11

Aquel gélido día de finales de marzo de 1999 comenzó como la mayoría de todos los demás desde que empecé a trabajar para Paul Quinn; pero, antes de que llegase la tarde, emprendió un derrotero insólito. Como era habitual, a las siete y cuarto yo ya estaba en pie. Sundara y yo nos duchábamos juntos con el pretexto de ahorrar agua y energía, pero la razón real era que ambos adorábamos el jabón y que nos encantaba enjabonarnos mutuamente hasta resultar tan resbaladizos como focas. Un desayuno rápido y a las ocho y media ya estaba fuera de casa, trasladándome hasta Manhattan en la cápsula conmutadora. Mi primera parada fue en mi despacho de la parte alta de la ciudad, mi antigua oficina, Lew Nichols Associates, que seguía manteniendo, aunque con personal reducido, mientras cobraba de la nómina municipal. En ella me ocupé de unos cuantos rutinarios análisis proyectivos relacionados con asuntos administrativos de poca monta: la ubicación de una nueva escuela, la clausura de un viejo hospital, la reordenación de las zonas de un distrito residencial que permitiese la creación de un nuevo asilo para drogadictos con el cerebro dañado; todos ellos asuntos triviales, pero potencialmente explosivos en una ciudad en la que los nervios de cada habitante están en constante tensión, sin esperanza de relajamiento, y en la que los pequeños desengaños adoptan pronto la apariencia de insoportables desaires. Luego, hacia mediodía, me dirigí al centro de la ciudad, al Edificio Municipal, para entrevistarme y comer con Bob Lombroso.

—El señor Lombroso tiene una visita en su despacho —me dijo la recepcionista—, pero quiere que pase usted de todas formas.

El despacho de Lombroso constituía el marco adecuado para él. Se trata de un hombre alto y apuesto, de algo menos de cuarenta años, de apariencia ligeramente teatral, una figura poderosa de cabellos negros y rizados algo plateados en las sienes, una ruda barba negra muy corta, una sonrisa centelleante y las maneras enérgicas e intensas propias de un comerciante de alfombras con éxito. Su despacho, anteriormente el de un gris funcionario municipal, había sido redecorado personalmente por él de su propio bolsillo, y parecía un barroco escondrijo levantino, fragante y acogedor; las paredes estaban forradas con cuero oscuro y brillante, el suelo cubierto por espesas alfombras, las cortinas eran de un pesado terciopelo marrón, y las lámparas de bronce español, perforado por mil agujeros; su resplandeciente mesa de trabajo era de diversos tipos de oscuras maderas en las que se incrustaban placas de elaborada marroquinería; sobre ella había porcelanas chinas en forma de urnas, y en una barroca vitrina de cristal, su apreciada colección de objetos judaicos medievales: cascos de plata, petos, pergaminos de las Tablas de la Ley, bordadas cortinas del Torah de las sinagogas de Túnez e Irán, lámparas afiligranadas del Sabbath, portavelas, cajas de especias, candelabros. En aquel perfumado y cerrado santuario, Lombroso reinaba sobre los ingresos municipales como un príncipe de Sión: ¡Y ay del necio gentil que desdeñase sus consejos!

Su visitante era un hombrecillo de apariencia gastada, de unos cincuenta y cinco o sesenta años, un tipo gris e insignificante con una estrecha cabeza ovalada apenas cubierta por un ralo y corto pelo gris. Iba vestido muy vulgarmente, con un sobado traje marrón de la era de Eisenhower, que hacía que el bien cortado traje de Lombroso pareciese de una exagerada jactancia, propia de un pavo real, y que incluso me hizo sentirme a mí como un dandi con mi esclavina color castaño con hilos de cobre, que tenía ya cinco años. Estaba sentado en silencio, cabizbajo, con las manos entrelazadas. Resultaba anónimo, casi invisible, uno de tantos individuos innatamente amorfos, y su piel era de un matiz tan plomizo, la carne de sus mejillas de un fofo tan espectacular, que reflejaban un agotamiento no sólo físico, sino también espiritual. El paso del tiempo había ido despojando a aquel pobre hombre de cualquier vigor que pudiese haber poseído.

—Te presento a Martín Carvajal, Lew —dijo Lombroso.

Carvajal se incorporó y me estrechó la mano. La suya estaba fría.

—Me alegra mucho conocerle por fin, señor Nichols —dijo con una voz suave y apagada que parecía llegarme desde el otro extremo del universo.

