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¡Qué mañana la del día siguiente! ¡Para mí, para vosotros, para todo Nueva York! ¡Hasta empezar a caer la noche de aquel primero de enero no resultó evidente todo el impacto de los locos acontecimientos de la noche anterior, cuántos cientos de ciudadanos habían perecido como consecuencia de la violencia, por alguna estúpida desventura o simplemente de frío; cuántas tiendas habían sido saqueadas, cuántos monumentos públicos destruidos, cuántas carteras robadas, cuántas personas violadas. ¿Había conocido ciudad alguna una noche como aquélla desde el saqueo de Bizancio? El populacho había perdido las riendas, y nadie intentó frenar la furia desencadenada, nadie, ni siquiera la policía. Los primeros informes explicaban que la mayoría de los funcionarios de la ley se habían unido a la algazara y, según fueron avanzando las investigaciones a lo largo de todo el día, fue saliendo a la luz lo que había ocurrido realmente: que, en lugar de contener el caos, los hombres de azul lo habían en muchos casos azuzado y dirigido. Las últimas noticias informaron que, aceptando su responsabilidad personal por el desastre, el Comisario jefe de la policía, Sudakis, había dimitido. Lo ví en la pantalla, con el rostro contraído, los ojos enrojecidos, conteniendo a duras penas la ira que le embargaba; habló entrecortadamente de la vergüenza que sentía, de la ignominia; se refirió al derrumbamiento de la moralidad, incluso a la decadencia de la civilización urbana; parecía no haber dormido en toda una semana; ofrecía la lastimosa imagen de un hombre confundido, vencido, que farfullaba y tosía continuamente; y rogué silenciosamente que los de la televisión terminasen pronto y pasaran a otro tema. La dimisión de Sudakis me reivindicaba, pero no me proporcionó el menor placer, al menos mientras, desde la pantalla, me miraba aquel rostro contrito y asolado. Finalmente, cambió la escena y pudimos contemplar los restos de toda una manzana de cinco edificios en Brooklyn que había ardido hasta los cimientos como consecuencia de la negligencia de los bomberos. Sí, sí, Sudakis había dimitido. Por supuesto. La realidad ha quedado preservada, la infalibilidad de Carvajal demostrada una vez más. ¿Quién podía haber previsto que los acontecimientos iban a dar aquel giro? Ni yo, ni el alcalde Quinn, ni tan siquiera el propio Sudakis; pero Carvajal sí.

Esperé unos cuantos días, mientras la ciudad iba recuperando lentamente la normalidad, y entonces telefoneé a Lombroso, a su despacho de Wall Street. Por supuesto, no se encontraba allí en aquel momento. Por el contestador automático le dije que me llamase tan pronto como pudiera. Todos los altos funcionarios de la ciudad se encontraban reunidos con el alcalde en la Gracie Mansión las veinticuatro horas del día. Los incendios ocurridos en prácticamente todos los barrios habían dejado a miles de personas sin hogar; los hospitales estaban totalmente repletos de víctimas de la violencia y los accidentes; las querellas por daños y perjuicios contra el Ayuntamiento de la ciudad, fundamentalmente por su incapacidad para ofrecer una adecuada protección policial, ascendían ya a billones de dólares y se elevaban continuamente. Había que resolver además el problema del perjuicio causado a la imagen pública de la ciudad. Desde su investidura, Quinn se había esforzado denodadamente por devolver a Nueva York la reputación de que había gozado a mediados de siglo como la ciudad más animada, vital y estimulante de la nación, como la verdadera capital del planeta y el centro de todo lo interesante, como una ciudad excitante y al mismo tiempo segura para los turistas y visitantes. Y todo aquello había quedado destruido en sólo una noche orgiástica que respondía más a la visión generalizada que se tenía de Nueva York como un zoo brutal, enloquecido, feroz y sucio. Así pues, no tuve noticias de Lombroso hasta mediados de enero, cuando las aguas empezaron a volver a su cauce; y cuando me llamó, yo ya había renunciado a volver a oírle.

Me contó lo que estaba ocurriendo en el Ayuntamiento: el alcalde, preocupado por las posibles repercusiones del motín sobre sus esperanzas de llegar a la presidencia, estaba preparando un paquete de medidas absolutamente drásticas, casi como las de Gottfried, para mantener el orden público. Se aceleraría la reorganización de la policía; el tráfico de drogas se limitaría casi tan severamente como antes de las liberalizaciones de la década de los ochenta; entraría en vigor un sistema de pronta alarma para prevenir los tumultos públicos en los que participasen más de dos docenas de personas, etcétera, etcétera.

A mí todo aquello me parecía totalmente descaminado, una respuesta apresurada y dictada por el temor a un acontecimiento único y no representativo; pero mis consejos no eran ya bien recibidos, y me guardé mis pensamientos para mí mismo.

—¿Y qué pasa con Sudakis? —pregunté.

—Definitivamente fuera de juego. Quinn se negó a aceptar su dimisión y se pasó tres días enteros intentando convencerle de que siguiese en el cargo, pero Sudakis se considera desacreditado a perpetuidad por todo lo que hicieron aquella noche los hombres a sus órdenes. Ha aceptado un empleo en una pequeña ciudad de Pennsylvania y se ha marchado ya.

—No me refiero a eso. Me refiero a si la exactitud de mi predicción sobre Sudakis ha repercutido en la actitud de Quinn hacia mí.

—Sí —dijo Lombroso—. Con toda seguridad.

—¿Está reconsiderando su postura?

—Cree que eres un brujo. Cree que puedes haber vendido tu alma al diablo. Y lo cree literalmente. Literalmente. A pesar de toda su sofisticación no olvides que, en el fondo, sigue siendo un católico irlandés. Y, en tiempos difíciles, eso sale a la superficie. En el Ayuntamiento te has convertido en algo así como el Anticristo, Lew.

—¿Se ha vuelto tan loco que no puede darse cuenta de lo útil que le sería contar con alguien que pueda prevenirle de cosas como la dimisión de Sudakis.

—No hay la menor esperanza, Lew. Desecha la idea de trabajar para Quinn. Aléjala completamente de tu mente. No pienses en él, no le escribas cartas, no intentes telefonearle, no tengas nada que ver con él. Deberías ir pensando incluso en marcharte de la ciudad.

—¡Dios santo! ¿Porqué?

—Por tu propio bien.

—¿Qué significa eso? Bob, ¿pretendes decirme que corro peligro a causa de Quinn?

—No pretendo decirte nada —replicó, y su voz reveló nerviosismo.

—Sea lo que sea, no estoy en peligro. Me niego a creer que Quinn me tema tanto como tú piensas, y descarto totalmente la idea de que pueda emprender cualquier tipo de acción en mi contra. No resulta creíble. Le conozco. Durante cuatro años fui prácticamente su otro yo, y…

—Escúchame, Lew —dijo Lombroso—, tengo que colgar. No te puedes ni imaginar la cantidad de trabajo que se me está acumulando…

—Está bien. Gracias por contestar a mi llamada.

—Y… Lew…

—¿Sí?

—Creo que sería una buena idea que no me llamaras. Ni tan siquiera al número de Wall Street. Por supuesto, salvo en caso de emergencia muy grave. Mi propia situación con respecto a Quinn resulta algo delicada desde que intenté hacerle llegar tus informaciones, y ahora…, ahora, bueno, ya me entiendes, ¿no? Estoy seguro de que lo comprendes.

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