34

Me tomé unas vacaciones; pero no en las playas de Hawai, con demasiada gente, demasiado vulgares y lejanas, ni tampoco en el refugio de caza de Canadá, pues las nieves de finales del otoño estarían cayendo ya allí; me marché a la dorada California, a la California de Carlos Socorro, al magnífico Big Sur, donde otro amigo de Lombroso poseía una aislada casa de campo de madera sobre un acre de terreno en lo alto de una colina que dominaba el océano. Durante diez inquietos días viví en aquella rústica soledad, con las boscosas laderas de las montañas de Santa Lucía, oscuras, misteriosas y pobladas de helechos a mis espaldas y el vasto océano Pacífico frente a mí, quinientos pies más abajo. Me aseguraron que aquél era el mejor tiempo del año en el Big Sur, la idílica estación que separa las nieblas del verano de las lluvias del invierno, y así fue de hecho; los días eran cálidos y llenos de sol, las noches frescas y estrelladas, y todos los atardeceres se producía un asombroso crepúsculo de púrpuras y oros. Paseé en bicicleta por los callados bosques de pinos gigantes, nadé en helados y veloces arroyos de montaña, empujé hasta la playa y hasta el turbulento oleaje rocas cubiertas por exuberante y lustrosa vegetación. Observé las comidas de los cormoranes y de las gaviotas, y una mañana, a una divertida nutria marina nadando con el vientre para arriba hasta unos cincuenta metros de la orilla mientras mascaba un cangrejo. No leí periódicos, no hice ni una sola llamada telefónica. No escribí ningún memorándum.

Pero la paz se me escapaba. Pensé mucho en Sundara, preguntándome desconcertada y contrariadamente cómo había llegado a perderla; rumié lúgubres asuntos políticos que, en un marco de tan asombrosa belleza, cualquier hombre cuerdo habría desterrado de su mente; me inventé complicadas catástrofes entrópicas que podrían ocurrir en caso de que Quinn no fuese a Louisiana. A pesar de vivir en un paraíso, conseguí estar todo el tiempo contraído, tenso e incómodo.

Sin embargo, poco a poco fui sintiéndome algo más relajado. Lentamente fue imponiéndose en mi alma atormentada y confusa la magia de aquella espléndida costa, milagrosamente conservada durante todo un siglo en el que prácticamente todo lo demás se había visto gravemente degradado.

Posiblemente, cuando por primera vez fue mientras me encontraba en el Big Sur.

No estoy seguro. Los meses de proximidad a Carvajal no habían producido todavía ningún resultado concreto. El futuro no me envió ningún mensaje que me fuese dado descifrar. Conocía ya los trucos que empleaba Carvajal para inducir el estado de ánimo necesario, los síntomas de una visión inminente; me sentí seguro de que, antes de que transcurriese mucho tiempo, me encontraría viendo, pero carecía de la más mínima experiencia visionaria cierta, y cuanto más intentaba alcanzar una, más distante aparecía mi meta u objetivo. Pero ya a punto de finalizar mi estancia en Big Sur se produjo uno de esos extraños momentos. Había estado en la playa, y ahora, cuando acababa la tarde, ascendía rápidamente el empinado camino que conducía a la casa, cansándome pronto, respirando a fondo, disfrutando de la especie de mareo que me iba embargando mientras sometía mi corazón y mis pulmones a los máximos esfuerzos. Interrumpiendo mi rápida subida en zigzag, me detuve un instante, y me volví para mirar hacia atrás y abajo; y entonces, el resplandor del sol que se ocultaba y reverberaba sobre la superficie del mar me golpeó de repente y me deslumbró, de forma que me tambaleé y temblé y tuve que agarrarme a un arbusto para no caerme. Y, en aquel momento, me pareció, digo me pareció, pues fue sólo una ilusión transitoria, un breve fogonazo subliminal, que estaba mirando a través del dorado fuego de la puesta de sol a un tiempo todavía por venir, que contemplaba una gran bandera rectangular y verde ondeando sobre una enorme plaza de hormigón, y que el rostro de Paul Quinn me contemplaba desde el centro del estandarte, un rostro poderoso y dominador; la plaza estaba llena de gente, miles y miles de personas apelotonadas, cientos de miles que agitaban los brazos, gritaban enloquecidos, saludaban al estandarte; una multitud, una inmensa entidad colectiva arrastrada por la histeria, por la adoración a Quinn. Podía fácilmente haberse tratado de Nuremberg, 1934, sólo que con un rostro distinto en el estandarte, un rostro de iluminados ojos hipertiroidales y rígido bigote negro, y lo que estaban gritando podía fácilmente haber sido: ¡Sieg! ¡Heil! ¡Sieg! ¡Heil! Di una boqueada y caí sobre mis rodillas, derribado por el mareo, el miedo, el asombro o el horror, no sé por qué; gemí y me cubrí el rostro con las manos y, entonces, la visión desapareció, la brisa de la tarde hizo que el estandarte y la multitud se esfumasen de mi cerebro, y ante mí no quedó nada, salvo el inmenso Pacífico.

