24

Quinn me mandó llamar justo el día antes de la ceremonia en el edificio del Banco de Kuwait.

Cuando entré se encontraba de pie en medio de su despacho. Se trataba de una estancia gris, monótonamente funcional, en nada parecida al impresionante sanctasanctórum de Lombroso —muebles municipales de color oscuro, retratos de los anteriores alcaldes—. No obstante, aquel día la estancia tenía un fulgor especial. La luz del sol que entraba por la ventana de detrás de Quinn le bañaba en un deslumbrante nimbo dorado, y él parecía irradiar fuerza y decisión, era como si emitiese una luz más intensa que la que recibía. El año y medio que llevaba como alcalde de Nueva York había dejado en él su impronta: la red de finas arrugas que rodeaba sus ojos era más profunda que el día en que tomó posesión del cargo; los rubios cabellos habían perdido algo de su anterior brillo; sus corpulentos hombros parecían algo cargados, como si se encorvaran bajo un terrible peso. Durante casi todo aquel pesado y húmedo verano había aparecido cansado e irritable, y hubo momentos en los que representaba más años de los treinta y nueve que realmente tenía. Pero ahora todo aquello había desaparecido. Había recobrado su antiguo vigor. Su presencia parecía llenar la estancia.

Nada más entrar, me dijo:

—¿Recuerdas que hace aproximadamente un mes me dijiste que se estaban iniciando nuevas tendencias y que podrías darme pronto un pronóstico para el año que viene?

—Sí, claro. Pero…

—Espera. Existen nuevos factores, pero tú no tienes todavía acceso a todos ellos. Quiero contártelos para que puedas incluirlos en tu síntesis, Lew.

—¿Qué tipo de factores?

—Mis planes para presentarme como candidato a la presidencia.

Tras una larga y embarazosa pausa, conseguí decir:

—¿Te refieres a presentarte el año que viene?

—El año que viene no tengo la menor oportunidad —replicó plácidamente—. ¿No estás de acuerdo?

—Sí, pero…

—Nada de peros. La candidatura para el 2000 es la de Kane y Socorro. Para darme cuenta de eso no necesito recurrir a tus habilidades. Tienen ya suficientes delegados en el bolsillo como para salir nominados en la primera votación. Luego, en noviembre del año que viene, se presentarán contra Mortonson y saldrán derrotados. Creo que, se presente quien se presente, Mortonson va a ganar las elecciones por un margen tan amplio como el de Nixon en 1972.

—Eso creo yo también.

—Me refiero por tanto al 2004 —aclaró Quinn—. Mortonson no podrá presentarse a la reelección y los republicanos no tienen ninguna figura de su misma talla. El que consiga la nominación del Nuevo Partido Demócrata se hará con la presidencia, ¿no?

—Correcto, Paul.

—Kane no tendrá una segunda oportunidad. Nunca la tienen los que han salido derrotados por un margen amplio. ¿Y quién hay más? ¿Keats? Para entonces tendrá más de sesenta años. ¿Powell? No es un tipo que dure, para entonces habrá caído en el olvido. ¿Randolph? No puedo verle nada más que como aspirante a la vicepresidencia en la candidatura de alguien.

—Socorro estará todavía en candelera —señalé.

—Sí, Socorro. Si juega bien sus cartas durante la campaña del año que viene, quedará en buen lugar por dura que sea la derrota de la candidatura Kane-Socorro. Como ocurrió con Muskie en 1968 y con Shriver en 1972. Lew, he pensado mucho en Socorro durante todo este verano. Le he visto avanzar como un cohete desde que se murió Leydecker. Es precisamente por eso por lo que he decidido dejarme de posturas tímidas y empezar a intentar ya que me nominen. Tengo que adelantarme a Socorro. Porque, si obtiene la nominación para el 2004, ganará, y si gana, permanecerá en la presidencia durante dos mandatos, con lo cual yo me quedaría en la cuneta hasta el 2012 —me lanzó una de aquellas famosas miradas suyas, que me traspasó hasta hacerme temblar—. En el 2012 tendré cincuenta y un años, Lew. No quiero tener que esperar tanto. Si tiene que pasarse doce años esperando su oportunidad, un candidato en potencia se desgasta mucho. ¿No crees?

—Creo que tu previsión es totalmente correcta —repliqué.

Quinn asintió con la cabeza.

