41

En febrero comenzaron las visiones. Había tenido ya un presagio en aquella colina de Big Sur y otro en Times Square en Nochevieja, pero ahora formaban parte rutinaria de mi vida cotidiana. Nadie puede rasgar el amplio velo oscuro e incierto —dijo el poeta—, pues detrás de él no hay luz alguna. Pero, sí, sí, sí, sí, la luz existe. E iluminó mis días invernales. Al principio las visiones me asaltaban con una frecuencia no superior a una cada veinticuatro horas, y llegaban sin que yo lo deseara, como ataques de epilepsia, normalmente a últimas horas de la tarde o justo antes de la medianoche, anunciándose con un resplandor por detrás de mi cráneo, una cierta tibieza, un cosquilleo que se negaba a desaparecer. Pero pronto comprendí cuáles eran las técnicas necesarias para invocarlas, y pude hacerlo a voluntad. Pero, incluso entonces, no era capaz de ver más de una vez al día, necesitando luego un prolongado periodo de recuperación. No obstante, al cabo de unas cuantas semanas me hice capaz de entrar en trance de visión con mayor facilidad, dos o incluso tres veces al día, como si aquel poder fuese como un músculo que se desarrollase con el uso. Finalmente, el intervalo necesario para la recuperación se convirtió en mínimo. Ahora, si así lo deseo, puedo entrar en trance cada quince minutos. Una vez, a comienzos de marzo, y a modo de experimento, lo intenté una y otra vez, de manera constante durante varias horas, quedándome exhausto, pero sin que por ello disminuyese la intensidad de mis visiones.

Si no evoco las visiones al menos una vez al día, son ellas las que vienen a mí de todas formas, asaltándome a su voluntad, derramándose irrefrenables en mi cerebro.

Загрузка...