Euforia desesperada

Ocho meses después del discurso de Wun Ngo Wen ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, los tanques de cultivo hiperfrío de Perihelio empezaron a producir cantidades útiles de replicadores marcianos y en Cañaveral y Vandenberg flotas de Delta Sietes se preparaban para liberarlos en órbita. Fue por ese entonces cuando Wun desarrolló el impulso de ver el Gran Cañón. Lo que avivó su interés fue un ejemplar de hacía un año de Arizona Highiways que uno de los empollones de biología se había dejado en sus alojamientos.

Me lo enseñó un par de días después.

—Mira esto —me dijo, casi temblando de excitación, desplegando las páginas de un artículo fotográfico sobre la restauración del Bright Ángel Trail[19]. El río Colorado cortaba la arenisca precámbrica creando estanques verdes. Un turista de Dubái a lomos de una mula—. ¿Has oído hablar de esto, Tyler?

—¿Que si he oído hablar del Gran Cañón? Sí. Casi todo el mundo ha oído hablar de él.

—Es asombroso. Muy hermoso.

—Espectacular, según dicen. Pero ¿Marte no es famoso precisamente por sus cañones?

Sonrió.

—Estás hablando de las Tierras Hundidas. Tu gente lo llamó Valles Marineris cuando lo descubrieron desde órbita hace sesenta años… o cien mil. Partes de esa zona se parecen a esas fotografías de Arizona. Pero nunca he estado allí. Y supongo que nunca estaré. Creo que en su lugar me gustaría ver el Gran Cañón.

—Pues ve entonces. Éste es un país libre.

Wun parpadeó ante la expresión, puede que fuera la primera vez que la oía, y asintió.

—Muy bien, iré. Hablaré con Jason para acordar el transporte. ¿Te gustaría venir?

—¿Cómo, a Arizona?

—¡Sí! ¡Tyler! ¡A Arizona y al Gran Cañón! —Puede que fuera un Cuarto, pero en esos momentos parecía un niño de diez años—. ¿Vendrás conmigo?

—Tengo que pensarlo.

Seguía pensándomelo cuando recibí una llamada de E. D. Lawton.


Desde la elección de Preston Lomax, E. D. Lawton se había vuelto políticamente invisible. Seguía teniendo sus contactos en la industria: podía dar una fiesta y esperar que apareciera gente muy poderosa, pero ya no tenía el nivel de influencia gubernamental del que había disfrutado durante la presidencia de Garland. De hecho, había rumores sobre su supuesto declive mental, que estaba recluido en su residencia de Georgetown y se dedicaba a hacer molestas llamadas telefónicas a sus antiguos aliados políticos. Puede que ése fuera el caso, pero ni Jase ni Diane habían oído nada de él recientemente; y cuando descolgué el teléfono en casa me quedé asombrado al oír su voz.

—Me gustaría hablar contigo —dijo.

Lo que era interesante, viniendo del hombre que había concebido y financiado los actos de espionaje sexual de Molly Seagram. Mi primer impulso, y probablemente el más sensato, fue colgar. Pero como gesto no parecía apropiado.

—Es sobre Jason —añadió.

—Pues hable con Jason.

—No puedo, Tyler. No me escucha.

—¿Y eso le sorprende?

Suspiró.

—Vale, entiendo, estás de su parte, eso está claro. Pero no intento hacerle daño. Ahora mismo estoy en Florida, a veinte minutos por la autopista. Ven al hotel, te invito a una copa y luego puedes decirme que me vaya a tomar por culo a la cara. Por favor, Tyler. A las ocho en punto en el bar de la recepción, el hotel Hilton en la noventa y cinco. Quizá le salves la vida a alguien.

Colgó antes de que pudiera responder.

Llamé a Jason y le conté lo que había ocurrido.

—Guau —dijo, y luego—: Si los rumores son ciertos, E. D. es aún menos agradable como compañía de lo que solía ser. Ten cuidado.

—No tenía planeado acudir a la cita.

—Desde luego que no tienes por qué. Pero… quizá deberías ir.

—Ya he tenido bastante de las intrigas de E. D., gracias.

—Simplemente creo que sería bueno que supiéramos qué le pasa por la cabeza.

—¿Estás diciendo que quieres que vaya a verlo?

—Sólo si te sientes cómodo con la idea.

—¿Cómodo?

—Tú decides, por supuesto.

Así que me metí en mi coche y conduje obedientemente por la autopista, pasando junto a los preparativos para celebrar el Día de la Independencia (el cuatro de julio era al día siguiente) y puestos de vendedores callejeros (sin permisos, preparados para salir pitando en sus baqueteadas furgonetas a la mínima), ensayando en mi mente todos los discursos de vete-al-carajo que alguna vez me había imaginado diciéndole a la cara a E. D. Lawton. Para cuando llegué al Hilton el sol estaba ocultándose detrás de los tejados y el reloj de la recepción marcaba las 8.35.

E. D. estaba en un reservado en el bar, bebiendo con determinación. Parecía sorprendido de verme. Entonces se levantó, me agarró del brazo y me condujo al banco forrado de vinilo frente a él.

—¿Una copa?

—No estaré aquí tanto tiempo.

—Tómate una copa, Tyler. Mejorará tu actitud.

—¿Ha mejorado la suya? Sólo dígame qué es lo que quiere, E. D.

—Sé que alguien está enfadado cuando pronuncia mi nombre como un insulto. ¿Qué es lo que te cabrea tanto? ¿Lo de tu novia y ese doctor? ¿Cómo se llamaba? ¿Malmstein? Mira, Tyler, quiero que sepas que eso no fue cosa mía. Ni siquiera lo aprobé. Tenía gente demasiado entusiasta trabajando para mí. Y hacían cosas en mi nombre que yo no sabía. Para que lo sepas.

—Es una pobre excusa para comportarse como un mierda.

—Supongo que sí. Culpable como el demonio. Me disculpo. ¿Podemos pasar a otra cosa?

Debí marcharme en ese momento. Supongo que la razón por la que me quedé era el aura de ansiedad desesperada que emanaba de él. E. D. todavía era capaz de esa desconsiderada condescendencia que era su marca personal y que tan querido lo había hecho entre su propia familia. Pero ya no tenía la misma seguridad en sí mismo. En el silencio entre estallidos verbales sus manos se movían inquietas. Se acariciaba la barbilla, doblaba y desdoblaba una servilleta, se alisaba el pelo. Este silencio en particular se expandió hasta que llegó a la mitad de su segunda bebida. Que probablemente no era la segunda. La camarera le había atendido con rauda familiaridad.

—Tienes algo de influencia con Jason —dijo al fin.

—Si quiere hablar con Jason, ¿por qué no lo hace directamente?

—Porque no puedo. Por razones obvias.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere que le diga?

