15

El 9 de mayo de 1999, entre las cuatro y las cinco de la madrugada, soñé que el gobernador del Estado, Gilmartin, estaba siendo ejecutado por un pelotón de fusilamiento.

No puedo ser más exacto acerca de la fecha y momento, ya que fue un sueño tan vivido, tan parecido a las noticias de las once revividas en mi cerebro, que hizo que me despertase y que dictase una nota al respecto al magnetófono que había siempre sobre mi mesilla de noche. Desde hace mucho tiempo procuro dejar constancia de sueños de tal intensidad, ya que muchas veces se convierten en premoniciones. La verdad se aparece también en sueños. El faraón de la historia de José soñó que se encontraba a la orilla de un río del que surgieron siete vacas gordas y siete vacas flacas, catorce presagios. Calpurnia vio la estatua de su marido, César, arrojando sangre la noche anterior a los idus de marzo. Abraham Lincoln soñó que oía el llanto apagado de plañideros invisibles, se vio a sí mismo bajando las escaleras para encontrarse con un catafalco en el Salón Este de la Casa Blanca, con una guardia de honor compuesta por soldados y un cadáver vestido con ropas funerarias reposando en un féretro, alrededor del cual lloraba una multitud de ciudadanos. ¿Quién ha muerto en la Casa Blanca?, pregunta el presidente en sueños, y le responden que el muerto es el presidente, caído a manos de un asesino. Mucho antes de que Carvajal se introdujese en mi vida, yo ya sabía que las amarras del futuro son débiles, que los bloques de hielo del tiempo se rompen y flotan por el inmenso mar hasta llegar a nuestros cerebros sumergidos en el sueño. Tomé, pues, muy en cuenta mi sueño con relación a Gilmartin.

Le ví, grueso, sudoroso, un hombre alto, de rostro redondo y ojos azules, siendo conducido por la fuerza a un patio desnudo y polvoriento, un lugar de fiero sol y duras y marcadas sombras. Le llevaba un pelotón de ceñudos soldados vestidos con uniformes negros. Le ví luchando con sus ligaduras, aspirando aire, retorciéndose, suplicando, gritando su inocencia. Ví a los soldados hombro con hombro, levantando los rifles, el inacabable momento en que apuntaban silenciosamente. A Gilmartin gimiendo, rezando, llorando, encontrando en el último momento un resto de dignidad, que le permitió ponerse derecho, cuadrar los hombros, mirar de frente a sus ejecutores, incluso desafiantemente. La orden de disparar, el sonido de los disparos, el cuerpo retorciéndose y agitándose horriblemente, derrumbándose sostenido únicamente por las ligaduras…

Pero ¿qué significaba todo aquello? ¿Un aviso de problemas para Gilmartin, quien había puesto en dificultades financieras a la Administración de Quinn, y no me caía en absoluto bien, o simplemente la esperanza de tales problemas? ¿Una señal de que iba a ser asesinado, quizá? Los asesinatos habían sido muy frecuentes en los noventa, más incluso que durante la sangrienta era Kennedy, pero me parecía que estaban ya un poco pasados de moda. En cualquier caso, ¿a quién le iba a interesar el asesinato de un pobre diablo como Gilmartin? Quizá lo que percibía era una premonición del fallecimiento de Gilmartin por causas naturales. Pero Gilmartin presumía de buena salud. ¿Un accidente, entonces? ¿O puede que se tratase únicamente de una muerte metafórica, de una querella legal, una disputa política, un escándalo, un impeachment? No sabía cómo interpretar mi sueño ni qué hacer con él, y, en último extremo, decidí no hacer nada. Y de este modo perdimos el tren del escándalo Gilmartin, que era de hecho lo que yo percibía: lo que el destino le reservaba no era el pelotón de ejecución ni el asesinato, sino la vergüenza, la dimisión, la cárcel. Quinn podía haberlo capitalizado en gran medida, de haber contado con investigadores municipales que hubiesen denunciado las manipulaciones de Gilmartin, si el alcalde hubiese montado en justiciera cólera e informado a la ciudad de que estaba siendo estafada y se hacía necesaria una investigación. Pero no fui capaz de percibir el mensaje principal, y tuvo que ser un contable del Estado, no ninguno de los nuestros, quien finalmente reveló todo el escándalo: cómo Gilmartin había estado desviando sistemáticamente millones de dólares de los fondos estatales destinados a la ciudad de Nueva York y enviándolos a los departamentos de Hacienda de unas cuantas ciudades del norte del Estado, de donde pasaban luego a su propio bolsillo y a los de un par de funcionarios locales. Me di cuenta demasiado tarde de que había tenido dos ocasiones para hacer morder el polvo a Gilmartin, desperdiciando ambas. Un mes antes de mi sueño, Carvajal me hizo entrega de aquella misteriosa nota. Vigilar a Gilmartin, había sugerido. Gilmartin, congelación del petróleo, Leydecker, ¿y bien?

