Por la mañana, cuando dimos un paseo cogidos de la mano por los jardines entre neblinas del Security Channel Six, llovía ligeramente. Un éxito fácil; como todo el mundo, escucho las predicciones meteorológicas. Comenzaban los primeros ensayos del otoño, el verano agonizaba, Sundara llegó a casa agotada y feliz desde Oregón, nuevos clientes recurrieron a los servicios de mi cerebro a cambio de cuantiosos honorarios, y la vida siguió su rumbo.
No hubo ninguna secuela inmediata a mi encuentro con Paul Quinn, pero tampoco esperaba que la hubiese. Justo en aquellos momentos, la vida política de Nueva York estaba en estado de gran conmoción. Unas cuantas semanas antes de la fiesta de Sarkisian, un desgalichado parado se había aproximado al alcalde Gottfried durante un banquete del Partido Liberal y, tras quitar el pomelo a medio comer del plato del atónito alcalde, había colocado en su lugar un gramo de «Ascenseur», el nuevo explosivo político francés. Adiós a su excelencia, al asesino, a cuatro presidentes de distrito y a un camarero, que desaparecieron en una gloriosa explosión. Esta creó un vacío de poder en la ciudad, pues todo el mundo había dado por sentado que el estupendo alcalde que era Gottfried saldría reelegido otros cuatro o cinco mandatos, pues se encontraba en el segundo; y, de repente, el invencible Gottfried se había esfumado, y era como si Dios se hubiese muerto una mañana de domingo justo cuando el cardenal estaba empezando a servir el pan y el vino. El nuevo alcalde, el anterior presidente del Consejo Municipal, DiLaurenzio, era una nulidad; como cualquier dictador de verdad, Gottfried gustaba rodearse de figuras que no pudiesen hacerle sombra. Se dio por sentado que DiLaurenzio era una figura interina a la que un candidato razonablemente vigoroso podría dejar a un lado en las elecciones municipales de 1997. Y Quinn esperaba que le llegase el turno.
No tuve noticias suyas ni oí nada de él durante todo el otoño. La legislatura estaba reunida, y Quinn se encontraba en su despacho de Albany, lo que, para cualquier habitante de Nueva York, es como encontrarse en Marte. En la ciudad el enloquecido circo habitual continuaba a todo vapor, sólo que mucho más de lo acostumbrado, ahora que había desaparecido de la escena la potente fuerza freudiana que había representado el alcalde Gottfried, el todopoderoso Padre Urbano, de ceño oscuro y nariz larga, el guardián de los débiles y castrador de los revoltosos. La Milicia de la Calle 125, una nueva organización negra partidaria de la autodeterminación, que llevaba meses jactándose de que compraba tanques a Siria, no sólo presentó tres de sus monstruos armados en una ruidosa conferencia de prensa, sino que procedió a enviarlos a través de Columbus Avenue en una misión de búsqueda y destrucción en el Manhattan español, que dejó tras de sí cuatro edificios en llamas y docenas de muertos. En octubre, mientras los negros estaban celebrando el Día de Marcus Garvey, los puertorriqueños llevaron a cabo una operación de represalia con un ataque de comandos contra Harlem, dirigido personalmente por dos de sus tres coroneles israelíes. (Los muchachos del «barrio»[2] habían contratado a los israelíes para entrenar a sus tropas en 1994, después de la ratificación de la alianza de «defensa mutua» antinegra efectuada por los puertorriqueños y lo que quedaba de la población judía de la ciudad.) Los comandos, en un golpe relámpago en lo alto de la Lenox Avenue, no sólo volaron el garaje de tanques y los tres tanques, sino que asaltaron tres almacenes de licores y el centro de ordenadores, mientras que una fuerza de diversión se deslizaba hacia el oeste para lanzar bombas incendiarias contra el Apollo Theater.
