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Veo una casita cubierta de rojas tejas en un prado campestre. Los árboles, completamente florecidos, tienen un tono verde oscuro; debe ser finales del verano. Me encuentro al lado de la puerta de entrada. Mi pelo es todavía corto e irregular, pero está creciendo ya; la escena no debe distar mucho en el futuro, pertenece probablemente a este mismo año. Me acompañan dos hombres jóvenes, uno de cabellos oscuros y delgado, el otro pelirrojo y más corpulento. No tengo la menor idea de quiénes son, pero me veo a mí mismo relajado y confiado en mi trato con ellos, como si fuesen compañeros íntimos. Se trata, pues, de amigos a los que aún tengo que conocer. Me veo sacando una llave del bolsillo. «Os voy a enseñar el sitio», les digo. «Creo que es más o menos lo que necesitamos para sede del Centro.»

Cae nieve. Los automóviles que circulan por las calles tienen forma de bala, el morro chato, son muy pequeños, y me resultan extraños. Por encima de mi cabeza retumba un helicóptero. Cuelgan de él tres extensiones a modo de remo, y en el extremo de ellas hay un altavoz. De los tres altavoces surge, al unísono, un sonido triste y lastimero, agudo y suave al mismo tiempo, emitido durante un período de unos dos segundos separados por intervalos de silencio de unos cinco segundos. El ritmo es perfectamente constante, los blandos balidos se producen con regularidad y se abren paso sin esfuerzo entre los densos remolinos de copos de nieve. El helicóptero vuela lentamente por la Quinta Avenida hacia arriba, a una altitud inferior a los quinientos metros, y según se va abriendo paso hacia el norte con su constante ulular, la nieve va derritiéndose a su paso, dejando expedita una zona de la anchura exacta de la avenida.

Sundara y yo nos reunimos para tomar un cóctel en un deslumbrante salón que, como los jardines de Nabucodonosor, cuelga de la parte superior de un gigantesco rascacielos que domina la ciudad de Los Ángeles. Supongo que se trata de Los Ángeles, pues muy por debajo del ventanal puedo divisar las plumosas copas de las palmeras que delinean las calles; la arquitectura de los edificios que nos rodean es claramente la típica del sur de California, y a través de la neblina se adivina el vasto océano hacia el oeste y las montañas hacia el norte. No tengo ni idea de qué estoy haciendo en California, ni de cómo he llegado a encontrarme aquí con Sundara; resulta plausible que ella haya vuelto a su ciudad natal para quedarse a vivir en ella, y que yo, en un viaje de negocios, le haya pedido que nos viéramos. Los dos hemos cambiado. Sus cabellos tienen ahora algunos mechones blancos, y su rostro parece más afilado, menos voluptuoso; los ojos brillan como siempre, pero el resplandor que hay en ellos refleja unos conocimientos y una experiencia duramente conquistados y no simplemente travesura. Yo llevo el pelo largo, y está ya algo gris; voy vestido con casta austeridad en una túnica negra y sin adornos; parezco tener unos cuarenta y cinco años, y me doy a mí mismo la impresión de una persona tensa, rígida, impresionante, de ser como una especie de ejecutivo dominador, tan poseído de mi propia valía que me infundo pavor a mí mismo. ¿Hay alrededor de mis ojos señales de ese trágico agotamiento, de esa asolada devastación que dejó marcado a Carvajal tras tantos años de visiones? No lo creo; pero quizá mi segunda visión no resulta lo suficientemente intensa como para registrar tales detalles. Sundara no lleva anillo de casada, ni resulta visible en ella ninguna de las insignias del Tránsito. Mi ser en trance de visión desea formular mil preguntas. Deseo saber si se ha producido una reconciliación, si nos vemos con frecuencia, si somos amantes, si estamos quizá viviendo juntos de nuevo. Pero carezco de voz, y soy incapaz de hablar a través de los labios de mi futuro yo; me resulta totalmente imposible dirigir o modificar sus acciones; lo más que puedo hacer es limitarme a observar. El y Sundara piden unas copas; entrechocan los vasos, sonríen, intercambian comentarios banales sobre la puesta de sol, el tiempo, la decoración del local. Luego la escena desaparece y no he conseguido enterarme de nada.

