13

Alguien ha dicho de la política que provoca extraños compañeros de cama. No obstante, por la política, Sundara y yo no nos hubiésemos arriesgado nunca al grupo de cuatro que formamos aquella primavera con Catalina Yarber, la apoderado del Credo del Tránsito, y Lamont Friedman, el joven genio financiero rebosante de energía. Pero, de no ser por Catalina Yarber, Sundara no se habría convertido a la fe del Tránsito, y, de no ser por su conversión, es muy probable que siguiese siendo mi esposa. Y así sucesivamente, una y otra vez, los hilos de la causalidad haciendo que todo se remonte a un momento determinado.

Lo que ocurrió es que, como miembro del equipo de Paul Quinn, recibí dos entradas gratis para la cena a 500 dólares el cubierto que el Nuevo Partido Demócrata de Nueva York celebra todos los años en honor de Nicholas Roswell. Se trata no sólo de un homenaje a la memoria del gobernador asesinado, sino también, y de hecho primordialmente, de una actividad destinada a allegar fondos y a servir de caja de resonancia a la superstar del Partido en cada momento. Por supuesto, en esta ocasión el orador principal era Quinn.

—Ya era hora de que yo fuese a una de vuestras cenas políticas —dijo Sundara.

—Son pura formalidad.

—No importa.

—Te parecerá odiosa, querida.

—¿Tú vas a ir? —preguntó.

—No tengo más remedio.

—Entonces creo que utilizaré la otra invitación. Si me quedo dormida, dame un codazo cuando vaya a hablar el alcalde. Me excita.

Así, una templada y lluviosa noche, Sundara y yo nos capsulizamos hasta el Harbor Hilton, esa enorme pirámide resplandeciente sobre su plataforma plegable alejado como medio kilómetro de la punta sur de Manhattan, y nos mezclamos con la flor y la nata del establishment liberal del Este en el deslumbrante salón del último piso, desde el que disfruté de la vista de, entre otras cosas, la torre de Sarkisian al otro lado de la bahía, en la que, hacía ya casi cuatro años, había conocido a Paul Quinn. Muchos de los asistentes a aquella variopinta fiesta asistirían también a la cena de esta noche. Sundara y yo ocupamos nuestros puestos en la misma mesa que dos de ellos, Friedman y la señora Yarber.

Durante la sesión preliminar de cócteles y cigarrillos de polvo de hueso, Sundara llamó más la atención que ninguno de los senadores, gobernadores y alcaldes presentes, incluyendo a Quinn. Esto se debió en parte a la curiosidad, pues en el mundillo político de Nueva York todo el mundo había oído hablar de mi exótica esposa, pero muy pocos la conocían, y en parte a que era, con toda seguridad, la mujer más hermosa que se encontraba en el salón. Sundara no se mostró sorprendida ni molesta. Después de todo, ha sido bella toda su vida, y ha tenido tiempo de acostumbrarse a los efectos de su presencia. Tampoco se vistió como alguien que no desea ser mirado. Había elegido un vestido propio de un harén, oscuro, suelto y flotante, que cubría su cuerpo de la garganta a los pies; bajo él no llevaba nada; y cuando pasaba cerca de algún punto de luz el efecto era realmente devastador: resplandecía como una rutilante mariposa en medio del gigantesco salón, grácil y elegante, melancólica y misteriosa, con su centelleante pelo de ébano y los semivelados pechos y muslos que ponían los dientes largos a quienes la miraban. ¡Se lo estaba pasando en grande! Quinn se acercó a saludarnos, y Sundara transformó el casto beso de saludo en la mejilla por un elaborado pas de deux de carisma erótico, que hizo que alguno de nuestros hombres de Estado de mayor edad tragasen saliva, se ruborizasen y tuviesen que aflojarse el nudo de la corbata. Incluso la esposa de Quinn, Laraine, famosa por su sonrisa de Gioconda, pareció ligeramente contrariada, a pesar de estar casada con el político más firme y seguro de cuantos conozco. (O, ¿puede ser que el ardor de Quinn simplemente la sorprendiera? ¡Aquella sonrisa indescifrable!)