¿realmente? ¿Se corrieron ante mí los velos del tiempo? ¿Era Quinn el próximo führer, el duce de mañana? ¿O no habría conspirado mi cansada mente con mi agotado cuerpo para provocar un breve relámpago de paranoia, una enloquecida imaginación y nada más? No lo sabía. Todavía no lo sé. Tengo mi propia teoría, y mi teoría es que , pero nunca más he vuelto a ver ese estandarte, nunca más he vuelto a oír la terrible resonancia de los gritos de aquella multitud en éxtasis y, hasta el día en que el estandarte reine sobre nosotros, no sabré realmente la verdad.

Finalmente, tras decidir que ya me había secuestrado suficientemente a mí mismo en los bosques como para restablecer mi status en el Ayuntamiento como asesor estable y digno de confianza, me dirigí a Monterrey, tomé la «cápsula» costera hasta San Francisco, y desde allí volé a Nueva York, hasta mi polvoriento y descuidado apartamento de la calle Sesenta y tres. Pocas cosas habían cambiado. Los días eran más cortos, pues estábamos ya en noviembre, y las nieblas del otoño habían dejado paso a las primeras heladas ráfagas del inminente invierno, que atravesaban la ciudad desde un río a otro. Mirabile dictu, el alcalde había estado en Louisiana y, para la indignación de los editorialistas del New York Times, se había pronunciado a favor de la construcción del más que dudoso pantano de Plaquemines, dejándose fotografiar abrazando al gobernador Thibodaux. Quinn parecía amargamente decidido, sonriendo como alguien a quien se ha contratado para abrazar un cactus.

La siguiente cosa que hice fue dirigirme a Brooklyn a visitar a Carvajal.

Pasó sólo un mes desde la última vez que le ví, pero aparentaba haber envejecido mucho más de lo que corresponde a un mes, pues ofrecía un aspecto lívido y encogido, con los ojos empañados y llorosos y un extraño temblor en las manos. Desde nuestro primer encuentro en el despacho de Lombroso, en el mes de marzo, nunca me había parecido tan desgastado y acabado; era como si le hubiera abandonado todo el vigor que había adquirido durante la primavera y el verano, toda aquella repentina vitalidad que había extraído quizá de su relación conmigo. No quizá, con toda seguridad. Pues, minuto a minuto, y mientras estábamos sentados y charlando, el color fue volviendo a él, y en sus rasgos reapareció un destello de energía.

Le conté lo que me había ocurrido en la ladera de la colina de Big Sur. Puede que sonriera.

—Se trata posiblemente de un comienzo —dijo suavemente—. Antes o después tiene que empezar. ¿Por qué no allí?

—Pero, si , ¿qué significa la visión? ¿Quinn con estandartes? ¿Quinn agitando a las masas?

—¿Cómo voy a saberlo yo? —preguntó Carvajal.

—¿No ha visto nunca nada parecido a eso?

—El verdadero tiempo de Quinn va después del mío —me recordó.

Sus ojos me lo reprocharon amablemente. Sí, a aquel hombre le quedaban menos de seis meses de vida, y lo sabía a la perfección, sabía la hora y el minuto.

—Posiblemente podrá recordar usted la edad que aparentaba Quinn en su visión. El color de su pelo, las arrugas de su cara… —dijo Carvajal.

Intenté recordar. Quinn tenía ahora sólo treinta y nueve años. ¿Qué edad tendría el hombre cuyo rostro llenaba aquel enorme estandarte? Le había reconocido al instante como Quinn y, por tanto, los cambios no podían haber sido grandes. ¿Con el mentón más pronunciado que el del Quinn actual? ¿Con el rubio cabello más gris en las sienes? ¿Más profundamente marcadas las arrugas nacidas del férreo rictus de su sonrisa? No lo sé. No me había dado cuenta. Puede que hubiese sido sólo una fantasía. Una alucinación provocada por la fatiga. Me disculpé ante Carvajal; prometí que la próxima vez lo haría mejor, si es que había una próxima vez. Me aseguró que así sería. Me dijo firmemente que vería, animándose al hacerlo. Cuanto más tiempo transcurría, más fuerte y vigoroso parecía. Vería, no había duda de ello.

