sólo amigos.
—Somos sólo amigos. —Jamás le había contado nada de verdad sobre Diane; ése era uno de los lugares a los que no se suponía que se debiera encaminar nuestra conversación—. Pregúntaselo tú mismo.
—Estás cabreado porque te presentó a esa tal Holly.
—No quiero discutirlo.
—Pero ha sido simplemente Diane haciendo de santurrona. Es lo que le gusta ahora. Se ha estado leyendo todos esos libros.
—¿Qué libros?
—Teología del Apocalipsis. Normalmente procedentes de los expositores de best seller. Ya sabes, Rezando en la oscuridad de C. R. Ratel, la abnegación ante lo mundano. Tienes que ver más televisión de horario diurno, Tyler. No intentaba insultarte, era un gesto.
—¿Y eso ya lo justifica todo? —Di unos cuantos pasos más alejándome de él, hacia la casa. Me empezaba a preguntar cómo irme a casa sin que nadie me llevara en coche.
—Tyler —dijo Jason, y había algo en su voz que hizo que me girara—. Tyler. Escucha. Me preguntaste qué era lo que me preocupaba —suspiró—. E. D. me contó algo acerca del Suceso de Octubre. Todavía no es público. Prometí que no hablaría de ello. Pero voy a romper esa promesa. Voy a romper esa promesa porque sólo hay tres personas en el mundo que considero mi familia, y una de ellas es mi padre, y las otras dos sois tú y Diane. Así que, por favor, ¿puedes quedarte conmigo unos minutos más?
Divisé a Diane subiendo laboriosamente por la pendiente, todavía intentando ponerse su chaqueta de invierno, una mano en una manga y otra por fuera.
Miré a la cara de Jason, pesarosa y carente de toda alegría a la tenue luz navideña que provenía de abajo. Eso me asustó, y pese a mis sentimientos, accedí a quedarme a escuchar lo que tenía que decir.
Le susurró algo a Diane cuando llegó al quiosco. Diane se le quedó mirando con los ojos abiertos como platos y se apartó algo de nosotros dos. Entonces Jason empezó a hablar, en tono suave, metódico, casi tranquilizador, recitando una pesadilla como si fuera un cuento para irse a dormir.
Todo eso lo había oído de E. D., por supuesto.
A E. D. le habían ido bien las cosas tras el Suceso de Octubre. Cuando los satélites fallaron, las Industrias Lawton habían salido al paso con una tecnología de reemplazo, disponible e inmediata: aeróstatos de gran altitud, globos sofisticados diseñados para flotar indefinidamente en la estratosfera. Cinco años después, los aeróstatos de E. D. llevaban cargas de equipos de telecomunicaciones y repetidores, permitiendo transmisiones multipunto de datos y voz, haciendo cualquier cosa (exceptuando GPS y astronomía) que hacían los satélites convencionales. El poder y la influencia de E. D. habían crecido a pasos agigantados. Últimamente había formado un grupo de presión de la industria aeroespacial, la Fundación Perihelio, y había actuado como asesor del gobierno federal en una cierta cantidad de proyectos no tan públicos, en este caso, el programa VRA (Vehículo de Reentrada Automatizada) de la NASA.
La NASA había estado refinando sus sondas VRA desde hacía ya un par de años. Los lanzamientos iniciales habían sido diseñados como investigaciones sobre el escudo del Suceso de Octubre. ¿Se podía traspasar y se podían obtener datos útiles del exterior?
El primer intento fue, casi literalmente, un disparo en la oscuridad. Una sonda VRA en la punta de un Lockheed Martin Atlas 2AS, disparado hacia la oscuridad absoluta sobre la Base de las Fuerzas Aéreas de Vandenberg. Casi al instante pareció un fracaso: el satélite, que estaba diseñado para pasar una semana en órbita, cayó al océano Atlántico cerca de las Bermudas momentos después del lanzamiento. Como dijo Jason, había chocado contra el límite del Suceso y había salido rebotado de vuelta.
Pero no había rebotado.
—Cuando recuperaron el satélite, descargaron datos recopilados durante una semana entera.
—¿Cómo es posible?
—La pregunta no es qué es posible, sino qué ocurrió. Lo que ocurrió fue que el satélite pasó siete semanas en órbita y volvió la misma noche en que fue lanzado. Sabemos que eso es lo que ocurrió porque lo mismo ha sucedido con cualquier otro lanzamiento que se ha intentado, y lo han intentado una y otra vez.
—¿Y qué ocurrió? ¿De qué nos estás hablando, Jase? ¿De viaje en el tiempo?
—No… no exactamente.
—¿No exactamente?
—Deja que lo cuente —dijo Diane en tono bajo.
Había todo tipo de pistas sobre lo que realmente estaba sucediendo, dijo Jason. La observación desde las instalaciones de tierra parecían sugerir que los impulsores habían acelerado hasta introducirse en la barrera antes de desaparecer, como si los hubieran absorbido. Pero la información del aparato recuperado no mostraba ningún efecto de ese tipo. Los dos conjuntos de observaciones no se podían conciliar. Visto desde el suelo, los satélites aceleraban hasta la barrera y luego caían casi al instante de vuelta a la Tierra; la información de los satélites mostraba que se dirigían sin problemas a sus órbitas programadas, permanecían en ellas el tiempo que debían y regresaban por sus propios medios semanas o meses después. (Como el cosmonauta ruso, pensé, cuya historia, que no había sido confirmada ni negada oficialmente, se había convertido en una especie de leyenda urbana). Suponiendo que ambos conjuntos de datos eran válidos, sólo había una explicación.