Cuando nos sentamos, Sundara seguía todavía emanando puro Kama-Sutra. Lamont Friedman, sentado justo enfrente de ella en la mesa redonda que nos habían asignado, se movió inquieto y tembló cuando los ojos de Sundara cayeron sobre los suyos, y la miró con una feroz intensidad, mientras que los músculos de su largo y estrecho cuello se contraían nerviosamente. Mientras tanto, de forma algo más discreta, pero no menos intensa, la señora Yarber, la compañera de Friedman de aquella velada, la observaba también fijamente.

Friedman. Tenía unos veintinueve años, era increíblemente delgado y medía alrededor de 2,30 metros. Poseía una prominente nuez y ojos saltones y un poco locos; una densa masa de ensortijados cabellos castaños se desbordaba sobre su cabeza, como una extraña criatura de otro planeta que estuviese atacándole. Había salido de Harvard con fama de brujo en temas monetarios y, tras establecerse en Wall Street cuando contaba sólo diecinueve años, se había convertido en el mago jefe de un grupo de financieros llamado Asgard Equities, que, mediante una serie de golpes relámpago: bombeo de opciones, ofertas falsas, operaciones dobles con opción de compra y venta, y otras muchas técnicas que apenas logro entender, había alcanzado en cinco años el control de un imperio de corporaciones de más de un billón de dólares, con extensas propiedades en todos los continentes, salvo la Antártida. (Y no me sorprendería saber que Asgard se encargaba del cobro de impuestos para McMurdo Sound).

La señora Yarber era una mujercita rubia, de unos treinta años más o menos, esbelta y con un rostro juguetón y resuelto, de rasgos enérgicos, ojos vivos y labios finos. Sus cabellos, cortos como los de un muchacho, caían en forma de grandes mechones sueltos sobre su alta e inquisitiva frente. Apenas llevaba maquillaje, sólo una casi imperceptible línea azul alrededor de los labios, y sus ropas eran austeras: una especie de jubón color paja y una falda recta y sencilla que le llegaba hasta las rodillas. El efecto que causaba era discreto e incluso ascético, pero, mientras nos sentábamos, me di cuenta de que había logrado equilibrar bastante su imagen esencialmente asexuada con un toque sorprendentemente erótico: la falda era completamente abierta desde las caderas hasta el borde inferior, en un ancho de quizá unos veinte centímetros, pero sólo por el lado izquierdo; y, cuando se movía, dejaba entrever una pierna suavemente musculosa, un muslo liso y moreno, y parte del trasero. A medio muslo, sujeto por medio de una cadenilla, llevaba el pequeño y abstracto medallón del Credo del Tránsito.

Y comenzó la cena. Consistía en el menú habitual: ensalada de frutas, consomé, un filete «Protosoy», con guarnición de guisantes y zanahorias, botellas de Borgoña californiano, pescado de Alaska, todo ello servido con el máximo de estruendo y el mínimo de gracia por miembros de impasibles rostros pertenecientes a las oprimidas minorías raciales. Ni los alimentos ni la decoración tenían el menor buen gusto, pero a nadie le importaba. Estábamos todos tan drogados, que el menú parecía ambrosia y el hotel el Walhalla. Mientras comíamos y charlábamos, toda una serie de politiquillos fueron desfilando de mesa en mesa, dando golpecitos en las espaldas y apretones de manos, y tuvimos también que soportar toda una procesión de autosuficientes viudas de políticos, casi todas sesentonas, regordetas y grotescamente ataviadas al último grito, dando vueltas y disfrutando de su proximidad a los poderosos y a los famosos. El nivel sonoro debía ser de veinte decibelios por encima del de las cataratas del Niágara. De diversas mesas surgían borbotones de chillonas risas cuando algún jurista de plateados cabellos o algún venerado legislador contaba su chiste escabroso favorito sobre un político/republicano/maricón/negro/puertorriqueño/judío/irlandés/italiano/médico/ abogado/rabino/sacerdote/mujer o mañoso, en el más rancio estilo 1965. Como me ocurría siempre en aquellos acontecimientos, me sentía como un visitante procedente de Mongolia arrastrado sin un manual de instrucciones a algún desconocido rito tribal norteamericano. Podría haber resultado inaguantable de no haber seguido circulando cigarrillos de polvo de hueso de la mejor calidad; el Nuevo Partido Demócrata de Nueva York puede mostrarse algo tacaño con los vinos, pero sabe cómo comprar la droga.

