Bajo la piel

Aprendí muchísimas cosas sobre Perihelio de mis pacientes: de los científicos, a los que les gustaba hablar más que los administradores, que en general eran más taciturnos; pero también de las familias del personal que habían empezado a abandonar sus cada vez peores seguros privados médicos a favor de la clínica de la empresa. Repentinamente me encontré dirigiendo una consulta de medicina familiar completa, y la mayoría de mis pacientes eran gente que había contemplado profundamente la realidad del Spin y se enfrentaban a ella con valentía y aplomo.

—El cinismo se queda en la puerta de entrada —me dijo una vez un programador de misión—. Sabemos que lo que hacemos es importante.

Eso era admirable. También era contagioso. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a considerarme uno de ellos, parte de la obra encaminada a extender la influencia humana en el embravecido torrente del tiempo extraterreno.

Algunos fines de semana iba en coche por la costa hasta Kennedy para contemplar los despegues de cohetes, Atlas y Deltas modernizados que se alzaban rugiendo hacia los cielos desde un bosque de plataformas de lanzamiento recientemente construidas; y de vez en cuando, a finales de otoño, principios de invierno, Jase dejaba a un lado su trabajo y venía conmigo. Las cargas eran simples VRA, artefactos de reconocimiento preprogramados, torpes ventanas hacia las estrellas. Sus módulos de recuperación descenderían (exceptuando fallos de la misión) sobre el océano Atlántico o las planicies de sal del desierto occidental, trayendo noticias sobre el mundo de más allá del mundo.

Me gustaba la grandeza de los lanzamientos. Lo que fascinaba a Jase, según admitió, era la desconexión relativista que representaban. Las sondas podían pasar semanas o incluso meses fuera de la barrera del Spin, midiendo la distancia a la luna que se alejaba o el volumen del sol en expansión, pero caerían a la Tierra (en nuestro marco de referencia) esa misma tarde, botellas encantadas llenas de más tiempo del que en realidad podrían contener.

Y cuando ese vino se decantara, inevitablemente, los rumores recorrerían las salas de Perihelio: la radiación gamma sube, lo que indicaba algún suceso violento en las cercanías de nuestro vecindario estelar; nuevas franjas en Júpiter según el sol inyectaba más calor en su superficie; un nuevo y enorme cráter en la luna, que ya no mantenía su cara alineada con la Tierra, sino que volvía su lado oscuro hacia nosotros en lenta rotación.

Una mañana de diciembre Jason me llevó a un hangar de ingeniería al otro lado del complejo donde habían instalado un modelo a escala real del vehículo de carga marciano. Ocupaba una plataforma de aluminio en un rincón del gran recinto compartimentado donde, a nuestro alrededor, otros prototipos estaban siendo ensamblados o modificados por hombres y mujeres con monos blancos aislantes para someterlos a pruebas. El artefacto era desoladoramente pequeño, pensé, una caja negra rugosa del tamaño de una caseta para perro con una tobera en un extremo, de aspecto descolorido bajo las despiadadas luces del alto techo. Pero Jason me lo enseñó con el orgullo de un padre.

—Básicamente —dijo—, tiene tres partes: el propulsor iónico y la masa de reacción, los sistemas de navegación internos y la carga. La mayor parte de la masa es el motor. No tiene comunicaciones: no puede hablar con la Tierra y tampoco necesita hacerlo. Los programas de navegación tienen múltiple redundancia pero el hardware en sí no es mayor que un teléfono móvil, alimentado por paneles solares.

Los paneles no estaban montados, pero había una imagen artística del vehículo completamente ensamblado sujeta con chinchetas a una pared, la caseta transformada en una libélula picasiana.

—No parece lo suficientemente potente para llegar a Marte.

—La potencia no es el problema. Los propulsores iónicos son lentos pero empecinados. Que es exactamente lo que queremos: tecnología simple, durable y resistente. La parte complicada es el sistema de navegación, que debe ser listo y autónomo. Cuando un objeto atraviesa la barrera del Spin coge lo que algunos llaman «velocidad temporal», que es una descripción idiota, pero que transmite la idea. El vehículo de lanzamiento se acelera y se calienta, no en sí mismo, sino con relación a nosotros, y el diferencial es extremadamente grande. Incluso un minúsculo cambio de velocidad o trayectoria durante el lanzamiento, algo tan pequeño como una ráfaga de viento o un cambio infinitesimal en la alimentación de combustible del cohete, hacen imposible predecir no cómo, sino cuándo emergerá el vehículo al espacio exterior.