—Cuéntame cosas de Carvajal —le dije a Lombroso.

—¿Qué quieres saber?

—¿Hasta qué punto le ha ido realmente bien jugando a la Bolsa?

—No está muy claro. Por lo que yo sé, desde 1993 habrá sacado unos nueve o diez millones en limpio. Puede que mucho más. Estoy convencido de que trabaja a través de varios agentes de bolsa, de que emplea cuentas numeradas, hombres de paja y todo tipo de trucos para ocultar lo que ha estado realmente ganando en Wall Street.

—¿Y lo gana todo simplemente jugando?

—Todo. Compra, hace que suban unas acciones, vende. En mi oficina hubo gente que ganó fortunas limitándose a imitar lo que él hacía.

—¿Es posible —pregunté— que alguien adivine las tendencias de la Bolsa sin equivocarse, y durante tantos años?

Lombroso se encogió de hombros.

—Supongo que unos cuantos lo han conseguido. Tenemos leyendas sobre grandes especuladores que se remontan al comienzo del capitalismo. Pero nadie se ha mantenido tan seguro y firme como Carvajal.

—¿Cuenta con información interna?

—No puede. No de todas empresas distintas. Tiene que tratarse de pura intuición. Simplemente compra y vende, compra y vende, y recoge sus beneficios. Apareció un día, de repente, abrió una cuenta bancaria, sin referencia de ningún banco, sin la menor conexión con Wall Street. Siempre hace transacciones en metálico. Nunca deposita fondos. Actúa como un espectro.

—Sí —dije.

—Es un hombrecillo tranquilo. Se sienta mirando las pizarras, efectúa sus operaciones sin ruidos, sin parloteo, sin excitarse.

—¿Se ha equivocado alguna vez?

—Sí, ha experimentado algunas pérdidas. Siempre pequeñas. Pérdidas pequeñas y grandes ganancias.

—Me pregunto por qué.

—¿Por qué, qué? —dijo Lombroso.

—Por qué pérdidas, aunque sean pequeñas.

—Incluso Carvajal puede equivocarse. No es infalible.

—¿De veras? —respondí—. Puede ser que pierda deliberadamente por razones estratégicas. Que se trate de fallos calculados, destinados a hacer que la gente crea que es humano; o a impedir que los demás se limiten a copiarle automáticamente y distorsionen las fluctuaciones.

—¿No crees que es humano, Lew?

—Sí, creo que lo es.

—¿Entonces?

—Pero con un don muy especial.

—Para elegir las acciones que van a subir. Muy especial.

—Más que eso.

—¿Más? ¿En qué sentido?

—No puedo decirlo todavía.

—¿Por qué le temes, Lew? —preguntó Lombroso.

—¿He dicho que le temiese? ¿Cuándo?

—El día que vino aquí me dijiste que te hacía temblar, que te infundía miedo. ¿Recuerdas?

—Supongo que lo diría.

—¿Crees que practica la brujería? ¿Que es como una especie de mago?

—Conozco la teoría de la probabilidad, Bob. Si hay algo que conozco bien es la teoría de la probabilidad. Carvajal ha hecho un par de cosas muy alejadas de las curvas normales de probabilidad. Una es su actuación en la Bolsa, la otra tiene que ver con este asunto de Gilmartin.

