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La cabeza me daba vueltas mientras regresaba en coche a casa, y me siguió dando vueltas durante días y días. Me sentía como drogado, borracho, intoxicado de la sensación de contar con posibilidades infinitas, con inacabables oportunidades. Era como si estuviese a punto de abrirme a alguna increíble fuente de energía a la que, sin saberlo, había estado aproximándome durante toda mi vida.

Esa fuente de energía era la capacidad visionaria de Carvajal.

Acudí a él sospechando que era lo que era, y me lo había confirmado: yendo incluso mucho más lejos. Una vez superados los primeros momentos de juego y pruebas, me había contado su historia tan fácil y espontáneamente que casi parecía estar intentando atraerme a algún tipo de relación basada en aquel don para las corazonadas que, aunque muy desigualmente, compartíamos. Después de todo, se trataba de un hombre que durante décadas había vivido de manera secreta y furtiva, de un recluso dedicado a apilar silenciosamente millones de dólares; célibe, sin amigos; y era él quien se había preocupado por conocerme, presentándose para ello en el despacho de Lombroso; era él quien me había tendido una trampa con sus tres pistas enigmáticas e hipnotizantes, quien me había acechado y atraído a su madriguera, quien había respondido voluntariamente a mis preguntas, quien había expresado la esperanza de que volveríamos a vernos.

¿Qué quería Carvajal de mí? ¿Qué papel me tenía asignado? ¿El de amigo? ¿El de oyente atento? ¿El de compañero? ¿E! de discípulo?

¿El de heredero?

Se me ocurrieron todas estas posibilidades. Me sentí mareado por esta catarata de opciones. Pero había también la posibilidad de que estuviese totalmente equivocado, de que Carvajal no me tuviese asignado ningún papel en absoluto. Los papeles los crea un autor, y Carvajal era actor, no autor. Se limitaba a tomar el pie que le daban y a ajustarse al texto. Y puede que para Carvajal yo no fuese nada más que un nuevo personaje que había irrumpido en escena para conversar con él, que había hecho aparición en la obra por razones para él desconocidas e irrelevantes; por razones que, de importar a alguien, le importarían únicamente al autor invisible y quizá inexistente del gran drama del universo.

Este era un aspecto de Carvajal que me conturbaba profundamente, en el mismo sentido que me han conturbado siempre los borrachos. Un alcohólico, un drogadicto, un «fumador», o lo que se quiera es, en el sentido más literal de la expresión: una persona «fuera de sí». Lo que significa que uno no puede tomar sus palabras o sus actos en serio. Puede decirte que te ama, que te odia, que admira tu trabajo, respeta tu integridad o comparte tus ideas, y nunca podrás saber en qué medida es sincero, pues puede ser que lo que le hace pronunciar esas palabras es sólo el alcohol o la droga. Si te propone un trato o negocio, no sabrás nunca hasta qué punto se acordará de él cuando vuelva a tener la cabeza sobre los hombros. De forma que la transacción que acuerdes con él mientras esté bajo la influencia de esos tóxicos es fundamentalmente vacía e irreal. Soy una persona ordenada y racional, y cuando trato con alguien me gusta tener la sensación de que mantengo dicha interacción mientras que la otra persona está simplemente diciendo lo primero que le pasa por su cabeza, alterada por la química.

Con Carvajal me sentía igualmente inseguro. Nada de lo que decía era necesariamente razonable. Nada necesariamente sensato. No actuaba empujado por lo que yo considero motivos racionales, tales como el interés propio o el interés por el bienestar de la humanidad; todo, incluyendo su propia supervivencia, le parece irrelevante. Sus actos hacían, pues, caso omiso tanto de la estocasticidad como del mismo sentido común; resultaba impredecible porque no se ajustaba a pautas discernibles, sino sólo al texto, al texto sagrado e inalterable, que le era relevado en explosiones de corazonadas sin la menor lógica ni orden. «Hago lo que me veo haciendo», había dicho. Sin preguntarse jamás por qué. Muy bien. Se ve a sí mismo dando todo su dinero a los pobres, y se lo da. Se ve a sí mismo cruzando el puente de George Washington en zancos, y lo cruza en zancos. Se ve a sí mismo vertiendo H2SO4 en el vaso de agua de su invitado y, sin la menor vacilación, vierte en él el viejo ácido sulfúrico. Responde a las preguntas con respuestas ordenadas de antemano, sin preocuparse de si tienen o no sentido. Y así en todo. Habiéndose rendido totalmente a los dictados del futuro que le ha sido revelado, no tiene ninguna necesidad de examinar sus motivos ni sus consecuencias. De hecho, peor que un borrador. Por débiles que sean, un alcohólico conserva al menos unos mínimos restos de conciencia racional operando en el fondo de su cerebro. Me encontraba, pues, ante una paradoja. Desde el punto de vista de Carvajal, todas y cada una de sus acciones se guiaban por criterios rígidamente deterministas; pero, desde el de los que le rodeaban, su conducta resultaba tan irresponsablemente aleatoria y fortuita como la de cualquier lunático (o la de cualquier seguidor fanatizado de las teorías del Credo del Tránsito). A sus propios ojos se limitaba a obedecer la suprema inflexibilidad del curso de los acontecimientos, mientras que, visto desde fuera, parecía moverse como una veleta, según la dirección del viento. Haciendo lo que veía, planteaba también incómodas preguntas sobre los motivos de sus acciones, parecidas a las de ¿qué fue antes, la gallina o el huevo? Pero ¿existían realmente motivos que justificasen sus acciones? ¿No serian sus visiones profecías autogeneradoras, totalmente divorciadas de la causalidad, completamente desprovistas de razón y lógica? El próximo 4 de julio se ve a sí mismo cruzando el puente sobre unos zancos; en consecuencia, cuando llega el 4 de julio lo cruza en zancos, única y exclusivamente porque se ha visto haciéndolo. ¿Para qué sirve realmente su acción de cruzar el puente, salvo para cerrar limpiamente su circuito de visión? Todo esto me hizo considerar que el problema de Carvajal era como el de una pescadilla que se muerde la cola, sin pies ni cabeza. ¿Cómo podía uno tratar con un tipo así? Era como una hoja arrastrada por el viento del tiempo.

Pero quizá estaba siendo demasiado duro y estricto. Puede que existiesen pautas que yo no alcanzaba a ver. Era posible que el interés de Carvajal por mi fuese real, que en su vida solitaria yo pudiera servirle realmente de algo; que pretendiese convertirse en mi guía, en un sustituto de padre; que aspirase a transmitirme todos los conocimientos que pudiese impartir en los pocos meses de vida que le quedaban.

En cualquier caso, él a mí sí me servía de algo. Iba a hacer que me ayudase a convertir a Paul Quinn en presidente.

El hecho de que Carvajal no pudiese ver hasta las elecciones del año siguiente representaba un inconveniente, pero no necesariamente importante. Acontecimientos tan trascendentes como una sucesión presidencial tienen siempre raíces profundas; las decisiones adoptadas ahora determinarían los cambios y convulsiones políticos de los próximos años. Carvajal podría estar ya en posesión de un número suficiente de datos sobre el año siguiente como para permitir a Quinn construir alianzas que le facilitasen la nominación el año 2004. Mi obsesión era ya de tal calibre que me planteaba manipular a Carvajal en beneficio de Quinn. Adoptando un método astuto de preguntas y respuestas, podría extraer de aquel hombrecillo informaciones de vital importancia.

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