Para cuando empezaron los discursos, hacia las nueve y media, en el seno de aquel rito se desarrollaba otro distinto: Friedman enviaba señales casi desesperadas de deseo a Sundara, y Catalina Yarber, aunque claramente atraída también por ella, se me estaba ofreciendo a mí sin palabras, de forma fría y carente de emoción.

Mientras que el maestro de ceremonias, Lombroso, que consiguió resultar elegante y rudo al mismo tiempo, desempeñaba su rutinaria función, alternando burlescos ataques a los más distinguidos miembros del partido presentes en el salón con los obligados gorigoris a los mártires tradicionales: Roosevelt, Kennedy, King, Roswell, y Gottfried.

Sundara se inclinó hacia mí, y susurró:

—¿Te has fijado en Friedman?

—Diría que me quiere poner los cuernos.

—Creí que los genios serían algo más sutiles.

—Quizá piensa que la forma más sutil de insinuarse es precisamente la menos sutil —sugerí.

—Bien, pero me parece que se está comportando como un adolescente.

—En ese caso, peor para él.

—¡Oh, no! —dijo Sundara—. Le encuentro atractivo. Raro, pero no repulsivo, ¿entiendes? Casi fascinante.

—Entonces parece que el método directo le está dando resultado. ¿Lo ves? Es un genio.

Sundara se rió.

—La Yarber anda detrás de ti. ¿Es un genio también?

—Creo, amor, que es a ti a quien desea. Se llama el método indirecto.

—¿Qué te parece que hagamos?

Me encogí de hombros.

—Decídelo tú.

—A mí me apetece. ¿Qué te parece a ti la Yarber?

—Apuesto a que posee mucha energía.

—Yo también. Entonces, ¿un grupo de cuatro para esta noche?

—¿Por qué no? —respondí mientras que, en su presentación de Paul Quinn, Lombroso lograba que el público lanzara una ensordecedora carcajada con un climax poliétnico refinadamente elaborado.

Obsequiamos al alcalde con una gran ovación en pie, perfectamente coreografiada por Haig Mardikian desde el estrado. Al sentarme, hice llegar hasta Catalina Yarber un telegrama de lenguaje corporal que puso manchas de color en sus pálidas mejillas. Sonrió levemente. Dientes regulares, pequeños y afilados, muy juntos. Mensaje recibido. Estaba hecho. Sundara y yo tendríamos una aventura con aquellos dos esa noche. Éramos más monógamos que la mayoría de las parejas, de ahí que nos atuviésemos al sistema básico de grupo de dos, pues no se habían hecho para nosotros los vocingleros hogares con varios padres de familia, las disputas en relación con la propiedad privada, el cuidado comunal de los niños. Pero la monogamia es una cosa y la castidad otra muy distinta, y si la primera aún subsiste, aunque muy metamorfoseada por las evoluciones de la era, la segunda se esfumó en la noche de los tiempos. Me agradó la perspectiva de pasar por la piedra con la pequeña y enérgica señora Yarber. Y, sin embargo, me encontré envidiando a Friedman, como siempre he envidiado a la pareja de Sundara en aquellas veladas, pues disfrutaría de una mujer única, que seguía siendo para mí la más apetecible del mundo, mientras que yo debía conformarme con alguien a quien deseaba, pero siempre menos que a ella. Una medida de amor, supongo, pues de eso se trataba, de amor en el contexto de la exofidelidad. ¡Qué suerte la de Friedman! ¡Dormir con Sundara por primera vez es algo irrepetible!