Luego dijo:

—Pasemos a los negocios. Nuevas instrucciones para Quinn.

Esta vez sólo había un asunto que transmitir: el alcalde debía empezar a buscar pronto un nuevo comisario general de policía, pues el comisario general Sudakis estaba a punto de dimitir. Aquello me sorprendió. Sudakis había sido uno de los mejores nombramientos de Quinn; era eficaz y popular, lo más parecido a un héroe con que había contado el Departamento de policía de Nueva York en un par de generaciones; un hombre firme, fiable, incorruptible y personalmente valeroso. En su primer año y medio al frente del Departamento, había llegado a parecer inamovible; era como si hubiese desempeñado siempre aquel cargo, como si siempre lo fuese a desempeñar. Había hecho un estupendo trabajo transformando la Gestapo en que se había llegado a convertir la policía bajo el alcalde Gottfried en una fuerza guardiana de la paz; pero la tarea no se había aún completado; hacía sólo un par de meses que había podido escuchar a Sudakis explicarle al alcalde que necesitaría otro año y medio para terminar su labor de limpieza. ¿Que Sudakis estaba a punto de dimitir? Sonaba a falso.

—Quinn no lo creerá —dije—. Se me reirá en mi cara.

Carvajal se encogió de hombros.

—A primeros de año, Sudakis no será ya comisario general de Policía. El alcalde debería tener listo al sustituto adecuado.

—Puede que sí. Pero ¡resulta tan terriblemente increíble…! Sudakis parece tan firme como el peñón de Gibraltar. No puedo dirigirme al alcalde y decirle que está a punto de dimitir, aunque sea verdad. Hubo tanto jaleo con todo lo relativo a Thibodaux y Ricciardi, que Markidian insistió en que me tomase una cura de reposo. Si me presento con una información tan disparatada, puede llegar incluso a despedirme.

Carvajal me miró con fijeza, imperturbable, implacablemente.

Entonces dije:

—Déme al menos algunos de los datos en los que se basa. ¿Por qué piensa Sudakis dimitir?

—No sé.

—No sabe. No sabe. Y tampoco le importa, ¿no? Todo lo que sabe es que planea marcharse. Lo demás le parece algo trivial.

—Ni tan siquiera sé eso, Lew. Sólo que se marchará. Puede que ni él mismo lo sepa todavía.

—¡Ah! Muy bien. Si se lo cuento al alcalde, éste hará llamar a Sudakis. Sudakis lo niega todo, porque de momento no piensa así, y…

—La realidad se conserva siempre —dijo Carvajal—. Sudakis dimitirá. Ocurrirá muy de repente.

—¿Y tengo que ser yo quien se lo cuente a Quinn? ¿Qué pasará si no le digo nada? Si la realidad se conserva siempre, Sudakis dimitirá haga yo lo que haga. ¿No es así? ¿No?

—¿Desea que cuando eso ocurra el alcalde no esté preparado?

—Mejor que hacerle creer que me he vuelto loco.

—¿Le da miedo prevenir a Quinn de esta dimisión?

—Sí.

—¿Qué piensa que le va a ocurrir?

—Me encontraré en una situación sumamente embarazosa —respondí—. Se me pedirá que justifique algo que no tiene ni pies ni cabeza para mí. Tendré que recurrir a decir que se trata de un presentimiento, sólo de un presentimiento, y si Sudakis niega que vaya a dimitir, perderé mi influencia con Quinn. Puedo incluso perder mi empleo. ¿Es eso lo que desea?

—Yo no deseo nada en absoluto —dijo Carvajal, distantemente. —Y, aparte de todo eso, Quinn no permitirá que Sudakis dimita.

—¿Está seguro?

—Totalmente. Le necesita demasiado. No aceptará su dimisión. Diga lo que diga Sudakis, seguirá en su puesto, y ¿cómo afectará eso a la conservación de la realidad?

—Sudakis no se quedará —dijo Carvajal con indiferencia.

