Los lugares fríos del universo

Volví a casa después de una sesión de viernes por la tarde en Perihelio, abrí la puerta de mi casa con mi llave y me encontré con Molly sentada ante el teclado de mi PC.

El equipo estaba en el rincón sudeste de la sala de estar, contra una pared y de espaldas a la puerta. Molly se giró a medias y me dedicó una expresión de sobresalto. Al mismo tiempo, diestramente, hizo clic sobre un icono y salió del programa que había estado ejecutando.

—¿Molly?

No me sorprendía encontrarla allí. Molly pasaba la mayoría de los fines de semana conmigo; tenía un duplicado de la llave. Pero jamás había mostrado interés alguno en mi PC.

—No me llamaste —dijo.

Había estado reunido con dos representantes de la agencia que aseguraba la cobertura de los empleados de Perihelio. Me habían dicho que esperara una sesión de dos horas, pero al final resultó una puesta al día de veinte minutos sobre las cláusulas de los seguros, y cuando terminó pensé que sería más rápido coger directamente el coche para irme a casa, puede que incluso llegara antes que Molly si ella se paraba a comprar vino. Tal fue el efecto de la larga mirada impasible de Molly que me sentí obligado a explicar todo eso antes de preguntarle qué hacía con mis archivos.

Se rio mientras yo atravesaba la habitación hacia ella, una de esas risas de disculpa avergonzada: «Pero mira qué tontería me has pillado haciendo». Su mano derecha estaba suspendida sobre el panel táctil del PC. Se volvió hacia el monitor. En la pantalla, el cursor hizo un picado hacia el botón de apagado.

—Espera —dije.

—¿Por qué?, ¿quieres usarlo?

El cursor se centró en su objetivo. Puse mi mano sobre la de Molly.

—En realidad me gustaría ver qué estabas haciendo.

Estaba tensa. Una vena le latía justo delante de una oreja.

—Poniéndome cómoda como si estuviera en mi casa. Un, ¿un poquitín demasiado como en casa? No creí que te importara.

—¿Importarme el qué, Moll?

—Que usara tu PC.

—¿Usarlo para qué?

—Para nada, en realidad. Sólo miraba.

La máquina no podía ser lo que interesaba a Moll. Era un modelo de hacía cinco años, casi una antigualla. Usaba equipos más sofisticados en el trabajo. Y había reconocido el programa que había cerrado con tantas prisas cuando entré por la puerta. Era mi asistente doméstico, el programa que usaba para hacer el balance de mis cuentas y administrar mis contactos.

—Parecía una hoja de cálculo de alguna clase —dije.

—Llegué ahí de casualidad. Tu escritorio me confundió. Ya sabes. La gente organiza las cosas de manera diferente. Lo siento, Tyler. Supongo que me estaba tomando demasiadas libertades. —Contrajo la mano bruscamente debajo de la mía y cliqueó en el icono de apagado. El escritorio se encogió y oí cómo el ventilador del procesador gemía hasta callarse. Molly se levantó, estirándose la blusa, Molly siempre le daba un tironcito a la ropa cuando se levantaba. Poniendo las cosas en orden—. Qué tal si empiezo a hacer la cena. —Me dio la espalda y se dirigió a la cocina.

Contemplé cómo desaparecía tras las puertas batientes. La seguí después de contar hasta diez.

Retiraba sartenes de sus colgaderos de la pared. Me miró brevemente y apartó la cara.

—Molly —dije—. Si hay algo que quieras saber, sólo tienes que preguntarlo.

—Oh. ¿Sólo tengo que preguntarlo? Vale.

—Molly…

Depositó una sartén sobre el quemador del horno con cuidado exagerado, como si fuera frágil.

—¿Quieres que me vuelva a disculpar? Muy bien, Tyler, siento haber toqueteado tu PC sin tu permiso.

—No te estoy acusando de nada, Moll.

—Entonces, ¿por qué seguimos hablando de eso? Quiero decir, ¿por qué parece que vamos a pasar el resto de la noche hablando de eso? —Sus ojos se empañaron. Sus lentes de contacto de colores adquirieron un tono de esmeralda más profundo—. Tenía un poco de curiosidad.

—¿Curiosidad acerca de qué? ¿De mis facturas de la casa?

—Sobre ti. —Arrastró una silla de la mesa de la cocina. La pata de la silla se quedó atrapada contra la de la mesa y Molly la liberó de un tirón. Se sentó y se cruzó de brazos—. Sí, puede que incluso sobre las cosas triviales. —Cerró los ojos y sacudió la cabeza—. Me oigo decirlo y parezco una especie de acosadora. Pero sí, tus facturas, tu marca de pasta de dientes, tu talla de zapatos. Sí, me gustaría sentir que soy algo más que un polvo de fin de semana. Lo confieso.

—No tienes que meterte en mis archivos para eso.

—Quizá no tendría que hacerlo si…

—¿Sí?

Sacudió la cabeza.

—No quiero discutir.

—A veces es mejor terminar lo que empiezas.

—Bueno, como eso mismo, por ejemplo. Cada vez que te sientes amenazado, haces eso de apartarte. Te vuelves frío y reservado y analítico como si yo fuera un documental de vida silvestre que estás viendo en la tele. Aparece la pantalla de cristal. Pero la pantalla de cristal siempre está ahí, ¿no? todo el mundo está al otro lado de ella. Por eso no hablas de ti mismo. Por eso me pasé un año esperando a que te dieras cuenta de que era algo más que un mueble. Esa eterna mirada boba de calma, observando la vida como si fueran las noticias de la noche, como si se tratara de una lamentable guerra al otro lado del planeta donde la gente tiene nombres impronunciables.

