Instantáneas de la ecopoiesis

Jason sugirió que alquiláramos un apartamento en Cocoa Beach y que esperáramos un día hasta que él se reuniera con nosotros. Estaba haciendo su última ronda de preguntas y respuestas para los medios de comunicación en Perihelio, pero había dejado la agenda libre antes de los lanzamientos, que pretendía contemplar sin un equipo de la CNN martirizándolo con preguntas estúpidas.

—Genial —dijo Diane cuando le retransmití esa información—. Así yo misma podré hacer las preguntas estúpidas.

Había logrado calmar sus temores acerca del estado de Jason: no, no se estaba muriendo, y cualquier espacio en blanco en su historial médico era asunto suyo. Lo aceptó, o al menos pareció hacerlo, pero seguía queriendo verlo, aunque sólo fuera para sentirse más segura, como si la muerte de mi madre hubiera hecho tambalearse su fe en las estrellas fijas del universo Lawton.

Así que usé mi identificación de Perihelio y mis conexiones con Jason para alquilar dos suites vecinas en un Holiday Inn con vistas a Cañaveral. No mucho después de que el proyecto marciano hubiera sido concebido, y una vez que las objeciones de la Agencia de Protección Medioambiental hubieran sido debidamente anotadas e ignoradas, se habían construido una docena de plataformas de lanzamiento en aguas poco profundas y estaban ancladas cerca de la costa de Merritt Island. Esas estructuras eran las que se veían más claramente desde el hotel. El resto de la vista eran aparcamientos, playas invernales y aguas azules.

Estábamos en la terraza de su suite. Diane se había duchado y cambiado de ropa después del viaje en coche desde Orlando y estábamos a punto de bajar a enfrentarnos al restaurante de la planta baja. Todas las demás terrazas que podíamos ver estaban erizadas de cámaras y lentes: el Holiday Inn era el hotel favorito de los medios. (Simon puede que desconfiara de la prensa secular, pero Diane estaba repentinamente metida hasta las rodillas en ella.) No podíamos ver la puesta de sol pero sí la luz que se reflejaba en las distantes plataformas y cohetes, haciéndolos más etéreos que reales, un escuadrón de robots gigantes que marchaban a combatir en la fosa del Atlántico. Diane se apartó de la barandilla de la terraza como si la vista la asustara.

—¿Por qué hay tantos?

—Ecopoiesis a escopetazos.

Se rio, con algo de reproche en el tono.

—¿ Esa es una de las expresiones de Jason?

No lo era, no del todo. «Ecopoiesis» era una palabra acuñada por un hombre llamado Robert Haynes allá en los sesenta, cuando la terraformación era una ciencia puramente especulativa. Técnicamente, significaba la creación de una biosfera anaeróbica autorregulada allí donde antes no había ninguna, pero en el uso moderno quería decir cualquier modificación biológica de Marte. El crear un Marte verde requería dos tipos diferentes de ingeniería planetaria: terraformación burda, para elevar la temperatura de la superficie y la presión atmosférica hasta un umbral plausible para la vida, y ecopoiesis: usar vida microbiana y vegetal para acondicionar el suelo y oxigenar el aire.

El Spin ya había hecho el trabajo pesado por nosotros. Todos los planetas del sistema solar, exceptuando la Tierra, se habían calentado significativamente gracias a la expansión solar. Lo que restaba era el trabajo más sutil de ecopoiesis. Pero había muchas rutas posibles hacia la ecopoiesis, muchos organismos candidatos, desde bacterias de las rocas a líquenes alpinos.

—Y se llama a escopetazos porque los enviáis todos.

—Todos ellos, y tantos como podamos permitirnos, porque no hay garantías de que un solo organismo pueda adaptarse y sobrevivir. Pero uno de ellos podría hacerlo.

—Más de uno podría.

—Lo que estaría bien. Queremos una ecología, no un monocultivo.

De hecho, los lanzamientos estaban sincronizados y programados en fases. La primera oleada sólo transportaría organismos anaeróbicos y fotoautótrofos, formas de vida simple que no requieren oxígeno y que extraen su energía del sol. Si crecían y morían en cantidades suficientes, crearían una capa de biomasa que soportaría ecosistemas más complejos. La siguiente oleada, dentro de un año, introduciría organismos oxigenadores; los últimos lanzamientos no tripulados incluirían plantas primitivas para fijar el suelo y regular los ciclos de precipitaciones y evaporación.

—Todo parece tan improbable.

—Vivimos en tiempos improbables. Pero es cierto, no hay garantías de que funcione.

—¿Y si no funciona?

Me encogí de hombros.

—¿Qué habremos perdido?

—Un montón de dinero. Un montón de esfuerzo.

—No se me ocurre otro uso mejor para todo eso. Sí, es una apuesta, y no, no es algo seguro, pero la ganancia potencial vale la pena. Y ha sido bueno para todos, al menos hasta ahora. Bueno para la moral en casa y un buen modo de promover la cooperación internacional.

—Pero habéis llevado al equívoco a mucha gente normal y corriente. Están convencidos de que el Spin es algo contra lo que se puede luchar, algo que se puede arreglar con tecnología.

—Les hemos dado esperanzas, quieres decir.

—Esperanzas del tipo equivocado. Y si fracasáis los dejaréis sin ninguna esperanza en absoluto.

—¿Y qué te gustaría que hiciéramos, Diane? ¿Que nos retiráramos a nuestras esteras de oración?

—No sería una admisión de derrota… la oración, quiero decir. Y si tenéis éxito, ¿entonces el paso siguiente es enviar gente?

—Sí. Si verdeamos el planeta, enviaremos gente.

Una propuesta mucho más difícil y éticamente compleja. Enviaríamos candidatos en tripulaciones de diez personas. Tendrían que soportar un tránsito de duración impredecible en un espacio absurdamente pequeño y con raciones limitadas. Soportarían un frenado atmosférico con un delta-V casi letal tras meses de ingravidez, seguido de un peligroso descenso hacia la superficie del planeta. Si todo eso funcionaba, y si su exiguo equipo de supervivencia designado descendía en paralelo y aterrizaba más o menos cerca de ellos, entonces tendrían que aprender por sí mismos las habilidades de supervivencia necesarias para un entorno apenas adecuado para la existencia humana. El objetivo de la misión no sería regresar a la Tierra, sino sobrevivir lo suficiente para reproducirse en número suficiente y dotar a su descendencia de un modo de vida sostenible.

—¿Qué persona en su sano juicio se prestaría a eso?

—Te sorprenderías.

