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Según mi nuevo régimen de vida, hablaba con Carvajal todos los días, algunas veces en varias ocasiones, normalmente por teléfono, y le transmitía las últimas informaciones políticas internas, las estrategias a seguir, los nuevos procesos, nuestras conversaciones con líderes políticos de fuera de la ciudad, las proyecciones de datos, todo lo que pudiese parecer pertinente, aunque fuese de refilón, para lograr que Paul Quinn llegase a la Casa Blanca. La razón de meter toda esta información en la mente de Carvajal era el efecto de periscopio: no podía ver nada que, de una forma u otra, no afectase a su consciencia, y si no podía verlo, ¿cómo iba a poder transmitírmelo luego a mí?

Lo que estaba haciendo, pues, era telefonearme mensajes a mí mismo, mensajes procedentes del futuro y retransmitidos a través de Carvajal. Por supuesto, las cosas que yo le contaba ahora carecían de valor para este fin, ya que mi yo-presente las conocía ya; pero lo que le diría dentro de un mes podría resultar valioso para mí hoy, y como la información debía entrar en el sistema en un momento u otro, comencé aquí la labor de insumo o «input», alimentando a Carvajal ahora con datos que había visto hacía ya meses o incluso años. A lo largo del año de vida que le quedaba, Carvajal habría de convenirse en un depósito único de acontecimientos políticos futuros. (De hecho lo era ya, pero yo debía continuar asegurándome de que recibía la información que ambos sabíamos iba a recibir. En todo esto se encierran numerosas paradojas, pero prefiero no examinarlas demasiado a fondo.)

Y, día a día, Carvajal me iba proporcionando datos, fundamentalmente de cosas relacionadas con la conformación a largo plazo de los destinos de Quinn. Luego yo se los pasaba a Haig Mardikian, aunque algunos de ellos correspondían al campo de George Missakian, los medios de comunicación de masas; y algunos, que tenían que ver con temas financieros, iban a parar a Lombroso. Unos cuantos eran transmitidos a Quinn por mí personalmente. Las notas que tomaba después de mis conversaciones con Carvajal en una semana normal y corriente incluían apartados como los siguientes:

Invitar a comer al Comisario de Desarrollo Comunitario, Spreckels. Sugerir la posibilidad de un puesto de juez.

Asistir a la boda del hijo del senador Wilkon, de Massachusetts.

Decirle a Cond Ed, confidencialmente, que no hay esperanzas de aprobación de la planta de fusión propuesta en Flatbush.

Denunciar al hermano del gobernador ante las autoridades de Triboro. Difundir por adelantado el tema del nepotismo, incluyendo algunos chistes al respecto en la rueda de prensa.

Visitar al «speaker» de la Asamblea, Feinberg, durante la Convención de Nueva York-Massachusetts-Conneticut, y mostrarse amistoso con él.

Redactar artículos de toma de posición sobre: bibliotecas, drogas, traslados de población de un estado a otro.

Recorrer la zona histórica con el nuevo cónsul general israelí. Incluir en el grupo a Leibman, Berkowitz, la señora Weisbard, el rabino Dubin, y también a los señores O’Neill.

Algunas veces comprendía por qué mi yo-futuro recomendaba a Quinn que actuase de determinada manera, mientras que otras veces me sentía totalmente desconcertado. (¿Por qué, por ejemplo, decirle que vetase una inocua propuesta del Ayuntamiento de reabrir una zona prohibida para el aparcamiento al sur de Canal Street? ¿En qué le podía servir eso para alcanzar la presidencia?) Carvajal no me ofrecía ayuda alguna para descifrarlo. Se limitaba a pasarme las visiones que obtenía de mi yo de dentro de ocho o nueve meses. Como estaría muerto antes de que ninguno de estos hechos pudiese manifestar sus últimas implicaciones, no tenía la menor idea de cuáles podrían ser sus repercusiones, y no le importaban en lo más mínimo. Me lo transmitía todo indicándome suavemente o-lo-tomas-o-lo-dejas. No intentes razonar el porqué. Ajústate al guión, Lew; ajústate al guión.

Y yo me ajustaba al guión.

Mis ambiciones políticas ocultas estaban comenzando a adquirir el carácter de una misión divina: utilizando el don de Carvajal y el carisma de Quinn, podría transformar el mundo en un lugar mejor, de un carácter vagamente ideal. Sentí en mí los vibrantes hilos del poder. Mientras que antes había visto la llegada de Quinn a la presidencia como una meta valiosa por sí misma, ahora mis planes para un mundo guiado por la capacidad de ver el futuro me convirtieron en prácticamente un soñador utópico. Ya no pensaba en términos de manipulación, de reordenamiento de las motivaciones, de maquinaciones políticas, a menos que estuviesen al servicio del objetivo de orden superior por el que creía estar trabajando.