—Molly…

—Quiero decir que soy consciente de que todos estamos jodidos, Tyler, todos y cada uno de los que nacimos bajo el Spin.

Trastorno de estrés pretraumático, ¿no fue así como nos llamaste? Una generación de grotescos. Por eso todos estamos divorciados o somos promiscuos o hiperreligiosos o depresivos o maníacos o desapasionados. Todos tenemos una buena excusa para portarnos mal, incluyéndome a mí, y si ser tan premeditadamente amable y comprensivo es lo que te sirve para continuar adelante, pues vale, muy bien. Pero entonces también es válido para mí querer algo más que eso. Es válido, de hecho es perfectamente humano, el querer tocarte. No sólo follarte. Tocarte.

Dijo todo eso y entonces dándose cuenta de que había terminado, descruzó los brazos y esperó mi reacción.

Pensé en devolverle un discurso como el suyo. Ella me apasionaba, le diría. Puede que no fuera obvio, pero había sido consciente de ella desde que vine a trabajar a Perihelio. Consciente de las líneas y la dinámica de su cuerpo, la forma que tenía de andar o de quedarse de pie o de estirarse o bostezar; consciente de su preferencia por los colores pastel al vestir y la mariposa de bisutería que llevaba colgada de una cadenita de plata; consciente de sus estados de ánimo e impulso y del catálogo de sus sonrisas, ceños y gestos. Cuando cerraba los ojos veía su cara y cuando me iba a dormir era lo que contemplaba. Amaba su superficie y su sustancia: el sabor salado de su garganta y la cadencia de su voz, el arco de sus dedos y las palabras que escribía sobre mi cuerpo.

Pensé en todo eso pero no me atreví a decírselo.

No era una mentira exactamente. Pero tampoco era la verdad exactamente.

Al final nos reconciliamos con vagas frases agradables, breves lágrimas y abrazos conciliadores, dejamos correr el asunto, le hice de pinche mientras ella hacía una magnífica salsa para pasta y la tensión se fue desvaneciendo, y hacia medianoche llevábamos acurrucados una hora frente a las noticias (subía el paro, un debate electoral, una lamentable guerra al otro lado del planeta) y estuvimos listos para irnos a la cama. Molly apagó la luz antes de que hiciéramos el amor, y la habitación quedó a oscuras con la ventana abierta a un cielo varío y desierto. Arqueó la espalda cuando se corrió y cuando suspiró su aliento era dulce y lechoso. Separados, pero todavía tocándonos, mano sobre muslo, hablamos con frases inconclusas.

—Ya sabes, pasión —dije.

—En el dormitorio, sí—dijo ella.

Se quedó dormida. Yo seguía despierto una hora después.

Salí de la cama con suavidad, sin percibir ningún cambio en el ritmo de su respiración. Me puse unos vaqueros y salí del dormitorio. En noches sin sueño como ésta, normalmente un poco de Drambuie me ayudaba a acallar el persistente monólogo interior, las peticiones que la duda presentaba al cansado hipotálamo. Pero antes de ir a la cocina me senté ante mi PC e invoqué mi programa de ayuda doméstica.

No había forma de decir qué era lo que Molly había estado mirando. Pero nada había cambiado, hasta donde podía decir. Todos los nombres y números seguían intactos. Quizá había encontrado algo que la hiciera sentirse más cerca de mí. Si es que en realidad era eso lo que quería.

O quizá había sido una búsqueda en vano. Quizá no había encontrado nada.


En las semanas anteriores a las elecciones de noviembre vi más a Jason. Su enfermedad se estaba volviendo más activa pese a la medicación en aumento posiblemente debido al estrés causado por el conflicto en curso con su padre. (E. D. había anunciado su intención de «reconquistar» Perihelio de manos de lo que consideraba una camarilla de burócratas advenedizos y científicos alineados con Wun Ngo Wen… una amenaza vacía, en opinión de Jason, pero potencialmente embarazosa y perjudicial.)

Jase me mantenía cerca de él en caso de que tuviera que darle antiespasmódicos en algún momento crítico, cosa que yo estaba dispuesto a hacer, dentro de los límites de la ética profesional y la ley. Mantener a Jase en estado funcional a corto plazo era lo más que podía hacer la ciencia médica por él, y permanecer funcional el tiempo suficiente para superar en estrategia a E. D. Lawton era, por el momento, todo lo que importaba para Jase.

Así que pasé un montón de tiempo en el ala VIP de Perihelio, normalmente con Jason pero a menudo también con Wun Ngo Wen. Eso me convirtió en objeto de las sospechas del resto de los cuidadores de Wun, un surtido de subautoridades gubernamentales (representantes de bajo rango del Departamento de Estado, la Casa Blanca, Homeland Security, el Mando de las Fuerzas Aeroespaciales, etc.) y los académicos que habían sido reclutados para traducir, estudiar y clasificar los llamados archivos marcianos. Mi acceso a Wun, a ojos de esa gente, era irregular e indeseable. Yo era un empleadillo. Un don nadie. Y por eso mismo Wun prefería mi compañía: no tenía intereses que promover o proteger. Y como Wun insistía, de vez en cuando era escoltado por hoscos guardas por las varias puertas que separaban las habitaciones con aire acondicionado del embajador marciano del calor de Florida y del mundo que había más allá.

En una de esas ocasiones encontré a Wun Ngo Wen sentado en su silla de mimbre (alguien le había traído un reposapiés a juego para que los pies no quedaran colgando) contemplando pensativamente los contenidos de un vial de cristal del tamaño de una probeta. Le pregunté qué contenía.