Me marché y reflexioné sobre todo aquello. Mis objeciones a recomendar a Quinn que comenzara a buscar un sucesor para Sudakis me parecieron lógicas, razonables, plausibles e indiscutibles. No estaba dispuesto a ponerme en una situación tan comprometida, justo cuando acababa de volver, cuando era todavía vulnerable al escepticismo de Mardikian acerca de mi salud mental. Por otro lado, si algún giro imprevisible de los acontecimientos obligaba a Sudakis a dimitir, me habría mostrado negligente con mis obligaciones, no previniendo al alcalde de ello. En una ciudad siempre al borde del caos, aun unos pocos días de confusión acerca de la autoridad del Departamento de policía podrían provocar una situación de anarquía en las calles; y si había algo que pudiese perjudicar a Quinn como aspirante a la presidencia era un resurgimiento, por breve que fuese, de la falta de orden que tan frecuentemente había arrasado la ciudad antes de la represiva administración de Gottfried y durante la del débil alcalde DiLaurenzio. Y, en tercer lugar, hasta ahora nunca me había negado a ser el vehículo de las directrices de Carvajal, y me preocupaba mucho la posibilidad de enfrentarme con él ahora. Imperceptiblemente, las teorías de Carvajal sobre la conservación de la realidad habían llegado a ser asumidas por mí; imperceptiblemente, había ido aceptando su filosofía hasta tal punto que me atemorizaba la posibilidad de entrometerme en el inevitable desenvolvimiento de lo inevitable. Sintiéndome un poco como alguien que se estuviese montando sobre un bloque de hielo arrastrado por la corriente hacia las cataratas del Niágara, y a pesar de. todas mis aprensiones, me decidí a contar a Quinn el asunto de la dimisión de Sudakis.

Pero dejé que pasara una semana, esperando que la situación se resolvería de un modo u otro sin mi intervención, y luego una semana más; podría haber dejado pasar así lo que quedaba del año, pero sabía que me estaba engañando a mí mismo. Así pues, redacté un memorándum, y se lo envié a Mardikian.

—No pienso enseñarle esto a Quinn —me dijo dos horas más tarde.

—Tienes que hacerlo —dije, sin gran convicción.

—¿Sabes qué ocurrirá si lo hago? Que te mandará a la mierda, Lew. Tuve que bailarle el agua durante medio día para convencerle de lo de Ricciardi y del viaje a Louisiana, y las cosas que dijo Quinn sobre ti no fueron muy agradables. Teme que estés perdiendo el seso.

—Eso es lo que pensáis todos vosotros. Pues bien, no es así. Me he tomado unas vacaciones estupendas en California y en mi vida me he sentido mejor. Y antes del próximo enero, esta ciudad va a necesitar un nuevo comisario general de Policía.

—No, Lew.

—No.

Mardikian gruñó ásperamente. Me toleraba, me seguía la corriente; pero al mismo tiempo estaba harto de mí y de mis predicciones. Lo sabía. Luego me dijo:

—Nada más recibir tu nota, hice llamar a Sudakis y le conté que había oído el rumor de que estaba a punto de dimitir. No dije de dónde procedía. Le dejé que creyese que me había llegado a través de uno de los chicos de la prensa. Tendrías que haberle visto la cara, Lew. Fue como si le hubiese dicho que su madre era turca. Juró por setenta santos y cincuenta ángeles que sólo abandonaría su puesto en caso de que el alcalde le despidiese. Normalmente, me doy cuenta cuando alguien está fingiendo, y Sudakis era la persona más sincera que haya visto en toda mi vida.

—A pesar de ello, Haig, va a dimitir dentro de un mes o dos.

—¿Cómo puede ser?

—Siempre surgen circunstancias imprevistas.

—¿Cómo cuáles?

—Cualquiera. Razones de salud. Un repentino escándalo en el Departamento. Una oferta de trabajo espléndidamente pagado desde San Francisco. No sé cuál va a ser la razón exacta. Me limito a decirte…

—Lew, cómo demonios vas a saber lo que va a hacer Sudakis en enero, cuando no lo sabe ni tan siquiera él mismo?

—Lo sé —insistí.

—Pero ¿cómo?

—Es un presentimiento.

—Un presentimiento. Un presentimiento. No sabes decir otra cosa. Son ya demasiados presentimientos, Lew. Tus habilidades están relacionadas con la interpretación de las tendencias, no con predicciones individuales; y, sin embargo, nos vienes cada vez más frecuentemente con estos apuntes aislados, con estas adivinaciones de bola de cristal, con estas…

—Haig, ¿ha resultado alguna de ellas equivocada?

—No estoy seguro.