No podía hablar por los chinos, los rusos o cualquier otro de los voluntarios internacionales, pero los candidatos norteamericanos eran un grupo de hombres y mujeres sorprendentemente normal. Habían sido elegidos por su juventud, resistencia física y su capacidad para tolerar y soportar la incomodidad. Sólo unos pocos habían sido pilotos de las fuerzas aéreas, pero todos tenían lo que Jason llamaba «mentalidad de pilotos de pruebas», una disposición a aceptar graves riesgos físicos en nombre de un logro espectacular. Y, por supuesto, la mayoría estaban condenados con toda probabilidad, así como la mayoría de las bacterias a bordo de los distantes cohetes también estaban condenadas. El mejor resultado esperable era que una banda de supervivientes nómadas vagando por los cañones alfombrados de líquenes de los valles Marineris pudiera encontrarse con otro grupo similar de rusos, daneses o canadienses y engendrar una humanidad marciana viable.

—¿Y tú lo apruebas?

—Nadie me ha pedido mi opinión. Pero les deseo suerte.

Diane me dedicó una mirada de eso-no-es-suficiente pero optó por no seguir la discusión. Bajamos en ascensor al restaurante del primer piso. Debió de sentir la expectación creciente mientras hacíamos cola a la espera de que nos atendieran detrás de una docena de técnicos de las cadenas de información.

Después de pedir la comida, volvió la cabeza, escuchando fragmentos de conversación (palabras como «fotodisociación» y «criptoendelítico» y, sí, «ecopoiesis») que llegaban de las mesas repletas de gente, periodistas ensayando la jerga para el día siguiente o simplemente esforzándose por entenderla. También se oían risas y el repiqueteo de los cubiertos, un ambiente de vertiginosa expectación. Era la primera vez desde el alunizaje que la atención del mundo estaba concentrada tan completamente en la aventura espacial, y el Spin daba a ésta algo de lo que incluso el vuelo a la luna había carecido: urgencia de verdad y una sensación global de riesgo.

—Todo esto es obra de Jason, ¿no?

—Sin Jason y E. D. puede que esto estuviera ocurriendo de todas formas. Pero ocurriría de manera diferente, probablemente más lentamente y con menos eficiencia. Jase siempre ha estado en el centro de esto.

—Y nosotros en la periferia. Orbitando alrededor de su genio. Te contaré un secreto. Le tengo un poco de miedo. Tengo miedo de volver a verle después de tanto tiempo. Sé que me desaprueba.

—A ti no. Tu forma de vida, tal vez.

—Quieres decir mi fe. Podemos hablar de ello, no me molesta. Sé que Jase se siente un poco… supongo que traicionado. Como si Simon y yo hubiésemos repudiado todo en lo que él cree. Pero eso no es cierto. Jason y yo jamás estuvimos en el mismo camino.

—Básicamente, sabes, es sólo Jase. El mismo Jase de siempre.

—Pero ¿soy yo la misma Diane de siempre?

Para lo cual no tenía respuesta.

Comió con un apetito evidente, y después de los platos principales pedimos postres y café.

—Es una suerte que pudieras tomarte el tiempo para hacer esto —dije.

—¿Quieres decir que es una suerte que Simon me soltara la correa?

—No quería decir eso.

—Lo sé. Pero en cierto sentido es verdad. Simon puede ser un poco controlador. Le gusta saber dónde estoy.

—¿Y eso es un problema para ti?

—¿Quieres decir que si hay problemas en mi matrimonio? No. No los hay y yo no permitiría que los hubiera. Eso no significa que ocasionalmente no estemos en desacuerdo. —Titubeó—. Si hablo de estas cosas, las estoy compartiendo contigo, ¿de acuerdo? No con Jason. Sólo contigo.

Asentí con la cabeza.

—Simon ha cambiado desde que lo conociste. Todos hemos cambiado, todos los de los viejos días del NR. El NR consistía en ser joven y crear una comunidad de fe, una especie de espacio sagrado en el que no tuviéramos que tener miedo los unos de los otros, donde pudiéramos abrazarnos los unos a los otros, no figurativamente, sino literalmente. El Edén en la Tierra. Pero estábamos equivocados. Pensábamos que el sida no importaba, que los celos no importaban, que no tenían importancia porque habíamos llegado al fin del mundo. Pero es una tribulación lenta, Ty. La tribulación es el trabajo de toda una vida, y tenemos que estar fuertes y sanos para ella.

—Tú y Simon…

—Oh, sí, estamos sanos. —Sonrió—. Y gracias por preguntar, doctor Dupree. Pero perdimos amigos por el sida y las drogas. El movimiento era una montaña rusa: amor todo el camino de subida y pena en todo el de bajada. Todo el que haya sido parte de él te lo dirá.

Probablemente, pero la única veterana del NR que conocía era Diane.

—Los últimos años no han sido fáciles para nadie.

—Simon lo pasó muy mal intentando entenderlo. Creía de verdad que éramos una generación bendita. Una vez me dijo que Dios se había acercado tanto a la humanidad que era como estar sentado al lado de un horno en una noche de invierno, que prácticamente podía calentarse las manos con el Reino de los Cielos. Todos nos sentíamos así, pero la verdad es que sacaba lo mejor de Simon. Y entonces empezó a ir mal, cuando tantos de nuestros amigos empezaron a enfermar o a convertirse en adictos de uno u otro tipo, y eso le dolió muchísimo. También fue cuando empezó a escasear el dinero, y al final Simon tuvo que buscar trabajo, los dos tuvimos que hacerlo. Hice trabajos temporales durante años. Simon no pudo encontrar un trabajo secular pero hace las veces de portero en nuestra iglesia de Tempe, el Tabernáculo del Jordán, y le pagan lo que pueden… está estudiando para su certificado de instalador de gas.

—No es exactamente la Tierra Prometida.

—Pues no, pero ¿sabes una cosa? No creo que tenga que serlo. Eso es lo que le digo. Quizá podemos sentir la llegada del quiliasmo, pero todavía no está aquí… tenemos que jugar los últimos minutos del partido aunque el resultado esté predeterminado. Y quizá se nos esté juzgando por eso. Tenemos que jugar como si tuviera importancia.

Volvimos al piso donde nos hospedábamos. Diane se paró ante su puerta.

—Lo que estoy recordando es lo bien que me sienta hablar contigo. Solíamos hablar muchísimo, ¿lo recuerdas?

Confiándonos nuestros miedos mediante el casto medio del teléfono. Ella siempre lo había preferido así. Asentí.

—Quizá podamos volver a hacerlo —dijo ella—. Quizá pueda llamarte desde Arizona alguna vez.

Ella, por supuesto, sería la que me llamara, porque puede que Simon no se tomara a bien que yo la llamara a ella. Eso quedaba implícito. Así como la naturaleza de la relación que proponía. Sería su colega platónico. Alguien inofensivo a quien confiarse cuando tuviera problemas, como el amigo gay del personaje femenino principal en un drama de multicine. Charlaríamos. Compartiríamos cosas. Nadie se haría daño.