Por los cañones de Nueva York avanzan soldados en fila de a cinco, mirando escrutadoramente a todas partes. Yo les observo desde la ventana de un piso alto. Llevan extraños uniformes de color verde, con cintas rojas y llamativos gorros amarillos y rojos; llevan también galones en los hombros. Portan armas parecidas a ballestas: unos recios tubos de metal de un metro de longitud, que se abren en forma de abanico en la punta, parecen tener algo así como unos bigotes laterales formados por brillantes rollos de alambre, y las llevan con el extremo más ancho columpiándose del antebrazo izquierdo. El yo que les observa es un hombre de al menos sesenta años, de blancos cabellos, delgado y magro, con profundas arrugas verticales en las mejillas; soy evidentemente yo mismo, pero me resulto sin embargo extraño. En la calle surge una figura de un edificio, que corre alocadamente hacia los soldados gritando consignas, agitando los brazos. Un soldado muy joven levanta el brazo derecho y de su arma surge silenciosamente una luz verde; la figura que se aproxima se detiene, se vuelve incandescente y desaparece. Sí, desaparece.

El yo que veo es todavía juvenil, pero mayor de lo que soy ahora. Digamos que tiene unos cuarenta años; será, por tanto, el año 2006 más o menos. Se encuentra echado sobre una cama deshecha al lado de una mujer joven y atractiva de largos y negros cabellos; aparecen ambos desnudos, sudorosos, desgreñados; han estado evidentemente haciendo el amor. El pregunta: «¿Oíste el discurso del presidente anoche?»

«¿Para qué voy a malgastar el tiempo escuchando a ese hijo de puta asesino y fascista?» —replica ella.

Una fiesta. Se oye una música chillona y desconocida; de botellas de doble cuello cae copiosamente en los vasos un extraño vino dorado. El aire está cargado de humo azulado. Yo me encuentro en un rincón del salón lleno de gente, hablando en tono perentorio con una mujer joven, rellenita y con pecas y con uno de los hombres jóvenes que me acompañaban en la casita con las tejas rojas. Pero mi voz se ve anulada por la ronca música y percibo únicamente restos y fragmentos de lo que estoy diciendo; cojo palabras tales como cálculo equivocado, sobrecarga, manifestación y distribución alternativa, pero siempre anegadas por el ruido ambiente, por lo que la conversación me resulta en último extremo ininteligible. La forma de vestir resulta extraña; todo el mundo lleva atavíos sueltos e irregulares, cubiertos con tiras y trozos de tejidos mal emparejados. En medio del salón, unos veinte invitados bailan con enfebrecida intensidad, agitándose en un círculo imperfecto, cortando fieramente el aire con bruscos movimientos de los codos y las rodillas. Están completamente desnudos; han recubierto sus cuerpos con una especie de tinte brillante y de color púrpura; tanto los hombres como las mujeres carecen totalmente de vello, van depilados desde la cabeza a los pies, por lo que, si no fuese por sus oscilantes órganos genitales y ondulantes pechos, podría tomárseles fácilmente por maniquíes de plástico moviéndose frenéticamente en una espasmódica parodia de vida.

Una húmeda noche de verano. Un sonido distante de estampido, luego otro y otro. Sobre las orillas del Hudson y recortándose contra el negro cielo hacen explosión los fuegos artificiales. Los cohetes iluminan los cielos con el llamado «fuego fatuo», rojo, amarillo, verde, azul, con resplandecientes líneas y estrellas, flores que se abren, un ciclo tras ciclo de ardiente belleza acompañada de terroríficos silbidos, explosiones, rugidos y golpes, clímax tras clímax; y luego, cuando uno da ya por sentado que aquel esplendor desaparecerá definitivamente para dejar paso al silencio y la oscuridad, se produce una sorprendente apoteosis pirotécnica, que culmina en una doble figura de gigantescas dimensiones: una bandera norteamericana que ondea espectacularmente sobre nosotros, y en la que se puede discernir hasta la última estrella y, surgiendo del centro de la misma, la cara de un hombre dibujada en tonos de piel asombrosamente realistas. El rostro es el de Paul Quinn.

Me encuentro a bordo de un gigantesco aeroplano, un avión cuyas alas parecen extenderse desde China hasta Perú, y a través de la ventanilla diviso un vasto mar gris azulado en cuyo seno los reflejos del sol brillan con una deslumbradora y fiera claridad. Llevo puesto el cinturón de seguridad, en espera del aterrizaje, y ahora puedo distinguir ya cuál es nuestro punto de destino: una enorme plataforma hexagonal que surge abruptamente del mar, una isla artificial de ángulos tan simétricos como los de un copo de nieve visto al microscopio, una isla de hormigón en la que hay incrustados aplastados edificios de ladrillo rojo, y dividida en su mitad por la larga flecha blanca de un campo de aterrizaje; una isla totalmente aislada en medio de este inmenso océano, con miles de kilómetros de vacío alrededor de cada uno de sus seis lados.