Algunas semanas más tarde, en los locales de la Planta de Fusión de la Calle veintitrés Oeste, se produjo un tiroteo entre el grupo profusión, «Mantengamos nuestras ciudades brillantes», y los anti-fusionistas, el grupo «Ciudadanos preocupados contra la tecnología incontrolable». Cuatro hombres del equipo de seguridad de la Edison Company fueron linchados, produciéndose treinta y dos bajas entre los manifestantes, veintiuna entre los «Mantengamos nuestras ciudades brillantes», y once entre los «Ciudadanos preocupados contra la tecnología incontrolable», incluyendo unas cuantas madres políticamente comprometidas de ambos bandos e incluso unos cuantos bebés que llevaban en brazos; esto provocó gran horror e indignación (aun en Nueva York se puede provocar una gran conmoción, disparando contra bebés durante una manifestación), y el alcalde DiLaurenzio consideró conveniente crear un grupo de estudio que reexaminase todo lo referente a la construcción de plantas de fusión dentro de los límites de la ciudad. Como esta medida equivalía a una victoria de los Ciudadanos preocupados contra la tecnología incontrolable, un piquete de huelga de los Mantengamos nuestras ciudades brillantes, bloqueó el edificio del Ayuntamiento y comenzó a colocar minas de protesta entre los arbustos, pero fue expulsado por un helicóptero de la policía a costa de nueve vidas más. El New York Times incluyó un reportaje al respecto en la página 27.
El alcalde DiLaurenzio, hablando desde su sucursal de Ayuntamiento de algún lugar del East Bronx —había creado siete despachos en barrios de las afueras, todos ellos en zonas italianas, pero cuya ubicación exacta constituía un secreto celosamente guardado—, lanzó nuevas súplicas en favor de la ley y el orden. No obstante, en la ciudad nadie hizo mucho caso al alcalde, en parte porque era una nulidad y en parte como reacción compensadora a la desaparición de la cavilosa, siniestra y abrumadora presencia de Gottfried, el Gauleiter. DiLaurenzio había llenado su administración, desde el responsable de la policía hasta el último perrero y administrador de aire limpio, de compinches suyos italianos, lo que supongo resultaba bastante sensato, ya que en toda la ciudad los italianos eran los únicos que le mostraban algo de respeto, y eso simplemente porque eran todos primos o sobrinos suyos, lo cual significaba que el único apoyo político del alcalde provenía de una minoría étnica cada vez más pequeña. (Incluso «Pequeña Italia» se había quedado reducida a cuatro bloques de Mulberry Street, con enjambres de chinos a ambos lados de la calle, mientras que la nueva generación de «paisanos» se refugiaba en la seguridad de Patchogue y New Rochelle). Un editorial del Wall Street Journal sugería la suspensión de las inminentes elecciones municipales, el sometimiento de Nueva York a una administración militar, con un cordón sanitaire que impidiese que el infeccioso neoyorquismo contaminara al resto del país.
—Creo que sería mejor idea una fuerza de paz de las Naciones Unidas —dijo Sundara. Esto ocurría a comienzos de diciembre, la noche de la primera ventisca de la estación—. Esto no es una ciudad, es un escenario para todas las hostilidades raciales y étnicas acumuladas durante los tres mil últimos años.
—No es así —le respondí—. Los antiguos pleitos no pintan aquí un pimiento. Los hindúes duermen en Nueva York con los paquistaníes, los turcos y los armenios se hacen socios y abren restaurantes. En esta ciudad nos inventamos nuevas hostilidades étnicas. Nueva York no es nada sino vanguardia. Lo comprenderías si, como yo, hubieses vivido aquí toda tu vida.
—Me siento como si la hubiese vivido.
—Seis años no te convierten en nativa.
—Seis años en medio de una guerra constante de guerrillas parecen más que treinta en cualquier otra parte —me respondió.