—Replicadores —dijo él.

Estaba vestido de traje y corbata, que parecían pensadas para un niño de doce años bastante robusto: había estado haciendo una exposición para una delegación del Congreso. Aunque la existencia de Wun no se había anunciado formalmente, había habido un constante tráfico de visitantes aprobados, tanto extranjeros como nacionales, durante las últimas semanas. El anuncio oficial sería hecho por la Casa Blanca poco después de las elecciones, tras lo cual Wun sí que estaría ocupado de verdad.

Miré el tubo de cristal desde un punto seguro al otro lado de la habitación. Replicadores. Semillas de una biología inorgánica.

Wun sonrió.

—¿ Les tienes miedo? Por favor, no tengas miedo. Te aseguro que los contenidos están completamente inactivos. Pensé que Jason te lo había explicado.

Lo había hecho. Un poco.

—Son artefactos microscópicos. Semiorgánicos. Se reproducen en condiciones de frío extremo y vacío.

—Sí, bien, correcto en esencia. ¿Y te explicó Jason su propósito?

—Salir y extenderse por la galaxia. Para enviarnos información.

Wun asintió lentamente, como si esa respuesta también fuera correcta en esencia pero menos que satisfactoria.

—Éste es el tipo de artefacto tecnológico más sofisticado que las Cinco Repúblicas han producido, Tyler. Jamás hubiéramos podido sostener el tipo de actividad industrial que tu gente practica a escala tan alarmante: cruceros oceánicos, hombres en la luna, vastas ciudades…

—Por lo que he visto, vuestras ciudades también son bastante impresionantes.

—Sólo porque las construimos en un gradiente gravitacional más suave. En la Tierra esas torres se derrumbarían por su propio peso. Pero lo que quiero decir es que esto, los contenidos de este tubo, son nuestro equivalente de un triunfo de la ingeniería, algo tan complejo y difícil de crear que nos enorgullecemos, quizá justificadamente, de haberlo creado.

—Estoy seguro de que sí.

—Entonces acércate y aprécialo. No tengas miedo.

Me hizo un gesto para que me acercara y crucé la habitación para sentarme en una silla frente a él. Supongo que desde lejos pareceríamos dos amigos discutiendo de cualquier cosa. Pero mis ojos no se apartaban del vial.

—Vamos. Cógelo —me dijo.

Tomé el tubo entre el pulgar y el índice y lo sostuve para que la luz del techo pasara a su través. El contenido parecía agua normal con un ligero brillo aceitoso. Eso era todo.

—Para poder apreciarlo de verdad —dijo Wun—, tienes que entender lo que sostienes en la mano. En ese tubo, Tyler, hay treinta o cuarenta mil células individuales hechas por el hombre en una suspensión de glicerol. Cada célula es una bellota.

¿ Conoces las bellotas?

—He estado leyendo cosas. Es una metáfora común. Robles y bellotas, ¿no es así? Cuando sostienes una bellota en la mano lo que sostienes es la posibilidad de un roble, y no de un solo roble, sino de toda la progenie de ese roble durante siglos y siglos. Roble suficiente para construir ciudades enteras… ¿las ciudades están hechas de roble?

—No, pero no importa.

—Lo que sostienes es una bellota. Completamente durmiente, como he dicho, y de hecho esa muerta en particular probablemente esté muerta del todo, considerando el tiempo que ha pasado a temperatura ambiente terrestre. Si la analizas, lo más raro que encontrarás será algunos oligoelementos.

—¿Pero?

—Pero… ponlo en un entorno helado, sin aire y frío, un entorno como la Nube de Oort, ¡y entonces, Tyler, cobra vida! Comienza, muy lentamente, pero con muchísima paciencia, a crecer y reproducirse.

La Nube de Oort. Conocía la Nube de Oort por conversaciones con Jason y por las novelas especulativas que leía ocasionalmente. La Nube de Oort era un nebuloso conjunto de cuerpos cometarios que ocupaban un espacio que empezaba más o menos en la órbita de Plutón y se extendía hasta llegar a medio camino de la estrella más próxima. Esos pequeños objetos distaban mucho de estar densamente empaquetados: ocupaban un volumen casi inimaginablemente grande de espacio, pero su masa total equivalía a unas veinte a treinta veces la masa de la Tierra, principalmente en la forma de hielo sucio.

Montones de comida, si lo que te gustaba comer era hielo y polvo.

Wun se inclinó hacia delante en su silla. Sus ojos, engastados en una piel como cuero arrugado, brillaban. Sonrió, lo que había aprendido a interpretar como una señal de seriedad: los marcianos sonríen cuando hablan con el corazón.

—No faltó la controversia entre mi gente. Lo que tienes en la mano tiene el poder de transformar sustancialmente no sólo nuestro sistema solar, sino muchos otros. Y por supuesto el resultado es incierto. Si bien los replicadores no son orgánicos en el sentido convencional, están vivos. Son bucles de retroalimentación catalítica viviente, sujetos a modificaciones por la presión ambiental. Como los seres humanos, o las bacterias, o, o…

—O los murkuds —dije.

Sonrió.

—O los murkuds.

—En otras palabras, puede que evolucionen.

—Evolucionarán, y de forma impredecible. Pero hemos emplazado algunas limitaciones. O creemos que lo hemos hecho. Como dije, abunda la controversia.