No era lo que quería ni lo que necesitaba, pero no podía decirlo ante esa mirada ansiosa y ligeramente perdida que me dedicaba. En vez de eso, dije:

—Claro que sí.

Me sonrió, me abrazó y me dejó en el pasillo.

Me quedé despierto más tarde de lo que debería, restañando mi dignidad herida, inmerso en el ruido y las risas procedentes de las habitaciones cercanas, pensando en todos los científicos e ingenieros de Perihelio, JPL[10] y Kennedy, en toda esa gente de los periódicos y los medios de comunicación que observaban la luz de los reflectores sobre los distantes cohetes, todos nosotros haciendo nuestro trabajo aquí, al final de la historia humana, haciendo lo que se esperaba de nosotros, jugando como si importara.


Jason llegó al mediodía del día siguiente, diez horas antes de la hora programada para la primera oleada de lanzamientos. El tiempo era soleado y en calma, un buen presagio. De todos los emplazamientos de lanzamiento global el único que obviamente no podría cumplir con su cometido era el complejo Kourou expandido en la Guayana Francesa, cerrado por una feroz tormenta de marzo. (Los microorganismos de la ESA se retrasarían un día o dos… o medio millón de años, tiempo del Spin).

Jase vino directamente a mi suite, donde Diane y yo lo estábamos esperando. Llevaba un chubasquero barato de plástico y una gorra de los Marlins encasquetada sobre los ojos para ocultarse ante los periodistas.

—Tyler —me dijo cuando abrí la puerta—. Lo siento. De haber podido, hubiera estado allí.

El funeral.

—Lo sé.

—Belinda Dupree era lo mejor de la Gran Casa. Lo digo en serio.

—Gracias —dije, y me aparté de su camino.

Diane cruzó la habitación hacia él con expresión temerosa. Jason cerró la puerta detrás de él, sin sonreír. Se quedaron separados por un metro de distancia. El silencio era denso. Jason lo rompió.

—Con ese cuello —dijo— pareces un banquero Victoriano. Y deberías coger algo de peso. ¿Tan difícil es conseguir una comida decente en pleno país de las vacas?

—Más cactus que vacas, Jase —dijo Diane.

Y se rieron y se lanzaron a un abrazo.

Salimos a la terraza después de que anocheciera, sacamos sillas cómodas y pedimos una bandeja de crudités (a petición de Diane) al servicio de habitaciones. La noche era tan oscura como cualquier otra noche despejada de estrellas bajo la mortaja del Spin, pero las plataformas de lanzamiento estaban iluminadas por focos gigantescos y sus reflejos danzaban sobre las nubes pasajeras.

Jason había estado viendo a un neurólogo desde hacía ya unas semanas. El diagnóstico del especialista había sido el mismo que el mío: Jason sufría esclerosis múltiple severa que no respondía a tratamiento, para la cual el único tratamiento útil era un regimiento de fármacos paliativos. De hecho el neurólogo había querido someter el caso de Jason al Centro de Control de Enfermedades como parte de su estudio en marcha sobre lo que llamaban EMA: esclerosis múltiple atípica. Jase le había amenazado o sobornado para que abandonara la idea. Y por ahora, al menos, el nuevo cóctel de fármacos lo mantenía en remisión. Estaba tan plenamente funcional y capaz de valerse como siempre. Las sospechas que Diane pudiera tener quedaron prontamente apaciguadas.

Había traído una botella de auténtico y carísimo champán francés para celebrar los lanzamientos.

—Podríamos tener asientos VIP —le dije a Diane—. Gradas de sol por fuera de la planta de ensamblaje de vehículos. Codeándonos con el presidente Garland.

—La vista desde aquí es igual de buena —dijo Jason—. Mejor. Aquí no somos decorado en una foto oportunista.

—Nunca he conocido a un presidente —dijo Diane.

El cielo, por supuesto, estaba oscuro, pero la televisión de la habitación (la habíamos encendido para oír la cuenta atrás) hablaba sobre la barrera del Spin, y Diane volvió la vista al cielo como si pudiera volverse milagrosamente visible, la caja que guardaba al mundo. Jason vio la inclinación de su cabeza.

—No deberían llamarlo una barrera —dijo Jason—. Ninguna de las publicaciones científicas lo hace.

—¿Oh? ¿Y cómo lo llaman?

Jason se aclaró la garganta.

—Una membrana extraña.

—Oh, no. —Diane se rio—. No, es espantoso. Eso no es aceptable. Suena a trastorno ginecológico.

—Sí, pero «barrera» es incorrecto. Es más bien como una capa límite. No es una línea que se cruza. Adquiere objetos de manera selectiva y los acelera hacia el universo exterior. El proceso es más parecido a la osmosis que a, digamos, atravesar una cerca. Por tanto, membrana.

—Me había olvidado de cómo es hablar contigo, Jase. Puede ser un poco surrealista.

—Callad —les dije—. Escuchad.

Ahora la imagen en la tele había pasado a la transmisión de la NASA, una voz impersonal de control de misión estaba recitando la cuenta atrás. Había doce cohetes listos y preparados en sus plataformas. Doce lanzamientos simultáneos, un acto que una agencia espacial menos ambiciosa hubiera determinado poco práctico y radicalmente inseguro. Pero vivíamos en tiempos más osados o desesperados.

—¿Por qué tienen que lanzarse todos a la vez? —preguntó Diane.

—Porque —empezó a decir Jason; y luego dijo—: No. Espera. Mira.

Veinte segundos. Diez. Jason se levantó y se apoyó en la baranda de la terraza. Las terrazas del hotel estaban abarrotadas de gentes. La playa estaba abarrotada. Un millar de cabezas y lentes apuntaban en la misma dirección. Las estimaciones posteriores situaban la cifra de gente en Cabo Cañaveral en torno a los dos millones aproximadamente. Según los registros policiales, más de cien carteras fueron robadas esa noche. Hubo dos apuñalamientos mortales, quince intentos de agresión y un parto prematuro. (La niña, de un kilo ochocientos gramos, nació sobre una mesa de caballete en la Casa Internacional de las Tortitas en Cocoa Beach).

Cinco segundos. La tele en la habitación del hotel se calló. Durante un momento no hubo sonido alguno exceptuando el zumbido y chasquidos de los equipos fotográficos.

Entonces el océano se iluminó con fuego hasta el horizonte.