Ah, ah. Su voz sonaba juguetona, pero sus oscuros ojos contenían un brillo malicioso. Me estaba desafiando al quite, a la contradicción, al reto. Sentí que a mi alrededor el aire se recalentaba enfebrecidamente. Nos encontrábamos de repente en la pendiente de la conversación «odio Nueva York», que provocaba siempre grietas entre nosotros, y muy pronto estaríamos peleándonos en serio. Un nativo puede odiar a Nueva York con amor; pero un forastero, y mi Sundara siempre lo será aquí, extrae una energía tensa y cargada de su repudio de este sitio lunático que ha elegido para vivir, y se vuelve irascible y asesino, lleno de injustificada furia.
Esquivando el problema, dije:
—Está bien, trasladémonos a Arizona.
—¡Bien! ¡Por ahí voy yo!
—Lo siento. Debo haberme equivocado de clave.
La tensión había desaparecido.
—Esta es una ciudad horrible, Lew.
—Probemos Tucson entonces. Los inviernos son mucho mejores. ¿Quieres fumar, encanto?
—Sí, pero no ese polvo de huesos otra vez.
—¿Una sencilla droga prehistórica?
—Sí, por favor —dijo. Saqué la caja.
Entre nosotros el aire era transparente y cargado de amor. Habíamos vivido juntos cuatro años y, a pesar de algunas disonancias, seguíamos siendo el mejor amigo uno para el otro. Mientras yo liaba los cigarrillos, ella daba masaje a los músculos de mi cuello, golpeando con habilidad los puntos de presión y haciendo que el siglo XX se fuese deslizando fuera de mis ligamentos y vértebras. Sus padres eran de Bombay, pero ella había nacido en Los Ángeles. No obstante, sus flexibles dedos jugaban al Radha con mi Krishna como si fuese una padmini de la aurora hindú, una mujer-loto perfectamente versada en las shastras eróticas y en las sutras de la carne, lo que era en realidad, a pesar de haberlo aprendido ella sola y de no haberse graduado en las academias secretas de Benarés.
Los terrores y traumas de Nueva York parecían increíblemente remotos mientras permanecíamos de pie junto a nuestra larga ventana de cristal, muy cerca el uno del otro, contemplando la noche invernal iluminada por la luna y viendo únicamente nuestras propias imágenes reflejadas: un hombre alto y rubio y una grácil mujer de cabellos oscuros, uno junto al otro, uno junto al otro, aliados contra la oscuridad.
De hecho, ninguno de los dos encontrábamos la vida en la ciudad realmente molesta. Como miembros de la minoría rica, estábamos aislados de toda aquella locura, refugiados en nuestra mansión de alta seguridad en lo alto de la colina, protegidos por laberintos de pantallas y filtros cuando tomábamos las cápsulas conmutadoras que nos transportaban hasta Manhattan, y guardados en nuestras oficinas por más o menos los mismos dispositivos. Cuando anhelábamos una confrontación directa, a pie y con los ojos bien abiertos, con la realidad urbana, podíamos disfrutarla, e incluso en esos casos había atentos servocircuitos que nos preservaban de cualquier daño.
Nos pasamos el cigarrillo el uno al otro, dejando lánguidamente que los dedos se acariciasen a cada intercambio. Por aquel entonces ella me parecía perfecta, mi esposa, mi amor, mi otro yo, divertida y graciosa, misteriosa y exótica, con su frente elevada, sus cabellos negro-azulados, un rostro como una luna llena, pero una luna en eclipse, una luna espurpurada de sombras; la perfecta mujer-loto de que hablan los sutras, piel suave y delicada; ojos tan brillantes y hermosos como los de una gacela, bien dibujados y ligeramente rojos en las comisuras; pechos duros, plenos y firmes; cuello elegante; nariz recta y graciosa. Su yoni era como un capullo abierto de loto, su voz tan suave y melodiosa como la de un pájaro kokila, mi recompensa, mi amor, mi compañera, mi esposa extranjera. Sólo dentro de doce horas emprendería el camino que me habría de llevar a perderla, quizá por eso la estudiaba con tal intensidad en aquella noche de nieve, y, sin embargo, todavía no sabía nada de lo que iba a ocurrir, nada, absolutamente nada. Y debería haberlo sabido.