Okey. Estos son los plazos que Haig y yo hemos estado elaborando durante los dos últimos días. Nos pasamos lo que queda de 1999 y la primera mitad del año que viene limitándonos a poner la infraestructura. Pronuncio unos cuantos discursos por todo el país, conozco mejor a los grandes líderes del partido, me hago amigo de un montón de pececillos que, para el 2004, se habrán convertido en grandes peces dentro del partido. El año que viene, cuando Kane y Socorro hayan sido nominados, realizo una campaña nacional en su apoyo, poniendo un especial énfasis en el Nordeste. Hago todo cuanto esté en mi mano para que el Estado de Nueva York les vote. ¡Qué demonios, supongo que van a ganar en seis o siete de los grandes estados industriales y, en ese caso, que ganen también en el mío si, a cambio de eso, aparezco como un dinámico líder del partido; Mortonson los va a hacer añicos en todo el Sur y en las zonas campesinas. En el 2001 paso a un segundo plano y me concentro en la reelección para alcalde, pero, una vez que la haya conseguido, reanudo mis giras de discursos por todo el país y, tras las elecciones para el Congreso del 2002, anuncio mi candidatura. Esto me proporciona todo el 2003 y el 2004 para ir asegurándome delegados, y para cuando se celebren las primarias tendré asegurada la nominación. ¿Correcto?

—Me gusta, Paul. Me gusta mucho.

—Bien. Tú vas a ser mi hombre-clave. Quiero que te concentres todo el tiempo en averiguar cuáles van a ser las pautas futuras de la política nacional, de forma que puedas trazar planes dentro de la estructura general que te acabo de esbozar. Olvídate de los temas locales, de la ciudad de Nueva York. Mardikian puede ocuparse de mi campaña para la reelección sin demasiada ayuda. Tú te ocupas de lo importante, me dices qué creen que quieren los de Nebraska, Ohio y Hawai, lo que es probable que quieran dentro de cuatro años. Lew, tú vas a ser el hombre que me lleve a la presidencia.

—Seguro que sí —respondí.

—Tú vas a ser los ojos que escruten el futuro por mí.

—Cuenta conmigo.

Nos estrechamos la mano.

—¡Hacia el 2004! —gritó.

—¡Washington, espéranos, que ya vamos! —respondí, también gritando.

Fue un momento algo estúpido, pero también emocionante. Me veía ya en la vanguardia de la marcha hacia la Casa Blanca, en primera línea, llevando la bandera y batiendo el tambor. Me sentí tan embargado por la emoción, que casi comencé a informar a Quinn de que debía renunciar a la ceremonia del Banco de Kuwait. Pero entonces me pareció ver por un momento el triste rostro de Carvajal flotando entre las motas de polvo que bailaban en el haz de luz que entraba por la ventana del despacho, y me contuve. No dije, pues, ni una palabra, y Quinn asistió a la ceremonia y metió la pata hasta el corvejón con un par de gruesos chistes acerca de la situación política en el Próximo Oriente. («Me he enterado de que, la semana pasada, el rey Abdullah y el premier Eleazar estaban jugando al póquer en el casino de Eilat, y que el rey se apostó tres camellos y un pozo de petróleo, mientras que el premier le subió la apuesta en cinco cerdos y un submarino, con lo que el rey…» Oh, no, es demasiado imbécil como para repetirlo.) Naturalmente, las palabras de Quinn fueron repetidas por todas las cadenas de televisión aquella misma noche, y al día siguiente el Ayuntamiento se vio inundado por una avalancha de iracundos telegramas. Mardikian me telefoneó para contarme que alrededor del edificio había piquetes del B’nai B’rith, del United Jewish Appeal, de la Liga de Defensa Judía, y que toda la Casa de David estaba que echaba humo. Me dirigí allí, deslizándome discretamente entre la multitud de ofendidos hebreos, y deseando pedir perdón a todo el cosmos por haber permitido con mi silencio que ocurriera todo aquello. Lombroso se encontraba allí con el alcalde. Nuestras miradas se cruzaron. Sentí una cierta sensación de triunfo —¿acaso no había predicho Carvajal el incidente a la perfección?—, pero al mismo tiempo avergonzado y atemorizado. Lombroso me hizo un rápido guiño, que podía significar una docena de cosas distintas, pero que yo interpreté como señal de ánimo y perdón.

Quinn no parecía perturbado. Golpeó con el pie la gigantesca caja llena de telegramas y dijo con voz oblicua:

—De esta forma comenzamos nuestra caza del votante norteamericano. No es un comienzo muy brillante, ¿no es así, muchacho?

—No te preocupes —le respondí con un fervor en la voz propio de un boy-scout—. Es la última vez que va a ocurrir una cosa como ésta.

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