Uno solo de esos cohetes no hubiera impresionado a los locales ni siquiera en la oscuridad, pero esta vez no se trataba de una única columna de llamas, sino de cinco, siete, diez, doce. Las plataformas marítimas quedaron brevemente silueteadas como rascacielos esqueléticos, y al instante fueron sepultadas en nubes de agua de mar vaporizada. Doce pilares de fuego blanco, separados por kilómetros pero comprimidos por la perspectiva, desgarraron en su ascenso un cielo que se volvió índigo por su luz combinada. La multitud empezó a dar vivas, y el sonido se entremezcló con el de los propulsores de combustible sólido que escalaban la noche, una pulsación que comprimía el corazón como si fuera éxtasis o terror. Pero era solamente el brutal espectáculo lo que estábamos vitoreando. Casi con toda seguridad cada una de esos dos millones de personas había visto un lanzamiento de cohete con anterioridad, al menos en la televisión, y aunque este ascenso múltiple era grandioso y ensordecedor era extraordinario por su intención, por la idea que lo motivaba. No sólo estábamos intentando plantar la bandera de la vida terrestre en Marte, desafiábamos al mismísimo Spin.

Los cohetes ascendieron. (Y en la pantalla rectangular de la televisión, cuando la miré a través de la puerta de la terraza, cohetes similares se curvaban hacia la luz nubosa de un cielo diurno en Jiuquan, Svobodnyy, Baikonur y Xichang). La feroz luz horizontal se hizo oblicua y empezó a atenuarse mientras la noche volvía rauda al océano. El sonido se agotó en la arena, el cemento y el agua de mar supercalentada. Me imaginé que me llegaba desde la costa el olor a fuegos artificiales transportado por la marea, el placenteramente desagradable hedor a luces de bengala.

Un millar de cámaras chirrió como grillos moribundos y se detuvieron.

Los vítores duraron, de una forma u otra, hasta el amanecer.


Volvimos al interior y corrimos las cortinas contra la oscuridad anticlimática y abrimos el champán. Miramos las noticias de ultramar. Aparte del retraso francés provocado por la lluvia, todos los lanzamientos habían tenido éxito. Una armada bacteriana se hallaba rumbo a Marte.

—¿Y por qué tienen que lanzarse todos a la vez? —volvió a preguntar Diane.

Jason le dedicó una larga mirada pensativa.

—Porque queremos que lleguen a su destino más o menos al mismo tiempo. Lo que no es tan fácil como suena. Tienen que penetrar la membrana del Spin más o menos simultáneamente, o saldrán separados por años o siglos. No es tan crítico con esas cargas anaeróbicas, pero estamos practicando para cuando realmente importe.

—¿Años o siglos? ¿Cómo es posible?

—Es la naturaleza del Spin, Diane.

—Sí, pero ¿siglos?

Jason se giró en su silla para quedar frente a ella.

—Estoy intentando entender el alcance de tu ignorancia en…

—Sólo es una pregunta, Jase.

—Cuenta un segundo para mí.

—¿Qué?

—Mira tu reloj y cuenta un segundo. No, lo haré yo. Uno… —Hizo una pausa—. Un segundo. ¿Lo has entendido?

—Jason…

—Sígueme la corriente. ¿Entiendes la proporción temporal del Spin?

—Por encima.

—Por encima no es suficiente ni de cerca. Un segundo terrestre equivale a 3,17 años de tiempo del Spin. Recuérdalo. Si uno de nuestros cohetes entra en la membrana del Spin un segundo más tarde que los demás, llega a órbita tres años tarde.

—Sólo porque no sepa recitar números de memoria…

—Son números importantes, Diane. Suponte que nuestra flotilla acaba de emerger de la membrana justo ahora, ahora. —Hizo un gesto con el dedo en el aire—. Un segundo, y ya se han ido. Para la flotilla, eso han sido tres años y pico. Hace un segundo estaban en órbita de la Tierra. Ahora ya han liberado su cargamento en la superficie de Marte. Quiero decir ahora mismo, Diane, literalmente ahora. Ya ha ocurrido, ya está hecho. Así que deja pasar un minuto en tu reloj. Eso han sido aproximadamente ciento noventa años en un reloj exterior.

—Eso es mucho, por supuesto, pero no puedes cambiar todo un planeta en doscientos años, ¿no?

—Ahora ya llevamos doscientos años del Spin con el experimento en marcha. Justo ahora, mientras hablamos, cualquier colonia bacteriana que haya sobrevivido al viaje ha estado reproduciéndose en Marte desde hace dos siglos. Dentro de una hora, llevarán allí once mil cuatrocientos años. Para mañana a esta hora habrán estado multiplicándose durante casi doscientos setenta y cuatro mil años.

—Vale, Jase. Ya pillo la idea.

—A esta hora dentro de una semana, 1,9 millones de años.

—Vale.

—Un mes, 8,3 millones de años.

—Jason…

—Dentro de un año, cien millones de años.

—Sí, pero…

—En la Tierra, cien millones de años apenas es el período de tiempo entre que la vida emergió de los mares y tu último cumpleaños. Cien millones de años es tiempo suficiente para que esos microorganismos hayan bombeado dióxido de carbono sacándolo de los depósitos de carbonatos en la corteza, filtrado nitrógeno a partir de nitratos, eliminado óxidos del regolito y lo hayan enriquecido muriendo a millones. Todo ese C02 liberado es un gas de efecto invernadero. La atmósfera se vuelve más densa y cálida. Dentro de un año enviaremos otra armada de organismos respiradores, y estos empezarán a procesar el C02 para liberar oxígeno. Otro año más, tan pronto como la firma espectroscópica del planeta parezca adecuada, e introduciremos hierbas, plantas u otros organismos complejos. Y cuando todo eso se estabilice en una especie de tosca ecología planetaria homeostática, entonces enviaremos seres humanos. ¿Sabes lo que significa eso?

—Dime —dijo Diane con hosquedad.

—Significa que dentro de cinco años habrá una civilización humana floreciente en Marte. Granjas, fábricas, carreteras, ciudades…

—Hay una palabra griega para eso, Jase.

—Ecopoiesis.

—Pensaba más bien en «hubris».

Sonrió.

—Hay muchísimas cosas que me preocupan. Pero ofender a los dioses no es una de ellas.

—¿Y ofender a los Hipotéticos?

Eso lo detuvo. Se reclinó en su asiento y dio un sorbo al champán, que había perdido parte de su burbujeo, en su copa de hotel.

—No tengo miedo de ofenderlos —dijo al final—. Todo lo contrario. De lo que tengo miedo es de estar haciendo exactamente lo que quieren que hagamos.

Pero no quiso explicarnos más, y Diane estaba ansiosa por cambiar de tema.


Al día siguiente llevé a Diane en coche para que tomara el avión de vuelta a Phoenix.

Durante los últimos días se había hecho evidente que no discutiríamos, mencionaríamos o aludiríamos bajo ninguna forma a la intimidad física que habíamos compartido aquella noche en las Berkshires antes de su matrimonio con Simon. Si lo reconocíamos en forma alguna, era en los laboriosos desvíos que tomábamos para evitarla. Cuando nos abrazamos (castamente) frente al control de seguridad del aeropuerto, Diane me dijo.

—Te llamaré.