Cuando Wun hablaba de política marciana, me imaginaba hombres y mujeres arrugados en togas de colores pastel debatiendo abstracciones desde podios de acero inoxidable. De hecho, insistía Wun, los parlamentarios marcianos se comportaban más bien como granjeros pelados de dinero en una subasta de grano; y los ropajes… bueno, ni siquiera intenté imaginarme los ropajes: en las ocasiones formales los marcianos de ambos sexos tendían a vestirse como la reina de corazones en una baraja de ilusionista.

Pero aunque los debates habían sido largos y sentidos, el plan en sí era relativamente simple. Los replicadores serían esparcidos en los confines más lejanos y fríos del sistema solar. Alguna fracción infinitesimal de esos replicadores se apearía en dos o tres de los núcleos cometarios que constituyen la Nube de Oort. Allí empezarían a reproducirse.

Su información genética, dijo Wun, estaba codificada en moléculas que eran térmicamente inestables en cualquier lado más cálido que las lunas de Neptuno. Pero en el entorno hiperfrío para el que habían sido diseñadas, filamentos submicroscópicos comenzarían un lento y laborioso metabolismo. Crecían a velocidades que harían parecer apresurado el crecimiento de un Pinus balfouriana,[17] pero crecerían, asimilando volátiles escasos y moléculas orgánicas, y transformando el hielo en paredes celulares, nervios y nexos.

Para cuando los replicadores hubieran consumido unos cuantos metros cúbicos de núcleos cometarios, sus interconexiones empezarían a hacerse más complejas y su comportamiento sería más determinado. Les crecerían apéndices altamente sofisticados, ojos de hielo y carbón para barrer la oscuridad estelar.

En una década o dos la colonia de replicadores se habría convertido en una entidad comunal capaz de registrar y transmitir información rudimentaria sobre su entorno. Miraría al cielo y preguntaría: «¿hay un cuerpo oscuro del tamaño de un planeta orbitando a la estrella más próxima?».

Plantear y responder a la pregunta consumiría más décadas de tiempo, y al menos inicialmente la respuesta estaba dada de antemano: sí, hay dos mundos que orbitan esa estrella y son cuerpos oscuros, la Tierra y Marte.

Sin embargo, pacientemente, con tesón, lentamente, los replicadores recopilarían esa información y la retransmitirían a su punto de origen: a nosotros, o al menos a nuestros satélites apostados a la escucha.

Entonces, en su senectud como máquina compleja, la colonia de replicadores se rompería en racimos de células simples, identificarían otra estrella brillante o cerca, y usarían los volátiles acumulados extraídos del núcleo cometario anfitrión para propulsar sus semillas fuera del sistema solar. (Dejarían atrás un diminuto fragmento de su ser para que actuara de repetidor de radio, un nodo pasivo en una red en expansión.)

Esas semillas de segunda generación irían a la deriva en el espacio interestelar durante años, décadas, milenios. La mayoría perecerían inevitablemente, perdidas en trayectorias infructuosas o atraídas por mareas gravitacionales. Algunas, incapaces de escapar del débil pero distante tirón del sol, volverían a caer a la Nube de Oort y repetirían el proceso, comiendo hielo estúpida pero pacientemente y registrando información redundante. Si dos cepas se encontraban, intercambiarían material celular, reduciendo los errores de transcripción inducidos por el tiempo o la radiación, y producirían descendencia parecida pero no exactamente igual a ellas mismas.

Algunas pocas llegarían al halo de hielo de una estrella cercana y comenzarían el ciclo de nuevo, esta vez reuniendo información nueva, que al final enviarían a casa en estallidos de información, breves orgasmos digitales. «Estrella binaria —puede que dijeran— sin cuerpos planetarios oscuros.» O puede que dijeran, «Enana blanca, un cuerpo planetario oscuro.»

Y el ciclo volvería a repetirse otra vez.

Y otra.

Y otra, de una estrella a la siguiente, paso a paso, de siglos a milenios, agónicamente lento, pero con rapidez según mide el tiempo la galaxia, según nuestra medida del tiempo exterior en nuestro encierro. Nuestros días serían cientos de miles de sus años, y una década de nuestro tiempo lento bastaría para infectar la mayor parte de la galaxia.

La información que pasaba de nodo en nodo a la velocidad de la luz sería reenviada, modificaría el comportamiento, dirigiría a nuevos replicadores hacia territorios inexplorados, suprimiría información redundante de forma que los nodos no se sobrecargaran. De hecho, estaríamos cableando la galaxia para una especie de pensamiento rudimentario. Los replicadores construirían una red neural tan grande como el cielo nocturno, y nos hablarían.

¿Había riesgos? Por supuesto que había riesgos.

Si no fuera por el Spin, los marcianos jamás habrían aprobado tal expropiación arrogante de los recursos de la galaxia. No era un simple acto de exploración; era intervención, un reordenamiento imperial de la ecología galáctica. Si había otras especies inteligentes ahí fuera, y la existencia de los Hipotéticos parecía responder en gran parte a esa pregunta con una afirmación, la dispersión de los replicadores podría ser malinterpretada como agresión. Lo que invitaría a las represalias.

Los marcianos sólo habían reconsiderado este riesgo cuando detectaron estructuras de Spin en construcción sobre sus polos norte y sur.

—El Spin convierte las objeciones en irrelevantes —dijo Wun—, o casi. Con suerte, los replicadores nos contarán algo importante sobre los Hipotéticos, o al menos sobre el alcance de su obra en la galaxia. Puede que seamos capaces de discernir el propósito del Spin. Si eso fracasa, los replicadores servirán como una especie de baliza de advertencia a otras especies inteligentes que se enfrenten al mismo problema. Un análisis cercano podrá sugerirle a un observador reflexivo la razón por la que se construyó la red de comunicación. Puede que otras civilizaciones opten por conectarse a la red. El conocimiento podría ayudarles a protegerse a sí mismos. Para lograr el éxito allí donde nosotros fracasamos.