—¿Y por qué importa tanto?

—Importa porque Marte y la Tierra están en órbitas elípticas, dando vueltas alrededor del sol a diferentes velocidades. No hay forma fiable de calcular las posiciones relativas de los planetas en el momento en que los vehículos llegan a órbita. En esencia, la máquina tiene que encontrar Marte por sus propios medios en medio de un espacio abarrotado y trazar su propia trayectoria. Así que necesitamos software flexible e inteligente y un impulsor resistente y duro. Afortunadamente, tenemos ambas cosas. Es una máquina encantadora, Tyler. Por fuera no es gran cosa, pero bajo su piel es bonita. Tarde o temprano, dejada a sus propios medios y exceptuando un desastre, hará aquello para lo que ha sido diseñada, entrar en órbita alrededor de Marte.

—¿Y entonces?

Jase sonrió.

—El meollo del asunto. Mira.

Tiró de una serie de falsos pernos del modelo y abrió un panel en el extremo delantero, revelando una cámara apantallada dividida en espacios hexagonales. En cada uno de los espacios había un óvalo romo y negro. Un nido de huevos de ébano. Jason retiró uno de su lugar. El objeto era tan pequeño que podía sostenerlo con una sola mano.

—Parece un dardo para niños preñado —dije.

—Es algo más sofisticado que un dardo. Los dispersamos por la atmósfera marciana. Cuando llegan a una cierta altitud, sacan aletas y recorren el resto del camino girando, perdiendo calor y velocidad. Donde los tiras, sean los polos o el ecuador, depende de la carga de cada vehículo en particular, si se buscan depósitos semilíquidos de salmuera bajo la superficie o hielo puro, pero el proceso es el mismo. Piensa en ellos como dardos hipodérmicos que inoculan vida al planeta.

Esta «vida», según entendía, consistiría en microbios de diseño cuyo material genético provenía de bacterias descubiertas en el interior de las rocas de los secos valles de la Antártida, de anaerobios capaces de sobrevivir en las tuberías de agua de los reactores nucleares, de unicelulares recuperados del légamo del mar de Barents. Esos organismos funcionarían principalmente como acondicionadores del suelo, diseñados para medrar según el envejecido sol calentaba la superficie marciana y liberaba el vapor de agua atrapado y otros gases. Luego vendrían las cepas hipermodificadas de algas verdeazuladas, fotosintetizadores simples, y al final formas de vida más complejas capaces de aprovechar el entorno que los lanzamientos iniciales habrían ayudado a crear. Marte siempre sería, como mucho, un desierto: toda su agua liberada puede que no creara más que unos pocos lagos poco profundos, salados e inestables… pero puede que fuera suficiente. Suficiente para crear un lugar marginalmente habitable más allá de la amortajada Tierra, adonde los seres pudieran ir y sobrevivir, un millón de siglos por cada uno de nuestros años. Donde nuestros primos marcianos pudieran tener tiempo de resolver enigmas que nosotros sólo podíamos tantear a ciegas.

Donde crearíamos, o permitiríamos que la evolución creara en nuestro beneficio, una raza de salvadores.

—Es difícil creer que realmente podamos hacerlo…

—Si podemos. No es precisamente una conclusión conocida de antemano.

—Pero aun así, como método para resolver un problema…

—Es un acto de desesperación teleológica. Tienes toda la razón. No lo digas muy alto. Pero tenemos una fuerza muy poderosa de nuestro lado.

—Tiempo —adiviné.

—No. El tiempo es una palanca útil. Pero el ingrediente activo es la vida. Vida en abstracto, quiero decir: replicación, evolución, complejidad. La manera en la que la vida ha ocupado los rincones y huecos, sobreviviendo haciendo lo inesperado. Creo en ese proceso: es robusto, es persistente. ¿Puede rescatarnos? No lo sé, pero hay una posibilidad real. —Sonrió—. Eso sí, si estuvieras al frente de un comité del congreso para adjudicación de presupuestos, mi discurso sería mucho menos ambiguo.