La extraña cortesía de su saludo me pareció fuera de lugar. Me pregunté qué hacía allí. Parecía un ser sin sustancia, alguien que podía haber acudido a solicitar algún miserable empleo burocrático, o, más plausiblemente, algún tío pobre de Lombroso, que se hubiese presentado a recoger su estipendio mensual; pero en la lujosa madriguera del administrador de finanzas Lombroso sólo eran recibidos los muy poderosos.

Pero Carvajal no era el infeliz que yo había supuesto. Ya en el momento de nuestro apretón de manos pareció sacudido por un improbable golpe de energía; se mantuvo erecto, las arrugas de su rostro se tensaron y un cierto color mediterráneo iluminó su piel. Sólo sus ojos, apagados y sin vida, seguían denunciando la existencia de algún vacío vital en su interior.

Sentenciosamente, Lombroso me dijo:

—El señor Carvajal fue uno de los donantes más generosos en la campaña para la Alcaldía —dirigiéndome una suave mirada fenicia con la que me indicaba: Trátale con amabilidad, Lew, queremos sacarle más dinero.

Me sorprendió profundamente que aquel extraño, zarrapastroso y grisáceo personaje, fuese un acaudalado benefactor, una persona a la que había que halagar, bailar el agua y recibir en el sancta santorum de un atareado funcionario de tan alta categoría, pues rara vez me había equivocado tanto al juzgar a un desconocido. No obstante, conseguí esbozar una desganada sonrisa y preguntar:

—¿A qué se dedica usted, señor Carvajal?

—A inversiones.

—Se trata de uno de los especuladores privados más osado y de mayor éxito de los que haya conocido en toda mi vida —matizó Lombroso.

Carvajal asintió complacido con la cabeza.

—¿Se gana la vida solamente jugando a la Bolsa?. —pregunté.

—Sí, sólo.

—No creía que alguien fuese realmente capaz de conseguirlo.

—Sí, sí, puede hacerse —dijo Carvajal. Su tono de voz era débil y ronco, como un murmullo que saliese de una tumba—. Todo lo que se necesita es una buena comprensión de las tendencias y algo de valor. ¿No ha jugado nunca a la Bolsa, Mr. Nichols?

—Un poco. Sólo de cuando en cuando.

—¿Le ha ido bien?

—Sí, bastante. Yo también entiendo algo de tendencias. Pero no me encuentro a gusto cuando empiezan las fluctuaciones realmente fuertes. Sube veinte, baja treinta; no, no, muchas gracias. Supongo que es que me gustan las cosas más seguras.

—También a mí —replicó Carvajal, poniendo en su declaración un ligero matiz compulsivo, insinuando un sentido que desbordaba al de la frase en sí, lo que me hizo sentirme confuso e incómodo.

Justo en ese momento sonó suavemente una campanilla en el despacho interior de Lombroso, que se encontraba al final de un pequeño pasillo a la izquierda de su mesa. Sabía que significaba que le llamaba el alcalde, pues cuando Lombroso tenía visita la recepcionista siempre le pasaba sus llamadas a su despacho. Lombroso se disculpó y, con rápidos y fuertes pasos que hicieron retumbar el alfombrado suelo, se dirigió a atender la llamada. El encontrarme a solas con Carvajal me resultó de repente abrumadoramente molesto; sentí hormigueos en la piel y una opresión en la garganta, como si, tan pronto había desaparecido la protectora presencia neutral de Lombroso, alguna potente emanación psíquica fluyese de él hacia mí. Me sentí incapaz de quedarme. Disculpándome también, seguí apresuradamente a Lombroso a la otra habitación, una estrecha caverna en forma de L, llena de libros desde el techo hasta el suelo, de abigarrados tomos que podían ser Talmuds o los anuarios Moody de Bolsa, y que probablemente eran una mezcla de ambos. Lombroso, sorprendido y molesto por mi intromisión, señaló airadamente con el dedo a la pantalla de su teléfono, en la que pude contemplar la imagen de la cabeza y hombros del alcalde Quinn. Pero, en lugar de salirme, le ofrecí una pantomima de petición de disculpas, un disparatado conjunto de meneos y oscilaciones, de encogimientos de hombros y gestos idiotas, que hizo que Lombroso le pidiese al alcalde que interrumpiese la comunicación un momento. La pantalla se oscureció.

Lombroso me miró ceñudamente.

—¿Bien? —preguntó—. ¿Qué pasa?

—Nada. Lo siento. No sé. Pero no podía quedarme allí. ¿Quién es, Bob?