—¿Crees que fracasaremos?

Wun se encogió de hombros.

—¿No hemos fracasado ya? El sol ya es muy viejo. Eso ya lo sabes, Tyler. Nada dura indefinidamente. Y en las presentes circunstancias, para nosotros ni siquiera «indefinidamente» es mucho tiempo.

Puede que fuera la forma en que lo decía, sonriendo con esa pequeña sonrisa de sinceridad marciana e inclinándose hacia delante en su silla de mimbre, pero el peso de su veredicto era tranquilamente perturbador.

No es que me sorprendiera. Todos sabíamos que estábamos condenados. Condenados, como mínimo, a vivir nuestras vidas bajo un caparazón que era lo único que nos protegía de un sistema solar hostil. La luz solar que había vuelto Marte habitable podía cocer la Tierra si se abría la membrana del Spin. E incluso Marte (en su propio envoltorio oscuro) se deslizaba rápidamente fuera de la llamada zona habitable. La estrella mortífera que era la madre de toda vida había llegado a la puñetera senilidad y nos mataría a todos sin cargo de conciencia.

La vida había nacido en el margen de una reacción nuclear inestable. Eso era cierto y siempre había sido cierto; era cierto antes del Spin, incluso cuando el cielo estaba despejado y las noches de verano relucían con estrellas distantes e irrelevantes. Había sido cierto pero no tenía importancia porque la vida humana era corta; incontables generaciones nacerían y morirían en un latido solar. Pero ahora, y que Dios nos ayude, viviríamos más que el sol. O bien terminaríamos como cenizas orbitando su cadáver o nos preservarían para una noche eterna, bagatelas encapsuladas sin verdadero hogar en el universo.

—¿Tyler? ¿Estás bien?

—Sí—dije. Pensando, por algún motivo, en Diane—. Quizá a lo más que podemos aspirar sea a un poco de comprensión antes de que caiga el telón.

—¿Telón?

—Antes del fin.

—No es mucho consuelo —admitió Wun—. Pero, sí, puede que sea a lo más que podemos aspirar.

—Tu gente ha sabido del Spin durante milenios. ¿Y en todo ese tiempo no habéis descubierto nada sobre los Hipotéticos?

—No. Lamento no poder ofrecer nada. Acerca de la naturaleza física del Spin sólo tenemos un par de especulaciones.

(Que Jason recientemente había intentado explicarme: algo sobre quantos temporales, muchas matemáticas y muy lejos del alcance de la ingeniería práctica, marciana o terrestre)—. Sobre los Hipotéticos, nada en absoluto. Y en cuanto a qué quieren de nosotros… —Hizo un ademán de incertidumbre—. Sólo más especulaciones. La pregunta que nos hicimos fue, ¿qué había de especial en la Tierra cuando fue encapsulada? ¿Por qué los Hipotéticos esperaron para encerrar Marte, y qué les hizo elegir ese momento en particular de nuestra historia?

—¿Y tienes respuestas para eso?

Uno de sus cuidadores tocó en la puerta y la abrió. Un tipo que se estaba quedando calvo vestido con un traje negro hecho a medida habló con Wun pero me miraba a mí:

—Sólo un recordatorio. Tenemos al representante de la UE a punto de llegar. Cinco minutos. —Sostuvo la puerta abierta, a la espera. Me levanté.

—La próxima vez —dijo Wun.

—Pronto, espero.

—Tan pronto como pueda arreglarlo.

Era tarde y ya había terminado el trabajo por ese día. Salí por la puerta norte. De camino al aparcamiento me detuve ante la valla de madera detrás de la cual se construía el nuevo añadido a Perihelio. Entre huecos en la valla de seguridad pude ver un edificio de ladrillo gris sin adornos, grandes tanques a presión externos, tuberías gruesas como barriles que atravesaban troneras de cemento. El terreno estaba cubierto con aislantes amarillos de teflón y bobinas de tubos de cobre. Un capataz con un casco de obras blanco ladraba órdenes a los hombres que empujaban carretillas, hombres con gafas de protección y botas de punta de acero.

Hombres que construían una incubadora para un nuevo tipo de vida. Ahí era donde los replicadores crecerían en cunas de helio líquido y se prepararían para ser lanzados hacia los lugares fríos del universo, destinados a vivir más y viajar más lejos de lo que los seres humanos jamás podrían. Nuestro diálogo final con el universo. A menos que E. D. se saliera con la suya y cancelara el proyecto por completo.

Molly y yo fuimos a dar un paseo por la playa ese fin de semana.

Era un sábado sin nubes de finales de octubre. Habíamos recorrido medio kilómetro de arena cubierta de colillas antes de que el día se volviera incómodamente bochornoso y el sol se volviera insistente, el océano devolvía la luz en puntos deslumbrantes, como si hubiese bancos de diamantes nadando cerca de la costa. Molly llevaba pantalones cortos, sandalias, una camiseta blanca de algodón que se le había empezado a pegar al cuerpo de forma insinuante y una gorra con visera, bajada para protegerse los ojos de la luz.

—Es algo que nunca comprendí—dijo, pasándose la muñeca por la frente para secarse el sudor y volviéndose para contemplar sus propias huellas sobre la arena.

—¿El qué, Moll?

—El sol. Quiero decir la luz del sol. Esta luz. Es falsa, todo el mundo lo dice, pero por Dios, el calor; el calor es real.