El tiempo pasaba de forma diferente fuera de la barrera.
O, para invertir la ecuación, el tiempo en la Tierra transcurría más lentamente que en el resto del universo.
—¿Comprendes lo que eso implica? —preguntó Jason en tono perentorio—. Antes, parecía como si estuviéramos en algún tipo de jaula electromagnética que regulaba la energía que llegaba a la superficie de la Tierra. Y es cierto. Sólo que es un efecto secundario, una pequeña parte de una imagen mucho más grande.
—¿Efecto secundario de qué?
—De lo que están empezando a llamar un gradiente temporal. ¿Comprendes la importancia de eso? Por cada segundo que pasa en la Tierra, muchísimo más tiempo pasa en el exterior.
—No tiene sentido —dije inmediatamente—. ¿Qué tipo de física haría falta para eso?
—Hay gente con mucha más experiencia que yo que están luchando con esa pregunta. Pero la idea de un gradiente temporal tiene un cierto poder explicativo. Si hay un diferencial temporal entre nosotros y el universo, la radiación ambiental que llega a la superficie de la Tierra en cualquier momento dado, rayos X, radiación cósmica, se incrementaría de forma proporcional. Y un año de luz solar condensado en diez segundos sería instantáneamente letal. Así que la barrera electromagnética que rodea la Tierra no nos oculta, nos protege. Está filtrando toda radiación concentrada, que supongo que tendrá un corrimiento al azul.
—El falso sol —dijo Diane, que empezaba a pillarlo.
—Eso es. Nos proporcionan luz solar falsa porque la de verdad nos mataría. Nos dan la suficiente, y apropiadamente distribuida, para imitar a las estaciones, para que sea posible cultivar cosechas y para que haya meteorología. Las mareas, nuestra trayectoria alrededor del sol, la masa, la cantidad de movimiento, la gravitación, todas esas cosas están siendo manipuladas, no sólo para que el tiempo fluya más lento, sino para mantenernos vivos mientras lo hace.
—Intencionado —dije—. Así que no es un acto natural entonces. Es ingeniería.
—Creo que tenemos que admitirlo —dijo Jason—, sí.
—Esto nos lo están haciendo a nosotros.
—La gente habla de una hipotética inteligencia controladora.
—Pero ¿qué propósito tiene, qué espera lograr?
—No lo sé. Nadie lo sabe.
Diane contempló a su hermano a través de un vacío compuesto de aire invernal, frío e inmóvil. Se abrazó a su chaquetón y tembló. No por la temperatura, sino porque había llegado a la pregunta fundamental.
—¿Cuánto tiempo, Jason? ¿Cuánto tiempo transcurre ahí fuera?
Ahí fuera, más allá de la negrura del cielo.
Jason vaciló, visiblemente reacio a responder.
—Un montón —admitió.
—Dínoslo —dijo ella con voz desvaída.
—Bueno. Hay todo tipo de medidas. Pero en el último lanzamiento, lo que hicieron fue hacer rebotar una señal de calibración en la superficie de la luna. La luna se aleja algo más de la Tierra con cada año, ¿lo sabías? Una cantidad minúscula pero mensurable. Si mides la distancia, obtienes una especie de calendario aproximado, más preciso cuanto más tiempo haya pasado. Añádele a eso otros indicadores, como el movimiento de las estrellas cercanas…
—¿Cuánto tiempo, Jason?
—Han pasado cinco años y un par de meses desde el Suceso de Octubre. Fuera de la barrera, eso se traduce en poco más de quinientos millones de años.
Era un número anonadador.
No se me ocurría nada que decir. Ni una sola palabra. Me quedé mudo. Conmocionado. En ese momento no había ningún sonido, sólo el límpido vacío de la noche.
Entonces Diane, que había visto hasta el terrible corazón del asunto, preguntó:
—¿Y cuánto tiempo nos queda?
—Tampoco lo sé. Depende. Estamos protegidos, hasta cierto punto, por la barrera, pero ¿cómo de efectiva es esa protección? Pero también hay otros hechos inevitables. El sol morirá, como cualquier otra estrella. Quema hidrógeno y se expande, haciéndose más caliente según envejece. La Tierra existe en una especie de zona habitable en el sistema solar, y esa zona se está desplazando paulatinamente hacia el exterior. Como he dicho, estamos protegidos, estaremos bien por ahora, sin importar lo que pase. Pero llegará un momento en que la Tierra estará dentro de la heliosfera solar. No engullirá. Después de llegados a cierto punto, ya no habrá vuelta atrás.
—¿Cuánto tiempo, Jase?
Le dedicó una mirada lastimera.
—Cuarenta, quizá cincuenta años —dijo—. Más o menos.