Día tras día hacía llegar mis notas a Quinn y a sus hombres. Mardikian y el alcalde daban por sentado que el material que ponía a su disposición era el resultado de mis propios análisis y proyecciones, el producto del trabajo de mis encuestadores, mis ordenadores electrónicos y mi sagaz cerebro. Como mi curriculum de intuiciones estocásticas había sido excelente durante un montón de años, hacían lo que yo les decía. Sin dudas ni preguntas. De cuando en cuando, Quinn se reía, y decía: «Muchacho, para mí esto no tiene ni pies ni cabeza»; pero le respondía: «Ya lo tendrá, ya lo tendrá», y entonces seguía mis recomendaciones. Lombroso, sin embargo, debía darse cuenta de que muchas de estas informaciones procedían de Carvajal. Pero no me dijo nunca ni una sola palabra, ni tampoco, creo, a Quinn o a Mardikian.

De Carvajal recibí también instrucciones de carácter más personal.

—Es hora de que se corte el pelo —me dijo a comienzos de septiembre.

—¿Quiere decir que me lo deje corto?

—Al cero.

—¿Me está diciendo que debo afeitarme la cabeza?

—Sí, exactamente.

—No —respondí—. Si hay una moda estúpida que detesto es precisamente…

—No importa. A partir de este mes usted empezó a llevar el pelo así. Hágalo mañana mismo, Lew.

—No me haría nunca un corte de pelo así —le objeté—. No se ajusta en absoluto a…

—Lo hizo —respondió Carvajal sin más—. ¿Cómo puede oponerse a ello?

¿Qué sentido tenía discutir? Me había visto con la cabeza rapada; debía ir por tanto y hacer que me la afeitaran. No haga preguntas, me había dicho en el momento de subir a bordo, limítese a ajustarse al guión.

Me puse en manos del peluquero. Salí como un Erich von Stroheim en grande, sólo que sin monóculo ni cuello duro.

—¡Tienes un aspecto maravilloso! —gritó Sundara al verme—. ¡Qué delicia!

Pasó suavemente las manos por mi rapado cráneo. Era la primera vez en dos o tres semanas que se había producido una cierta comunicación entre nosotros. Evidentemente, el dejarme rapar de aquel modo encajaba a la perfección en las enloquecidas teorías del Tránsito. Para ella representaba un indicio de que todavía había posibilidades de «recuperarme».

Recibí también otras órdenes.

—Pase un fin de semana en Caracas —me dijo Carvajal—. Alquile un bote de pesca. Capturará un pez espada.

—¿Por qué?

—Hágalo —dijo implacable.

—No veo qué sentido tiene que vaya a…

—Por favor, Lew. Se está poniendo usted en plan difícil.

—¿No quiere por lo menos explicármelo?

—No hay explicación. Tiene que ir a Caracas.

Era absurdo. Pero me fui a Caracas. Bebí demasiados «margaritas» con algunos abogados de Nueva York que no sabían que era la mano derecha de Quinn, y que se dedicaron a atacarle y a hablar una y otra vez de los buenos tiempos anteriores, cuando Gottfried mantenía a la gentuza a raya. Fascinado, alquilé un bote de pesca y capturé de hecho un pez espada, estando a punto de partirme ambas muñecas en el intento. Con enormes trabajos, conseguí izar a bordo aquel maldito animal. Comenzó a ocurrírseme que quizá Carvajal y Sundara se habían aliado para volverme loco, o puede que para empujarme en los brazos del más próximo ministro del Credo del Tránsito. (¿No eran ambas cosas lo mismo?) Pero era imposible. Era mucho más probable que Carvajal se estuviese limitando a darme un curso acelerado sobre cómo ajustarse o seguir el guión: «Acepta cualquier dictado que te llegue desde el mañana, no hagas nunca preguntas».

Y acepté los dictados.

Me dejé barba. Me compré ropas extravagantes. Me enrollé en Times Square con una hosca dieciseisañera con tetas de vaca, la llené de ron en uno de los locales de Hyatt Regency, alquilé en él una habitación por dos horas y forniqué de mala manera con ella. Me pasé tres días en el Columbia Medical Center como cobaya voluntario para investigaciones de sonopuntura, y salí de allí con los huesos machacados. Me dirigí a la oficina de apuestas de mi barrio y aposté mil pavos al 666, perdiendo, pues el número ganador aquel día fue el 667. Me quejé amargamente de ello a Carvajal: «No me podía haber dicho por lo menos el número correcto?» Sonrió enigmáticamente y me respondió que me había dicho el número correcto. Supongo que tenía que perder. Al parecer, todo aquello formaba parte de mi preparación, o entrenamiento. Masoquismo existencial, el enfoque Zen al juego. Muy bien. No haga nunca preguntas. Una semana después me dijo que apostara otros mil pavos al 333, y gané una fortuna nada desdeñable. Aquello tenía, pues, sus compensaciones.

Ajústate al guión, chaval. No hagas preguntas.

Me ponía aquellas ropas disparatadas. Me hacía afeitar el cráneo con regularidad. Soporté los picores de mi incipiente barba y, al cabo de un tiempo, dejó de molestarme. Envié al alcalde a un montón de almuerzos y cenas con un fantástico conjunto de políticos que habrían de convertirse en muy influyentes… ¡Que Dios me ayude!, pensé, y me dediqué a ajustarme al guión.

A principios de octubre, Carvajal me dijo:

—Y ahora, solicite el divorcio.

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