—El sol no es exactamente falso. El sol que vemos no es el sol de verdad, pero esta luz pudo originarse allí. Los Hipotéticos lo administran, disminuyen las longitudes de onda y filtran…

—Lo sé, pero quiero decir la forma en que atraviesa el cielo. Amanecer, ocaso. Si sólo es una proyección, ¿cómo es que tiene el mismo aspecto desde Canadá y Sudamérica? ¿Si la barrera del Spin sólo está a unos cuantos cientos de kilómetros hacia arriba?

Le dije lo que Jason me había contado una vez: el falso sol no era una ilusión proyectada sobre una pantalla, era una réplica de la luz del sol pasando a través de la barrera desde una fuente a ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia, como un programa de creación de imágenes por raytracing funcionando a una escala colosal.

—Pues es un truco de ilusionista puñeteramente complicado.

—Si lo hubieran hecho de otra forma, hubiéramos muerto todos hace años. La ecología planetaria necesita un día de veinticuatro horas. —Ya habíamos perdido un cierto número de especies que dependían de la luz lunar para alimentarse o procrear.

—Pero es una mentira.

—Si quieres llamarlo así.

—Una mentira, lo que lo llamo es una mentira. Aquí estoy, con la luz de una mentira en mi cara. Una mentira que puede darte cáncer de piel. Pero sigo sin comprenderlo. Y supongo que no lo haremos hasta que entendamos a los Hipotéticos. Si es que lo hacemos. Cosa que dudo.

No comprendes una mentira, dijo Molly mientras caminábamos en paralelo a una vieja pasarela de madera blanqueada por la sal, hasta que no entiendes la motivación que hay detrás de ella. Dijo eso mientras me dedicaba miradas de soslayo, ojos en la sombra de su visera, enviándome mensajes que no podía descifrar.

Pasamos el resto de la tarde en mi casa con aire acondicionado, leyendo y escuchando música, Pero Moll estaba inquieta y yo todavía no había perdonado lo de su incursión en mi ordenador, otro evento indescifrable. Amaba a Molly. O al menos me decía a mí mismo que la amaba. O, si lo que sentía por ella no era amor, al menos era una imitación plausible, un sustituto convincente.

Lo que me preocupaba era que seguía siendo profundamente impredecible, tan tocada por el Spin como el resto de nosotros. No podía comprarle regalos: había cosas que ella quería, pero a menos que las hubiera admirado en voz alta en el escaparate de una tienda no tenía ni idea de qué cosas eran. Mantenía sus necesidades más profundas profundamente a oscuras. Quizá, como la mayoría de la gente furtiva, asumía que yo tenía mis propios secretos.

Acabábamos de cenar y empecé a limpiar cuando sonó el teléfono. Molly lo cogió mientras yo me secaba las manos.

—Aja —dijo—. No, está aquí. Un momento. —Puso una mano sobre el auricular y me dijo—: Es Jason. ¿Quieres hablar con él? Parece bastante raro.

—Por supuesto que hablaré con él.

Cogí el auricular y esperé. Molly me dedicó una larga mirada, luego hizo una mueca y salió de la cocina. Privacidad.

—¿Jase?

—Te necesito aquí, Tyler. —Su tono era tenso, ahogado—. Ahora.

—¿Tienes un problema?

—Sí. Tengo un puñetero problema. Y necesito que vengas a arreglarlo.

—¿Es tan urgente?

—¿Te llamaría si no lo fuera?

—¿Dónde estás?

—En casa.

—Vale, escucha, me tomará algún tiempo si el tráfico está mal…

—Tú ven aquí —dijo.

Así que le conté a Molly que tenía algo de trabajo urgente que poner al día. Me sonrió, o quizá me hizo una mueca de desdén y dijo:

—¿Qué trabajo es ése? ¿Alguien faltó a una cita? ¿Un parto? ¿Qué?

—Soy un médico, Moll. Confidencialidad profesional.

—Ser un médico no significa que seas el perrillo faldero de Jason Lawton. No tienes que ir a buscar el palo cada vez que él tira uno.

—Lamento el tener que cortar la velada. ¿Quieres que te deje en algún lado o…?

—No —dijo ella—. Me quedaré aquí hasta que vuelvas. —Se me quedó mirando, beligerante, desafiante, casi queriendo que pusiera objeciones.

Pero no podía discutir. Eso significaría que no confiaba en ella. Y confiaba en ella. Casi por completo.

No estoy seguro de cuánto tardaré.

—No importa. Me acostaré en el sofá y veré la caja tonta. Si te parece bien.

—Siempre que no te aburras.

—Te prometo que no me aburriré.

El apartamento apenas amueblado de Jason quedaba a treinta kilómetros por la autopista, y de camino tuve que desviarme alrededor de la escena de un crimen, un fallido asalto de carretera que había dejado un coche lleno de canadienses muertos. Jase me abrió el portero para dejarme pasar a su edificio y cuando toqué a su puerta, gritó desde dentro.

—Está abierto.

La habitación de la entrada seguía tan desnuda como siempre, un desierto de parqué en el que Jase había instalado su campamento de beduino. Estaba tirado sobre el sofá. La lámpara arrojaba sobre él una luz severa y poco halagüeña. Estaba pálido y su frente relucía de sudor. Le brillaban los ojos.

—Creí que no vendrías —dijo—. Pensé que tu novia paleta a lo mejor no te dejaba salir de casa.

Le conté lo del desvío policial. Y luego le dije:

—Hazme un favor. No hables de Molly de esa manera.

—¿Que por favor no me refiera a ella como una paleta de Idaho con la educación de haber sido criada en una caravana? Claro, cualquier cosa por complacerte.