Y supe que lo haría. Diane hacía pocas promesas, pero era muy escrupulosa a la hora de cumplirlas. Pero también yo era muy consciente del tiempo que había pasado desde la última vez que la había visto y del tiempo que pasaría antes de que volviera a verla: no tiempo del Spin, pero algo igualmente corrosivo e igual de hambriento. Había arrugas en las comisuras de su boca y ojos, no muy diferentes a las que veía en el espejo todas las mañanas.

Sorprendente, pensé, lo ocupados que estábamos convirtiéndonos en personas que no se conocían bien.


Hubo más lanzamientos durante la primavera y el verano de ese año, equipos de vigilancia que pasaban meses en órbita alta sobre la Tierra y regresaban con imágenes visuales y espectrográficas de Marte: instantáneas de la ecopoiesis.

Los primeros resultados fueron ambiguos: un modesto aumento del C02 atmosférico que pudiera ser un efecto secundario del calentamiento solar. Marte seguía siendo un mundo frío e inhabitable según toda medida plausible. Jason admitió que incluso los OMMG, los organismos marcianos genéticamente modificados que formaban el grueso de la avanzadilla inicial, puede que no se hubieran adaptado bien a la luz ultravioleta sin filtrar del planeta o al regolito repleto de oxidantes.

Pero hacia la mitad del verano estábamos viendo fuertes evidencias espectrográficas de actividad biológica. Había más vapor de agua en una atmósfera más densa, más metano, etano y ozono, e incluso un incremento, diminuto pero detectable, del nitrógeno libre.

Hacia Navidad, esos cambios, aunque seguían siendo sutiles, habían superado dramáticamente lo que se podía achacar al calentamiento solar de forma que ya no había dudas. Marte se había convertido en un planeta vivo.

Las plataformas de lanzamiento fueron preparadas una vez más, nuevos cargamentos de vida microbiana cultivada y empacada. Durante ese año, los Estados Unidos dedicaron un dos por ciento del producto interior a trabajos aeroespaciales relacionados con el Spin. Básicamente, al programa marciano. Y esa proporción fue similar en otros países industrializados.

Jason sufrió una recaída en febrero. Se despertó un día y era incapaz de enfocar los ojos. Su neurólogo le ajustó la medicación y le recetó un parche como solución temporal. Jase se recuperó rápidamente, pero estuvo sin ir a trabajar casi una semana entera.

Diane cumplió su palabra. Empezó a llamarme al menos una vez al mes, normalmente más, a menudo tarde por la noche cuando Simon estaba ya dormido al otro lado de su pequeño apartamento. Vivían en unas pocas habitaciones en lo alto de una tienda de libros de segunda mano en Tempe, lo mejor que se podían permitir con el sueldo de Diane y los ingresos irregulares que Simon traía a casa del Tabernáculo del Jordán. Cuando hacía calor solía oír de fondo el zumbido de un climatizador; en invierno, una radio con el volumen bajo para disimular el sonido de su voz.

La invité a volver a Florida para la siguiente serie de lanzamientos, pero, por supuesto, no podía; estaba ocupada con el trabajo, tenían unos amigos de la iglesia que venían a cenar ese fin de semana. Simon no lo entendería.

—Simon está pasando por una pequeña crisis espiritual. Intenta entender el problema del Mesías…

—¿Hay un problema con el Mesías?

—Deberías leer los periódicos —dijo Diane, posiblemente sobreestimando las veces que esos debates religiosos llegaban a la prensa generalista, al menos en Florida; puede que fuera diferente en el oeste—. El viejo movimiento del NR creía en una parusía sin Cristo. Eso es lo que nos distinguía. —Eso, pensé, y su afición a la desnudez pública—. Los primeros escritores, Ratel y Greengage, veían el Spin como una culminación directa de la profecía bíblica, lo que significa que la profecía en sí se redefinía, era reconfigurada por los acontecimientos históricos. No tenía por qué haber una tribulación literal ni un segundo advenimiento físico de Cristo. Todo eso que aparece en Tesalonicenses, en Corintios o en el Apocalipsis se podía reinterpretar o ignorar, porque el Spin era una verdadera intervención divina en la historia humana, un milagro tangible que revocaba las escrituras. Eso fue lo que nos dio la libertad para crear el Reino en la Tierra. De repente, éramos responsables de nuestro propio quiliasmo.

—No sé si te sigo. —En realidad me había perdido en algún momento alrededor de la palabra parusía.

—Quiero decir, bueno, lo que realmente importa es que el Tabernáculo del Jordán, nuestra pequeña iglesia, ha renunciado oficialmente a toda la doctrina del NR, aunque la mitad de la congregación sean antiguos seguidores del NR como Simon y yo. Así que de repente tenemos todas esas discusiones sobre la tribulación y cómo se ajusta el Spin a las profecías bíblicas. La gente está tomando partido. Bereanos[11] contra progresistas, covenanters contra preteristas. ¿Hay un anticristo, y si es así, dónde está? ¿El Éxtasis ocurre antes de la tribulación, durante o después? Debates de ese estilo. Puede que a ti te suene a tonterías, pero hay gente para la que tiene una importancia suprema, y la gente que está discutiendo es gente por la que nos preocupamos, son nuestros amigos.

—¿Y cuál es tu posición?

—¿ La mía personal? —Se quedó en silencio, y allí estaba de nuevo, el murmullo de la radio detrás de ella, algún presentador con voz narcótica recitando las últimas noticias a los insomnes. Novedades en los tiroteos de Mesa. Con parusía o sin parusía—. Se podría decir que estoy indecisa. No sé qué creer. A veces echo de menos los viejos tiempos. Cuando improvisábamos el paraíso según avanzábamos. Parece como…

Se calló. Ahora había otra voz por encima del murmullo estático de la radio: «¿Diane? ¿Todavía estás levantada?».

—Lo siento —susurró Diane. Simon estaba de patrulla. Hora de cortar nuestra cita telefónica, su acto de infidelidad sin contacto físico—. Te llamaré pronto.

Colgó antes de que pudiera despedirme.


La segunda serie de lanzamientos fue tan impecable como la primera. Los medios de comunicación volvieron a tomar Cañaveral de nuevo, pero esta vez contemplé las salvas en una gran proyección digital en el auditorio de Perihelio, un lanzamiento a plena luz del día que dispersó a las garzas en el cielo sobre Merritt Island como confeti brillante.

Seguido de otro verano de espera. La ESA fue poniendo en órbita una serie de telescopios e interferómetros de última generación y la información recibida fue incluso más clara y diáfana que la del año anterior. Hacia septiembre, todas las oficinas de Perihelio estaban empapeladas con imágenes de alta resolución de nuestro éxito. Hice enmarcar una para la sala de espera de la enfermería. Era una imagen en color generado por ordenador que mostraba al monte Olimpo perfilado por hielo o escarcha y con las cicatrices de los recientes canales de drenaje, niebla que fluía como agua sobre Valles Marineris y capilares verdes que serpenteaban sobre Solis Lacus. Los altiplanos del sur de Terra Sirenum seguían siendo desiertos, pero los cráteres de impacto de la región habían sido erosionados hasta casi desaparecer bajo clima más húmedo y ventoso.