Delirantemente drogados, nos tendimos cómodamente en el sofá amarillo y rojo, de grueso cuero, que había enfrente del gran ventanal. La luna estaba llena, y era como un gran faro gélidamente blanco que inundaba la ciudad de una luz pura como el hielo. Los copos de nieve centelleaban bellamente mientras caían fuera en forma de remolinos. La vista de que disfrutábamos era la de los brillantes rascacielos del centro de Brooklyn, justo al otro lado del puerto. A lo lejos, el exótico Brooklyn, el oscuro Brooklyn, Brooklyn rojo de dientes y garras. ¿Qué estaría ocurriendo aquella noche allí, en la jungla de sombrías callejuelas que se apiñaban detrás de la resplandeciente fachada de altos rascacielos? ¿Cuántas mutilaciones, cuántos estrangulamientos, cuántos disparos, cuántas ganancias y cuántas pérdidas? Mientras acunábamos nuestras cabezas en aquella cálida y feliz intimidad, los menos privilegiados estaban viviendo el auténtico Nueva York en aquel sombrío y melancólico distrito. Pandillas de merodeadores de siete años arrostraban la fiera nieve para acosar a cansinas viudas que se dirigían a su casa por la Flatbush Avenue, y muchachos armados con fusiles de haz lumínico estaban cortando alborozadamente las barras de las jaulas de leones del Zoo de Prospect Park, mientras que bandas rivales de prostitutas apenas núbiles, con los muslos desnudos, sus vistosas ropas termales y sus bonetes de aluminio, mantenían sus terribles luchas territoriales nocturnas en la Grand Army Plaza. Aquí lo tienen, el viejo Nueva York. Aquí lo tiene, alcalde DiLaurenzio, su benigno e inesperado dirigente. Y aquí lo tienes, Sundara, mi amor. Este es también el auténtico Nueva York, el de los ricos atractivos y jóvenes a buen recaudo en sus cálidas torres, el de los creadores, los diseñadores y marcadores de pautas, los favoritos de los dioses. Si no estuviésemos nosotros no sería Nueva York, sino sólo un gigantesco y malévolo campamento de pobres sufrientes y marginados, de víctimas del holocausto urbano; los crímenes y la mugre no bastan para hacer un Nueva York. Tiene que haber también glamour, y, para bien o para mal, Sundara y yo formábamos parte de él.
Júpiter lanzaba sonoros puñados de granizo contra nuestro hermético ventanal. Nos reíamos. Mis manos se deslizaron sobre los pechos perfectos de Sundara, suaves y pequeños, con los pezones erectos, y, mientras, con los dedos del pie, puse en marcha el magnetófono; de los altavoces surgió su voz profunda y musical. Se trataba de una grabación leída del Kama-Sutra. «Capítulo siete. Diversas formas de golpear a la mujer y los sonidos que las acompañan. El intercambio sexual puede compararse con una pelea de amantes, debido a las pequeñas molestias tan fácilmente provocadas por el amor y a la tendencia por parte de dos individuos apasionados a pasar casi insensiblemente del amor a la ira. En la intensidad de la pasión uno golpea con frecuencia el cuerpo de la amante, y las partes del cuerpo en las que deberían descargarse estos golpes de amor son: los hombros, el espacio entre los pechos, la cabeza, la espalda —la jaghana— y los costados. Existen también cuatro formas de golpear al ser amado: con el dorso de la mano, con los dedos ligeramente contraídos, con el puño, con la palma de la mano. Estos golpes son dolorosos y la persona castigada emite con frecuencia gritos de dolor. Existen ocho sonidos de placentera aflicción que corresponden a los diferentes tipos de golpes. Los sonidos son los siguientes: hinn-phoutt-phatt-soutt-platt.»
Según rozaba su piel, y según la suya iba rozando la mía, sonreía y susurraba al unísono con su propia voz grabada, sólo que con un tono algo más profundo: «Hinn…, phoutt…, soutt…, platt…»