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Tres días después llegué a casa y me quedé sorprendido al encontrar a Sundara y Catalina, ambas desnudas, arrodilladas una al lado de la otra sobre la alfombra de la sala de estar. ¡Qué hermosas resultaban! El blanco cuerpo junto al de color chocolate, el cabello corto y rubio junto a la negra y larga cascada, los pezones oscuros y sonrosados. Pero no se trataba del preludio de una orgía pasha. El aire estaba cargado de incienso y recitaban letanías: «Todo pasa», musitaba la Yarber, y Sundara repetía: «Todo pasa». La oscura seda del muslo izquierdo de mi esposa, rodeada por una cadena de oro, de la que colgaba el medallón del Credo del Tránsito.

Tanto ella como Catalina mostraron hacia mí una actitud cortés y de «no nos molestes», y siguieron con lo que estaban haciendo, que era evidentemente una especie de catequización. Creí que, en algún momento, se levantarían y desaparecerían en el dormitorio, pero no, la desnudez era una cuestión puramente ritual y, cuando hubieron acabado con sus letanías, se vistieron, hicieron té y cotillearon como viejas amigas. Aquella noche, cuando me aproximé a Sundara, me dijo con toda gentileza que justo en aquel momento no podía hacer el amor. No es que no le apeteciera o que no quisiera, sino que no podía. Era como si hubiese entrado en un estado de pureza que, de momento, no debía verse degradado por el deseo carnal.

Así comenzó la travesía de Sundara hacia el Tránsito. En un principio hubo únicamente la meditación matutina, diez minutos de silencio; luego las lecturas vespertinas de misteriosos libros pobremente editados en papel barato; a la segunda semana me comunicó que todos los martes por la noche habría una reunión en la ciudad, ¿podía apañarme sin ella? Las noches de los martes se convirtieron también en noches de abstinencia sexual para nosotros; a ese respecto se mostró apologética, pero firme. Parecía distante, preocupada, absorta por su conversión. Dejó de importarle incluso la galería de arte que dirigía tan competentemente. Sospeché que, durante el día, se reunía frecuentemente con Catalina en el centro de la ciudad; y no me equivocaba, aunque, llevado por mi forma de pensar, materialista y occidental, me imaginaba que se limitaban a disfrutar de un affaire amoroso, a verse en habitaciones de hotel para celebrar sus apasionados encuentros de lenguas y cuerpos, cuando, de hecho, lo que había sido seducido era mucho más el alma de Catalina que su cuerpo. Viejos amigos me habían prevenido hacía ya mucho tiempo: cásate con una hindú y te pasarás el día rezando desde la mañana a la noche, te convertirás en vegetariano y te tendrá todo el tiempo cantando himnos a Krishna. Me reí de ellos. Sundara era norteamericana, occidental, terrenal. Pero ahora veía cómo sus genes sánscritos se tomaban la revancha.

Por supuesto, el Tránsito no era una religión hindú, sino más bien una mezcla de budismo y fascismo, un estofado compuesto de zen, tantra, platonismo y teoría del Gestalt, y sazonado por teorías económicas poundianas, y entre sus creencias no figuraban ni Krishna, ni Alá, ni Jehová, ni ninguna otra divinidad. Naturalmente, había surgido en California hacía seis o siete años, y era un producto típico de los salvajes años noventa, que habían seguido a los alicaídos ochenta, y a los terribles setenta, y, diligentemente propagado por una horda cada vez mayor de devotos ministros, se difundió rápidamente por zonas menos favorecidas, como el este de Estados Unidos. Hasta la conversión de Sundara le había prestado poca o ninguna atención; no me resultaba repulsivo, sino más bien indiferente. Pero, según iba absorbiendo cada vez más y más energías de mi esposa, comencé a estudiarlo más atentamente.

