6

Entre septiembre de 1997 y marzo del 2000, hace nueve meses, estuve obsesionado con la idea de convertir a Paul Quinn en presidente de los Estados Unidos.

Obsesionado. Resulta un término algo fuerte.

Huele a Sacher-Masoch, Krafft-Ebing, el lavado ritual de manos, la ropa interior de goma. Creo, sin embargo, que describe con exactitud cómo me encontraba involucrado con Quinn y sus ambiciones.

Me lo presentó Haig Mardikian en el verano de 1995. Haig y yo asistimos juntos a un colegio privado, el Dalton, alrededor de 1980-1982; allí habíamos jugado mucho al baloncesto, manteniéndonos en contacto desde entonces. Se trata de un pulcro abogado con ojos de lince y de unos tres metros de altura que, entre otras muchas cosas, desea ser el primer fiscal general de Estados Unidos de ascendencia armenia, y que probablemente lo conseguirá.

(¿Probablemente? ¿Cómo puedo dudarlo?) Una sofocante tarde de agosto me telefoneo para decirme:

—Sarkisian va a celebrar una gran fiesta esta noche. Estás invitado. Te garantizo que sacarás algo bueno.

Sarkisian es un agente de terrenos y fincas que, al parecer, posee las dos orillas del río Hudson a lo largo de unos seis o siete kilómetros.

—¿Quién va a ir? —pregunté—, aparte de Ephrikian, Missakian, Hagopian, Manoogian, Garabedian y Boghosian.

—Berberian y Khatisian —me respondió—. También —y Mardikian soltó una brillante y deslumbrante retahíla de personajes célebres en los mundos de las finanzas, la política, la industria, la ciencia y el arte, que terminaba con—… y Paul Quinn —puso un significativo énfasis en aquel último nombre.

—¿Debería conocerle, Haig?

—Deberías, pero ahora probablemente no le conoces. De momento es el presidente de la asamblea de Riverdale. Ocupará puestos importantes en la vida pública.

No me interesaba de forma especial pasarme la noche del sábado oyendo a un joven y ambicioso político irlandés explicar sus planes para reordenar la galaxia; pero, por otro lado, yo ya había efectuado algunos trabajos de lanzamiento de políticos y se sacaba dinero, y Mardikian probablemente sabía lo que era bueno para mí. Además, la lista de invitados era irresistible. Para colmo, mi esposa estaba pasando el mes de agosto en Oregón, con un grupo de seis, y supongo que yo albergaba la esperanzadora fantasía de poder volver aquella noche a mi casa con alguna opulenta dama armenia de cabellos negros.

—¿A qué hora? —pregunté.

—A las nueve —respondió Mardikian.

Así pues, a casa de Sarkisian: un ático triplex en lo alto de una torre circular de noventa pisos, construida de alabastro y ónice sobre una plataforma alejada de la orilla del Lower East Side. Unos guardianes de rostros impasibles, que podían haber sido robots de metal y plástico, comprobaron mi identidad, me escudriñaron atentamente para ver si llevaba armas y me dejaron pasar. Dentro el aire era como una neblina azulada. El agrio y fuerte olor a huesos en polvo lo inundaba todo, aquel año nos había dado por fumar calcio con drogas. Todo el apartamento estaba rodeado por ventanas ovaladas de cristal, a modo de gigantescas troneras. En las habitaciones que daban al este la vista quedaba bloqueada por las monolíticas moles del World Trade Center, pero el resto de la casa de Sarkisian proporcionaba un aceptable panorama de 270 grados del puerto de Nueva York, New Jersey, la autopista del West Side, y puede que de un trocito de Pennsylvania. Las troneras sólo estaban cubiertas en una de las gigantescas habitaciones en forma de cuña, y cuando entré en la de al lado y miré por el afilado ángulo descubrí por qué: aquel lado de la torre daba al pedestal todavía sin demoler de la Estatua de la Libertad, y, al parecer, Sarkisian no quería que aquella deprimente vista enfriase los ánimos de sus invitados. (Recuerden que todo esto ocurría en el verano de 1995, que fue uno de los años más violentos de aquella década, y que las bombas tenían aún sobresaltado a todo el mundo.)