—A lo mejor es que recibe los periódicos con un mes de adelanto —dijo Lombroso.

Se rió. Yo no.

—No tengo ninguna hipótesis —dije—. Sólo sé que Carvajal y yo nos dedicamos al mismo tipo de trabajo, y que me supera hasta tal punto que no cabe ni comparación. Lo que te estoy diciendo es que me siento confundido y un poco asustado.

Tranquilo hasta el punto de parecer paternalista, Lombroso se desplazó ágilmente por su majestuoso despacho y miró fijamente un instante su vitrina repleta de tesoros medievales. Finalmente, dándome todavía la espalda, dijo:

—Melodramatizas demasiado, Lew. El mundo está lleno de gente que formula con frecuencia vaticinios acertados, y tú eres uno de ellos. Está claro que él acierta más que la mayoría, pero eso no significa que pueda ver el futuro.

—Está bien, Bob.

—¿De veras? Cuando acudes a mí y me dices que las probabilidades de respuesta pública desfavorable a tal o cual ley son éstas o aquéllas, ¿estás viendo el futuro o, simplemente, formulando un vaticinio? No te he oído nunca presumir de ser clarividente, Lew. Y Carvajal…

—¡Está bien!

—Tranquilo, hombre, tranquilo.

—Lo siento.

—¿Quieres que te traiga algo de beber?

—Me gustaría cambiar de tema —dije.

—¿De qué te gustaría hablar ahora?

—De la política a seguir con respecto a la congelación del petróleo.

Asintió con suavidad.

—El Ayuntamiento —dijo— ha estado estudiando durante toda la primavera un decreto que exige la congelación de todo el petróleo a bordo de los petroleros que arriben al puerto de Nueva York. Los defensores del medio ambiente están por supuesto a favor, y, como es lógico, las empresas petroleras en contra. Los grupos de consumidores no lo ven con muy buenos ojos, ya que el decreto comporta un aumento de los costes de refinado y, por tanto, de los precios de venta. Y…

—¿No están dotados ya los petroleros de un equipo de congelación?

—Sí, lo llevan según una disposición federal que se remonta a 1983, más o menos. Desde el año en que empezaron el bombeo pesado en las orillas del Atlántico. Cuando un petrolero sufre un accidente que provoca la rotura de su estructura, y hay posibilidades de que se derrame el petróleo, un sistema de mangueras rocía el crudo de la sección dañada con productos congelantes que convierten el petróleo en una masa sólida. Esto hace que permanezca dentro del tanque y, aun en caso de que el buque se hunda, el petróleo congelado flota en grandes bloques muy fáciles de recuperar. Luego lo único que hay que hacer es calentar los bloques hasta, ¿son unos ciento treinta grados Fahrenheit?, y vuelve a convertirse en petróleo. Pero para rociar todo el contenido de uno de esos gigantescos depósitos son precisas tres o cuatro horas y otras siete u ocho para que el petróleo se congele, por lo que nos encontramos con un período de unas doce horas a partir del comienzo del proceso de congelación, en que el petróleo sigue en estado fluido; y, en doce horas, puede derramarse una enorme cantidad de crudo. El concejal Ladrone ha ideado un plan que exige que, en el transporte por mar hasta las refinerías, el petróleo vaya siempre congelado, y no simplemente como medida de emergencia en caso de accidente. Pero los problemas políticos que esto representa son…

—Hazlo —dije.

—Tengo todo un montón de documentos a favor y en contra que me gustaría que vieses antes de…

—Olvídate de ellos y hazlo, Bob. Consigue que el decreto sea aprobado por el comité y transformado en ley esta misma semana. Que entre en vigor el primero de junio. Deja que las compañías petrolíferas chillen todo lo que quieran. Haz que se promulgue el decreto y que Quinn lo firme con una rúbrica bien visible.