La noche que nos acostamos juntos, Catalina Yarber había podido expresar en cinco minutos la mayoría de sus creencias o dogmas. Este mundo carece de importancia, afirman los seguidores del Tránsito, y nuestro paso por él es como un viaje breve, rápido e insignificante. Lo atravesamos, renacemos, volvemos a atravesarlo, seguimos haciéndolo una y otra vez hasta que, al fin, nos vemos liberados de la rueda del karma y pasamos al feliz aniquilamiento del nirvana, en el que nos convertimos en parte del cosmos. Lo que nos ata a la rueda es el apego al ego; nos aferramos a las cosas, a las necesidades y a los placeres, a la autogratificación, y, mientras conservamos un yo que exija gratificación, renaceremos una y otra vez en esta sombría bola de barro carente de sentido. Si deseamos elevarnos a un plano superior y, en último extremo, alcanzar el más elevado de todos, debemos refinar nuestras almas en el crisol de la renuncia.

Todo esto no pasa de ser teología oriental bastante ortodoxa. La gracia especial del Tránsito radica en su énfasis, en la volatilidad y la mutabilidad. La transición lo es todo; el cambio esencial; el estatismo mata; la estabilidad rígida constituye la vía que conduce a indeseables renacimientos. Los procesos del Tránsito presionan en favor de una evolución constante, en favor del flujo perpetuo y mercurial del espíritu, y estimulan un comportamiento difícilmente previsible e incluso excéntrico. En eso consiste su atractivo: en la santificación de la locura. Sus ministros afirman que el universo está en evolución constante; no podemos bañarnos dos veces en el mismo río; debemos fluir y entregarnos; debemos ser flexibles, proteicos, caleidoscópicos, mercuriales; debemos aceptar el conocimiento de que la permanencia equivale a un feo espejismo y de que todas las cosas, incluidos nosotros, se encuentran en un estado de transición constante y vertiginosa. Pero, aunque el universo es fluido y evolutivo, no estamos condenados a dejarnos llevar al azar de sus vientos. No, nos dicen los ministros del Tránsito, porque nada es determinista, porque nada está irremediablemente ordenado de antemano, porque todo está bajo nuestro control individual. Somos los que conformamos existencialmente nuestros destinos, y gozamos de libertad para comprender la Verdad y actuar de acuerdo con ella. ¿En qué consiste la Verdad? En que debemos elegir libremente no ser nosotros mismos, desechar las imágenes rígidamente concebidas de nosotros mismos, pues sólo a través del flujo incontenible de los procesos del Tránsito podremos abolir las inclinaciones al compromiso del ego que nos atan a estados intransitivos de rango inferior.

Estas teorías representaban para mí una amenaza. No me siento cómodo en el caos. Creo en el orden y en la predecibilidad. Mi don o segunda visión, mi estocasticidad innata, se basa en la idea de que existen pautas o módulos, de que las probabilidades son algo real. Prefiero creer que, aunque no es absolutamente cierto que el té puesto al fuego hierva o que una piedra arrojada al aire caerá antes o después, estos acontecimientos son extremadamente probables. Me parecía que los creyentes en la fe del Tránsito luchaban por abolir dicha probabilidad, que su objetivo era el de que el té puesto sobre el fuego se congelase en vez de hervir.

Volver a casa era ahora toda una aventura.

Un día había cambiado la disposición de los muebles. Toda. Todos nuestros efectos, tan cuidadosamente calculados, habían quedado destruidos. Tres días después me encontraba los muebles dispuestos de manera distinta, todavía más loca. No hice comentario alguno ni una sola vez y, al cabo de una semana, Sundara volvió a colocarlo todo exactamente igual que al principio.

Sundara se tiñó el pelo de rojo. El resultado era espantoso.

Durante seis días tuvo en casa un gato blanco y bizco.

Me rogó que la acompañase a una de las sesiones de los martes por la noche, pero cuando le dije que estaba de acuerdo, canceló mi cita una hora antes de la prevista para salir, y se marchó sola, sin darme ninguna explicación.

Estaba en manos de los apóstoles del caos. El amor engendra paciencia, de forma que me mostré paciente con ella. Me mostré paciente con todas las locuras que elegía para combatir el estatismo. Esto es sólo una fase, me dije. Sólo una fase.

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