E. D. se me quedó mirando fijamente. Luego volvió la vista a su bebida.

—Quiero que le digas que desenchufe el proyecto de los replicadores. Literalmente. Que desconecte la refrigeración. Que lo mate.

Ahora me tocaba a mí poner expresión incrédula.

—Ya sabe lo improbable que es eso.

—No soy estúpido, Tyler.

—Entonces ¿por qué…?

—Es mi hijo.

—¿Y ahora se da cuenta?

—¿Hemos tenido una desavenencia política y de repente ya no es mi hijo? ¿Crees que soy tan superficial que no sé distinguir? ¿Que como no estoy de acuerdo con él entonces ya no lo quiero?

—Todo lo que sé es lo que he visto.

—No has visto nada. —Empezó a decir algo más, pero lo reconsideró—. Jason es un peón de Wun Ngo Wen —dijo—. Quiero que despierte y se dé cuenta de lo que está ocurriendo.

—Usted lo crió para que fuera un peón. Su peón. Simplemente no le gusta ver a otro con ese tipo de influencia sobre él.

—Gilipolleces. Puras gilipolleces. Quiero decir, no, vale, ya que estamos de confesiones, quizá sea verdad, no lo sé, quizá necesitemos algo de terapia familiar, pero ése no es el asunto en realidad. El asunto es que toda persona con poder de este país está enamorada de Wun Ngo Wen y su puto proyecto de replicadores. Por la razón obvia de que es barato y parece plausible ante los votantes. ¿Ya quién le importa si no funciona porque ninguna otra cosa funcionaría, y si nada funciona entonces el fin se acerca y los problemas de todo el mundo parecerán diferentes cuando amanezca el sol rojo? ¿No es así? Lo disfrazan, lo llaman una apuesta o una jugada/pero sólo es un truco de ilusionista con el propósito de distraer a las masas analfabetas.

—Un análisis interesante —dije—, pero…

—¿Estaría hablando contigo si creyera que se trata de un análisis interesante? Haz las preguntas apropiadas, si quieres discutir conmigo.

—Como ¿cuáles?

—Como ¿quién es exactamente Wun Ngo Wen? ¿A quién representa, y qué quiere en realidad? Porque a pesar de lo que digan en la televisión no es Mahatma Ghandi disfrazado de enanito del Mago de Oz. Está aquí porque quiere algo de nosotros. Desde el primer día.

—Lanzar los replicadores.

—Obviamente.

—¿Y eso es un crimen?

—Una pregunta mejor sería: ¿por qué los marcianos no los lanzan ellos mismos?

—Porque no se arrogan el derecho a hablar por todo el sistema solar. Porque un trabajo como ése no se puede emprender unilateralmente.

Hizo una mueca de exasperación.

—Eso son cosas que se dicen para manipular al otro, Tyler. Hablar de unilateralidad y diplomacia es como decir «te amo»… sirve para poder echar un polvo. A menos, por supuesto, que los marcianos sean realmente espíritus angélicos que han descendido de los cielos para librarnos del mal. Cosa que en mi opinión no crees.

Wun lo había negado tantas veces que no podía objetar.

—Quiero decir, mira su tecnología. Esos tipos llevan haciendo biotecnología de alto nivel desde hace mil años. Si querían poblar la galaxia con nanobots ya lo podrían haber hecho hace mucho tiempo. ¿Y por qué no lo han hecho? Descartando la explicación que implica que son muchísimo mejores personas que nosotros, ¿por qué? Obviamente porque tienen miedo a las represalias.

—¿Represalias de los Hipotéticos? No saben nada acerca de los Hipotéticos que nosotros no sepamos.

—O eso dicen. Y eso no significa que no tengan miedo de ellos. En cuanto a nosotros… somos los gilipollas que lanzamos un ataque nuclear contra los artefactos polares no hace demasiado tiempo. Pues sí, la responsabilidad sería nuestra, ¿por qué no? Jesús, Tyler, míralo. Es la clásica encerrona. No podría ser más artera.

—O quizá sea un paranoico.

—¿Lo soy? ¿Quién define paranoia a estas alturas del Spin? Todos estamos paranoicos. Lo único que sabemos es que hay enormes fuerzas malevolentes que controlan nuestras vidas, lo que es bastante parecido a la definición de paranoia.

—Sólo soy un doctor de medicina general —dije—. Pero hay gente muy inteligente que me dice que…

—Estás hablando de Jason, por supuesto. Jason te ha dicho que todo saldrá bien.

—No sólo Jason. Toda la administración Lomax. La mayoría del Congreso.

—Pero todos esos dependen de los consejos de los empollones de ciencias. Y los empollones están hipnotizados por todo esto al igual que Jason. ¿Quieres saber qué es lo que motiva a tu amigo Jason? El miedo. En la situación en que estamos, si él muere en la ignorancia, significa que toda la raza humana muere en la ignorancia. Y eso hace que se cague de miedo, la idea de que toda una especie inteligente puede ser borrada del universo sin entender jamás ni el cómo ni el porqué. Quizá en vez de diagnosticarme paranoia deberías pensar en los delirios de grandeza de Jason. Ha hecho suya la misión de entender el Spin antes de morir. Aparece Wun y le muestra una herramienta que puede utilizar para ese fin y por supuesto que se lo traga: es como darle una caja de cerillas a un pirómano.

—¿De verdad quiere que le cuente todo esto?

—No, yo… —E. D. parecía de repente más taciturno, o quizá fuera el alcohol en su sangre el que hablaba—: Pensé que como a ti te escucha…

—Sabe que no serviría de mucho lo que le dijera.

Cerró los ojos.

—Puede ser. No lo sé. Pero tengo que intentarlo. ¿Lo ves? Por mi conciencia. —Me asombró el que confesara que tenía una—. Déjame ser franco contigo. Me siento como si estuviera contemplando un accidente de ferrocarril a cámara lenta. Las ruedas se han salido de la vía y el conductor no se ha percatado. ¿Y qué puedo hacer? ¿Es demasiado tarde para tirar de la alarma? ¿Demasiado tarde para gritar «¡cuidado!»? Probablemente. Pero es mi hijo, Tyler. El maquinista es mi hijo.

—No corre más peligro que el resto de nosotros.

—Creo que en eso te equivocas. Incluso aunque esto tenga éxito, todo lo que conseguiríamos sería información abstracta. Para Jason eso está muy bien. Pero no es suficiente para el resto del mundo. No conoces a Preston Lomax. Yo sí. Lomax estaría más que dispuesto a adjudicarle un fracaso a Jason y colgarlo por ello. Un montón de gente en el gobierno quiere cerrar Perihelio o que sea entregado a los militares. Y ésos son los mejores escenarios. En el peor, los Hipotéticos se enfadan y desconectan el Spin.

—¿Le preocupa que Lomax cierre Perihelio?

—Yo construí Perihelio. Sí, me preocupa. Pero no estoy aquí por eso.