Me pasó el dardo. Era sorprendentemente ligero, no más pesado que una pelota de béisbol. Intenté imaginarme cientos de aquellas cosas precipitándose desde el cielo marciano sin nubes, fecundando el suelo estéril con el destino de la humanidad. Fuera cual fuese el destino que nos quedara.


E. D. Lawton visitó el complejo de Florida tres meses después de fin de año, al mismo tiempo que los síntomas de Jason recurrieron. Habían remitido durante meses.

Cuando Jason vino a verme el año pasado me había descrito su estado con renuencia pero metódicamente. Debilidad temporal y falta de sensibilidad en brazos y piernas. Visión borrosa. Vértigo ocasional. Incontinencia ocasional. Ninguno de los síntomas era incapacitador, pero se habían vuelto demasiado frecuentes para ignorarlos.

Podía ser muchas cosas, le dije, aunque él ya debía saber tan bien como yo que estábamos ante un problema neurológico.

Ambos nos sentimos aliviados cuando sus análisis de sangre resultaron positivos en esclerosis múltiple. La EM se había convertido en una enfermedad tratable (es decir, contenible) desde la introducción de las esclerostatinas químicas hacía unos años. Una de las pequeñas ironías del Spin es que había coincidido con un cierto número de avances médicos procedentes de la investigación proteinómica. Nuestra generación, la de Jason y mía, puede que estuviera condenada, pero no moría de EM, de párkinson, diabetes, cáncer de pulmón, arteriosclerosis o alzhéimer. La última generación del mundo industrializado posiblemente también sería la más sana de todas.

Por supuesto, las cosas no eran tan sencillas. Casi un cinco por ciento de los casos diagnosticados de EM no respondían al tratamiento con esclerostatinas u otras terapias. Los expertos empezaban a llamar a esos casos «EM fármaco-poli-resistente», puede que incluso fuera una enfermedad diferente con la misma sintomatología.

Pero el tratamiento inicial de Jason había funcionado como era de esperar. Le había prescrito una dosis mínima diaria de Tremex y había entrado en remisión completa desde entonces. O al menos hasta la semana en que E. D. llegó a Perihelio con la sutileza de un tifón tropical, esparciendo asesores del congreso y agregados de prensa por los pasillos como escombros arrastrados por el viento.

E. D. era Washington, nosotros éramos Florida, él era administración, nosotros ciencia e ingeniería. Jase hacía precarios equilibrios entre ambas cosas. Su trabajo era en esencia velar por que se cumplieran los dictados del comité rector, pero se había opuesto a la burocracia tantas veces que los tipos de ciencias habían dejado de hablar de «nepotismo» y habían empezado a invitarlo a copas. El problema, según dijo Jase, era que E. D. no se contentaba solamente con haber puesto en marcha el proyecto Marte, quería dirigirlo hasta el mínimo detalle, a menudo por razones políticas, a veces pasando contratos a postores dudosos para obtener apoyos en el congreso. El personal lo despreciaba, aunque le estrechaban la mano con alegría cuando venía por la ciudad. El viaje a costa del dinero público de ese año culminó con un discurso dirigido al personal y a los invitados en el auditorio del complejo. Todos formamos obedientemente como niños en la escuela, aunque puede que algo más entusiastas y tan pronto como la audiencia se hubo sentado Jason se levantó para presentar a su padre. Observé cómo subía los peldaños hasta el escenario y ocupaba el podio. Observé la forma en que mantenía la mano izquierda caída al nivel de los muslos, la forma en que se volvía, girando torpemente sobre los talones, cuando estrechó la mano de su padre.

La presentación de Jase fue breve pero digna y después de eso volvió a fundirse con las filas de dignatarios al fondo del escenario. E. D. se adelantó. Había cumplido sesenta años la semana antes de Navidad, pero podría haber pasado por un cincuentón atlético, estómago plano bajo el traje de tres piezas, llevaba el escaso cabello recortado en una pelusa militar. Nos dedicó lo que bien pudiera haber sido un discurso de campaña, alabando a la administración Clayton por su previsión, al personal allí reunido por su «visión de la Fundación Perihelio», a su hijo por su «inspirada administración», a los ingenieros y técnicos «por dar vida a un sueño y, si tenemos éxito, dar vida a un planeta estéril y una nueva esperanza a este mundo que seguimos considerando nuestro hogar». Una ovación, un saludo, una sonrisa feroz y ya se había marchado, escoltado por su séquito de guardaespaldas.