Quinn habló. No es ningún histrión y pronunció sólo algunos chistes, casi por obligación, a los que sus oyentes, con gran tacto, reaccionaron exageradamente; luego pasó a los temas serios, el futuro de la ciudad de Nueva York; el futuro de los Estados Unidos, el futuro de la Humanidad en el próximo siglo. El año 2000, nos dijo, posee un enorme sentido simbólico; se trata, literalmente, de la llegada de un nuevo milenio. Cuando cambie la cifra, borremos la pizarra y comencemos de nuevo, recordando, pero no repitiendo, los errores del pasado. Durante todo el siglo XX, afirmó, hemos estado sometidos a la prueba del fuego, soportado grandes transformaciones, trastornos y daños; nos hemos encontrado en diversas ocasiones muy cerca de la destrucción de toda vida sobre el planeta Tierra; nos hemos enfrentado con la posibilidad de una plaga de hambre universal y de pobreza universal; nos hemos entregado neciamente a décadas de inestabilidad política que podían haber sido evitadas; hemos sido víctimas de nuestra propia codicia, de nuestro propio miedo, odio e ignorancia; pero ahora, con la energía de la reacción solar bajo nuestro control, con una población estabilizada, con un razonable equilibrio entre la expansión económica y la protección del medio ambiente, ha llegado el momento de edificar la sociedad definitiva, un mundo en el que prevalezca la razón y triunfe la justicia, un mundo en el que pueda producirse el pleno florecimiento de las potencialidades humanas.

Y así sucesivamente, nos fue mostrando una espléndida visión de la era que se abría ante nosotros. Con noble retórica, especialmente para un alcalde de Nueva York, tradicionalmente más preocupado por los problemas del sistema escolar y la agitación de los sindicatos de funcionarios civiles que por el destino de la humanidad. Habría resultado fácil desechar el discurso como meramente bello y ampuloso; pero no, era imposible, pues encerraba un significado que desbordaba al de su propio tema, pues lo que estábamos oyendo era el primer clarinazo que presagiaba la aparición de un líder mundial. Allí seguía, pareciendo medio metro más alto de lo que realmente era, con el rostro sonrojado, los ojos brillantes, los brazos cruzados en aquella pose tan característica, reveladora de una energía en reposo, golpeándonos con aquellas frases como clarines:

«…cuando cambie la cifra, borremos la pizarra…»

«…hemos estado sometidos a la prueba del fuego…»

«…ha llegado el momento de edificar la sociedad definitiva…»

La Sociedad Definitiva. Pude escuchar el clíck y el zumbido, pero el sonido no procedía tanto del cambio de cifra como de la aparición de un nuevo slogan político, y no se necesitaba grandes dotes estocásticas para adivinar que todos nosotros oiríamos hablar más, mucho más, de la Sociedad Definitiva antes de que Paul Quinn hubiese acabado con nosotros.

Pero, ¡maldita sea, resultaba tan arrollador! Estaba deseoso de marcharme y vivir lo que aquella noche me reservaba; y, sin embargo, allí permanecía inmóvil, absorto, al igual que toda su audiencia de políticos borrachos y famosos drogados, e incluso los camareros interrumpieron su eterno ruido de bandejas mientras la espléndida voz de Quinn tronaba por el salón. Desde aquella primera noche en casa de Sarkisian le había venido viendo hacerse cada vez más fuerte, más sólido, como si su carrera ascendente le hubiese confirmado su valoración de sí mismo y eliminado cualquier resto de timidez que hubiese podido quedarle. Ahora, resplandeciente bajo los focos, parecía un vehículo para la transmisión de energías cósmicas; contenía y emanaba de él un poder tan irresistible que me sentí profundamente conturbado. ¿Un nuevo Roosevelt? ¿Un nuevo Kennedy? Temblé. Un nuevo Carlomagno, un nuevo Mahoma, puede que un nuevo Gengis-Khan.