—Puedo contarle a Jason lo que me ha dicho, pero ¿cree que le hará cambiar de opinión?

—Eh… —Ahora E. D. se dedicó a inspeccionar la superficie de la mesa. Sus ojos se volvieron un poco desenfocados y acuosos—. No. Obviamente no. Pero si quiere hablar… quiero que sepa que puede hacerlo. Si quiere hablar. No cargaré contra él. De verdad. Si quiere hablar.

Era como si hubiera abierto una puerta y su soledad se derramara a borbotones por ella.

Jason suponía que E. D. había venido a Florida como parte de algún plan maquiavélico. Puede que el viejo E. D. lo hubiera hecho. Pero el nuevo E. D. me sorprendió como un hombre envejecido, lleno de remordimientos e impotente para cambiar lo que sucedía a su alrededor, que encontraba sus estrategias en el fondo de una copa y que había venido a la ciudad espoleado por su conciencia culpable.

—¿Ha intentado hablar con Diane? —dije en un tono más amable.

—¿Diane? —Hizo un gesto desdeñoso con la mano—. Diane ha cambiado su número de teléfono. Ya no puedo ponerme en contacto con ella por ahí. De todas formas, está comprometida con esa puñetera secta apocalíptica suya.

—No es una secta, E. D. Es sólo una pequeña iglesia con unas cuantas ideas bastante extrañas. Simon está más comprometido que ella.

—Está paralizada por el Spin. Como el resto de tu puñetera generación. Se lanzó de cabeza a todas esas gilipolleces religiosas cuando apenas acababa de dejar la pubertad. Eso lo recuerdo. Estaba tan deprimida por el Spin. Y de repente empezó a citar a Aquino a la hora de cenar. Quise hablar con Carol acerca de eso. Pero no sirvió para nada, como siempre pasaba con Carol. ¿Así que sabes lo que hice? Organicé un debate. Entre ella y Jason. Se habían pasado los últimos seis meses discutiendo sobre Dios. Así que lo formalicé, como un club de debate universitario, ya sabes, pero el truco estaba en que cada uno tendría que defender la postura opuesta a la que apoyaban: Jason argüiría a favor de la existencia de Dios, y Diane tendría que tomar la antítesis de su punto de vista.

Ninguno de los dos me había mencionado jamás eso. Pero podía imaginarme con qué disgusto habían emprendido la tarea educativa que les había impuesto E. D.

—Quería que se diera cuenta de lo crédula que era. Lo hizo lo mejor que pudo. Creo que quería impresionarme. Repitió básicamente lo que Jason le había estado diciendo durante todo ese tiempo. Pero Jason… —Su orgullo era evidente. Sus ojos brillaban y algo de color había vuelto a su rostro—. Jason estuvo absolutamente brillante. Jason le devolvió cada argumento que ella había usado y más todavía. Y no se limitaba a repetir sus ideas como un loro. Había leído teología, había leído exégesis bíblica. Y sonrió durante todo el debate, como diciendo: mira, me sé estos argumentos de arriba abajo, los conozco tan íntimamente como tú, puedo recitarlos en sueños, y sigo creyendo que son ridículos. Fue absolutamente despiadado. Y hacia el final, Diane lloraba. Se había contenido hasta ese momento, pero al final las lágrimas le caían por la cara.

Me quedé mirándole fijamente.

Se dio cuenta de mi expresión e hizo una mueca.

—Idos al infierno tú y tu superioridad moral. Intentaba enseñarle una lección. Quería que fuera realista, y no uno de esos que se miran el ombligo conmocionados por el Spin. Toda vuestra puta generación…

—¿No le preocupa si está viva o no?

—Por supuesto que sí.

—Nadie ha oído nada de ella últimamente. Y no sólo usted, E. D. Está fuera del alcance de todos. Pensé que podría intentar rastrear su paradero. ¿Cree que es buena idea?

Pero la camarera había llegado con otra bebida y E. D. perdía rápidamente interés en el tema, en mí y en el mundo que le rodeaba.

—Sí, me gustaría saber si está bien. —Se quitó las gafas y se las limpió con una servilleta—. Sí, hazlo, Tyler.

Y así fue como decidí acompañar a Wun Ngo Wen al estado de Arizona.

Viajar con Wun Ngo Wen era como viajar con una estrella del pop o un jefe de Estado: mucha seguridad y poca espontaneidad, un asunto organizado y eficiente. Una sucesión bien cronometrada de pasillos de aeropuertos, vuelos privados y convoyes de autopista que al final nos depositaron al comienzo de la senda de Bright Angel, tres semanas antes de la fecha prevista de los lanzamientos de los replicadores, en un día de julio ardiente como fuegos artificiales y claro como el agua de un arroyo de montaña.

Wun se detuvo allí donde la barandilla de seguridad seguía el borde del cañón. El servicio del parque había cerrado la senda y el centro de visitantes, y tres de sus mejores y más fotogénicos guardas forestales estaban listos para conducir a Wun (y a un contingente de tipos de agencias de seguridad nacional con pistoleras bajo sus chaquetas de excursionista) a una expedición hacia el fondo del cañón, donde acamparían para pasar la noche.

A Wun le habían prometido privacidad una vez que comenzara la caminata, pero en esos momentos era un auténtico circo. Furgones de los medios de comunicación abarrotaban el área de aparcamiento y los paparazzi se estiraban por encima del cordón de seguridad como peregrinos suplicantes; un helicóptero sobrevolaba el borde del cañón grabando todo en vídeo. Pese a todo, Wun estaba contento. Sonreía. Inhalaba a grandes tragos el aire con aroma a pino. El calor era abrumador, especialmente, según hubiera creído, para un marciano, pero no mostraba señales de incomodidad pese al sudor que le relucía sobre la piel arrugada. Llevaba una camisa ligera de color caqui, pantalones a juego y un par de botas de caminata de talla de niño que hacía un par de semanas que iba poniéndose para acostumbrarse a ellas. Dio un largo trago a una cantimplora de aluminio, y entonces me la ofreció.

—Hermano de agua —dijo.

Me reí.

—Quédatela. La necesitarás.

—Tyler, ojalá pudieras hacer la bajada conmigo. Todo esto es… —dijo algo en su lenguaje—. Demasiado cocido para un solo caldero. Demasiada belleza para un solo ser humano.

—Siempre puedes compartirla con los hombres-G.

Le dedicó una mirada torva a la gente de seguridad.

—Desgraciadamente, no puedo. Miran pero no ven.

—¿Eso también es una expresión marciana?

—Bien podría serlo —dijo.

Wun dio su conferencia de prensa y el gobernador de Arizona, que acababa de llegar, dijo unas cuantas palabras amables mientras yo tomaba prestado uno de los vehículos de la comitiva de Perihelio y me dirigía a Phoenix.