¡Los invitados! Eran, como se me había prometido, un espectacular enjambre de contraltos y astronautas, de militares y miembros de consejos de administración. Los trajes oscilaban entre la etiqueta y la extravagancia, con la previsible exhibición de pechos y órganos genitales, pero también con los primeros indicios, procedentes de la vanguardia, del amor por el recato de fin-de-siécle que ha logrado ya imponerse, de los cuellos altos y los apretados bandeaux. Media docena de hombres y unas cuantas mujeres pretendían ir vestidos de clérigos y debía haber como unos quince pseudogenerales cubiertos con suficientes medallas y condecoraciones como para avergonzar a un dictador africano. Yo iba vestido con bastante sencillez, creía, con un conjunto inarrugable color verde radiación y un collar de cuentas de tres vueltas. Aunque las habitaciones estaban a rebosar, la circulación de los invitados distaba de ser informe, pues ví unos ocho o diez hombres resueltos, altos y morenos, vestidos con ropas discretas, los miembros clave de la ubicua mafia armenia de Haig Mardikian, distribuidos equidistantemente por el salón principal como si fuesen flechas indicadoras, carteles, postes, ocupando cada uno de ellos una posición fija asignada de antemano, ofreciendo eficientemente cigarrillos y bebidas, efectuando presentaciones, encauzando a las personas en dirección de otras a las que les convenía conocer. Fui conducido con facilidad por esta sutil criba. Me destrozó la mano de un apretón Ara Garabedian, o Jason Komurjian, o quizá George Missakian, y me encontré insertado en una órbita en curso de colisión con una mujer rubia de rostro bronceado, llamada Autumn, que no era armenia y con la que, de hecho, me fui a casa algunas horas después.

Pero mucho antes de que Autumn y yo llegásemos a eso, me ví suavemente conducido a codazos por una larga rotación de interlocutores, en el transcurso de la cual…

…me encontré hablando con una persona de sexo femenino, de raza negra, ingeniosa, de apariencia asombrosa y medio metro más alta que yo, a la que identifiqué, sin equivocarme, como Ilene Mulamba, directora de la Cuarta Cadena, encuentro que me sirvió para conseguir un extraño contrato consulting para el diseño de sus programas de zona étnica con señal segregada…

…rechazando amablemente los juguetones avances del concejal Ronald Holbrecht, el autosuficiente portavoz de la Comunidad Gay, y el primero en haber ganado unas elecciones fuera de California con el apoyo del Partido Homófilo…

…envuelto en una conversación entre dos hombres de elevada estatura y blancos cabellos, que parecían banqueros, y que resultaron ser especialistas en bioenergética de los hospitales Bellevue y Presbiteriano de Columbia, dedicados al intercambio de chismes acerca de sus trabajos en sonopuntura, que implicaban un tratamiento ultrasónico de enfermedades óseas en estado avanzado…

…escuchando a un ejecutivo de los laboratorios CBS explicándole a un joven de ojos saltones su recién creado dispositivo de biofeedback en bucle para aumentar el carisma…

…enterándome de que el joven de ojos saltones era Lamont Friedman, de la siniestra y tentacular empresa inversora Asgard Equities…

…intercambiando chismorreos banales con Noel Maclver, de la expedición Ganymedes; con Claude Parks, de la Patrulla Antidroga (quien se había llevado su saxo molecular y no necesitó que le insistieran mucho para tocarlo); con tres estrellas del baloncesto y un resplandeciente centrocampista; un organizador del recién creado Sindicato de prostitutas; un inspector municipal de burdeles, y toda una variedad de funcionarios municipales de funciones menos definidas, así como con el responsable de la sección de artes perecederas del Museo de Brooklyn, Meiling Pulvermacher…

…tuve mi primer encuentro con una procuradora de la religión del Tránsito, la diminuta pero vigorosa señora Catalina Yarber, recién llegada de San Francisco, y cuyos intentos por convertirme allí mismo rehusé con discretas excusas…

…y conocí a Paul Quinn.

Sí, Quinn. Algunas veces me despierto tembloroso y cubierto de sudor por la repetición en sueños de aquella fiesta, en la que me veo arrastrado por una corriente irresistible a través de un mar de estruendosas celebridades hacia la dorada y sonriente figura de Paul Quinn, quien me espera como Caribdis, con los ojos brillantes y las fauces abiertas. Quinn contaba entonces treinta y cuatro años, cinco más que yo, y era un tipo no alto pero sí robusto, rubio, de hombros anchos, ojos azules muy abiertos, cálida sonrisa y ropas convencionales, que te daba un rudo y masculino apretón de manos cogiéndote no sólo de ésta sino también de la parte interior de los bíceps, efectuando un contacto de miradas con un chasquido casi audible y estableciendo una relación inmediata. Todo ello no era sino técnica política estándar, y lo había visto ya muchas veces antes, pero nunca con aquel grado de intensidad y potencia. Quinn conseguía salvar el abismo entre una persona y otra tan rápida y confiadamente que empecé a sospechar que debía llevar en el lóbulo de la oreja uno de aquellos mecanismos de la CBS para reforzar el propio carisma. Mardikian le dijo mi nombre e, inmediatamente, se volcó en mí:

—Eres una de las personas que más interés tenía en encontrar aquí esta noche. Llámame Paul. Vámonos a un sitio algo más tranquilo, Lew.