Terminó con una fioritura verbal y todos nos pusimos en pie, aclamándole. No hubo ya necesidad de que Mardikian coreografiase la escena, la gente de los medios de comunicación corrían a reclamar las cintas grabadas del discurso, mientras que los endurecidos hombres de club aplaudían frenéticamente, las mujeres lloraban, y Quinn, sudoroso, con los brazos extendidos, aceptaba nuestro homenaje con tranquila satisfacción, y yo experimentaba ya cuáles serían las primeras reacciones ante aquella conmoción en todos los Estados Unidos.

Pasó una hora antes de que Sundara, Friedman, Catalina y yo pudiésemos salir del hotel. A la cápsula y rápidamente a casa. En el trayecto, un embarazoso silencio; los cuatro estábamos deseando poner manos a la obra, pero las convenciones sociales prevalecieron momentáneamente, y fingimos cierta frialdad; aparte de ello, Quinn nos había abrumado. Estábamos todavía demasiado llenos de él, de sus resonantes frases, de su presencia vital, que permanecimos mudos, como fuera de nosotros mismos, todavía atónitos. En casa, ninguno daba el primer paso. Charlamos. Coñac, polvo de huesos, un recorrido por el apartamento; Sundara y yo les mostramos los cuadros, las esculturas, los artefactos primitivos, la vista sobre el horizonte de Brooklyn; nos fuimos sintiendo menos incómodos unos con otros, pero seguía sin haber tensión sexual alguna; aquel estado de ánimo de anticipación erótica que se había ido desarrollando tan excitadamente tres horas antes se desintegró totalmente por el impacto del discurso de Quinn. ¿Era Hitler una experiencia orgásmica? ¿Lo era Julio César? Nos tendimos sobre la gruesa alfombra blanca. Más coñac. Más polvo de huesos. Quinn, Quinn, Quinn: en lugar de dedicarnos al sexo hablábamos de política. Finalmente, de la forma más espontánea, Friedman puso la mano sobre el tobillo de Sundara y luego la fue subiendo hasta llegar hasta la pantorrilla. Era como una señal. Intensificamos la intensidad.

—Tiene que presentarse el año que viene —dijo Catalina Yarber, maniobrando ostensiblemente, de forma que la raja de la falda se le abriese al máximo, y mostrando el liso bajo vientre, cubierto de rubios rizos.

—Leydecker tiene ya ganada la nominación —opinó Friedman, mostrándose cada vez más osado, acariciando los pechos de Sundara.

Pulso el conmutador de la luz, poniendo en marcha el reostato de luz alterada, y la habitación adquiere una brillante textura psicodélica. Los fuegos de aquelarre giran, se enroscan y danzan continuamente. La Yarber nos ofrece un nuevo cigarrillo de polvo de huesos.

—Es de Sikkim —afirmó—. Lo mejor que hay —a Friedman, le responde—: Sé que Leydecker lleva ventaja, pero Quinn le puede echar a la cuneta si se lo propone. No podemos esperarle otros cuatro años.

Aspiro profundamente el cigarrillo y la droga de Sikkim provoca una reacción realimentadora en mi cerebro:

—El año que viene es demasiado pronto —les digo—. Quinn ha estado fantástico esta noche, pero no tenemos tiempo suficiente como para darle a conocer en todo el país hasta noviembre del año que viene. En cualquier caso, Mortonson tiene la reelección tirada. Dejemos que Leydecker se gaste el año que viene y que Quinn se presente en el 2004.

Hubiese seguido contándoles toda la falsa estrategia de oferta para la vicepresidencia, pero Sundara y Friedman se desvanecieron en las sombras y a Catalina había dejado de interesarle la política.