Nadie interfirió, nadie me siguió; la prensa no estaba interesada. Puede que fuera el médico personal de Wun Ngo Wen, puede que unos cuantos periodistas me hubiesen reconocido, pero en ausencia de Wun yo no era digno de mención. Ni remotamente. Era una buena sensación. Encendí el aire acondicionado del coche hasta que el interior tuvo la frescura de un otoño canadiense. Quizá se trataba de lo que los medios de comunicación habían empezado a denominar «euforia desesperada», la sensación de estamos-condenados-pero-todo-puede-ocurrir que había empezado a manifestarse por todo el mundo desde que Wun apareció en público. El fin del mundo y marcianos: teniendo en cuenta eso, entonces ¿qué era lo imposible? ¿Qué era simplemente improbable? ¿Y dónde dejaba eso los argumentos tradicionales a favor del portarse bien, ser paciente, virtuoso y no meter bulla?

E. D. había acusado a mi generación de estar paralizada por el Spin, y quizá tenía razón. Llevábamos treinta y pico años siendo los ciervos ante las luces del coche. Ninguno de nosotros había conseguido librarse de esa sensación de vulnerabilidad esencial, esa profunda consciencia personal de que el mundo estaba suspendido sobre nuestras cabezas. Corrompía todo placer y hacía que incluso nuestros mejores y más valientes gestos parecieran apocados intentos.

Pero incluso la parálisis acaba erosionándose. Más allá de la ansiedad yace la temeridad. Más allá de la inmovilidad, la acción.

No necesariamente una acción sabia o bien encaminada, pese a todo. Pasé tres conjuntos de autopistas con signos de advertencia sobre la posibilidad de piratería de carretera. El locutor de la radio local recitaba una lista de carreteras cerradas por «motivos policiales» con tanta indiferencia como si hablara de trabajo de mantenimiento.

Pero llegué sin incidentes al aparcamiento en la parte de atrás del Tabernáculo del Jordán.

El pastor actual del Tabernáculo del Jordán era un hombre joven con el pelo cortado al cero, llamado Bob Kobel, que había aceptado por teléfono encontrarse conmigo. Vino hasta el coche mientras lo estaba cerrando y me escoltó hasta la rectoría para tomar café y donuts y tener una charla seria. Parecía un atleta de instituto con algo de panza, pero todavía poseído por el antiguo espíritu de equipo.

—He pensado en lo que me dijo —me contó—. Comprendo por qué quiere contactar con Diane Lawton. ¿Entiende por qué es un asunto problemático para esta iglesia?

—No, la verdad es que no del todo.

—Gracias por su sinceridad. Déjeme explicárselo, entonces. Me convertí en pastor de esta congregación después de la crisis de la becerra roja, pero era miembro desde hacía muchos años antes. Conozco a la gente a la que busca… Diane y Simon. Una vez los llamé mis amigos.

—¿Y ya no?

—Me gustaría poder decir que seguimos siendo amigos. Pero eso tendrá que preguntárselo usted mismo, señor Dupree. El Tabernáculo del Jordán ha tenido una historia conflictiva para ser una congregación relativamente pequeña. Quizá se deba a que empezamos como una iglesia mestiza, un puñado de dispensacionalistas a la vieja usanza que se reunieron con unos cuantos hippys desilusionados del Nuevo Reino. Lo que teníamos en común era la feroz creencia en la inminencia del fin de los tiempos y un deseo sincero de comunidad cristiana. No era una alianza fácil, como puede imaginar. Habíamos pasado por unas cuantas controversias. Cismas. Gente que se alejaba hacia los márgenes del cristianismo, disputas doctrinarias que, francamente, eran casi incomprensibles para el resto de la congregación. Pero lo que ocurrió con Simon y Diane es que se alinearon con un grupo de postribulacionistas acérrimos que querían reclamar el Tabernáculo del Jordán para sí mismos. Eso dio lugar a unos cuantos enfrentamientos políticos muy difíciles, lo que el mundo secular podría denominar incluso como una lucha por el poder.

¿ Y que perdieron?

—Oh, no. Tuvieron un control firme. Al menos por un tiempo. Radicalizaron el Tabernáculo del Jordán de una forma que a muchos de nosotros nos hacía sentir incómodos. Dan Condón era uno de ellos y fue él el que nos implicó en esa red de chalados que intentaban traer el segundo advenimiento con una vaca roja. Cosa que me sigue pareciendo grotescamente presuntuosa. Como si el Señor de los Ejércitos tuviera que esperar a un programa de cría de ganado antes de reunir a los fieles.


El pastor Kobel dio un sorbo a su café.

—No conozco sus creencias a fondo —dije yo.

—Por teléfono me dijo que Diane lleva tiempo sin ponerse en contacto con su familia.

—Sí.

—Puede que sea por decisión propia. Solía ver a su padre en la televisión. Parece un hombre intimidatorio.

—No estoy aquí para secuestrarla. Sólo quiero asegurarme de que está bien.

Otro sorbo de café. Otra mirada pensativa.

—Me gustaría decirle que está bien. Y probablemente lo esté. Pero después de los escándalos, el grupo entero se marchó a los montes. Y algunos de ellos siguen teniendo invitaciones pendientes para hablar con los investigadores federales. Así que no se aconsejan las visitas.

—Pero ¿no son imposibles?

—No son imposibles si le conocen. No estoy seguro de que reúna las cualificaciones, doctor Dupree. Puedo decirle cómo llegar, pero dudo que le dejen entrar.

—¿Ni aunque usted responda por mí?

El pastor Kobel parpadeó. Parecía que se lo estaba pensando.

Entonces sonrió. Cogió un trozo de papel del escritorio que tenía detrás y escribió unas cuantas líneas de instrucciones para llegar.

—Ésa es una buena idea, doctor Dupree. Dígales que le envía el pastor Bob. Pero tenga cuidado de todos modos.

El pastor Kobel me había dado las instrucciones para llegar al rancho de Dan Condón, que resultó ser una casa de dos pisos en un valle lleno de rastrojos a muchas horas de distancia del pueblo. No era gran cosa como rancho, al menos a mis ojos inexpertos. Había un establo grande, en mal estado comparado con la casa, y unas cuantas reses que pastaban en unas cuantas parcelas de grama.

Tan pronto como frené, un hombre de gran tamaño vestido con un mono de trabajo bajó pesadamente las escaleras del porche, casi noventa kilos todo él, con una barba espesa y expresión de poca alegría. Bajé la ventanilla del coche.

—Propiedad privada, jefe —dijo.

—Estoy aquí para ver a Simon y Diane.

Se me quedó mirando sin decir nada.

—No me esperan. Pero saben quién soy.

—¿Le han invitado? Porque en estos momentos no nos hacen mucha gracia los visitantes.

—El pastor Kobel dijo que no les importaría que viniera.

—Eso dijo, ¿eh?

—Me dijo que les dijera que soy esencialmente inofensivo.