Manhattan. Un frío otoño, el cielo oscuro, luces en las ventanas de los edificios. Delante de mí tengo un colosal rascacielos que surge justo donde ahora está la venerable biblioteca pública de la Quinta Avenida. «El más alto del mundo», dice alguien tras de mí; se trata de un turista hablando con otro en el gangoso acento del oeste. Debe serlo realmente. El monstruoso rascacielos llena el cielo totalmente. «Es todo de oficinas gubernamentales», sigue diciendo el turista. «¿Te lo imaginas? Doscientos pisos y todos ellos de oficinas del gobierno. Con un palacio para Quinn en lo alto de todo, o eso dicen. Para cuando viene a la ciudad. Un maldito palacio, como el de un rey.»

Lo que más temo cuando se agolpan estas visiones en mi mente es la confrontación con la escena de mi propia muerte. Me pregunto si me destruirá del mismo modo que a Carvajal, si la visión de mis últimos instantes me despojará como a él de toda energía, interés y objetivo en la vida. Espero, preguntándome todo el tiempo cuándo la tendré, temiéndola y deseándola al mismo tiempo, anhelante por asimilar de una vez ese aterrador conocimiento y acabar para siempre con la incertidumbre; y, cuando me llega, no es sino un anticlímax, una cómica desilusión. Lo que veo es un anciano marchito y desgastado en una cama de hospital, un viejo esquelético y acabado, de quizá setenta y cinco años, o puede que ochenta o incluso noventa. Está rodeado de un brillante conjunto de aparatos para mantenerlo con vida; a su alrededor, agujas en forma de brazos se arquean y contorsionan como colas de escorpión inyectándole enzimas, hormonas, anticoagulantes, estimulantes, todo tipo de productos. La he visto ya antes, brevemente, durante aquella noche de borrachera en Times Square, mientras me encontraba acurrucado, completamente deslumbrado y lleno de asombro, asaltado por un torrente de voces e imágenes; pero ahora la visión dura algo más que aquella otra, de forma que, en este futuro, me percibo no simplemente como un hombre enfermo, sino como un anciano moribundo que se va yendo, yendo, sin que todo aquel vasto y maravilloso conjunto de aparatos médicos sea capaz de seguir manteniendo el débil latido de la vida. Puedo sentir cómo le va abandonando el pulso. Se va, se va muy lentamente. Fundiéndose con la oscuridad. Hacia la paz. Está muy tranquilo. Todavía no ha muerto, pues de lo contrario cesarían mis percepciones de él. Pero casi, casi. Ya. Ya no hay más datos. Sólo paz y silencio. Sí, una buena muerte.

¿Es eso todo? ¿Estaré verdaderamente muerto dentro de cincuenta o sesenta años, o simplemente se ha interrumpido la visión? No puedo estar seguro. Si pudiese ver más allá de ese momento de quietud, sólo una ojeada por detrás de la cortina; si pudiera contemplar las rutinas de la muerte, los inexpresivos celadores desconectando tranquilamente el sistema de aparatos médicos, la sábana cubriendo mi rostro, el cadáver conducido hasta el depósito… Pero no hay forma de prolongar la imagen. El filme termina justo con ese último parpadeo de luz. Sí, estoy seguro de que será así. Me siento aliviado y casi ligeramente desilusionado. ¿Eso es todo? ¿Simplemente irse esfumando lentamente a una edad muy avanzada? No hay nada que temer en ello. Pienso en Carvajal con la mirada enloquecida sencillamente por haberse visto morir demasiadas veces. Pero yo no soy Carvajal. ¿En qué puede dañarme ese conocimiento? Admito la inevitabilidad de la muerte; los detalles son simples acotaciones. Luego la escena se repite unas cuantas semanas más tarde, y luego otra vez, y otra, y otra. Siempre la misma. El hospital. La estructura en forma de araña de los aparatos destinados a prolongarme la vida, el irse deslizando lentamente hacia la oscuridad. Así pues, no hay nada que temer de las visiones. Ya he visto lo peor de todo y no me ha afectado.

Pero, luego, una sombra de duda cae sobre todo ello y mi recuperada confianza se tambalea. Me veo nuevamente en el gigantesco aeroplano, que se aproxima a la isla artificial en forma de hexágono. Una ayudante de cabina corre rauda por el pasillo, aturdida, llena de alarma, y la sigue una gran vaharada de humo negro. ¡Fuego a bordo! Las alas del avión se inclinan de manera terrorífica. Gritos. Voces ininteligibles a través de los altavoces. Instrucciones confusas e incoherentes. La presión clava mi cuerpo contra el asiento; estamos cayendo al océano. Más bajo, cada vez más bajo; y, finalmente, chocamos con un horrísono impacto y la nave se parte en dos; todavía sujeto por el cinturón de seguridad, me hundo como el plomo, boca abajo, en las frías y oscuras profundidades. El mar se me traga y no veo nada más.