Nos despojamos de las ropas. Tenía un cuerpo esbelto, atlético, casi tan liso y musculado como el de un muchacho. Los pechos eran mayores de lo que yo había pensado y las caderas más estrechas. Se mantuvo todo el tiempo con el emblema del Credo del Tránsito encadenado al muslo. Sus ojos brillaban, pero su piel estaba fría y reseca y sus pezones no se habían levantado; sintiera lo que sintiera, desde luego no era un irresistible deseo físico de Lew Nichols. Lo que yo sentía hacia ella era curiosidad y una cierta predisposición remota a fornicar; indudablemente, ella no sentía mucho más hacia mí. Nuestros cuerpos se entrelazaron, nos acariciamos la piel, unimos nuestras bocas y retozamos con las lenguas. Era todo tan impersonal que temí que no se me levantara nunca, pero actuaron los reflejos habituales, los familiares y fiables mecanismos hidráulicos comenzaron a bombear sangre hacia mis ijares y sentí la palpitación adecuada, el endurecimiento apropiado.

—Ven —dijo ella—, nace para mí ahora.

Una frase extraña. Posteriormente me enteré de que formaba parte del Credo del Tránsito. Me situé encima de ella, sus muslos esbeltos y fuertes me atenazaron, y la penetré.

Nuestros cuerpos se movieron arriba y abajo, adelante y atrás. Adoptamos distintas posiciones, repitiendo sin mucho entusiasmo el repertorio habitual. Poseía grandes habilidades, pero su forma de hacerlo se caracterizaba por una frialdad contagiosa que me transformaba en una simple máquina de joder, en un frenético pistón que penetraba inacabablemente en su cilindro, por lo que yo copulaba sin placer y casi sin sentir sensación alguna. ¿Qué podía estar sacando ella de todo aquello? No mucho, supuse. Es porque a ella quien le interesaba realmente es Sundara, y me soporta simplemente para tener una oportunidad con ella. Tenía razón y, al mismo tiempo, estaba equivocado, pues más adelante me enteraría de que la fría y desapasionada técnica de la señora Yarber no se debía tanto a falta de interés por mí como a las enseñanzas del Tránsito. Según los buenos ministros de dicha fe, la sexualidad le atrapa a uno en el aquí y el ahora y aplaza las transiciones, cuando la transición lo es todo: el único estado inalterable es el de la muerte. Por tanto, debe realizarse el coito sólo si no hay más remedio o si permite alcanzar un objetivo más elevado, pero si uno no desea encenagarse en la condición intransitiva, no debe dejarse arrebatar por ninguna sensación de éxtasis.

Así pues, continuamos con nuestras gélidas contorsiones durante un tiempo que me pareció eterno hasta que, finalmente, se corrió, o aparentó correrse, con un temblor rápido y silencioso, y yo, con callado alivio, procedí a cruzar la frontera que ponía fin al acto. Nos apartamos el uno del otro, con la respiración apenas entrecortada.

—Me gustaría algo más de coñac —dijo al cabo de un rato.

Me levanté para cogerlo.

Desde lejos llegaban los suspiros y gemidos de un placer más ortodoxo. El de Sundara y Friedman.

—Eres muy competente —dijo Catalina.

—Gracias —respondí algo inseguro. Hasta entonces nadie me había dicho nada parecido; me pregunté cómo debía responder y decidí no hacer ningún intento de reciprocidad. Coñac para los dos. Se sentó, cruzó las piernas, se alisó el pelo y sorbió el licor. Parecía no haber sudado, no haberse agitado, de hecho, no haber jodido. Y, por raro que parezca, resplandecía de energía sexual; parecía auténticamente satisfecha con lo que habíamos hecho y genuinamente satisfecha conmigo.

—Lo digo de veras —dijo—. Eres estupendo. Lo haces con vigor y distanciamiento.

—¿Distanciamiento?

—Sin apego, diría yo. Nosotros lo valoramos mucho. Es lo que buscamos en el Tránsito, no apegarnos a las cosas. Todos los procesos del Tránsito favorecen la creación de fluidez, de un cambio en constante evolución, y si no evitamos sentir apego por algún aspecto del aquí y ahora, si nos dejamos atrapar por el placer erótico, por las riquezas, por cualquier aspecto del ego que nos una a estados intransitivos…

—Catalina…

—¿Sí?