—¿Qué coño te pasa?

—Interesante pregunta. Muchas respuestas posibles. Mira.

Se levantó.

Fue un proceso lamentable, débil y espasmódico. Jase seguía siendo alto, seguía siendo esbelto, pero la gracilidad que una vez había parecido en él tan natural lo había abandonado. Sus brazos oscilaban. Sus piernas, cuando consiguió enderezarse, temblaban bajo él como zancos articulados. Parpadeaba compulsivamente.

—Esto es lo que me pasa —dijo. Entonces la rabia llegó con otro movimiento convulsivo, su estado emocional tan volátil como sus miembros—. ¡Mírame! ¡Co- coño, Tyler, mírame!

—Siéntate, Jase. Deja que te examine. —Había traído mi equipo médico. Le arremangué el brazo y le puse la banda de un medidor de presión alrededor de su brazo flacucho. Podía sentir el músculo contrayéndose bajo la banda, apenas controlado.

Su tensión era alta y su pulso rápido.

—¿Has estado tomando tus anticonvulsivos?

—Por supuesto que he estado tomando los putos anticonvulsivos.

—¿Según la dosis establecida? ¿Nada de dosis extra? Porque si tomas demasiados, Jase, te estarás haciendo más mal que bien.

Jason suspiró con impaciencia. Entonces hizo algo sorprendente. Alzó la mano hasta ponerla detrás de mi cabeza y me agarró del pelo, tirando hacia abajo hasta que mi cara quedó cerca de la suya. Las palabras salieron de su boca, un río embravecido de palabras.

—No te pongas pedante conmigo, Tyler. No lo hagas porque ahora mismo no puedo permitírmelo. Puede que tengas algún problema con mi tratamiento. Pues lo siento, pero éste no es momento para que saques a pasear tus putos principios éticos. Hay demasiadas cosas en juego. E. D. llegará a Perihelio por la mañana. E. D. cree que tiene un as en la manga. E. D. preferiría cerrar todo el tinglado antes que permitirme ascender a su puto trono. No puedo permitir que suceda, y mírame: ¿te parece que en mi estado puedo cometer un parricidio? —Su presa aumentó hasta que dolió, seguía siendo así de fuerte, y entonces me soltó y con la otra mano me empujó hacia atrás—: ¡Así que ARRÉGLAME! Para eso sirves, ¿no?

Acerqué una silla y me senté en silencio hasta que se volvió a derrumbar en el sofá, agotado por su estallido. Observó cómo sacaba una jeringuilla de mi maletín y la cargaba con el contenido de una pequeña botellita marrón.

—¿Qué es eso?

—Alivio temporal. —De hecho, era un complejo de vitamina B inofensivo mezclado con un tranquilizante menor. Jason lo miró con suspicacia pero dejó que se lo inyectara en el brazo. Una diminuta perla de sangre apareció cuando retiré la aguja.

—Ya sabes lo que tengo que decirte —dije—. No hay ninguna cura para este problema.

—Ninguna cura terrestre.

—¿Qué se supone que quiere decir eso?

—Ya sabes lo que significa.

Estaba hablando del proceso de longevidad de Wun Ngo Wen.

La reconstrucción, había dicho Wun, también era una cura para una larga lista de enfermedades genéticas. Editaría el segmento de la EMA del ADN de Jason, inhibiendo las proteínas renegadas que ponían en peligro su sistema nervioso.

—Pero eso tardaría semanas —dije—, y de todas formas no puedo aceptar la idea de que te conviertas en cobaya para un procedimiento médico sin testar.

—De sin testar nada. Los marcianos llevan haciéndolo desde hace siglos y son tan humanos como nosotros. Y lo siento, Tyler, pero no estoy interesado en tus escrúpulos profesionales. Simplemente no tienen cabida en la ecuación.

—Sí que la tienen, en lo que a mí respecta.

—Entonces la pregunta es, ¿cuánto te importa? Si no quieres ser parte de eso, hazte a un lado.

—El riesgo…

—Lo corro yo, no tú. —Cerró los ojos—. No confundas esto con arrogancia o vanidad, pero si vivo o muero importa, o incluso si puedo caminar derecho o pronunciar mis p-putas consonantes. Importa para el mundo, quiero decir, porque estoy en una posición de importancia única. No sólo por accidente. No porque sea listo o virtuoso. Fui designado. Básicamente, Tyler, soy un artefacto, un objeto artificial, diseñado por E. D. Lawton de la misma manera que tu padre solía diseñar perfiles aerodinámicos. Estoy haciendo el trabajo para el que me construyó… dirigir Perihelio, dirigir la respuesta humana al Spin.

—El presidente puede que no esté de acuerdo. Por no mencionar al Congreso o la ONU.

—Por favor. No estoy desvariando. Ésa es precisamente la cuestión. Dirigir Perihelio significa manipular a las partes interesadas. A todas ellas. E. D. lo sabe; se muestra completamente cínico al respecto. Convirtió Perihelio en una gallina de los huevos de oro para la industria aeroespacial y lo consiguió haciendo amigos y forjando alianzas políticas en las altas esferas. Engatusando, suplicando, presionando y financiando campañas de amigos. Tenía visión y contactos y estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado; se adelantó con el programa aerostático y rescató a la industria de telecomunicaciones del Spin, y eso lo puso en la compañía de gente poderosa… y sabe cómo aprovechar las oportunidades. Sin E. D. Lawton no habría seres humanos en Marte. Sin E. D. Lawton Wun Ngo Wen ni siquiera existiría. Hay que reconocérselo al viejo mamón. Es un gran hombre.