Los soldados avanzan por las calles en siniestras columnas. Se detienen ante el edificio en que vivo; hablan unos con otros; luego un destacamento irrumpe en la casa. Les oigo subir las escaleras. No tiene sentido intentar ocultarme. Abren la puerta gritando al mismo tiempo mi nombre. Les saludo con las manos en alto. Sonrío y les digo que les acompañaré sin oponer resistencia. Pero entonces, sin saber por qué, uno de ellos, un soldado muy joven, de hecho todavía un muchacho, se adelanta repentinamente encañonándome con su extraña arma en forma de ballesta. Sólo tengo tiempo de tragar saliva. Entonces surge la radiación verde y luego la oscuridad.

«¡Este es!» —grita alguien, mientras levanta una porra por encima de mi cabeza y la deja caer con terrible fuerza.

Sundara y yo contemplamos el crepúsculo cayendo sobre el Pacífico. Ante nosotros los destellos de las luces de Santa Mónica. Tanteando, con timidez, tomo su mano en la mía. Y, en ese momento, siento un penetrante dolor en el pecho, sufro espasmos, me revuelco, pateo frenéticamente derribando la mesa. Golpeo con los puños la gruesa alfombra. Lucho por mi vida. En mi boca hay sabor a sangre. Lucho por vivir, pero resulto vencido.

Me encuentro junto a la barandilla de una terraza ochenta pisos por encima de Broadway. Con un movimiento rápido y seguro, salto hacia el fresco aire primaveral. Floto, hago graciosos movimientos como de natación con los brazos mientras caigo rauda y serenamente contra el suelo.

«¡Mirad!» —grita una mujer muy próxima a mí—. ¡Lleva una bomba!»

El oleaje es muy fuerte hoy. Grandes olas grises se elevan y rompen, se elevan y rompen. Y, sin embargo, me echo a nadar, me voy abriendo camino entre la espuma del oleaje, nado con frenética energía hacia el horizonte, hendiendo el oscuro mar como si estuviese intentando batir un récord de resistencia, sin parar de nadar a pesar del latido de mis sienes y de los golpes en la base de mi garganta; el mar se hace cada vez más tempestuoso, su superficie se hincha y eleva, incluso aquí, a tanta distancia de la playa. El agua me golpea en el rostro y me hundo, tosiendo, intentando volver a la superficie; pero el agua me vuelve a golpear una vez, y otra, y otra, y otra…

«¡Este es!» —grita alguien.

Me veo a mí mismo en el gigantesco avión; estamos descendiendo hacia la isla artificial en forma de hexágono.

«¡Mirad!» —grita una mujer muy próxima a mí.

Los soldados avanzan por las calles en siniestras columnas. Se detienen ante el edificio en que vivo.

El oleaje es muy fuerte hoy. Grandes olas grises se elevan y rompen, se elevan y rompen. Y, sin embargo, me echo a nadar, me voy abriendo paso entre la espuma del oleaje, nado con frenética energía hacia el horizonte.

«¡Este es!» —grita alguien.

Sundara y yo contemplamos el crepúsculo cayendo sobre el Pacífico. Ante nosotros, los destellos de las luces de Santa Mónica.

Me encuentro junto a la barandilla de una terraza ochenta pisos por encima de Broadway. Con un movimiento rápido y seguro, salto hacia el fresco aire primaveral.

«¡Este es?!»—grita alguien.

Y así una y otra vez. La muerte llegándome de varias maneras distintas. Las escenas repitiéndose invariables, contradiciéndose y anulándose mutuamente. ¿Cuál es la visión verdadera? ¿Qué pasa con ese anciano que fallece pacíficamente en su cama de hospital? ¿Qué es lo que debo creer? Me encuentro desbordado por una sobrecarga de datos; voy tambaleándome de un lado para otro en una especie de esquizofrénico enfebrecimiento, viendo más de lo que puedo abarcar, sin asimilar nada; y, de manera constante, mi incansable cerebro me va anegando con imágenes y escenas. Me estoy empezando a derrumbar. Me arrebujo en el suelo, cerca de mi cama, tembloroso, esperando a que nuevas confusiones se apoderen de mí. ¿Cómo pereceré la próxima vez? ¿En el potro de tortura? ¿De una epidemia de botulismo? ¿De una puñalada en un oscuro callejón? ¿Qué significa todo esto? ¿Qué me está ocurriendo? Necesito ayuda. Desesperado, aterrorizado, corro a ver a Carvajal.

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