Encontré a Jason una hora después, en el comedor de ejecutivos, donde estaba sentado a una mesa pequeña fingiendo leer una separata del Astrophysics Review.

Ocupé la silla de enfrente.

—¿Es muy malo?

Sonrió débilmente.

—¿Te refieres a la visita tornado de mi padre?

—Ya sabes a lo que me refiero.

Bajó la voz.

—He estado tomando la medicación. Como un reloj, por la mañana y por la tarde. Siempre. Pero ha vuelto. Lo de esta mañana fue malo. Brazo izquierdo y pierna izquierda, hormigueo y alfilerazos. Y empeorando. Peor que nunca. Casi cada hora. Es como una corriente eléctrica que me recorriera un lado del cuerpo.

—¿Tienes tiempo para venir a la enfermería?

—Tengo tiempo, pero… —sus ojos brillaron húmedamente— puede que no tenga los medios. No quiero alarmarte. Pero me alegra que hayas aparecido. Ahora mismo, no estoy muy seguro de poder andar. Me vine hasta aquí después del discurso de E. D. Pero estoy casi seguro de que si intento levantarme, me caeré. No creo que pueda caminar. Ty… no puedo caminar.

—Pediré ayuda.

Se enderezó en su silla.

—No harás tal cosa. Puedo quedarme sentado aquí hasta que no haya nadie excepto los vigilantes del turno de noche, si es necesario.

—Eso es absurdo.

—Puedes ayudarme discretamente a ponerme de pie. ¿A cuánto estamos, a veinte o treinta metros de la enfermería? Si me agarras del brazo y pones cara de que no pasa nada probablemente podremos llegar sin llamar demasiado la atención.

Al final accedí, no porque aprobara la charada, sino porque parecía la única forma de llevarlo a mi consulta. Le cogí del brazo izquierdo y agarró con la mano derecha el borde de la mesa para ayudarse. Conseguimos cruzar el piso de la cafetería sin dar bandazos; aunque el pie izquierdo de Jason se arrastraba de una forma difícil de disimular, afortunadamente nadie miró de cerca. Una vez que alcanzamos el pasillo nos mantuvimos pegados a la pared, de forma que sus dificultades fueran menos evidentes. Cuando un administrador de rango apareció al final del pasillo, Jason susurró: «Para» y nos quedamos allí como si estuviéramos conversando de manera informal, con Jason agarrado a una vitrina, su mano derecha se aferraba con tanta fuerza al estante metálico que los nudillos se le quedaron blancos y gotas de sudor empezaron a resbalarle por la frente. El ejecutivo pasó a nuestro lado con una inclinación de cabeza y sin decir palabra.

Para cuando llegamos a la entrada de la clínica era yo el que soportaba la mayor parte de su peso. Molly Seagram, afortunadamente, no estaba en la recepción; una vez que cerré la puerta exterior, nos quedamos a solas. Ayudé a Jase a ir hasta una mesa de una de las salas de reconocimiento, luego volví al mostrador de recepción y escribí una nota para Molly para que se ocupara de que no nos molestaran.

Cuando regresé a la sala de consulta Jason estaba llorando. No sollozaba, pero las lágrimas le habían resbalado por la cara y le colgaban de la barbilla.

—Es tan espantoso. —No me miraba a la cara—. No pude evitarlo —dijo—. Lo siento. No pude evitarlo.

Había perdido el control de la vejiga.

Le ayudé a ponerse un camisón de hospital, lavé sus ropas sucias en el lavabo de la sala de consulta y las puse a secar al lado de una ventana soleada en el almacén que rara vez utilizábamos y que había más allá de los armarios de medicamentos. No había mucho movimiento hoy y usé eso como excusa para darle a Molly la tarde libre.

Jason recuperó algo de su compostura, aunque parecía menguado dentro del camisón de papel.

—Me dijiste que era una enfermedad curable. Dime qué ha salido mal.

—Es tratable, Jason. Para la mayoría de los pacientes, la mayoría de las veces. Pero hay excepciones.

—¿Y yo soy una de esas excepciones? ¿Me he sacado la lotería de la desgracia?