—Estoy cansado. No es mi momento para lecciones de Teología.

Sonrió.

—El mayor disparate de todos —dijo— es sentir apego por el no apego. Tendré piedad. Ni una palabra más sobre el Tránsito.

—Te estoy muy agradecido.

—¿En algún otro momento, quizá? Tú y Sundara, los dos juntos. Me encantaría poder explicaros nuestras enseñanzas…

—Por supuesto —repliqué—. Pero no ahora.

Bebimos, fumamos y, eventualmente, nos encontramos fornicando de nuevo; para mí era como una forma de defenderme de su ímpetu proselitista. En esta ocasión sus doctrinas debían ocupar un lugar algo menos de primera línea en su consciencia, pues nuestro intercambio tuvo algo menos de copulación y mucho más de hacer el amor. Hacia el amanecer, aparecieron Sundara y Friedman, ella suave y resplandeciente, él huesudo, exhausto e incluso un poquitín aturdido. Ella me envió un beso desde una distancia de doce metros, un beso con el gesto: «Hola, amor —parecía decir—, te quiero más que a nadie». Me dirigí a ella, se apretó fuertemente a mí cuerpo, yo acaricié el lóbulo de su oreja, y le pregunte:

—¿Te has divertido? —ella asintió con la cabeza, como en sueños. Friedman debía contar también con ciertas habilidades, y no todas financieras—. ¿Te ha hablado también del Tránsito? —Sundara negó con la cabeza—. Friedman no pertenece todavía al Tránsito —susurró—, aunque Catalina le había estado trabajando.

—También me está trabajando a mí —dije.

Friedman estaba hundido en el sofá, con la mirada empañada, contemplando cansinamente el amanecer sobre Brooklyn. Con su dominio de la erotología clásica hindú, Sundara era un plato fuerte para cualquier hombre.

«… cuando una mujer se aferra a su amante como una serpiente se enrosca alrededor de un árbol, atrae su cabeza hacia sus anhelantes labios; cuando luego le besa emitiendo un sonido ligeramente silbante y le mira prolongada y tiernamente, con las pupilas dilatadas por el deseo, está practicando la postura conocida como A brazo de la Serpiente…»

—¿Quién quiere desayunar? —pregunté. Catalina sonrió evasivamente; Sundara se limitó a inclinar la cabeza, y Friedman no reflejó el menor entusiasmo.

—Luego —dijo, con voz apenas más audible que un susurro. No era nada más que un desecho agotado de hombre.

«… cuando una mujer pone un pie sobre el de su amante, y el otro alrededor de su muslo; cuando coloca un brazo alrededor de su cuello y el otro alrededor de su costado, y le susurra suavemente su deseo, como si desease trepar por el firme tronco de su cuerpo y robarle un beso, está practicando la postura conocida como Trepar al Árbol…»

Los dejé repartidos por diversas zonas del salón y me dirigí a darme una ducha. No había dormido nada, pero mi cerebro estaba activo y despierto. Una noche extraña, una noche de plenitud. Me sentí más vivo que en bastante tiempo, y experimenté un cosquilleo estocástico, una vibración de clarividencia, que me advirtió que me estaba aproximando al umbral de una nueva transformación. Tomé la ducha al máximo de su potencia, buscando el mayor estímulo vibratorio posible, recibiendo ondas ultrasónicas que penetraban en mi palpitante sistema nervioso, que se desperezaba; y salí de ella buscando nuevos mundos que conquistar.

En el salón sólo estaba Friedman, todavía desnudo, todavía con los ojos vidriosos, todavía en posición supina sobre el sofá.

—¿Dónde han ido? —pregunté.

Señaló lánguidamente con el dedo el dormitorio principal. Así pues, Catalina había logrado marcar su gol después de todo.

