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Hacía meses que no le veía, medio año, desde finales de noviembre hasta abril; y, evidentemente, había experimentado cambios. Parecía más pequeño, casi como un muñeco, una miniatura de su ser anterior; había desaparecido de él todo lo superfluo, tenía la piel rígidamente pegada a los huesos de la cara y había adquirido un peculiar tono apergaminado y amarillento, como si se estuviese transformando en un viejo japonés, en uno de esos ancianos diminutos, como disecados, vestidos con sus trajes azules y sus corbatas que todavía puede verse sentados tranquilamente en la Bolsa, al lado de los indicadores automáticos de las cotizaciones. A Carvajal le rodeaba también una desconocida calma oriental, una especie de tranquilidad de Buda, que parecía indicar que había alcanzado un lugar más allá de todas las tormentas, una paz que, afortunadamente, era contagiosa, pues momentos después de llegar, lleno de pánico y confusión, sentí que la carga de tensión me abandonaba. Amablemente, me pidió que me sentara en su destartalada sala de estar; y, con la misma amabilidad, me trajo el acostumbrado vaso de agua.

Esperó a que yo tomase la palabra.

¿Cómo empezar? ¿Qué podía decirle? Decidí hacer como si nuestra última conversación no hubiese tenido jamás lugar, dejándola al margen, sin hacer la menor mención a mi ira, a mis acusaciones, al repudio que había hecho de él.

—He estado teniendo visiones —proferí.

—¿Sí? —dijo, enigmático, en absoluto sorprendido, ligeramente aburrido.

—He visto cosas preocupantes.

—¿Ah?

Carvajal me estudió sin curiosidad, simplemente esperando, esperando. ¡Qué tranquilo resultaba, qué autosuficiente! Como una figura tallada en marfil, bella, pulida, inmóvil.

—Extrañas escenas. Melodramáticas, caóticas, contradictorias, disparatadas. Ya no sé distinguir la clarividencia de la esquizofrenia.

—¿Contradictorias? —preguntó.

—Algunas veces no puedo fiarme de lo que veo.

—¿Qué clase de cosas?

—Quinn, por ejemplo. Se me aparece casi todos los días. Imágenes de Quinn como un tirano, un dictador, una especie de monstruo que manipula a toda la nación, no como un presidente, sino como un generalísimo[7]. Su rostro aparece por todo el futuro. Quinn por aquí, Quinn por allá, todo el mundo habla de él, todo el mundo le teme. No puede ser real.

—Todo lo que ve es real.

—No. Ese no es el verdadero Paul Quinn, sino una fantasía paranoica. Yo conozco a Paul Quinn.

—¿Sí? —preguntó Carvajal, con una voz que parecía llegarme desde una distancia de cincuenta mil años luz.

—Escuche. He estado consagrado a su servicio. En cierto sentido le amaba. Y amaba todo lo que él defendía. ¿Por qué me llegan esas visiones de él como un dictador? ¿Por qué he llegado a sentirme asustado de él? El no es así, sé que no lo es.

—Todo lo que ve es real —repitió Carvajal.

—¿Va a haber, pues, en este país una dictadura de Quinn?

Carvajal se encogió de hombros.

—Quizá. Muy probablemente. ¿Cómo voy yo a saberlo?

—¿Y yo? ¿Cómo puedo creer lo que veo?

Carvajal sonrió y tendió una de sus manos hacia mí, con la palma hacia arriba.

—Crea —me instó en el tono fastidiado y algo burlón de un viejo sacerdote mexicano que estuviese aconsejando a un jovencito atormentado que tuviese fe en la bondad de los ángeles y en la piedad de la Virgen—. Deseche sus dudas. Crea.

—No puedo. Son demasiadas contradicciones —dije, negando fieramente con la cabeza—. No sólo con respecto a las visiones acerca de Quinn. He estado viendo también mi propia muerte.

—Sí, era de esperar.

—Muchas veces. De muchas maneras distintas. Un accidente aéreo. Un suicidio. Un ataque al corazón. Ahogándome. Y más…

—Y lo encuentra extraño, ¿no?