—Tienes una recaída. Eso es típico de la enfermedad sin tratar, períodos de incapacidad seguidos de otros de remisión. Puede que seas lento en responder. En algunos casos el fármaco debe llegar a un determinado nivel de presencia en el cuerpo durante un largo período de tiempo antes de que sea plenamente efectivo.

—Han pasado seis meses desde que me hiciste las recetas. Y estoy peor, no mejor.

—Podemos cambiarte a otra de las esclerostatinas, ver si eso ayuda. Pero son todas muy similares químicamente hablando.

—Así que cambiar el tratamiento tampoco ayudará.

—Puede que sí, puede que no. Tendremos que intentarlo antes de descartarlo.

—¿Y si eso no funciona?

—Entonces dejaremos de hablar de eliminar la enfermedad y empezaremos a hablar de cómo vivir con ella. Incluso sin tratamiento, la EM no es una sentencia de muerte. Mucha gente experimenta remisiones completas entre ataques y pueden llevar una vida relativamente normal. —Aunque no añadí que tales casos rara vez eran tan graves o agresivos como me parecía que era el de Jason—. El tratamiento de reserva que se utiliza normalmente es un cóctel de fármacos antiinflamatorios, inhibidores selectivos de proteínas y estimulantes específicos del sistema nervioso central. Puede ser muy efectivo a la hora de suprimir los síntomas y ralentizar el curso de la enfermedad.

—Bien —dijo Jason—. Cojonudo. Resérvame un billete.

—No es tan fácil. Podrías tener efectos secundarios.

—¿Como cuáles?

—Puede que nada. Puede que tensión psicológica: depresión leve o episodios de manía. Debilidad física generalizada.

—Pero ¿pasaría por normal?

—Con toda probabilidad, por ahora y probablemente durante otros diez o quince años, puede que más. Pero es una medida de control, no una cura; un freno, pero no una parada en seco. La enfermedad volverá si vives el tiempo suficiente.

—¿Puedes asegurarme una década?

—Con tanta seguridad como es posible en este negocio.

—Una década —dijo pensativamente—. O mil millones de años. Depende de cómo lo mires. Quizá sea suficiente. Debería ser suficiente, ¿no crees?

No pregunté «Suficiente ¿para qué?»

—Pero mientras tanto…

—No quiero un «mientras tanto», Tyler. No puedo permitirme dejar el trabajo y no quiero que nadie se entere de esto.

—No es nada de lo que sentirse avergonzado.

—No estoy avergonzado. —Señaló el camisón de papel con su mano derecha—. Jodidamente humillado, sí, pero no avergonzado. No se trata de un problema psicológico. Se trata de lo que hago aquí en Perihelio. Lo que se me permite hacer. E. D. odia la enfermedad, Tyler. Odia cualquier tipo de debilidad. Odió a Carol desde el día en que la bebida se convirtió en un problema.

—¿Crees que no lo comprendería?

—Quiero a mi padre, pero no estoy ciego a sus defectos. No, no lo comprendería. Toda la influencia que tengo en Perihelio fluye a través de E. D. Y es algo bastante precario en estos momentos. Hemos tenido algunos desacuerdos. Si me convierto en una carga para él me relegará a alguna carísima clínica de tratamiento en Suiza o Bali antes de que termine la semana, y se dirá a sí mismo que lo hace por mi bien. Peor todavía, se lo creerá.

—Lo que decidas hacer público es asunto tuyo. Pero necesitas un neurólogo, no un médico de medicina general.

—No —dijo.

—En conciencia, no puedo continuar tratándote, Jase, si no hablas con un especialista. Ya fue bastante irregular recetarte Tremex sin consultarlo con un especialista.

—Tienes la resonancia magnética y los análisis de sangre. ¿Qué más necesitas?

—Idealmente, un laboratorio de hospital completamente equipado y un título en neurología.

—Tonterías. Tú mismo dijiste que la EM no es grave en estos tiempos.

—A menos que no responda a tratamiento.

—No puedo… —empezó a discutirme. Pero obviamente estaba brutalmente extenuado. La fatiga podía ser otro síntoma de su recaída; sin embargo, había estado esforzándose muchísimo en las semanas anteriores a la visita de E. D—. Haré un trato contigo. Veré a un especialista si puedes arreglarlo discretamente y dejarlo fuera de mi expediente médico en Perihelio. Pero tengo que estar funcional. Necesito estar funcional mañana. Funcional como andar sin ayuda y mearme encima. El cóctel de fármacos del que me hablaste, ¿actúa rápido?