Yo sabía que estaba siendo manejado expertamente, pero me dejaba atrapar a pesar de mí mismo.

Me llevó a un saloncito algunas habitaciones al noroeste del salón principal. Figuras de arcilla precolombinas, máscaras africanas, pantallas pulsares, juegos acuáticos, una agradable mezcla de viejas y nuevas ideas de decoración. La pared estaba empapelada con ejemplares del New York Times, cosecha de 1980 o así. «Qué fiesta», dijo Quinn, sonriendo. Repasó rápidamente la lista de invitados, compartiendo conmigo un espanto algo infantil por encontrarse entre tantas celebridades.

Luego centró su foco de atención, pasándolo a mí.

Le habían informado a la perfección. Lo sabía todo acerca de mí: dónde había estudiado, qué título había alcanzado, qué tipo de trabajo realizaba, dónde estaba mi despacho. Me preguntó si había ido con mi esposa:

—Sundara, ¿no se llama así? —me preguntó—. ¿Es de origen asiático?

—Su familia procede de la India —le dije.

—Dicen que es muy bella.

—Está pasando el mes en Oregón.

—Espero tener la oportunidad de conocerla. Quizá, la próxima vez que pase por vía Richmond les haga una visita, ¿está bien? ¿Le gusta vivir en Staten Island?

Conocía todo esto de antes, el tratamiento completo, la mente computada de un político en funcionamiento; era como si un diminuto microcircuito estuviese en marcha, clíck-clíck-clíck, proporcionando todos los datos que hacían falta, y, por un momento, sospeché que podía ser como una especie de robot. Pero Quinn era demasiado bueno como para no ser real. A un determinado nivel se limitaba a soltar todo lo que le habían contado de mí, y a efectuar una impresionante exhibición de esos conocimientos; pero a otro nivel me estaba comunicando su propia diversión ante la ofensiva amplitud de su propio trabajo, como si me estuviese guiñando el ojo interiormente, y diciéndome: No tengo más remedio que acumular esta información, Lew; así es como se supone que debo jugar este estúpido juego. Al tiempo parecía estar percibiendo y reflexionando sobre el hecho de que yo también me mostraba divertido y espantado por su capacidad. Era hábil, aterradoramente hábil. Mi mente se lanzó a una proyección automática y me suministró toda una serie de titulares del New York Times, que decían más o menos lo siguiente:

EL RESPONSABLE DE LA ASAMBLEA DEL BRONX, QUINN, ATACA LOS RETRASOS EN LA DEMOLICIÓN DE «SLUMS»

EL ALCALDE QUINN PIDE UNA REFORMA DE LA CARTA MUNICIPAL

EL SENADOR QUINN DICE QUE ASPIRA A LA CASA BLANCA

QUINN CONDUCE A LOS NUEVOS DEMÓCRATAS A UN AVANCE A ESCALA NACIONAL

EVALUACIÓN DEL PRIMER MANDATO DEL PRESIDENTE QUINN

Siguió hablando, sonriendo todo el tiempo, manteniendo el contacto de las miradas, haciendo que me sintiera inmovilizado. Me interrogó acerca de mi profesión, rastreó en busca de mis creencias políticas, reiteró las suyas propias.

—Dicen que posees el índice de fiabilidad más elevado de todos los profesionales del nordeste… Apuesto, sin embargo, a que no previste el asesinato Gottfried… No hay que ser profeta para sentir lástima por el pobre diablo de DiLaurenzio, intentando llevar la alcaldía en unos tiempos como éstos… A esta ciudad no se la puede gobernar, hay que hacerle trampas… ¿Le repele tanto como a mí ese último pedante Decreto Vecinal?… ¿Qué opina del proyecto de fusión de la calle Veintitrés de Con Ed?… Tendría que ver los organigramas que encontraron en la caja fuerte del despacho de Gottfried…

Exploró con destreza en búsqueda de bases comunes de filosofía política, aunque debía ser perfectamente consciente de que compartía la mayor parte de sus puntos de vista, pues si sabía tantas cosas sobre mí, debía estar al tanto de que me había inscrito en el partido de los Nuevos Demócratas, de que había formulado los vaticinios para el «Manifiesto del siglo XXI» y para su compañero, el libro Hacia una verdadera humanidad, de que pensaba lo mismo que él con respecto a las prioridades y reformas necesarias y a la inútil idea puritana de intentar legislar la moralidad. Cuanto más hablábamos más atraído me sentía por él.