¿Se esperaba de mí ahora que me mostrase igualmente hospitalario para con Friedman? Mi coeficiente de bisexualidad no es muy elevado y, justo en aquel momento, no me inspiraba la menor inclinación gay. Pero no, Sundara había agotado su libido; no daba señales de nada, salvo de agotamiento.

—Eres un hombre de suerte —susurró al cabo de un rato—. ¡Qué mujer tan maravillosa!… ¡Qué… mujer tan… —creí que se había quedado dormido—…maravillosa…! ¿Está a la venta?

—¿A la venta?

Parecía decirlo casi en serio.

—Me estoy refiriendo a tu esclava oriental.

—¿Mi esposa?

—La compraste en el mercado de esclavos de Bagdad. Te doy quinientos dinares por ella, Nichols.

—Ni hablar.

—Mil. —No la vendo ni por dos imperios —dije.

Se rió.

—¿Dónde la encontraste?

—En California.

—¿Hay muchas más como ella allí?

—Es única —le respondí—. Al igual que yo, que tú, que Catalina. La gente no se fabrica en modelos estándar, Friedman. ¿Quieres desayunar ya?

Bostezó.

—Si deseamos nacer de nuevo al nivel adecuado tenemos que aprender a purificarnos de las necesidades de la carne. Eso dice el Tránsito. Mortificaré mi carne renunciando de entrada a desayunar —cerró los ojos y se quedó traspuesto.

Desayuné solo, contemplando cómo, a través del Atlántico, llegaba el día hasta nosotros. Cogí el New York Times matutino del casillero de la puerta y me alegró ver que el discurso de Quinn merecía los honores de la primera página, con una foto a dos columnas, el alcalde pide una plena potenciación humana. Ese era el titular, algo por debajo del nivel de concisión propio del Times. El reportaje empleaba su slogan de «La Sociedad Definitiva» como muletilla, y, en las primeras veinte líneas, citaba media docena de sus frases más afortunadas. El reportaje pasaba luego a la página 21, en la que reproducía el texto completo del discurso. Me puse a leerlo y, según avanzaba, me encontré preguntándome a mí mismo por qué me había conmocionado tanto, ya que, en letra impresa, el discurso parecía carecer del menor contenido real; era un objeto puramente verbal, una recopilación de frases con gancho que no contenían programa alguno, que no formulaban sugerencias concretas. Y a mí, anoche, me había parecido como el borrador de la Utopía. Sentí un escalofrío. Quinn no nos había ofrecido nada más que una simple armadura; yo mismo le había colgado los adornos y galones, todas mis vagas fantasías de reforma social y transformación del milenio. La actuación de Quinn no pasó de ser un carisma en acción, una fuerza elemental que nos había arrollado desde el estrado. Así ocurre con todos los grandes líderes, la mercancía que venden es su propia personalidad. Las ideas sin más pueden reservarse para hombres de menor calibre.

El teléfono sonó poco después de las ocho. Mardikian deseaba distribuir mil videotapes del discurso a las organizaciones del Nuevo Partido demócrata de todo el país, ¿qué opinaba yo? Lombroso le había comunicado que, como consecuencia del discurso, tenía ya ofertas de hasta medio millón con destino al todavía inexistente fondo para la campaña de Quinn a la presidencia. Missakian… Ephrikian… Sarkissian…

Cuando me dejaron por fin tranquilo, entré en el salón y me encontré a Catalina Yarber, en blusa y todavía con la cadenilla al muslo, intentando despertar a Lamont Friedman. Me dirigió una sonrisa gatuna.

—Sé que nos vamos a ver mucho —dijo ronroneando.

Se marcharon. Sundara siguió durmiendo. No hubo más llamadas telefónicas. El discurso de Quinn estaba creando una enorme conmoción en todas partes. Finalmente apareció, desnuda, deliciosa, adormilada, pero perfecta en su asombrosa belleza; ni tan siquiera tenía ojeras.

—Creo que me interesa aprender algo más sobre el Tránsito —dijo.

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