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Pero nuestra estratagema no funcionó. Lo intentamos y fracasamos. Me dediqué a repasar los periódicos diligentemente y a ponerme al día de lo que había ocurrido; una semana fuera de órbita había bastado para que le perdiese la pista a media docena de nacientes pautas o modelos. Luego efectué un peligroso desplazamiento a través de la helada ciudad hasta la oficina de Lew Nichols Associates, empresa todavía en funcionamiento, aunque de forma débil e intermitente, y deposité algunas de mis previsiones en los ordenadores. No queriendo correr el riesgo del teléfono, transmití mis resultados a Bob Lombroso por medio del correo. Lo que le proporcioné no era nada especialmente importante, sólo un par de verborreicas sugerencias acerca de la política laboral de la ciudad. A lo largo de los días siguientes le fui pasando una serie de ideas igualmente digeribles. Entonces Lombroso me llamó para decirme:

—Puedes dejarlo. Mardikian nos ha descubierto.

—¿Qué ha ocurrido?

—Les he ido pasando tus informaciones; ya sabes, poco a poco. Anoche cené con Haig y, cuando llegamos a los postres, me preguntó de repente si tú y yo estábamos en contacto.

—¿Y le contestaste la verdad?

—Intenté no contarle nada —dijo Lombroso—. Estaba amedrentado, pero supongo que no lo suficiente. Haig es muy agudo, ya sabes, y lo adivinó todo. Me dijo: «Sé que sí. Toda ella lleva su impronta». No reconocí nada. Haig se limitó a darlo por supuesto, y tenía razón. Muy amistosamente me dijo que cortase, que si Quinn sospechaba lo que estaba ocurriendo se debilitaría mi posición ante él.

—¿Entonces Quinn no lo sabe todavía?

—Al parecer no. Y Mardikian no tiene intención de irle con el cuento. Pero no puedo correr el menor riesgo. Si Quinn empieza a sospechar de mí, estoy perdido. Cada vez que alguien menciona el nombre de Lew Nichols a su alrededor se vuelve absolutamente paranoico.

—¿Hasta ese extremo han llegado las cosas?

—Hasta ese extremo.

—Así pues, me he convertido en un enemigo —dije.

—Me temo que sí. Lo siento, Lew.

—Yo también —dije, con un suspiro.

—No te voy a llamar más. Si necesitas ponerte en contacto conmigo, hazlo a través de mi despacho a Wall Street.

—Lo siento. No deseo crearte problemas, Bob.

—Lo siento —repitió.

Okey.

—Si pudiera hacer algo por ti…

Okey, okey, okey.

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