—Normalmente. Pero sin un estudio neurológico…

—Tyler, tengo que decírtelo. Aprecio lo que has hecho por mí, pero puedo comprarme un médico más cooperador si lo necesito. Trátame ahora y veré a un especialista, haré lo que creas que se debe hacer. Pero si te imaginas que voy a aparecer en el trabajo en silla de ruedas y con un catéter en la polla, estás completamente equivocado.

—Aunque te haga las recetas, Jase, no mejorarás de la noche a la mañana. Hace falta un par de días.

—Quizá pueda disponer de ese par de días —dijo. Se lo pensó—: Vale —dijo al fin —. Quiero los fármacos y quiero que tú me saques de aquí sin despertar sospechas. Si puedes hacerlo, me pongo en tus manos. Sin discusión.

—Los médicos no regateamos, Jase.

—Tómalo o déjalo, Hipócrates.

No le di todo el cóctel para empezar, nuestra farmacia no tenía todos los fármacos en stock, pero sí le di un estimulante del sistema nervioso central que al menos le devolvería el control sobre su vejiga y la capacidad de andar sin ayuda durante unos pocos días. La parte mala era un estado mental irritable y frío, parecido, según me han contado, al final de un fin de semana de abuso de cocaína. Le elevaba la tensión y le ponía bolsas oscuras bajo los ojos.

Esperamos hasta que la mayor parte del personal se hubiera marchado a casa y sólo quedara el turno de noche en el complejo. Jase caminaba con rigidez, pero de manera creíble, cuando pasó junto al mostrador de la recepción hasta el aparcamiento, saludó amigablemente con la mano a un par de colegas que se marchaban tarde y se derrumbó en el asiento del pasajero de mi coche. Lo llevé a su casa.

Jason había visitado mi casa de alquiler varias veces, pero yo no había estado en la suya. Esperaba algo que reflejara su estatus en Perihelio. De hecho, el lugar donde dormía, porque era evidente que poca cosa más hacía allí, era un modesto apartamento en propiedad con una pequeña franja de vista al mar. Lo había amueblado con un sofá, una televisión, un escritorio, un par de estantes de libros y una conexión de internet de banda ancha. Las paredes estaban desnudas excepto el espacio de encima del escritorio, donde había pegado con cinta adhesiva un diagrama hecho a mano que describía la historia lineal del sistema solar desde el nacimiento del sol hasta su colapso final en una ardiente enana blanca, con la historia humana divergiendo de la línea en un punto, marcado como EL SPIN. Los estantes estaban abarrotados de publicaciones especializadas y textos académicos, decorados con tres fotografías enmarcadas: E. D. Lawton, Carol Lawton y una recatada imagen de Diane que debió de ser tomada hacía ya algunos años.

Jase se estiró en el sofá. Parecía un estudio en paradoja, su cuerpo en reposo, ojos brillantes con la hipervigilancia inducida por las drogas. Fui a la pequeña cocina adyacente e hice unos huevos revueltos (ninguno de los dos había comido nada desde el desayuno) mientras Jason hablaba. Y sí que habló. Y habló más todavía.

—Por supuesto —dijo llegado cierto momento—. Sé perfectamente que tengo una verborrea excesiva, soy consciente de ello, pero no puedo ni pensar en dormir… ¿esto se pasa?

—Si te pusiéramos el cóctel de fármacos a largo plazo, pues sí, el efecto estimulante obvio desaparecería con el tiempo. —Le llevé un plato al sofá.

—Es muy acelerado. Como esas pastillas que la peña se tomaba para empollarse los exámenes finales. Pero físicamente el efecto es calmante. Me siento como un cartel de neón en un edificio abandonado. Todo encendido pero básicamente vacío. Los huevos, los huevos están muy buenos. Gracias. —Puso el plato a un lado. Había comido como mucho una cucharada.

Me senté en su escritorio, examinando el gráfico del Spin en la pared de enfrente, preguntándome cómo sería vivir con esta lúgubre descripción del origen y destino de la humanidad, la especie humana descrita como un acontecimiento finito en la vida de una estrella ordinaria. Lo había dibujado con un rotulador sobre un papel de embalar corriente.