—Ninguna. Ni una sola. Muchas de ellas no se han visto todavía demostradas, pero no hay ni una que se haya visto contradicha por acontecimientos posteriores, ni una sola línea de actuación recomendada por mí que haya resultado una imprudencia, ni una…

—A pesar de ello, Lew. Ya te lo dije la última vez, aquí no creemos en los sacamuelas. Atente a proyecciones generales de tendencias futuras, ¿quieres?

—Actúo únicamente en beneficio de Quinn.

—Seguro. Pero creo que deberías empezar a preocuparte algo más por ti mismo.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Que, a menos que tu trabajo aquí adopte…, bien, un tono algo menos anticonvencional, el alcalde puede decidir prescindir de tus servicios.

—Tonterías, Haig. Me necesita.

—Está empezando a no pensar así. Está empezando a pensar que constituyes incluso un aporte negativo.

—Entonces es que no se da cuenta de todo lo que he hecho por él. Ahora está mil kilómetros más cerca de la Casa Blanca de lo que habría estado de no ser por mí. Escucha, Haig, tanto si Quinn y tú creéis que estoy loco como si no, a comienzos de enero esta ciudad se va a despertar una mañana sin comisario general de Policía, y el alcalde debería iniciar una búsqueda personal de sustituto esta misma tarde, y quiero que se lo hagas saber.

—No lo haré. Por tu propio bien —dijo Mardikian.

—No seas testarudo.

—¿Testarudo? ¿Yo testarudo? Estoy intentando salvar tu cabeza.

—¿En qué puede perjudicar a Quinn empezar a buscar sigilosamente un nuevo comisario? Si Sudakis no dimite, Quinn puede olvidarse de todo el asunto, y nadie se enterará. ¿O acaso tengo que acertar todas las veces? Estoy seguro de acertar con respecto a Sudakis; pero, aun en el caso de que no sea así, ¿qué? Se trata de una información potencialmente útil, lo que ofrezco es muy importante si demuestra ser verdad, y…

—Aquí nadie dice que tienes que acertar al cien por cien —dijo Mardikian—; y, por supuesto, no hay nada malo en iniciar una sigilosa búsqueda de nuevo comisario, por si las moscas… El mal que estoy intentando evitar es el que te puedes hacer a ti mismo. Quinn me ha dicho ya que, si apareces con otra disparatada profecía de magia negra, te trasladará al Departamento de Sanitación o a algo peor, y está dispuesto a hacerlo, Lew, está dispuesto… Puede que hayas tenido muchísima suerte sacándote todas esas cosas de la manga, pero…

—No se trata de suerte, Haig —le dije tranquilamente.

—¿Cómo?

—No estoy empleando en absoluto procesos estocásticos. No estoy operando mediante cálculos y conjeturas. Digo sólo las cosas que veo. Puedo escrutar el futuro y oír conversaciones, leer titulares, observar acontecimientos. Puedo dragar todo tipo de datos del porvenir —se trataba sólo de una pequeña mentira, por la que me atribuía a mí mismo los poderes de Carvajal. Fuese quien fuese el receptor de las visiones, los resultados eran los mismos—. Por eso es por lo que no puedo dar los datos en los que se apoyan mis memorándums —dije—. Miro al mes de enero, veo a Sudakis dimitiendo, y eso es todo; no se por qué, todavía no percibo la estructura de causa y efecto, sólo el hecho en sí. Es algo distinto de la proyección de tendencias, algo que no tiene absolutamente nada que ver con ella, más disparatado, muchísimo menos plausible, pero más fiable, fiable al cien por cien. ¡Al cien por cien! Porque puedo verlo que va a ocurrir.

Mardikian permaneció callado durante un buen rato.

Finalmente, con voz ronca y algodonosa, dijo:

—Lew, ¿estás hablando en serio?

—Totalmente.

—Y si traigo a Quinn aquí, ¿le dirás exactamente lo mismo que a mí? ¿Exactamente lo mismo?

—Sí.

—Espera aquí —dijo.

Esperé. Procuré no pensar en nada. Dejando mi mente en blanco, intenté que fluyesen mis poderes estocásticos: ¿no habría cometido un gravísimo error, no me habría pasado? No lo creía. Creía que había llegado el momento de revelar algo de lo que realmente estaba haciendo. Para que resultase más plausible, evité mencionar el papel realmente desempeñado por Carvajal en todo aquel proceso; pero, por lo demás, no me había reservado nada, y me sentí libre de tensiones; sentí en mí una cálida corriente de alivio, pues, finalmente, me había despojado de mi máscara.