—El pastor, Bob, ¿eh? ¿Tiene alguna identificación?

Le entregué mi documento nacional de identidad, que encerró en su manaza y llevó al interior de la casa.

Esperé. Bajé las ventanillas y dejé que un viento seco susurrara en el interior del coche. El sol ya estaba bajo y hacía que las sombras de las columnas del porche parecieran relojes de sol, y esas sombras se alargaron un poco más antes de que volviera el hombre y me devolviera mi carné y me dijera:

—Simon y Diane le verán. Y lamento el trato de antes. Mi nombre es Sorley. —Salí del coche y le estreché la mano. Me la apretó con ferocidad—. Aaron Sorley. Hermano Aaron para la mayoría de la gente.

Me escoltó a través de la puerta al interior de la casa. En el interior de la casa hacía un calor estival, pero estaba animada. Un niño con una camiseta de algodón pasó corriendo a la altura de nuestras rodillas, riéndose. Atravesamos una cocina en la que dos mujeres parecían colaborar en la preparación de una comida para mucha gente: ollas enormes al fuego y montañas de coles en la tabla de cocina.

—Simon y Diane comparten el dormitorio del fondo, en el piso de arriba, la última puerta a la derecha… puede subir.

Pero no necesitaba un guía. Simon me esperaba en lo alto de las escaleras.

El antiguo heredero de las escobillas parecía un poco demacrado. Lo que no era sorprendente, dado que no lo había vuelta a ver desde el ataque chino o los artefactos polares de hacía veinte años. Él podía estar pensando lo mismo acerca de mí. Su sonrisa seguía siendo notable, enorme y generosa, una sonrisa que Hollywood podría haber explotado si Simon hubiera amado más al dinero que a Dios. No se conformó con un apretón de manos. Me abrazó.

—¡Bienvenido! —dijo—. ¡Tyler! ¡Tyler Dupree! Me disculpo si el hermano Aaron ha sido un poco brusco contigo. No tenemos muchos visitantes, pero descubrirás que nuestra hospitalidad es generosa, al menos una vez que has atravesado la puerta. Te hubiéramos invitado antes si hubiéramos sabido que había posibilidades de que hicieras el viaje hasta aquí.

—Una oportuna coincidencia —dije—. Estoy en Arizona porque…

—Oh, lo sé. Oímos las noticias de vez en cuando. Has venido con el hombre arrugado. Eres su médico.

Me condujo por el pasillo hasta una puerta pintada de color crema, su puerta, la de Simon y Diane; y la abrió.

La habitación estaba amueblada de forma cómoda aunque ligeramente anacrónica: una gran cama en una esquina con un edredón sobre un colchón hinchado, cortinas de tela a cuadros para la ventana, una alfombrilla de algodón trenzado sobre el suelo de planchas de madera. Y una silla junto a la ventana. Y Diane sentada en la silla.


—Me alegro de verte —dijo—. Gracias por dedicarnos tu tiempo. Espero que no te hayamos apartado de tu trabajo.

—No más de lo que yo mismo quería apartarme. ¿Cómo estás?

Simon cruzó la habitación y se puso a su lado. Puso la mano sobre el hombro de Diane y ahí la dejó.

—Los dos estamos bien —dijo ella—. Puede que no seamos prósperos, pero salimos adelante. Supongo que es lo que se puede esperar en estos tiempos. Lamento que no hayamos estado en contacto, Tyler. Después de los problemas que tuvo el Tabernáculo del Jordán es más difícil confiar en el mundo exterior. Supongo que habrás oído algo al respecto.

—Un desastre gigantesco —intervino Simon—. Homeland Security se llevó el ordenador y la fotocopiadora de la rectoría, se lo llevaron y no nos lo devolvieron. Por supuesto no teníamos nada que ver con esas tonterías de la becerra roja. Lo único que hicimos fue repartir unos folletos entre la congregación. Para que ellos decidieran, ya sabes, si era el tipo de cosa en la que querían involucrarse. Eso fue lo que nos hizo acabar siendo entrevistados por el gobierno federal, imagínatelo. Aparentemente eso es un crimen en la América de Preston Lomax.

—Nadie fue arrestado, espero.

—Nadie cercano a nosotros —dijo Simon.

—Pero puso nervioso a todo el mundo —dijo Diane—. Empiezas a pensar en las cosas que usabas sin pensar. Llamadas de teléfono. Cartas.

—Supongo que tienes que ser cuidadoso —dije.

—Muy cuidadoso —dijo Simon.

Diane llevaba un simple traje recto de algodón, atado a la cintura, y un pañuelo a cuadros rojos y blancos en la cabeza que parecía un hiyab para estar en casa. Nada de maquillaje, pero tampoco lo necesitaba. Vestir a Diane con ropas sin elegancia era tan fútil como intentar esconder una linterna bajo un sombrero de paja.

Me di cuenta de lo hambriento que había estado de ver su imagen. Qué insensatamente hambriento. Me avergoncé del placer que sentía en su presencia. Durante dos décadas habíamos sido poco más que conocidos. Dos personas que una vez se conocieron bien. No tenía derecho a sentir esa aceleración de mi pulso, la sensación de velocidad ingrávida que me provocaba ella simplemente al estar sentada en aquella silla de madera y apartando la mirada, sonrojándose ligeramente cuando nuestros ojos se encontraron.

Era irreal e injusto… injusto para alguien, puede que para mí, probablemente para ella. No debía haber ido a ese lugar.

—¿Y cómo estás tul Sigues trabajando con Jason, según creo. Espero que esté bien.

—Está perfectamente. Te envía su amor.

Ella sonrió.

—Lo dudo. Eso no parece propio de Jason.

—Ha cambiado.

—¿De verdad?

—Se ha hablado mucho de Jason —dijo Simon, todavía agarrado a su hombro, su mano callosa y oscura sobre la blancura del algodón—. Sobre Jason y ese hombre arrugado, el supuesto marciano.

—De supuesto nada —dije—. Nació y se crió allí.

Simon parpadeó.

—Si tú lo dices entonces debe ser verdad. Pero como he dicho, se ha hablado mucho. La gente sabe que el Anticristo camina entre nosotros, y eso es una certeza, y que puede que sea un hombre famoso, esperando a su oportunidad, planeando su guerra fútil. Así que las figuras públicas reciben un montón de escrutinio por aquí. No estoy diciendo que Wun Ngo Wen sea el Anticristo, pero no estaría solo si hiciera esa afirmación. ¿Estás cerca de él?

—Hablo con él de vez en cuando. No creo que sea lo suficientemente ambicioso para ser el Anticristo. —Aunque E. D. Lawton no hubiera estado de acuerdo con esa afirmación.

—Ése es el tipo de cosas que nos hace andar con cautela —dijo Simon—. Por eso ha sido un problema para Diane el permanecer en contacto con su familia.