Jason siguió la dirección de mi mirada.

—Obviamente —dijo—, quieren que hagamos algo.

—¿Quiénes?

—Los Hipotéticos. Si debemos llamarlos así. Y supongo que sí. Todo el mundo lo hace. Esperan algo de nosotros. No sé el qué. Un don, una señal, un sacrificio aceptable.

—¿Cómo lo sabes?

—No es una observación muy original. ¿Por qué la barrera del Spin es permeable a los artefactos humanos, pero no a los meteoros o a las partículas de Brownlee. Obviamente no es una barrera. Ésa nunca fue la palabra adecuada. —Bajo la influencia del estimulante, Jason parecía haberle cogido cariño a la palabra obviamente—. Obviamente —dijo—, es un filtro selectivo. Sabemos que filtra la energía que llega a la superficie de la Tierra. Así que los Hipotéticos pretenden mantenernos, o al menos a la ecología terrestre, intactos y vivos. Pero entonces, ¿por qué concedernos el acceso al espacio? ¿Incluso después de haber intentado volar los dos únicos artefactos relacionados con el Spin que hemos encontrado? ¿A qué están esperando, Ty? ¿Cuál es el premio?

—Quizá no sea un premio. Quizá sea un rescate. Paga y nos dejarán en paz.

Negó con la cabeza.

—Es demasiado tarde para que nos dejen en paz. Ahora los necesitamos. Y seguimos sin poder descartar la posibilidad de que sean benevolentes, o al menos benignos. Quiero decir, suponte que no hubieran llegado cuando lo hicieron. ¿Hacia dónde nos dirigíamos? Un montón de personas creen que estábamos enfrentándonos a nuestro último siglo como civilización viable, quizá incluso como especie. Calentamiento global, sobrepoblación, la muerte de los mares, la pérdida de tierra cultivable, la proliferación de las enfermedades, la amenaza de guerra nuclear o biológica…

—Nos hubiéramos destruido a nosotros mismos, pero al menos hubiera sido solamente culpa nuestra.

—¿De verdad? ¿Culpa de quién, exactamente? ¿Tuya? ¿Mía? No, hubiera sido resultado de varios miles de millones de seres humanos haciendo elecciones relativamente inocuas: tener niños, ir en coche al trabajo, seguir en el mismo trabajo, resolver primero los problemas a corto plazo. Cuando llegas al punto en el que incluso los actos más triviales son punibles con la muerte de la especie, entonces obviamente, obviamente, estás en una coyuntura crítica, una especie de punto de no retorno diferente.

—¿Es mejor ser consumidos por el sol?

—Eso todavía no ha ocurrido. Y no somos la primera estrella que se quema. La galaxia está sembrada de enanas blancas que una vez pudieron tener sistemas habitables. ¿Alguna vez te has preguntado qué les ocurrió a ellos?

—No muy a menudo.

Caminé sobre el suelo de parqué hacia los estantes de libros, hacia las fotos de la familia. Ahí estaba E. D. sonriendo a la cámara… un hombre cuyas sonrisas jamás eran del todo convincentes. Su parecido físico con Jason era marcado (Obvio, hubiera dicho Jason). Máquina similar, diferente piloto.

—¿Cómo podría la vida sobrevivir a una catástrofe estelar? Pero obviamente depende de qué es la «vida». ¿Estamos hablando de vida orgánica, o de cualquier especie de bucle de retroalimentación catalítica generalizado? ¿Los Hipotéticos son orgánicos? Esa es una pregunta interesante en sí misma…

—Deberías intentar dormir algo.

Ya era más de medianoche. Jason estaba usando palabras que yo no comprendía. Cogí la foto de Carol. Aquí el parecido era más sutil. El fotógrafo había pillado a Carol en un buen día: tenía los ojos abiertos, no a media asta, y aunque su sonrisa era renuente, una curvatura apenas perceptible de los labios, no era del todo falsa.

—Puede que estén minando el sol—dijo Jason, que seguía hablando de los Hipotéticos—. Tenemos datos sugerentes sobre las erupciones solares. Obviamente, lo que le han hecho a la Tierra requiere vastas cantidades de energía utilizable. Es el equivalente de enfriar una masa de tamaño planetario a una temperatura cercana al cero absoluto. Así que ¿dónde está la fuente de energía? Probablemente sea el sol. Y hemos observado una marcada reducción en las erupciones solares desde el Spin. Algo, alguna fuerza o agencia, puede estar absorbiendo partículas de alta energía antes de que emerjan en la heliosfera. ¡Minando el sol, Tyler! ¡Ése es un acto de desmesura tecnológica tan asombroso como el Spin!