—Ya te lo he dicho. Un ricachón. Ha apoyado mucho a Quinn. Tenemos que mostrarnos amables con él. Mira, estoy hablando por teléfono. El alcalde tiene que saber…

—No quiero quedarme allí a solas con él. Es como un muerto viviente. Me da escalofríos.

—¿Cómo?

—Lo digo en serio. Es como si de él emanase una fría fuerza letal, Bob. Hace que me pique todo. Emite vibraciones aterradoras.

—¡Por favor, Lew!

—No puedo evitarlo. Ya sabes cómo son mis presentimientos.

—Es sólo un inofensivo tipo con suerte que ha ganado mucho dinero en la Bolsa y a quien le cae bien Quinn. Eso es todo.

—¿A qué ha venido?

—Para conocerte —dijo Lombroso.

—¿Sólo a eso? ¿Sólo para conocerme?

—Tiene mucho interés en hablarte. Dijo que para él era muy importante entrar en contacto contigo.

—¿Y qué es lo que quiere de mí?

—Ya te he dicho que eso es todo lo que sé, Lew.

—¿Y tengo que venderme a cualquiera que haya donado cinco dólares para la campaña de Quinn?

Lombroso suspiró.

—Si te dijese cuanto ha dado Carvajal no te lo creerías; y, en cualquier caso, sí, creo que deberías poder dedicarle algo de tu tiempo.

—Pero…

—Mira, Lew, si deseas saber más cosas tendrás que preguntárselas a Carvajal. Vuelve con él. Sé bueno y déjame hablar con el alcalde. Anda. Carvajal no te va a hacer nada. Se trata sólo de un tipejo canijo.

Lombroso se alejó de mí y volvió a poner en funcionamiento el teléfono. El alcalde reapareció en la pantalla telefónica. Lombroso dijo:

—Lo siento, Paul. Lew ha sufrido una especie de pequeño ataque nervioso, pero creo que ya se está recuperando. Ahora…

Volví con Carvajal. Estaba sentado inmóvil, con la cabeza gacha, los brazos inermes; como si, mientras yo estuve fuera de la habitación, pasara por ella una ráfaga helada que le hubiese dejado seco y marchito. Lentamente, con evidentes dificultades, se recuperó, volvió a apoyarse en el respaldo de su asiento y llenó los pulmones de aire, fingiendo una animación que sus ojos desmentían, aquellos ojos vacuos y aterradores. Sí, era como un muerto viviente.

—¿Se queda a almorzar con nosotros? —le pregunté.

—No, no. No deseo imponerles mi presencia. Sólo quería intercambiar unas palabras con usted, señor Nichols.

—Estoy a su entera disposición.

—¿Sí? ¡Qué generoso! —esbozó una débil sonrisa—. He oído hablar mucho de usted, ¿sabe? Incluso antes de que se metiese en política. En cierto sentido nos hemos dedicado al mismo tipo de trabajo.

—¿Se refiere a la Bolsa? —le dije, confundido.

Su sonrisa se hizo más amplia e inquietante.

—A las predicciones —respondió. En mi caso con respecto a la Bolsa, en el suyo como asesor financiero y político. Ambos nos hemos ganado la vida con nuestra imaginación y con nuestra buena comprensión de las tendencias.

Me sentía totalmente incapaz de descifrarle. Era opaco, un misterio, un enigma.

—Así que usted —dijo— se mantiene al lado del alcalde indicándole cuál es el camino que se abre ante él. Admiro a las personas dotadas de una visión tan clara. Dígame, ¿qué tipo de carrera prevé para el alcalde Quinn?

—Una carrera espléndida —repliqué.

—La de buen alcalde, pues.

—Será uno de los mejores que haya tenido jamás esta ciudad.

Lombroso regresó a la habitación.

—¿Y luego? —preguntó Carvajal.

Miré desconcertadamente a Lombroso, pero sus ojos permanecieron mudos. Estaba abandonado a mis propios recursos.

—¿Después de su mandato como alcalde? —pregunté.

—Sí.

—Todavía es joven, señor Carvajal. Quizá consiga tres o cuatro mandatos como alcalde. Yo tampoco puedo proporcionarle ningún vaticinio válido de aquí a un plazo de doce años.

—¿Doce años en el Ayuntamiento? ¿Cree que se conformará con quedarse aquí todo ese tiempo?

Carvajal estaba jugando conmigo como el gato con el ratón. Me di cuenta de que me había visto arrastrado a una especie de desafío. Le miré largamente y percibí algo terrorífico e imposible de determinar, algo poderoso e inaprensible, algo que me hizo dar un primer paso defensivo.