El contenido de oxígeno en la atmósfera aumentó y decayó durante unos cuantos meses según oscilaba la población de organismos aeróbicos, pero hacia diciembre había llegado a una máxima de veinte milibares y se había estabilizado. A partir de una mezcla potencialmente caótica de gases de efecto invernadero en aumento, un ciclo hidrológico inestable y nuevas realimentaciones biogeoquímicas, Marte estaba descubriendo su propio equilibrio.

La cadena de éxitos fue buena para Jason. Permaneció en remisión y estaba feliz, casi terapéuticamente, ocupado. Si había algo que le sentara mal, era su propio auge como el genio icónico de la Fundación Perihelio, o al menos en su celebridad científica, el rostro de los carteles de propaganda para la terraformación de Marte. Eso tenía más que ver con la mano de E. D. que con la de Jason: E. D. sabía que el público quería que Perihelio tuviera un rostro humano, preferiblemente joven, listo pero que no intimidara, y llevaba empujando a Jason para que se pusiera frente a las cámaras desde los días en que Perihelio era un grupo de presión de la industria aeroespacial. Jase lo soportó lo mejor que pudo; explicaba las cosas bien y con paciencia, y era razonablemente fotogénico; pero odiaba el proceso y hubiera preferido marcharse de la habitación antes que verse a sí mismo en la tele.

Ese fue el año de los primeros vuelos PEN no tripulados, que Jase siguió con especial atención. Eran los vehículos que transportarían a los humanos a Marte, y a diferencia de los vehículos sembradores relativamente simples, los PEN eran una tecnología nueva. PEN quería decir «propulsión electronuclear»: reactores nucleares en miniatura que servían de fuente de energía a propulsores iónicos mucho más poderosos que los que habían impulsado a los vehículos sembradores, con potencia suficiente para permitir cargas muchísimo mayores. Pero llevar esos leviatanes a órbita requeriría cohetes tan grandes como jamás había lanzado la NASA, hechos de lo que Jason llamaba «ingeniería heroica», heroicamente cara. El elevado coste previsto había empezado a producir señales de alarma en un Congreso que mayoritariamente aprobaba el proyecto, pero la serie de notables éxitos mantenía la disensión a raya. A Jason le preocupaba que un solo fallo conspicuo pudiera cambiar esa ecuación.

Poco después de año nuevo un vehículo PEN de prueba no hizo su reentrada con el paquete de datos de la prueba y se supuso que había fallado en órbita. Se hicieron discursos acusatorios en Capítol Hill, liderados por una camarilla de fiscales ultraconservadores que representaban a estados que no tenían inversiones significativas en la industria aeroespacial, pero los amigos de E. D. en el Congreso anularon las objeciones y una prueba con éxito a la semana siguiente acabó con la controversia. Sin embargo, según dijo Jason, sólo habíamos esquivado una bala.

Diane había seguido el debate pero lo consideraba trivial.

—De lo que Jase tendría que preocuparse —dijo—, es de lo que significa este asunto de Marte para el mundo. Hasta ahora todo ha sido buena publicidad, ¿no? Todo el mundo está como loco con esto, todos queremos algo que nos reafirme en nuestra creencia sobre… no sé cómo llamarlo… el poderío de la raza humana. Pero la euforia pasará tarde o temprano, y mientras tanto la gente se está acostumbrando muchísimo a convivir con el Spin.

—¿Y eso es malo?

—Si el proyecto marciano fracasa o no consigue los resultados esperados, sí. No sólo porque la gente quedará decepcionada. Han sido testigos de la transformación de todo un planeta… tienen un metro con el que tomarle la medida al Spin. Percibir su desquiciante poder, quiero decir. El Spin no es simplemente un fenómeno abstracto… habéis hecho que la gente mire a la bestia a los ojos, y bien por vosotros, supongo, pero si vuestro proyecto sale mal le robaréis de nuevo a la gente ese valor, y entonces será peor porque han visto al monstruo. Y no os amarán por fracasar, Tyler, porque eso los dejará más asustados de lo que jamás han estado.

Cité el poema de Housman que ella me había enseñado hacía tanto tiempo: El tierno infante no es consciente ¡De que se lo ha comido el oso!.

—El tierno infante empieza a darse cuenta de lo que le pasa —dijo ella—. Quizá sea así como se define la tribulación.

Pudiera ser. Algunas noches, cuando no podía dormir, pensaba en los Hipotéticos, fueran quienes (o lo que) fueran. Sólo había un hecho concreto y obvio acerca de ellos: no eran simplemente capaces de encerrar a la Tierra en esta… membrana extraña, sino que habían estado ahí fuera, enseñoreándose, regulando nuestro planeta y el paso del tiempo… durante casi dos mil millones de años.

Nada remotamente humano podría ser tan paciente.


El neurólogo de Jason me avisó sobre un estudio publicado en el Journal of the American Medical Association ese invierno. Investigadores de la Universidad de Cornell habían descubierto un marcador genético para la EM aguda resistente a tratamiento. El neurólogo, un rechoncho y jovial nativo de Florida llamado David Malmstein, había hecho un análisis del ADN de Jason y había encontrado la secuencia sospechosa. Le pregunté qué significaba.

—Significa que podemos adaptarle la medicación de forma algo más específica para su caso. También significa que jamás podremos darle el tipo de remisión permanente que esperan los pacientes típicos de EM.

—Parece que lleva en remisión la mayor parte de un año. ¿Eso no es a largo plazo?

—Sus síntomas están bajo control, eso es todo. La EMA sigue ardiendo, como un fuego lento en una veta de carbón. Llegará un momento en que no podremos compensarlo.

—El punto de no retorno.

—Se podría decir así.

—¿Durante cuánto tiempo podrá pasar por normal?

Malmstein se calló un instante.

—Sabes —me dijo—, eso mismo me preguntó él.

—¿Y qué le dijiste?

—Que no soy un adivino. Que la EMA es una enfermedad cuya etiología no está bien establecida. Que el cuerpo humano tiene su propio calendario.

—Supongo que no le gustó la respuesta.

—Expresó su desaprobación de manera bastante evidente. Pero es cierto. Podría pasarse toda la próxima década sin manifestar síntomas. O podría estar en silla de ruedas para finales de esta semana.

—¿Y le dijiste eso?

—Una versión más suave, más amable. No quiero verle perder la esperanza. Tiene espíritu de luchador, y eso cuenta mucho. Mi opinión sincera es que estará bien a corto plazo, dos años, cinco, puede que más. Y entonces las apuestas están en su contra. Ojalá tuviera un pronóstico mejor.