Cogí la foto de Diane. La fotografía era de antes de su matrimonio con Simon Townsend. El fotógrafo había capturado cierta inquietud característica, como si hubiera entrecerrado los ojos ante un pensamiento que la dejaba perpleja. Era hermosa sin esforzarse, pero no parecía en paz, todo encanto pero al mismo tiempo ligeramente desequilibrada.

Tenía tantos recuerdos de ella. Pero esos recuerdos tenían ya años de antigüedad, retrocedían, desvaneciéndose en el pasado con un impulso casi como el del Spin. Jason me vio sosteniendo la foto enmarcada y se quedó en silencio durante unos benditos momentos. Y entonces me dijo:

—La verdad, Tyler, esa fijación es indigna de ti.

—No es una fijación para nada, Jase.

—¿Por qué? ¿Porque lo has superado o porque tienes miedo de ella? Pero yo podría hacerle la misma pregunta a ella… Si me llamara. Simon la tiene con la correa corta. Sospecho que Diane echa de menos los viejos días del NR, cuando el movimiento estaba lleno de unitarios desnudos y hippys evangélicos. El precio de la piedad es mayor ahora. —Y añadió—: Habla con Carol de vez en cuando.

—¿Al menos es feliz?

—Diane se halla entre fanáticos. Puede que ella misma sea una. La felicidad no es una opción.

—¿Crees que está en peligro?

Se encogió de hombros.

—Creo que está viviendo la vida que escogió para sí. Podría haber hecho otras elecciones. Por ejemplo, se podría haber casado contigo, Ty, si no fuera por esa ridícula fantasía suya…

—¿Qué fantasía?

—Que E. D. es tu padre. Que ella es tu hermana biológica.

Me aparté del estante con demasiada prisa y tiré las fotografías al suelo.

—Eso es ridículo.

—Ridículo a simple vista. Pero creo que no abandonó la idea del todo hasta que llegó a la universidad.

—¿Como pudo ocurrírsele que…?

—Era una fantasía, no una teoría. Piensa en ello. Nunca hubo mucho cariño entre Diane y E. D. Se sentía ignorada por él. Y en cierto sentido, tenía razón. E. D. jamás quiso una hija, quería un heredero, un heredero varón. Tenía grandes esperanzas, y sucedió que yo las cumplí. Diane era una distracción en lo que a E. D. concernía. Esperaba que Carol fuera la que la criara, y Carol… —Se encogió de hombros—. Carol no estaba a la altura de la tarea encomendada.

—¿Así que se inventó esa… historia?

—Pensaba en ella como una deducción. Explicaba por qué E. D. os mantenía a tu madre y a ti viviendo en su propiedad. Explicaba la infelicidad constante de Carol. Y, básicamente, la hacía sentirse bien consigo misma. Tu madre era más amable y atenta con ella de lo que jamás fue Carol. Le gustaba la idea de tener lazos de sangre con los Dupree.

Miré a Jason. Tenía la cara pálida, las pupilas dilatadas, la mirada perdida en dirección a la ventana. Me recordé que era mi paciente y que estaba mostrando una reacción psicológica predecible ante un fármaco potente; que era el mismo hombre que, hacía unas horas, había llorado ante su propia incontinencia.

—De verdad que tengo que irme, Jason —dije.

—¿Por qué? ¿Es que te resulta demasiado impactante? ¿Creías que hacerte adulto se suponía que sería indoloro? —Y entonces, de repente, antes de que yo pudiera responder, volvió la cabeza y me miró a los ojos por primera vez en la noche—. Oh, cielos. Empiezo a sospechar que me he estado comportando muy mal.

—La medicación… —dije.

—Me he comportado monstruosamente. Tyler, lo siento.

—Te sentirás mejor después de una noche de sueño. Pero no deberías volver a Perihelio hasta dentro de un par de días. —Eso haré. ¿Te pasarás por aquí mañana?

—Sí.

—Gracias —dijo. Me marché sin responderle.

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