Comencé a efectuar para mí algunas perturbadoras comparaciones entre Quinn y algunos de los grandes políticos del pasado: F.D. Roosevelt, Rockefeller, Johnson, el primer Kennedy. Todos ellos compartían aquella agradable y atractiva habilidad dual de ser capaces de desempeñar los rituales de la conquista política y de indicar simultáneamente a sus víctimas más inteligentes que no estaban engañando a nadie, de decirles: todos sabemos que se trata de un ritual, pero ¿verdad que lo hago bien? Incluso entonces, incluso aquella noche, cuando no era nada más que un responsable de asamblea desconocido fuera de su propio distrito, le ví entrando en la historia política al lado de figuras como Roosevelt y J.F. Kennedy. Luego empecé a formular comparaciones todavía más grandiosas, entre Quinn y Napoleón, Alejandro Magno e incluso Jesucristo; y si esta forma de hablar les hace arrugar el entrecejo, recuerden que soy maestro en las artes estocásticas y que mi visión es más clara y aguda que la de ustedes.

Quinn no me dijo nada de aspirar a un cargo superior. Se limitó a decirme, mientras nos reincorporábamos a la fiesta:

—Es todavía muy pronto para ir formando mi equipo; pero cuando lo haga quiero contar contigo. Haig mantendrá el contacto.

—¿Qué piensas de él? —me preguntó Mardikian cinco minutos más tarde.

—Será alcalde de Nueva York en 1998.

—¿Y luego?

—Si quieres saber más, ponte en contacto con mi oficina y pide una cita. Cincuenta a la hora y te leo todo lo que quieras en la bola de cristal.

Me apretó levemente el brazo y se marchó riendo.

Diez minutos después estaba compartiendo una pipa con la dama de dorados cabellos llamada Autumn. Era Autumn Hawkes, la aclamada nueva soprano del Metropolitan Opera House. Rápidamente, sólo con los ojos, con el silencioso lenguaje del cuerpo, negociamos un acuerdo para el resto de la noche. Me dijo que había ido a la fiesta con Víctor Schott, un alto y delgado joven, de tipo prusiano, vestido con un sombrío uniforme militar cargado de medallas, quien habría de dirigirla en Lulú la temporada de invierno; pero, al parecer, Schott se había puesto de acuerdo con el concejal Holbrecht para irse con él a su casa, dejando a Autumn abandonada a su suerte. No me dejé engañar sobre cuáles eran sus auténticas preferencias, pues la ví mirando ávidamente a Paul Quinn, quien se encontraba en el otro extremo del salón, y sus ojos brillaban. Quinn estaba allí en plan de negocios, no podía cazarlo ninguna mujer (¡tampoco ningún hombre!).

—Me pregunto si canta —dijo Autumn, pensativamente.

—¿Te gustaría cantar algún dúo con él?

—Ser Isolda y él Tristán; Turandot y él Calaf; Aida y él Radamés.

—¿Salomé y él San Juan? —sugerí.

—No bromees.

—¿Admiras sus ideas políticas?

—Las admiraría si supiese cuáles son.

—Es liberal y sensato —dije.

—En ese caso admiro sus ideas políticas. También creo que es abrumadoramente masculino y enormemente hermoso.

—Se dice que los políticos en proceso de fabricación resultan amantes inadecuados.

—Lo que se dice por ahí no me impresiona nunca. Puedo mirar a un hombre, me basta una mirada, y sé al instante si es o no adecuado —dijo encogiéndose de hombros.

—Muchas gracias —dije.

—Ahórrate los cumplidos. Por supuesto, algunas veces me equivoco —respondió con venenosa dulzura—. No siempre, pero sí algunas veces.

—Yo también, algunas veces.

—¿Con las mujeres?

—Con cualquier cosa. Tengo una segunda visión, ¿sabes? El futuro es para mí como un libro abierto.

—Lo dices como si fuese verdad —dijo.

—Sí. Así es como me gano la vida. Con vaticinios.

—¿Qué ves en mi futuro? —preguntó ella, medio en broma, medio en serio.

—¿A corto o a largo plazo?

—Cualquiera de los dos.

—A corto plazo —dije—, una noche de francachela y un tranquilo paseo mañanero bajo una ligera llovizna. A largo plazo, triunfo tras triunfo, la fama, una villa en Mallorca, dos divorcios, la felicidad al final de la vida.

—¿Eres un echaventuras gitano, pues?

—Simplemente un técnico estocástico, milady —dije, negando con la cabeza.

Miró en dirección a Quinn.

—¿Qué ves en el futuro para él?

—¿Para él? Va a ser presidente. Como mínimo.

Загрузка...