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Antes de oír hablar de Martín Carvajal me había dedicado profesionalmente al estudio de las probabilidades durante siete años. A partir de la primavera de 1992 me consagré a las proyecciones. Puedo mirar una bellota y ver la pila de leña para el fuego; es un don que poseo. A cambio de unos honorarios, puedo decirle si creo que el negocio de las patatas fritas va a seguir siendo una industria en crecimiento, si es una buena idea abrir un salón de tatuajes en Topeka, si la moda de los cráneos desnudos va a durar lo suficiente como para que le merezca a usted la pena ampliar su fábrica de productos depilatorios de San José. Y hay todas las probabilidades de que tenga razón.

Mi padre solía decir: «Una persona no elige su vida. Su vida la elige a ella».

Puede ser. Nunca creí que fuera a dedicarme a las profecías. En realidad nunca creí que fuera a dedicarme a nada. Mi padre temía que me convirtiese en un inútil. Eso es verdaderamente lo que parecía cuando me gradué (Nueva York, 1986). Pasé mis tres años de universidad sin saber en absoluto qué iba a hacer en la vida, salvo que tenía que ser algo comunicativo, creador, lucrativo y razonablemente útil para la sociedad. No quería ser novelista, profesor, actor, abogado, agente de Bolsa, general, ni sacerdote. No me atraían ni la industria ni las finanzas, la medicina escapaba a mis capacidades, la política me parecía vulgar y vocinglera. Conocía mis habilidades, que son primordialmente de carácter verbal y conceptual, y conocía mis necesidades, que se orientan fundamentalmente hacia la seguridad y la intimidad. Era, y soy, inteligente, decidido, vivo, enérgico, dispuesto a trabajar duro, e ingenuamente oportunista, aunque espero que no oportunistamente ingenuo. Pero cuando abandoné la universidad me faltaba un foco, un centro, un punto de definición.

La vida de una persona la elige a ella. Yo siempre tuve una extraña habilidad para los barruntos misteriosos; mediante fáciles etapas la fui transformando en mi forma de vida. Como trabajo veraniego realicé algunas encuestas; cierto día, en la oficina, formulé algunos astutos comentarios sobre las pautas que revelaban los datos en bruto, y mi jefe me pidió que preparase un modelo de muestreo aproximativo para la siguiente encuesta. Equivale a un programa que te dice qué tipo de preguntas debes formular para obtener las respuestas que necesitas. El trabajo resultaba estimulante y el hecho de hacerlo bien gratificaba mi ego. Cuando uno de los clientes más importantes de mi patrón me pidió que le dejase y me dedicase al trabajo de asesoría por cuenta propia, corrí ese riesgo. De ahí a tener mi propia empresa de asesoría fue sólo cuestión de meses.

Cuando me dedicaba al negocio de proyección mucha gente desinformada creía que yo era una especie de encuestador. No. Los encuestadores trabajaban para mí, todo un pelotón de gallups[1], contratados. Eran para mí como los molineros para el panadero: separaban el trigo de la paja, mientras yo fabricaba los elaborados pasteles. Mi trabajo representaba un paso gigantesco más allá de las encuestas. Empleando muestras de datos recopilados mediante los acostumbrados métodos pseudocientíficos, yo extraía predicciones a largo plazo, daba saltos intuitivos; en resumen, adivinaba, y lo hacía muy bien. Todo ello reportaba dinero, pero también una especie de éxtasis. Cuando me enfrentaba con un montón de muestras en bruto, de las que tenía que extraer una proyección de importancia, me sentía como el que se zambulle desde una elevada roca en un deslumbrante mar azul en busca de un resplandeciente doblón de oro enterrado en la blanca arena muy por debajo de las olas; el corazón me latía fuertemente, mi cuerpo y mi espíritu se elevaban desde una excitación de puro quantum a un estado de energía superior y más intenso. El éxtasis.

Lo que yo hacía era sumamente sofisticado y técnico, pero tenía al mismo tiempo algo de brujería. Me encenagaba en medios armónicos, sesgos positivos, valores modales y parámetros de dispersión. Mi despacho era como un laberinto de pantallas exhibidoras y gráficos. Tenía toda una batería de ordenadores «Jumbo» funcionando a todas las horas del día, y lo que parecía un reloj de pulsera en mi muñeca izquierda era en realidad una terminal de datos que rara vez tenía tiempo de enfriarse. Pero las pesadas matemáticas y la refinada tecnología hollywoodense no eran sino aspectos preliminares de mi trabajo, la etapa de «entrada». Cuando había que efectuar proyecciones de verdad, IBM no me servía de nada. Tenía que hacerlo sirviéndome únicamente de mi mente desnuda. Permanecía en el borde de la roca, inmerso en una pavorosa soledad, y aunque el «sonar» podía haberme indicado la configuración del fondo del océano, aunque los mecanismos más refinados podían haber registrado la velocidad de la corriente, la temperatura del agua y su índice de turbiedad, en el momento crucial del salto me encontraba totalmente solo. Escudriñaba el agua con los ojos entrecerrados, flexionando las rodillas, haciendo oscilar los brazos, llenándome de aire los pulmones, esperando hasta que veía, hasta que realmente veía; y cuando sentía aquel hermoso y confiado vértigo detrás de las cejas, me lanzaba de cabeza al embravecido mar en búsqueda de aquel doblón; me arrojaba desnudo, sin protección e infalible hacia mi objetivo.

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