Al cabo de unos quince minutos, volvió Mardikian. El alcalde estaba con él. Dieron unos cuantos pasos por el despacho y se detuvieron uno al lado del otro junto a la puerta, formando una pareja extrañamente incongruente: Mardikian moreno y absurdamente alto; Quinn rubio, más bajo y robusto. Parecían terriblemente solemnes.

—Lew, cuéntale al alcalde lo que acabas de decirme —dijo Mardikian.

Repetí alegremente mi confesión de una segunda visión, empleando las mismas frases en la medida de lo posible. Quinn me escuchó imperturbable. Cuando terminé, me preguntó:

—Lew, ¿cuánto tiempo llevas trabajando conmigo?

—Desde comienzos del noventa y seis.

—Casi cuatro años. Y ¿cuánto tiempo hace que tienes conexión directa con el futuro?

—No desde hace mucho. Sólo desde la primavera. ¿Recuerdas cuando te insté a que consiguieras que el Ayuntamiento aprobara el Decreto sobre Obligatoriedad de Congelación del Petróleo, justo antes de que se produjesen las mareas negras de Texas y California? Fue aproximadamente entonces. No se trataba de conjeturas. Y luego, las otras cosas, las que parecían tan disparatadas…

—Como leídas en una bola de cristal —dijo Quinn pensativamente.

—Sí. Sí. ¿Recuerdas, Paul, el día en que me contaste que habías decidido presentarte para la Casa Blanca en el 2004? ¿Recuerdas lo que me dijiste? Me dijiste: Tú vas a ser los ojos que escruten el futuro para mí. ¡No sabías hasta qué punto era verdad!

Quinn se rió. No era una risa alegre.

Luego dijo:

—Lew, creí que si te ibas a descansar durante un par de semanas, volverías a ser el mismo de antes. Pero ahora veo que el problema es mucho más grave.

—¿Cómo?

—Has sido un buen amigo y un valioso asesor durante cuatro años. Jamás infravaloraré la valía de la ayuda que me has proporcionado. Puede que sacaras tus ideas de un buen análisis intuitivo de las tendencias, de ordenadores electrónicos o de un genio que te las dictaba el oído; pero, fuera de donde fuese, me estabas dando consejos de gran utilidad. Sin embargo, ahora, después de lo que he oído, no puedo arriesgarme a conservarte entre mi personal. Si se corre la voz de que las decisiones clave de Paul Quinn las toma por él una especie de gurú, de visionario, de clarividente Rasputín, de que no soy nada más que una marioneta que manejan desde la oscuridad, estaré acabado, estaré muerto. Te concederemos un despido a partir de la fecha de hoy, con plenos derechos a seguir cobrando tu sueldo hasta finales del año fiscal, ¿vale? Eso te dará más de siete meses para reconstruir tu antiguo negocio privado de asesoría antes de dejar de cobrar de la nómina municipal. Supongo que, con tu divorcio y todo eso, te encontrarás en una difícil situación financiera, y no pretendo empeorarla. Y hagamos un trato: yo no haré ninguna declaración pública sobre las razones de tu dimisión, ni tú formularás ninguna reclamación abierta sobre el supuesto origen de las informaciones que me proporcionabas. ¿Te parece justo?

—¿Me estás despidiendo? —musité entre dientes.

—Lo siento, Lew.

—¡Puedo convertirte en presidente, Paul!

—Me temo que tendré que conseguirlo yo solo.

—Crees que estoy loco, ¿no? —dije.

—Esa es una palabra algo fuerte.

—Pero lo crees, ¿no? Crees que has venido recibiendo consejos de un lunático peligroso, y que no importa que los consejos de ese lunático hayan sido acertados; que ahora tienes que librarte de él, pues causaría una mala impresión, sí, una impresión pésima el que la gente empezara a pensar que tienes entre tu personal a una especie de brujo, y…

—Por favor, Lew —dijo Quinn—. No me lo pongas aún más difícil —cruzó el despacho y tomó mi fláccida y fría mano en un fervoroso apretón. Su rostro estaba muy próximo al mío. Y una vez más, la última, me dispensó el famoso tratamiento Quinn. En tono firme y perentorio, me dijo:

—Créeme, te voy a echar de menos. Como amigo, como asesor. Puede que esté cometiendo un gravísimo error. Y me resulta muy doloroso tener que hacer esto. Pero tienes razón, Lew. No puedo arriesgarme.

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