—El problema grave —dijo Lombroso— es que si Nueva York promulga una ley como ésa y los demás puertos de la costa este no, Nueva York dejará simplemente de ser puerto de entrada para los crudos que se dirigen a las grandes refinerías del área metropolitana, y los ingresos que perderemos ascenderán a…

—No te preocupes por eso. Los pioneros tienen que arriesgarse siempre algo. Consigue hacer pasar el decreto, y una vez que Quinn lo haya firmado, que exija al presidente Mortonson la presentación de un decreto parecido al Congreso. Que Quinn ponga de relieve que la ciudad de Nueva York va a proteger sus playas y costas por encima de todo, pero que espera que el resto del país no se quede atrás. ¿Lo has entendido?

—¿No irás demasiado rápido en este asunto, Lew? No es normal en ti pontificar ex cátedra, así de este modo, cuando ni tan siquiera has estudiado el tema…

—A lo mejor es que yo también puedo leer el futuro —dije.

Me reí. El no.

Aunque algo molesto por mi insistencia en la urgencia del asunto, Lombroso adoptó todas las medidas necesarias. Hablamos con Mardikian, éste habló con Quinn, y Quinn con el Ayuntamiento de la ciudad. El proyecto de ley fue aprobado. El mismo día que Quinn debía firmarlo, apareció en su despacho una delegación de abogados de las empresas petrolíferas, amenazándole cortésmente con una terrorífica lucha legal ante los tribunales si no lo vetaba personalmente. Quinn me hizo llamar y mantuvimos una breve discusión de no más de dos minutos.

—¿Debo aprobar esta ley? —me preguntó.

—Sí, de verdad —le respondí, lo que le bastó para expulsar a los abogados de su despacho.

En el momento de estampar su firma lanzó un discurso improvisado, pero lleno de fuerza, de unos diez minutos de duración en favor de la obligatoriedad de la congelación a escala nacional.

Aquél fue un día sin grandes noticias, y el núcleo del discurso de Quinn, un expresivo fragmento de unos dos minutos y medio acerca de la degradación del medio ambiente y la determinación de las personas de no aceptarla pasivamente, fue reproducido en los noticiarios de la noche de costa a costa.

El momento elegido fue el perfecto. Dos días después, el superpetrolero japonés Exxon Maru encalló en las costas de California y se rompió de forma realmente espectacular; el sistema congelador funcionó mal, y millones de barriles de crudo mancharon toda la costa desde Mendocino hasta Big Sur. Aquella misma noche, un petrolero venezolano con rumbo a Port Arthur, en Texas, sufrió un extraño accidente en el golfo de México, arrojando una enorme masa de petróleo sin congelar contra las costas del parque natural de grullas cercano a Corpus Christi. Al día siguiente se produjo una grave marea negra cerca de Alaska, y como si aquellas tres mareas negras hubiesen sido las primeras que habían asolado el planeta, en el Congreso todo el mundo se puso de repente a condenar la contaminación y a exigir la obligatoriedad de la congelación. La recién aprobada legislación de Paul Quinn para la ciudad de Nueva York se vio repetidamente citada como prototipo de la ley federal propuesta.

Gilmartin.

Congelación.

Quedaba sólo un punto: Socorro en lugar de Leydecker antes del verano. Ponerse inmediatamente en contacto con él.

Críptico y oscuro, como la mayoría de los augurios de los oráculos. Ninguna de las técnicas estocásticas a mi disposición me servía para extraer un vaticinio útil. Bosquejé una docena de hipótesis, pero todas ellas me parecieron disparatadas y sin sentido. ¿Qué tipo de profeta profesional era yo, cuando me regalaban tres sólidas claves para descifrar hechos del futuro y sólo era capaz de sacarle partido a una de ellas?

Empecé a pensar que debía hacerle una visita a Carvajal.

No obstante, antes de que pudiera hacer nada, una asombrosa noticia llegó del Oeste. Richard Leydecker, gobernador de California, líder del Nuevo Partido Demócrata, candidato destacado para la próxima nominación a la presidencia, había fallecido repentinamente en un campo de golf de Palm Spring en el Memorial Day a la edad de cincuenta y siete años, heredando su cargo y prerrogativas el subgobernador Carlos Socorro, quien, en virtud de su control sobre el estado más rico e influyente de la nación, se convirtió en una poderosa fuerza política del país.