No le conté a Jase que había hablado con Malmstein, pero vi la forma en la que en las semanas siguientes redobló su trabajo, acumulando sus éxitos contra el tiempo y la mortalidad, no la del mundo sino la suya.


El ritmo de los lanzamientos, por no mencionar su coste, empezó a aumentar. La última oleada de lanzamientos sembradores (la única que en realidad llevaba semillas de verdad) tuvo lugar en marzo, dos años después de que Jase, Diane y yo hubiéramos visto una docena de cohetes similares que partían de Florida hacia lo que en aquel entonces era un planeta estéril.

El Spin nos había dado el impulso necesario para una ecopoiesis larga. Sin embargo, ahora que habíamos lanzado las semillas de plantas complejas, la sincronización era crucial. Si esperábamos demasiado, Marte podría evolucionar más allá de nuestro alcance: una especie de cereal comestible que hubiera pasado un millón de años evolucionando en estado silvestre puede que no se pareciera a su forma ancestral, puede que no fuera comestible o que fuera directamente venenosa.

Eso significaba que los satélites de vigilancia tendrían que ser lanzados sólo semanas después de la armada de semillas, y los vehículos PEN tripulados, si los resultados parecían prometedores, inmediatamente después.

Recibí otra llamada tardía de Diane la noche siguiente al lanzamiento de los satélites. (Sus paquetes de datos habían sido recuperados a las pocas horas pero estaban todavía de camino al JPL en Pasadena para ser analizados). Sonaba estresada y admitió cuando la interrogué que se había quedado sin trabajo por lo menos hasta junio. Simon y ella tenían problemas para pagar los atrasos del alquiler. No podía pedirle dinero a E. D., y le era imposible hablar con Carol. Estaba reuniendo el coraje para hablar con Jase, pero no le gustaba la humillación implícita.

—¿De cuánto dinero estamos hablando, Diane?

—Tyler, no pretendía…

—Lo sé. Tú no me lo has pedido. Soy yo el que lo ofrece.

—Bueno… este mes, incluso quinientos dólares supondrían una diferencia apreciable.

—Supongo que la fortuna del limpiapipas se secó.

—El fideicomiso de Simon se agotó. Sigue habiendo dinero en la familia, pero ésta no le habla.

—¿No se enfadará si te envío un cheque?

—No le gustará. Pensé en decirle que encontré una vieja póliza de seguro y que la liquidé. Algo así. El tipo de mentira que en realidad no cuenta como pecado. Espero.

—¿Seguís viviendo en la misma dirección de Collier Street? —pregunté.

Era adonde enviaba una tarjeta de Navidad cortésmente neutral todos los años y a cambio de la cual recibía una con escenas genéricas de nieve y firmada con un Simon y Diane Townsend, ¡Que Dios te bendiga!

—Sí —dijo, y luego añadió—: Gracias, Tyler. Muchísimas gracias. Para mí esto es increíblemente mortificante.

—Son tiempos duros para mucha gente.

—¿Tú estás bien, verdad?

—Sí, estoy muy bien.

Le envié seis cheques, cada uno con fecha efectiva para el día quince de cada mes, dinero para medio año, sin saber si eso reforzaría nuestra relación o la envenenaría. O si importaba algo.


Los datos de los satélites revelaron un mundo que seguía siendo más seco que la Tierra pero marcado con lagos como turquesas engastadas en un disco de cobre; un planeta que remolineaba suavemente con bandas de nubes, tormentas que dejaban precipitaciones sobre las laderas a favor del viento de antiguos volcanes y alimentando cauces de ríos y legamosos deltas en las tierras bajas, verdes como el césped de un barrio residencial.

Los enormes propulsores descansaban, llenos de combustible, en sus plataformas y en las instalaciones de lanzamiento y cosmódromos de todo el mundo casi ochocientos seres humanos subieron a las torres para encerrarse en cámaras del tamaño de un armario y enfrentarse a un destino más que incierto. Las arcas PEN en lo alto de esos impulsores contenían (además de los astronautas) embriones de oveja, ganado vacuno, caballos, cerdos y cabras, y los úteros de acero de los que, con suerte, podrían ser decantados; las semillas de diez mil plantas; larvas de abeja y otros insectos útiles; docenas de otras cargas biológicas que puede que sobrevivieran o no al viaje y a los rigores de la regénesis; archivos condensados del conocimiento humano esencial tanto digitales (incluyendo los medios para leerlos) y densamente impresos; y piezas y suministros para construir refugios simples, generadores solares, invernaderos, purificadores de agua y hospitales de campaña elementales. En el mejor de los escenarios posibles, todos esos vehículos expedicionarios humanos llegarían más o menos a las mismas planicies ecuatoriales en un período de varios años dependiendo de su tránsito de la membrana del Spin. En el peor, incluso una única nave, si llegaba razonablemente intacta, podía sostener a su tripulación durante el período de aclimatación.

Una vez más en el auditorio de Perihelio, por tanto, junto a todos los demás que no se habían ido a la costa a ver el acontecimiento en persona. Me senté en primera fila cerca de Jason y estiramos el cuello para contemplar las imágenes de vídeo de la NASA, una espectacular toma de larga duración de las plataformas de lanzamiento marítimas, islas de acero unidas por inmensos puentes ferroviarios, diez gigantescos cohetes de la clase Prometeo (llamados «Prometeo» cuando los manufacturaba Boeing o Lockheed-Martin; los rusos, los chinos y la UE usaban el mismo diseño pero los llamaban y pintaban de otra forma) bañados en la luz de los focos como postes de cerca pintados de blanco en medio del Atlántico azul. Se había sacrificado mucho para aquel momento: tributos y tesoros, costas y arrecifes de coral, carreras y vidas. (Al pie de cada torre de lanzamiento fuera de Cañaveral había una placa grabada con los nombres de los quince obreros de la construcción que habían muerto durante el ensamblaje.) Jason daba golpecitos con el pie en un ritmo violento mientras la cuenta atrás se reducía al último minuto, y me pregunté si no sería un síntoma, pero me pilló mirándole y se inclinó hacia mi oído para decirme.

—Sólo estoy nervioso. ¿Tú no?

Ya habíamos tenido problemas. En todo el mundo, ochenta de esos gigantescos cohetes habían sido construidos y preparados para el lanzamiento sincronizado de esta noche. Pero eran un modelo nuevo, no enteramente desprovisto de fallos. Cuatro habían sido retirados del lanzamiento por problemas técnicos. Tres de ellos iban retrasados en su cuenta atrás, en un lanzamiento supuestamente sincronizado en todo el mundo, por los problemas típicos: tubos de combustible defectuosos, fallos de software. Era inevitable y la planificación de misión lo había tenido en cuenta desde el principio, pero seguía pareciendo ominoso.