—¿Extraño? Lo encuentro absurdo. ¿Cuál de esas muertes es la real?

—Todas ellas lo son.

—¡Eso es una locura!

—Lew, existen muchos niveles de realidad.

—No pueden ser todas reales. Eso contradice cuanto me ha venido usted contando acerca de un futuro fijo e inalterable.

—Hay un futuro que es el que debe ocurrir —dijo Carvajal—. Y hay otros muchos que no. En las primeras etapas de visión, la mente está como desenfocada y la realidad se ve contaminada por alucinaciones, el espíritu se ve bombardeado por datos externos y fuera de lugar.

—Pero…

—Quizá es que existen muchas líneas de tiempo —continuó Carvajal—. Una verdadera y otras muchas que no son sino líneas potenciales, abortivas; líneas que tienen su existencia sólo en las desdibujadas fronteras de la probabilidad. Algunas veces, las informaciones procedentes de estas líneas de tiempo se agolpan en la mente de uno si ésta resulta ya lo suficientemente abierta, lo suficientemente vulnerable. Yo también he experimentado cosas así.

—Nunca me lo mencionó.

—No deseaba confundirle, Lew.

—Pero ¿qué debo hacer? ¿Hasta qué punto es válida la información que estoy recibiendo? ¿Cómo puedo distinguir las visiones reales de las imaginarias?

—Tenga paciencia. Las cosas se irán clarificando.

—¿Cuándo?

—Cuando se vea a sí mismo morir —respondió—. ¿Ha visto alguna vez la misma escena repetida.

—Sí.

—¿Cuál de ellas?

—He tenido cada una de las visiones al menos dos veces.

—Pero ¿no ha tenido ninguna más veces que las otras?

—Sí —dije—. La primera. La de mí mismo como un anciano en un hospital con un montón de complicados equipos médicos a mi alrededor. Es la que me viene con frecuencia.

—¿Con una intensidad especial?

Asentí con la cabeza.

—Confíe en ella —dijo Carvajal—. Las otras son imaginaciones. Muy pronto dejarán de molestarle. Las imaginarias van unidas a una sensación transitoria, como de fiebre. Sus contornos fluctúan y se desdibujan. Si las contempla atentamente, su mirada conseguirá taladrarlas y vislumbrar el vacío que hay tras ellas. Pronto se desvanecerán. Lew, hace ya treinta años que ese tipo de cosas dejaron de atormentarme.

—¿Y las visiones de Quinn? ¿Son también fantasmas salidos de alguna otra línea de tiempo? ¿He contribuido a dejar el país al arbitrio de un monstruo o estoy simplemente sufriendo pesadillas?

—No hay modo de que yo pueda responder a esa pregunta. No tendrá más remedio que esperar y ver qué ocurre; aprender a refinar su capacidad de visión, mirar nuevamente y sopesar las evidencias.

—¿No puede darme alguna sugerencia algo más exacta que ésa?

—No —dijo—. No es posible…

Entonces sonó el timbre de la puerta.

—Discúlpeme —dijo Carvajal.