Socorro, quien encabezaría ahora la nutrida delegación de California en la convención nacional de los Nuevos Demócratas a celebrar el año siguiente, comenzó a expresar sus grandilocuentes opiniones ya en su primera conferencia de prensa, que tuvo lugar dos días después de la muerte de Leydecker. Sin que viniera a cuento, sugirió que el candidato más adecuado para la nominación por los Nuevos Demócratas era el Senador Elli Kane, de Illinois, desencadenando así instantáneamente el boom de Kane para presidente, que habría de hacerse abrumador en las semanas siguientes.

Yo mismo me había fijado ya en Kane. Cuando recibí la noticia de la muerte de Leydecker, mi cálculo inmediato fue que Quinn debería ahora intentar ser nominado para la presidencia en lugar de la vicepresidencia —¿por qué no aprovechar la publicidad extra, ahora que no teníamos por qué temer una lucha a muerte contra el omnipotente Leydecker?—; pero también pensé que debíamos seguir amañando las cosas de tal forma que, en la Convención, Quinn perdiese frente a un candidato de mayor edad y con menos encanto, quien se enfrentaría al presidente Mortonson en noviembre. De este modo, Quinn heredaría los restos de un partido a reconstruir de cara al año 2004. Alguien como Kane, un político fiel a la línea del partido, de aspecto distinguido, pero insustancial, resultaba el tipo ideal para el papel de «malo» que arrebata la nominación al meteórico joven alcalde.

No obstante, para que Quinn pudiese presentar un frente serio contra Kane, necesitábamos el apoyo de Socorro. En gran parte del país, Quinn seguía siendo una figura poco conocida, mientras que Kane era famoso y querido en el vasto centro del país. El respaldo de California, que haría que, si no con mucho más, Quinn contase al menos con los delegados de los dos estados de mayores dimensiones, le permitiría perder honrosamente frente a Kane. Me había imaginado que, obedeciendo a los dictados del buen gusto, se respetaría un intervalo de, como mínimo, una semana, y que luego podríamos intentar aproximarnos al gobernador Socorro. Pero el apoyo inmediato de Socorro a Kane lo modificó todo de la noche a la mañana, y dejó a Quinn «vendido». Nos encontramos de repente con un tour del senador Kane por toda California, flanqueado por el nuevo gobernador, y formulando alabanzas a las capacidades administrativas de Socorro.

El arreglo estaba hecho, y Quinn se quedaba fuera de él. Era evidente que se encontraba en marcha la formación de una candidatura Kane-Socorro, y que en la Convención del año siguiente saldrían vencedores incontestables a la primera votación. Si intentaba intrigar contra ellos en la Convención, Quinn parecería simplemente quijotesco e ingenuo o, lo que es peor, todo lo contrario. A pesar de la sugerencia de Carvajal, no nos habíamos puesto a tiempo en contacto con Socorro, perdiendo Quinn la ocasión de ganarse un poderoso aliado. Eso no representaba un inconveniente irremediable para las posibilidades presidenciales de Quinn en el 2004, pero, en cualquier caso, nuestro retraso resultó sumamente costoso.

¡Oh, qué mortificación, qué vergüenza, qué infamia! ¡Qué amargos remordimientos, Nichols! Aquí, dice el raro hombrecillo, tiene usted una hoja de papel en la que van escritos tres fragmentos de futuro. Adopte las medidas que le aconsejen sus propias capacidades proféticas. Muy bien, muchísimas gracias, le dices, y tus capacidades proféticas no te dicen nada, y no haces nada. Y el futuro va deslizándose alrededor de ti hasta convertirse en presente; entonces te das claramente cuenta de lo que debías haber hecho, y te pareces a ti mismo un idiota sin remedio.

Me sentí humilde. Me sentí un inútil.

Me sentí como si hubiese fracasado en algún tipo de test o prueba.

Necesitaba que me aconsejaran. Recurrí a Carvajal.

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