—¿Porque Wun Ngo Wen puede ser el Anticristo?

—Porque no queremos atraer la atención de gente poderosa, ahora que estamos tan cerca del fin de los tiempos.

No supe qué decir a eso.

—Tyler ha hecho un largo viaje en coche —dijo Diane—. Probablemente esté sediento.

La sonrisa de Simon volvió a reaparecer.

—¿Te gustaría beber algo antes de cenar? Tenemos montones de refrescos. ¿Te gusta el Mountain Dew?

—Sí, perfecto.

Salió de la habitación. Diane esperó hasta que oímos sus pisadas en las escaleras. Entonces inclinó la cabeza a un lado y me miró de forma más directa.

—Has recorrido mucha distancia.

—No había otra manera de ponerme en contacto.

—Pero no tenías que hacerlo. Estoy sana y soy feliz. Puedes contárselo a Jase. Y a Carol, incluso. Y a E. D., si le importa. No necesitaba una visita de control.

—No se trata de eso.

—Entonces, ¿sólo te has pasado a saludar?

—La verdad es que sí, algo así.

—No nos hemos metido en una secta. No me coaccionan.

—Ni tampoco he dicho eso, Diane.

—Pero lo has pensado, ¿verdad?

—Me alegro de que estés bien.

Giró la cabeza y la luz del sol poniente se reflejó en sus ojos.

—Lo siento, sólo estoy un poco sorprendida. Verte así de repente. Y me alegro de que a ti también te vaya bien en el este. Porque te va bien, ¿no?

Sentí un impulso temerario.

—No —dije—. Estoy paralizado. O al menos eso es lo que piensa tu padre. Dice que toda nuestra generación está paralizada por el Spin. Todos seguimos en el mismo momento en que desaparecieron las estrellas. Nunca hemos hecho las paces con eso.

—¿Y crees que es verdad?

—Más de lo que nos gustaría admitir a cualquiera de nosotros. —Estaba diciendo cosas que no tenía planeadas. Pero Simon volvería en cualquier instante con su lata de Mountain Dew y su sonrisa adamantina y la oportunidad se perdería, probablemente para siempre—. Te miro —dije—, y sigo viendo a la chica sentada en el césped fuera de la Gran Casa. Así que, sí, puede que E. D. tenga razón. Veinticinco años robados. Han pasado muy rápidos.

Diane lo aceptó en silencio. Una brisa cálida agitó las cortinas y la habitación se volvió más oscura. Entonces dijo:

—Cierra la puerta.

—¿Eso no parecería raro?

—Cierra la puerta, Tyler. No quiero que me oigan.

Así que cerré la puerta, ella se levantó, vino hasta mí y me cogió de las manos. Sus manos eran frescas.

—Estamos demasiado cerca del fin del mundo para mentirnos el uno al otro. Lamento haber dejado de llamarte, pero hay cuatro familias compartiendo esta casa y un solo teléfono, así que es muy evidente quién está hablando con quién.

—Simon no lo permitiría.

—Por el contrario, Simon lo habría aceptado. Simon acepta la mayoría de mis hábitos e idiosincrasias. Pero no quiero mentirle. No quiero llevar esa carga. Pero admito que echo de menos esas llamadas, Tyler. Esas llamadas eran salvavidas. Cuando no tenía dinero, cuando la iglesia se dividía, cuando me encontraba sola por ninguna razón aceptable… el sonido de tu voz era como una transfusión.

—Entonces, ¿por qué dejar de hacerlas?

—Porque eran un acto de deslealtad. Entonces. Y ahora. —Sacudió la cabeza como si intentara comunicar una idea difícil de expresar pero importante—. Sé lo que quieres decir con lo del Spin. Yo también pienso en ello. A veces finjo que hay un mundo en el que el Spin no ocurrió y en el que nuestras vidas fueron diferentes. Nuestras vidas, la tuya y la mía. —Inhaló temblorosamente y se sonrojó intensamente—. Y si no podía vivir en ese mundo, pensé que al menos podía visitarlo cada dos semanas, llamarte y ser viejos amigos que hablan de otras cosas aparte del fin del mundo.

—¿Y eso te parece desleal?

Es desleal. Me entregué a Simon. Simon es mi marido a los ojos de Dios y de la ley. Aunque no fuera una elección sabia, sigue siendo mi elección, y puede que no sea el tipo de cristiana que debería ser, pero entiendo conceptos como el deber y la perseverancia, y el permanecer junto a alguien aunque…

—¿Aunque qué, Diane?

—Aunque duela. No creo que ninguno de los dos necesite examinar con más detenimiento las vidas que podríamos haber tenido.

—No he venido aquí para hacerte infeliz.

—No, pero estás teniendo ese efecto.

—Entonces no me quedaré.

—Te quedarás para la cena, es lo educado. —Puso las manos a los lados y se quedó mirando al suelo—. Déjame decirte algo mientras aún tenemos algo de intimidad. Si te sirve de consuelo, no comparto todas las convicciones de Simon. No puedo decir con sinceridad que creo que el mundo terminará y que los creyentes ascenderán a los cielos. Que Dios me perdone, pero no me parece plausible. Pero sí que creo que el mundo se acabará. Se está acabando. Lleva acabándose durante todas nuestras vidas. Y…

—Diane —dije.

—No, déjame terminar. Creo que el mundo se acabará. Creo en lo que Jason me contó hace tantos años, que un día el sol saldrá hinchado e infernal y que a las pocas horas o días nuestro tiempo sobre la Tierra se habrá terminado. No quiero estar sola en ese día…

—Nadie quiere estar solo en ese día. —Excepto quizá Molly Seagram, pensé. Molly oyendo On the Beach con su frasco de píldoras para el suicidio. Molly y todos los demás como ella.

—Y no estaré sola. Estaré con Simon. Lo que te estoy confesando, Tyler… lo que quiero que se me perdone… es que cuando imagino ese día no es forzosamente a Simon a quien veo a mi lado.

La puerta se abrió de golpe. Simon. Con las manos vacías.

—Resulta que la cena ya está lista —dijo—. Junto con una gran jarra de té helado para los viajeros sedientos. Ven y cena con nosotros. Hay de sobra para todos.

—Gracias —dije—. Me encantará.


Los ocho adultos que compartían la casa eran los Sorley, Dan Condon y su esposa, los McIsaacs y Simon y Diane. Los Sorleys tenían tres niños y los McIsaacs cinco, así que éramos diecisiete personas alrededor de una gran mesa de caballetes en la habitación junto a la cocina. El resultado era un estrépito agradable que duró hasta que el «tío Dan» anunció la bendición de la comida, momento en el que todas las manos se entrelazaron y todas las cabezas se inclinaron.

Dan Condón era el macho alfa del grupo. Era alto y casi sepulcral, de barba negra, feo de una manera casi lincolnesca, y al bendecir la mesa nos recordó que alimentar a un extraño era un acto virtuoso, aunque susodicho extraño hubiera llegado sin invitación, amén.