Habían ocurrido tantas cosas y tan rápidamente. Lo que transportábamos esta vez no era biología sino historia humana, y la historia humana, en palabras de Jase, ardía como un fuego comparada con la lenta oxidación de la evolución. (Cuando éramos mucho más jóvenes, después del Spin pero antes de que él se marchara de la Gran Casa, Jase solía usar un truco de salón para ilustrar esa idea. «Extiende los brazos a los lados —decía— ponlos rectos», y cuando te tenía en la postura adecuada de crucifixión, decía: «Del dedo índice izquierdo al dedo índice derecho pasan en línea recta por tu corazón, ésa es la historia de la Tierra. ¿Sabes lo que es historia humana? La historia humana es la uña de tu índice derecho. Ni siquiera toda la uña. Sólo la pequeña parte blanca. La parte que te recortas cuando crece demasiado. Eso es el descubrimiento del fuego y la invención de la escritura y Galileo y Newton y el alunizaje y el 11 de septiembre y la semana pasada y esta mañana. Comparados con la evolución somos unos recién nacidos. Comparados con la geología, apenas si existimos»).

Entonces la voz de la NASA anunció: «Ignición», y Jason aspiró aire entre los dientes y apartó algo la vista mientras nueve de diez cohetes, tubos huecos de explosivo líquido más altos que el Empire State, detonaban hacia el cielo contra toda lógica de la gravedad y la inercia, quemando toneladas de combustible para remontar los primeros centímetros y vaporizando agua de mar para enmudecer un estruendo sónico que de otra forma los hubiera sacudido hasta reducirlos a pedazos. Y entonces fue como si hubieran creado escalerillas de vapor y humo y treparan por ellas, su velocidad ahora era claramente visible, penachos de fuego que sobrepasaban las nubes que habían creado. Y ya se habían marchado, como en cualquier otro lanzamiento con éxito: fugaz y vivido como un sueño, y ya se habían marchado.

El último cohete se retrasó por un sensor defectuoso pero fue lanzado diez minutos después. Llegaría a Marte casi mil años después que el resto de la flota, pero eso había sido tenido en cuenta en la planificación y podía ser buena cosa al final, una inyección de tecnología y conocimiento terrestres mucho después de que los libros de papel y los lectores digitales de los colonos originales hubieran desaparecido convertidos en polvo.


Momentos después la imagen de televisión cambió a la Guayana Francesa, el viejo y muy expandido Centre National d’Etudes Spatiales en Kourou, donde uno de los grandes impulsores de la factoría Aerospatiale se había elevado 30 metros y luego había perdido impulso, cayendo de vuelta a su plataforma en un hongo de llamas.

Murieron doce personas, diez a bordo del arca PEN y dos en tierra, pero fue la única tragedia conspicua de toda la secuencia de lanzamiento, y eso probablemente era buena suerte, si lo sumamos todo.


Pero ése no fue el final el ejercicio. Hacia medianoche (y eso me pareció el indicador más claro de la grotesca disparidad entre el tiempo terrestre y el del Spin) la civilización humana en Marte habría fracasado por completo o llevaría progresando desde hacía cien mil años.

Ésa es más o menos la cantidad de tiempo entre la aparición del Homo sapiens como especie diferenciada y ayer por la tarde.

Pasó mientras volvía a mi casa de alquiler en coche desde Perihelio. Era completamente posible que dinastías marcianas enteras aparecieran y cayeran mientras yo esperaba a que cambiaran los semáforos. Pensé en esas vidas, vidas completamente humanas, comprimidas en un período algo menor que un minuto de mi reloj… y me sentí mareado. Vértigo del Spin. O algo más profundo.

Media docena de satélites de vigilancia fueron lanzados esa noche, programados para buscar signos de vida humana en Marte. Sus cargas útiles volvieron en paracaídas a la tierra y fueron recuperadas antes de que amaneciera.


Vi los resultados antes de que se hicieran públicos.

Eso fue una semana después de los lanzamientos de los Prometeos. Jason tenía una cita reservada a las 10.30 en la enfermería, pendiente de los resultados del JPL. No canceló la cita pero apareció una hora más tarde con un sobre marrón en la mano, claramente ansioso por hablar de algo no relacionado con su tratamiento. Le hice pasar rápidamente a la sala de consultas.

—No sé qué decirle a la prensa —dijo—. Acabo de estar en una conferencia telefónica con el director de la ESA y una panda de burócratas chinos. Estamos intentando crear entre todos un borrador de una declaración conjunta, pero tan pronto como los rusos están de acuerdo en una frase, los chinos quieren vetarla y viceversa.

—¿Una declaración sobre qué, Jase?

—Sobre los datos de los satélites.

—¿Tienes los resultados?

De hecho hacía ya tiempo que deberían haber sido hecho públicos. El JPL solía ser más rápido a la hora de compartir sus fotos. Pero por lo que Jason había dicho, supuse que alguien había estado reteniendo los datos. Lo que significa que no eran lo que esperaban. Malas noticias, quizá.

—Mira —dijo Jason.

Abrió el sobre marrón y casó dos fotos telescópicas combinadas por ordenador, una encima de la otra. Ambas eran imágenes de Marte tomadas en órbita de la Tierra tras los lanzamientos de los Prometeos.

La primera fotografía dejaba sin aliento. No era tan clara como la imagen enmarcada que tenía en la sala de espera, ya que en ésta el planeta estaba lejos de su posición más cercana a Tierra; la definición que poseía era todo un testimonio de las modernas tecnologías de procesamiento de imagen. Aparentemente no parecía muy diferente de la foto enmarcada: podía divisar el verde suficiente para saber que la ecología trasplantada seguía intacta y activa.

—Fíjate bien —dijo Jason.

Recorrió con el dedo la sinuosa línea de una depresión con aspecto de río. Había lugares verdes con bordes regulares y bien definidos. Cuanto más me fijaba, más formas de ese estilo veía.

—Agricultura —dijo Jase.

Contuve el aliento y pensé en lo que significaba. Pensé: «Ahora hay dos planetas habitados en el sistema solar». No hipotéticamente, sino de verdad. La foto mostraba lugares donde vivían personas, donde vivían personas en Marte.

Quise mirar más. Pero Jason volvió a meter la foto en el sobre, revelando la que estaba debajo.

—La segunda foto —dijo—, fue tomada veinticuatro horas después.

—No entiendo.

—Se tomó desde la misma cámara en el mismo satélite. Tenemos imágenes paralelas que confirman la validez del resultado. Parecía un fallo en el sistema de procesamiento de imagen hasta que manipulamos el contraste lo suficiente para ver algo de luz estelar.

Pero en la foto no había nada. Unas pocas estrellas, una gruesa nada central en forma de disco.

—¿Qué es?

—Una membrana de Spin —dijo Jason—. Vista desde el exterior. Ahora Marte tiene una.

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