—¿Pero?

—Pero es un hombre de su tiempo. Es pre-Spin. Sus motivaciones son arcaicas. La antorcha ha sido entregada. O lo será, si me salgo con la mía.

—No sé qué quiere decir eso, Jase.

—E. D. sigue pensando que hay alguna ventaja personal que puede aprovechar de todo esto. Está resentido con Wun Ngo Wen y odia la idea de sembrar la galaxia con replicadores, no porque sea demasiado ambiciosa, sino porque es mala para los negocios. El proyecto marciano inyectó billones de dólares en la industria aeroespacial. Convirtió e E. D. en más rico y poderoso de lo que jamás había soñado. Lo convirtió en un nombre en boca de todos. Y E. D. sigue pensando que eso tiene importancia. Que tiene importancia como la tenía antes del Spin, cuando podías jugar a la política como si fuera un juego, apostar para conseguir premios. Pero la propuesta de Wun no tiene ese tipo de compensaciones. Lanzar replicadores es una inversión trivial comparada con la terraformación de Marte. Podemos hacerlo con un par de Delta sietes y un motor iónico barato. Lo único que hace falta en realidad es un empujón y una probeta.

—¿Y eso es malo para E. D.?

—No hace mucho por proteger una industria que se derrumba. Mina su base financiera. Peor, lo aparta del escenario. De repente todo el mundo mirará a Wun Ngo Wen, estamos a un par de semanas de una tormenta de mierda mediática de proporciones míticas, y Wun me eligió a mí como portavoz de su proyecto. Lo último que E. D. quiere es un hijo ingrato y un marciano arrugado desmantelando la obra de su vida para lanzar una armada que cuesta menos que un solo avión de pasajeros.

—¿Y qué preferiría hacer?

—Tiene previsto todo un plan a gran escala. Vigilancia integral, lo llama. Buscando pruebas de las actividades de los Hipotéticos. Sondas planetarias de Mercurio a Plutón, sofisticados puestos de escucha en el espacio interplanetario. Misiones de reconocimiento de los artefactos de Spin aquí y en los polos marcianos.

—¿Y eso es una mala idea?

—Puede proporcionar alguna información trivial. Arañar algunos datos y proporcionar mucho dinero a la industria. Para eso está pensado. Pero lo que E. D. no entiende, lo que su generación no entiende…

—¿El qué, Jase?

—Que la ventana se está cerrando. La ventana humana. Nuestro tiempo sobre la Tierra. El tiempo de la Tierra en el universo. Está a punto de acabarse. Tenemos, creo, sólo una oportunidad realista más de entender qué significa… qué significaba… el haber construido una civilización humana. —Sus párpados se cerraron y abrieron una, dos veces. Gran parte de la tensión extrema había desaparecido—. Lo que significa haber sido elegidos para esta peculiar forma de extinción. Más que eso, en realidad. Lo que significa… lo que significa… me miró—. ¿Qué coño me has dado, Tyler?

—Nada serio. Un ansiolítico suave.

—¿Un parcheado rápido?

—¿No era eso lo que querías?

—Supongo que sí. Quiero estar presentable para mañana, eso es lo que quiero.

—La medicación no es una cura. Lo que quieres que haga es equivalente a reparar una conexión eléctrica que está medio suelta haciendo pasar más voltaje por ella. Puede que funcione a corto plazo. Pero no es de fiar y somete a una tensión inaceptable a otras partes del sistema. Me gustaría darte todo un buen día libre de síntomas. Lo que no me gustaría sería matarte.

—Si no me das un día libre de síntomas, bien podrías matarme.

—Todo lo que puedo ofrecerte —dije—, es mi opinión profesional.

—¿Y qué puedo esperar de tu opinión profesional?

—Puedo ayudarte. Creo. Un poco. Por esta vez. Por esta vez, Jase. Pero no hay mucho margen de maniobra. Tendrás que hacerle frente a eso.

—Ninguno de nosotros tiene mucho margen de maniobra. Tendremos que hacerle frente a eso.

Pero suspiró y sonrió cuando volví a abrir el maletín.

Molly estaba repantigada en el sofá cuando llegué a casa, frente a la tele, viendo una reciente película popular sobre elfos. O quizá eran ángeles. La pantalla estaba llena de una luz azul difusa. La apagó cuando entré. Le pregunté si había ocurrido algo mientras yo estaba fuera.

—No mucho. Te llamó alguien.

—Oh. ¿Quién era?

—La hermana de Jason. ¿Cómo se llamaba? Diane. La que está en Arizona.

—¿Dijo lo que quería?

—Sólo hablar. Así que hablamos un poco.

—Vaya. ¿Y de qué hablasteis?

Molly se giró, mostrándome su perfil contra la luz tenue procedente del dormitorio.

—De ti.

—¿Algo en particular?

—Sí. Le dije que dejara de llamarte porque ahora tienes una nueva novia. Le dije que a partir de ahora sería yo la que me ocupara de tus llamadas.

Me la quedé mirando.

Molly mostró los dientes en lo que supuse que debía de ser una sonrisa.

—Vamos Tyler, aprende a encajar una broma. Le dije que habías salido. ¿Así está bien?

—¿Le contaste que había salido?

—Sí, le dije que habías salido. No dije adonde. Porque la verdad es que no me lo dijiste.

—¿Dijo si era urgente?

—No sonaba urgente. Llámala si quieres. Adelante… no me importa.

Pero eso también era una prueba.

—Puede esperar —dije.

—Bien. —Aparecieron hoyuelos en sus mejillas—. Porque tengo otros planes.

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