Por la forma en que fluyó la conversación deduje que el hermano Aaron Sorley era el segundo al mando y probablemente el encargado de imponer el orden en caso de disputas. Tanto Teddy McIsaac como Simon trataban con deferencia a Sorley pero miraban a Condón para el veredicto definitivo. ¿La sopa estaba demasiado salada? «Lo justo», decía Condón. ¿Tiempo cálido en los últimos días? «Nada raro por estos pagos», declaró Condón.

Las mujeres rara vez hablaban y la mayor parte del tiempo mantenían los ojos fijos en sus platos. La esposa de Condón era una mujer pequeña y rechoncha de expresión mustia. La de Sorley era casi tan grande como él y sonreía ostensiblemente cuando alguien le dedicaba un cumplido a la comida. La esposa de Mclsaac apenas parecía tener dieciocho años comparados con los taciturnos cuarenta y tantos de él. Ninguna de las mujeres me habló directamente, ni me fueron presentadas por su nombre. Diane era un diamante entre esas circonitas, algo que saltaba a la vista, y quizá eso explicaba su comportamiento cauto.

Todas las familias eran refugiados del Tabernáculo del Jordán. No eran los feligreses más radicales, según explicó el tío Dan, a diferencia de aquellos dispensacionalistas de ojos enloquecidos que habían huido a Saskatchewan el año pasado, pero tampoco eran tibios en su fe, como el pastor Bob Kobel y su rebaño de conformistas. Las familias se habían mudado al rancho (de Condón) para separarse unos cuantos kilómetros de las tentaciones de la ciudad y esperar la llamada final inmersos en paz monástica. Hasta ese momento, según dijo, el plan había tenido éxito.

El resto de la charla trató de un camión cuya batería estaba mal, un trabajo de reparación del techo, y una inminente crisis de tanque séptico. Me sentí tan aliviado cuando terminó la comida como los niños que había en la mesa; Condón le dirigió una mirada feroz a una de las niñas de los Sorley que había suspirado demasiado audiblemente.

Una vez que se retiraron los platos (trabajo de mujeres en el rancho de Condón), Simon anunció que tenía que marcharme.

—¿Estará seguro en la carretera, doctor Dupree? Hay asaltos casi todas las noches en estos tiempos.

—Mantendré las ventanillas subidas y el pie en el acelerador.

—Probablemente sea lo más sabio.

—Si no te importa, Tyler —dijo Simon—, iré contigo en el coche hasta la cerca. Me gusta el paseo de regreso, en las noches cálidas como ésta, incluso teniendo que llevar linterna.

Dije que sí.

Entonces todo el mundo se puso en fila para una despedida cordial. Los niños se retorcieron hasta que les estreché la mano y pudieron irse. Cuando le llegó el turno a Diane, asintió pero bajo la mirada, y cuando le ofrecí mi mano la tomó sin mirarme.

Simon recorrió conmigo cuatrocientos metros subiendo por una ladera desde el rancho, inquieto como un hombre con algo que decir pero manteniendo la boca cerrada. No le dije nada. El aire nocturno era fragante y relativamente fresco. Detuve el coche donde me indicó, en la cima de una colina junto a una cerca rota y un arbusto de ocotillo.

—Gracias por el transporte —me dijo.

—¿Hay algo que querías decirme? —pregunté.

Se aclaró la garganta.

—Sabes —dijo al fin, con una voz que apenas si era más alta que el viento—, amo a Diane tanto como amo a Dios. Admito que parece blasfemo. Me lo ha parecido desde hace mucho tiempo. Pero creo que Dios la puso en la Tierra para que fuera mi esposa, que ése es su propósito de existir. Así que últimamente pienso en que son dos caras de la misma moneda. Amarla es mi forma de amar a Dios. ¿Crees que es posible, Tyler Dupree?

No esperó a mi respuesta, sino que cerró la puerta y encendió su linterna, y lo observé en el espejo retrovisor mientras descendía la ladera hacia la oscuridad y el chirrido de los grillos.

No me tropecé con bandidos o piratas esa noche.

La ausencia de estrellas o de la luna había convertido la noche en un lugar mucho más oscuro y peligroso desde los primeros años del Spin. Los criminales habían creado sofisticadas estrategias para las emboscadas rurales. Conducir de noche aumentaba drásticamente las probabilidades de que me robaran o asesinaran.

El tráfico fue escaso durante el viaje de regreso a Phoenix, en su mayoría camioneros haciendo transporte interestatal de mercancías a bordo de enormes traileres bien defendidos. La mayor parte del tiempo estuve solo en la carretera, tallando una cuña brillante en la noche y escuchando el rechinar de los neumáticos y el viento. Si hay un sonido más solitario que ése, no sé cuál es. Supongo que por eso ponen radios en los coches.

Pero no hubo ladrones ni asesinos en la carretera.

No esa noche.


Así que me quedé a pasar la noche en un hotel a las afueras de Flagstaff y alcancé a Wun Ngo Wen y su comitiva de seguridad en la sala VIP de espera del aeropuerto a la mañana siguiente.

Wun estuvo de ánimo hablador durante el vuelo de vuelta a Orlando. Había estado estudiando la geología del desierto del suroeste y estaba particularmente complacido por una roca que había comprado en una barraca de recuerdos de camino a Phoenix, obligando a todo el desfile a detenerse y esperar mientras rebuscaba en el interior de un cubo de fósiles. Me enseñó su trofeo, una concavidad espiral caliza en un guijarro recogido en la senda Bright Ángel de dos centímetros y medio de lado. La huella de un trilobite, dijo, muerto hacía diez millones de años, recuperado de los eriales rocosos y arenosos que sobrevolábamos, y que una vez fueron el lecho de un antiquísimo mar.

Nunca antes había visto un fósil. No había fósiles en Marte, dijo. No había fósiles en ningún lado del sistema solar excepto aquí, en la antigua Tierra.


Cuando llegamos a Orlando nos metieron en el asiento de atrás de otro coche en otro convoy, éste con destino al complejo de Perihelio.

Salimos al ocaso tras un barrido del perímetro que nos retuvo durante una hora o así. Una vez que llegamos a la autopista, Wun se disculpó por bostezar:

—No estoy acostumbrado a tanto ejercicio físico.

—Te he visto en la cinta de correr de Perihelio. Estás en buena forma.

—Una cinta no es un cañón.

—No, supongo que no.

—Estoy dolorido pero no lo lamento. Fue una expedición maravillosa. Espero que tú también pasaras tu tiempo de forma igualmente feliz.

Le dije que había localizado a Diane y que estaba bien.

—Eso está bien. Lamento no haber podido conocerla. Si se parece en algo a su hermano, debe de ser una persona notable.

—Lo es.

—¿Pero la visita no fue lo que esperabas?