—¿Y usted qué piensa, señor Carvajal? —dije.

Un destello de vida cruzó sus ojos por un instante. Estaba disfrutando con aquel juego.

—El alcalde Quinn está destinado a un cargo más elevado —dijo suavemente.

—¿De gobernador?

—Más elevado.

No respondí de inmediato, y luego me sentí incapaz de hacerlo, pues de las paredes cubiertas de cuero fluía un inmenso silencio que nos embargaba completamente, y me dio miedo ser el primero en quebrarlo. «Ojalá que el teléfono suene otra vez», pensé, pero todo permaneció en silencio, como el aire en una noche de helada, hasta que Lombroso rompió el silencio, diciendo:

—Nosotros también creemos que tiene grandes posibilidades.

—Tenemos grandes planes para él —proferí.

—Lo sé —dijo Carvajal—. Por eso he venido. Deseo ofrecer mi apoyo.

—Su ayuda financiera nos ha sido enormemente útil todo el tiempo, y… —le respondió Lombroso.

—Lo que tengo en mente no es sólo algo financiero.

Ahora fue Lombroso quien recurrió a mí con la vista en busca de ayuda. Pero yo estaba desconcertado.

—Creo que no le entendemos bien, señor Carvajal —dije.

—Si pudiese quedarme un momento a solas con usted…

Lancé una ojeada a Lombroso. Si le molestaba verse expulsado de su propio despacho, no lo demostró en absoluto. Con la gracia que le caracterizaba, hizo una inclinación de cabeza y se marchó a la habitación de atrás. Me encontré de nuevo a solas con Carvajal y, una vez más, me sentí incómodo, desconcertado por los extraños hilos de acero invulnerable que parecían sujetar su alma marchita y debilitada. En un tono nuevo, insinuante y confidencial, Carvajal me dijo:

—Tal como le comenté, usted y yo nos dedicamos al mismo tipo de trabajo. Pero creo que nuestros métodos difieren bastante, señor Nichols. Su técnica es intuitiva y probabilista, mientras que la mía… Bueno, la mía es muy distinta. Creo que quizá algunas de mis intuiciones puedan complementarse con las suyas, eso es lo que estoy intentando decirle.

—¿Intuiciones predictivas?

—Exactamente. No deseo entrometerme en su campo de responsabilidades. Pero podría formularle una sugerencia o dos que creo le resultarían útiles.

Di un respingo. De repente el enigma quedó al descubierto, y lo que revelaba era algo completamente vulgar y de sentido común. Carvajal no era sino un rico amateur en política que, creyéndose que el dinero le daba derecho a considerarse experto en todo, se moría por meter la nariz en las actividades de los de arriba. No hacía sino practicar un hobby. No era sino un político de pacotilla. ¡Dios mío! Bien, mostrémonos amables con él, había dicho Lombroso. Me mostraría amable. Acumulando la mayor cantidad de tacto posible, le dije secamente:

—Por supuesto, el señor Quinn y todo su personal se alegran siempre de recibir sugerencias útiles.

Los ojos de Carvajal buscaron los míos, pero yo los esquivé.

—Gracias —musitó—. He anotado algunas cosas para empezar —me ofreció una hoja doblada de papel blanco. Su mano temblaba ligeramente. La tomé sin mirarla. De repente parecieron abandonarle todas sus fuerzas, como si hubiese llegado al final de sus recursos. Su rostro palideció aún más, se desmadejó visiblemente—. Gracias —susurró de nuevo—. Muchas gracias. Creo que nos veremos pronto —y, de repente, se marchó, inclinando la cabeza en la puerta, como un embajador oriental.

En mi trabajo uno conoce a la gente más rara. Meneando la cabeza, desplegué la hoja de papel. Contenía tres frases, escritas con trazos como de araña:


Vigilar a Gilmartin.

Congelación obligatoria del petróleo a escala nacional, preocuparse pronto de ello.

Socorro[5] en lugar de Leydecker antes del verano. Ponerse inmediatamente en contacto con él.


Las leí un par de veces sin encontrarles ni pies ni cabeza; esperé el habitual ramalazo clarificador de intuición, pero tampoco me vino. El tal Carvajal parecía disminuir y anular mis facultades. Aquella sonrisa espectral, aquellos ojos gastados, aquellas anotaciones crípticas…, todo en él me dejaba confuso y trastornado.