Salió de la habitación. Cerré los ojos y dejé que el oleaje de algún desconocido mar tropical me fuese lavando el cerebro, que un tibio y salado baño borrase todas las memorias y todos los dolores, alisando las aristas y durezas. En ese momento percibí el pasado, el presente y el futuro como igualmente irreales, como mechones de niebla, desdibujados rayos de blanda luz, unas risas distantes, voces confusas pronunciando frases fragmentarias. En algún lugar estaba representándose una obra de teatro, pero yo no me encontraba ya sobre el escenario, ni tampoco entre el público. El tiempo quedó como en suspenso. Y, eventualmente, comencé quizá a ver. Creo que ante mí revolotearon los rasgos marcadamente serios de Quinn, bañados por deslumbrantes focos azules y verdes, y pude haber incluso visto al anciano en la cama del hospital y a los hombres armados avanzando por las calles; y tuve fugaces visiones de mundos más allá de los mundos, de imperios todavía nonatos, de la incansable danza de los continentes, de las indolentes criaturas que, al final de los tiempos, se arrastran sobre el gran planeta cercado por una costra de hielos. Entonces escuché voces que provenían del vestíbulo, a un hombre que gritaba, a Carvajal explicándose y negando pacientemente. Era algo relativo a drogas, a un doble juego, airadas acusaciones. ¿Cómo? ¿Cómo? Luché por salir de las nieblas que me rodeaban. Allí estaba Carvajal, junto a la puerta, enfrentándose a un individuo bajito, con el rostro lleno de pecas, enfebrecidos ojos azules y un descuidado pelo rojo como las llamas. El extraño empuñaba una pistola, una curiosa pistola antigua con el cañón negro-azulado, que agitaba excitadamente de un lado para otro. «El embarque, gritaba, ¿dónde está el embarque, qué estás intentando hacer?» Y Carvajal se encogía de hombros, sonreía, negaba con la cabeza y repetía una y otra vez, muy suavemente: «Se trata de un error, simplemente de un error». Carvajal parecía radiante. Era como si toda su vida hubiese ido siendo conducida y conformada para este momento de gracia, para esta especie de epifanía, para este diálogo confuso y divertido en el pasillo de su casa.

Di un paso hacia adelante, dispuesto a interpretar mi papel. Me inventé las frases que debía decir: Tranquilo, amigo, deje de agitar ese arma. Se ha equivocado de sitio. Aquí no hay drogas. Me ví a mí mismo avanzando confiadamente hacia aquel extraño, sin dejar de hablar: ¿Por qué no se tranquiliza, aparte el arma, telefonee a su jefe y aclare las cosas? Pues, de lo contrario, se encontrará usted con graves problemas, y… Todavía hablando, me inclinaría dominante hacia el pequeño pistolero con el rostro lleno de pecas, tomaría calmosamente el arma, se la arrancaría de la mano, le empujaría contraía pared…

Pero no era ése el texto. El verdadero texto me exigía que no hiciese nada. Lo sabía y no hice nada.

El pistolero me miró a mí, luego a Carvajal, a mí nuevamente. No había esperado que yo surgiera de la sala de estar y no estaba seguro de cómo debía reaccionar. Entonces sonaron unos golpecitos en la puerta de afuera. Se oyó la voz de un hombre en el descansillo preguntándole a Carvajal si tenía algún problema. Los ojos del pistolero arrojaron destellos de miedo y asombro. De un salto, se alejó de Carvajal, encogiéndose sobre sí mismo. De manera casual, casi incidental, sonó un disparo. Carvajal comenzó a caer, pero apoyándose en la pared. El pistolero pasó corriendo cerca de mí, en dirección a la sala de estar. Se detuvo allí, temblando, medio acurrucado. Disparó nuevamente. Un tercer disparo. Luego saltó rápidamente hacia la ventana. Oí el ruido de cristales al romperse. Había permanecido todo el tiempo de pie, inmovilizado, como congelado; pero ahora, finalmente, me puse en movimiento. Demasiado tarde; el intruso había salido por la ventana, bajado la escalera de incendios y desaparecido en la calle.

Me volví hacia Carvajal. Había caído y yacía muy cerca de la entrada a la sala de estar, inerte, en silencio, con los ojos abiertos, respirando todavía. La pechera de su camisa estaba manchada de sangre; a lo largo de su brazo izquierdo corría otro reguero de sangre; tenía además una tercera herida, extrañamente exacta y pequeña, en uno de los lados de su cabeza, justo al lado del pómulo. Corrí hacia él, le sostuve entre mis brazos y pude ver en sus ojos un extraño destello; me pareció que se reía hasta en el último momento, que emitía una casi imperceptible risita ahogada, pero puede que aquello no formase parte del guión, que hubiese sido introducido por mí, a modo de pequeña acotación teatral. Así pues, todo había acabado. ¡Qué tranquilo había estado! ¡Cómo lo había aceptado! ¡Qué alegría había mostrado al acabar de una vez! La escena tantas veces ensayada y finalmente representada.

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