—Quizá esperaba algo equivocado. —Quizá llevaba demasiado tiempo esperando lo equivocado.

—Bueno —dijo Wun, bostezando, ojos semicerrados—, la cuestión… como siempre, la cuestión es cómo mirar al sol sin quedar ciego.

Quise preguntarle qué quería decir con eso, pero su cabeza había caído sobre la tapicería del asiento y parecía más amable dejarle dormir.

Había cinco coches en nuestro convoy, más un transporte de tropas con un pequeño destacamento de soldados en caso de que hubiera problemas.

El transporte de tropas era un vehículo cuadrado del tamaño aproximado de los furgones blindados que se usaban para enviar dinero a y desde los bancos regionales y que fácilmente podía confundirse con uno.

De hecho, un convoy de la Compañía Brink’s de seguridad estaba a diez minutos por delante de nosotros hasta que salió de la autopista en dirección a Palm Beach. Los oteadores de las bandas, emplazados en la carretera después de todas las intersecciones principales y conectados por teléfono, nos confundieron con el envío de la Compañía Brink’s y nos convertimos en el objetivo de una banda de asaltantes de autopista que nos esperaban más adelante.

Los asaltantes eran criminales sofisticados que ya habían dispuesto minas de superficie en un tramo de carretera que bordeaba una reserva natural pantanosa. También llevaban armas automáticas y un par de lanzacohetes, y el convoy de la Compañía Brink’s no hubiera sido rival para ellos: cinco minutos después del primer impacto los asaltantes ya estarían bien internados en el interior del pantano repartiéndose los despojos. Pero sus oteadores cometieron un error crítico. Atacar un envío de un banco es una cosa; atacar cinco vehículos de alta seguridad y un transporte lleno de personal militar altamente entrenado es algo completamente diferente.

Estaba mirando por la ventanilla de cristales tintados, contemplando el agua verdosa y los cipreses calvos que pasaban a nuestro lado cuando las luces de la autopista se apagaron.

Un pirata había cortado los cables eléctricos enterrados. De repente la oscuridad fue verdaderamente oscura, un muro sólido más allá de la ventanilla, nada me devolvía la mirada excepto mi propio reflejo sorprendido.

—Wun… —dije.

Pero seguía durmiendo, su cara arrugada inexpresiva como una huella digital.

Entonces el coche que iba en cabeza hizo estallar la mina.

La onda de choque sacudió nuestro vehículo reforzado como un puño de acero. Los vehículos del convoy estaban espaciados prudentemente, pero estábamos lo suficientemente cerca para ver al coche de cabeza alzarse en una bola de llamas y volver a caer ardiendo sobre el asfalto, con los neumáticos reventados.

Nuestro conductor dio un viraje y, probablemente en contra de todo lo que le habían enseñado, disminuyó la velocidad. La carretera estaba bloqueada más adelante. Y entonces hubo una segunda explosión en la cola del convoy, otra mina, proyectando trozos de asfalto contra el terreno húmedo y encajonándonos con despiadada eficiencia.

Wun ya estaba despierto, sorprendido y aterrorizado. Tenía los ojos grandes como lunas y casi tan brillantes.

Se oyó el repiqueteo de armas de fuego a poca distancia. Me agaché y tiré de Wun para tumbarlo a mi lado, ambos enroscados alrededor de nuestros cinturones de seguridad y manipulando frenéticamente las hebillas. El conductor detuvo el coche, sacó un arma de algún lugar bajo el salpicadero y abrió la puerta.

Al mismo tiempo una docena de hombres salieron del transporte y empezaron a disparar contra la oscuridad, intentando establecer un perímetro. Los agentes de seguridad de paisano de otros vehículos empezaron a converger en nuestro coche, intentado proteger a Wun, pero los disparos los inmovilizaron antes de llegar a nosotros.

La rápida respuesta debió poner nerviosos a los piratas de carretera. Abrieron fuego con armas pesadas. Uno de ellos disparó lo que más tarde supe que era un lanzacohetes. Todo lo que supe entonces es que me había quedado repentinamente sordo, que el coche rotaba sobre un eje complejo y que el aire estaba lleno de humo y vidrios.

Entonces, misteriosamente, me encontré con la mitad del cuerpo asomando por la puerta trasera, con la cara aplastada contra el suelo y el sabor de la sangre en la boca; Wun estaba cerca, a un metro delante de mí, tumbado de costado. Una de sus botas, las botas de talla infantil que había comprado para el Cañón, ardía.

Grité su nombre. Se removió débilmente. Las balas empezaron a golpear la ruina del coche a nuestras espaldas, abriendo cráteres en el acero. Tenía la pierna izquierda insensible. Me arrastré más cerca de Wun y usé un trozo de tapicería desgarrado para envolver el zapato ardiente. Wun gimió y alzó la cabeza.

Los nuestros devolvieron el fuego, las balas trazadoras creaban franjas luminosas hacia el pantano que bordeaba la carretera por ambos lados.

Wun arqueó la espalda y se puso de rodillas. No parecía saber dónde estaba. Sangraba por la nariz. Tenía la frente despellejada.

—No te levantes —grazné.

Pero siguió intentando ponerse en pie, la bota quemada estaba hecha jirones y apestaba.

—Por amor de Dios —dije. Alargué la mano pero él se escabulló—. Por amor de Dios, ¡no te levantes!

Pero al final lo consiguió, se estabilizó y se incorporó, temblando, silueteado contra el amasijo de metal ardiente. Bajó la vista y me reconoció.

—Tyler —dijo—. ¿Qué ha ocurrido?

Y entonces las balas lo alcanzaron.

Había muchísima gente que odiaba a Wun Ngo Wen. Desconfiaban de sus motivaciones, como E. D. Lawton, o lo odiaban por razones más complejas y menos defendibles: porque creían que era un enemigo de Dios; porque resultaba que su piel era negra; porque era una prueba de la teoría de la evolución; porque era la prueba física del Spin y las inquietantes verdades sobre la edad del universo exterior.

Muchas de esas personas habían susurrado cosas sobre matarlo. Docenas de amenazas interceptadas estaban registradas en los archivos de Homeland Security.

Pero no lo mató una conspiración. Lo que lo mató fue una combinación de avaricia, confusión y temeridad engendrada por el Spin.

Fue una muerte embarazosamente terrestre.

El cuerpo de Wun fue incinerado (tras una autopsia y extracción de muestras a gran escala) y se le dio un funeral de Estado con todos los honores. Su servicio funerario se celebró en la catedral nacional de Washington y asistieron dignatarios de todo el planeta. El presidente Lomax dio un largo panegírico.

Se habló de enviar sus cenizas a órbita, pero al final no se hizo nada. Según dijo Jason, la urna se guardó en el sótano de la Institución Smithsoniana a la espera de su destino final.

Probablemente sigue allí.

Загрузка...