—Se ha ido —le dije a Lombroso, quien emergió de inmediato de su despacho interior.

—¿Y bien?

—No sé. No sé nada de nada. Me dio esto —dije, y le pasé la nota.

—Gilmartin. Congelación. Leydecker —Lombroso arrugó el entrecejo—. Está bien, brujo. ¿Qué significa todo eso?

Gilmartin debía ser el interventor del Estado. Anthony Gilmartin, quien había chocado con Quinn un par de veces en relación con la política fiscal municipal, pero de quien no se tenía noticias desde hacía meses.

—Carvajal cree que tendremos más problemas con Albany en relación con el dinero —me aventuré—. Tú deberías saberlo mejor que yo. ¿Está Gilmartin quejándose otra vez de los gastos municipales?

—No ha dicho ni una palabra.

—¿Estamos preparando algún paquete de nuevos impuestos que le caigan mal?

—Si fuese así, ya te habríamos informado, Lew.

—Así pues, ¿no se está gestando ningún conflicto en potencia entre Quinn y el departamento de Gilmartin?

—No veo ninguno en un futuro visible —dijo Lombroso—. ¿Y tú?

—Nada. En cuanto a la congelación obligatoria del petróleo…

—Estamos discutiendo la conveniencia de aprobar una ley local muy estricta —me dijo—. En el puerto de Nueva York no entraría ningún petrolero que transportase petróleo sin congelar. Quinn no está seguro de que sea una idea tan buena como parece, y estábamos a punto de pedirte que nos formulases un vaticinio. Pero ¿congelación del petróleo a escala nacional? Quinn apenas se ha manifestado con respecto a problemas de política nacional.

—Todavía no.

—No, todavía no. Puede que sea ya el momento de hacerlo. Puede que Carvajal intuya algo aquí. Y el tercer punto…

—Leydecker —dije. Leydecker, seguramente se trataba del gobernador Richard Leydecker, de California, uno de los hombres más poderosos del Nuevo Partido Demócrata y el más destacado candidato a la nominación presidencial del año 2000—. Socorro significa en español «auxilio», ¿no, Bob? Nos dice que ayudemos a Leydecker, quien no necesita ayuda alguna. ¿Por qué? En cualquier caso, ¿cómo puede ayudar Paul Quinn a Leydecker? ¿Apoyándole en su aspiración a la presidencia? Aparte de ganarse la amistad de Leydecker, no sé de qué le serviría eso a Quinn, y tampoco le va a aportar a Leydecker nada que no tenga ya en su bolsillo, así que…

—Socorro es el subgobernador de California —dijo Lombroso amablemente—. Carlos Socorro. Es un apellido, Lew.

—Carlos Socorro —cerré los ojos—. Por supuesto.

Mis mejillas enrojecieron. Tanto confeccionar listas, tanto recopilar frenéticamente los centros de poder del Nuevo Partido Demócrata, tantos enfebrecidos esfuerzos durante el último año y medio, y me había olvidado sin embargo del nombre de la mano derecha de Leydecker. ¡No era «socorro» lo que decía, sino Socorro, grandísimo imbécil!

—¿Qué insinúa entonces? —dije—. ¿Que Leydecker va a dimitir para poder ser nominado, dejando a Socorro de gobernador? Muy bien. Eso concuerda. Pero que nos pongamos pronto en contacto con él. ¿Con quién? —balbucí—. ¿Con Socorro? ¿Con Leydecker? Resulta todo bastante confuso, Bob. No estoy efectuando ninguna lectura que tenga pies ni cabeza.

—¿Y qué lectura haces de Carvajal?

—Un chiflado —dije—. Un chiflado rico. Un tipejo extraño con el cerebro gravemente infectado de política —deposité la nota en mi cartera. La cabeza estaba a punto de estallarme—. Olvídate de él. Le complací porque me dijiste que debía hacerlo. Hoy me he portado como un buen chico, ¿no, Bob? Pero no se me puede exigir que me tome todo esto en serio, y me niego a intentarlo. Ahora vámonos a comer y a fumarnos un buen hueso, a tomarnos unos cuantos martinis y a charlar de negocios.

Lombroso me dispensó su sonrisa más radiante, me dio unos consoladores golpecitos en el hombro y me condujo a la salida de su despacho. Conjuré a Carvajal de mi pensamiento. Pero sentí una especie de escalofrío, como si hubiese empezado una nueva estación y no fuese la primavera, y aquel escalofrío perduraba aún mucho después de haber finalizado el almuerzo.

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