32

Mardikian encontró un abogado. Se trataba de Jason Komurjian, otro armenio, por supuesto; uno de los socios de la empresa del propio Mardikian, el especialista en divorcios, un hombre grande, con ojos pequeños y extrañamente tristes enmarcados en un rostro grueso y atezado. Había sido compañero de colegio de Haig, y debía tener por tanto más o menos mi misma edad, pero parecía mayor, mucho mayor, de edad casi indefinida, un patriarca que se había echado sobre sí mismo los traumas de miles de esposos contumaces. Sus rasgos eran juveniles, pero rodeados de un aura de vejez.

Hablamos en su despacho, situado en el piso noventa y cinco del Edificio Martin Luther King, un despacho oscuro y cargado de olor a incienso, que rivalizaba con el de Bob Lombroso en pompa y esplendor, un lugar casi tan rica y pesadamente ornamentado como la capilla imperial de una catedral bizantina.

—El divorcio —dijo Komurjian como entre sueños—; desea obtener un divorcio, sí, terminar de una vez, una separación definitiva —añadió, haciendo girar el concepto en los abovedados recintos de su conciencia, como si se tratase de un sutil tema teológico, como si estuviese hablando de la consustancialidad del Padre y el Hijo o de la doctrina de la sucesión apostólica—. Sí, podríamos conseguírselo. ¿Viven ya separados?

—Todavía no.

Pareció descontento. Sus pesados labios se aflojaron, su rostro bovino adoptó una expresión más seria.

—Hay que hacerlo —dijo—. La continuación de la cohabitación pone en peligro la plausibilidad de cualquier petición de divorcio. Aun hoy en día; aun hoy en día. Fijen domicilios distintos. Establezcan economías separadas. Demuestre cuáles son sus intenciones ¿eh? —alcanzó un barroco crucifijo cubierto de joyas que tenía sobre la mesa, lleno de rubíes y esmeraldas, y jugueteó con él, deslizando sus gruesos dedos sobre la desgastada superficie; y, durante un buen rato, pareció sumirse en sus propios pensamientos. Me imaginé los tonos de un órgano invisible, contemplé una procesión de sacerdotes barbudos y engalanados recorriendo los coros de su mente. Casi le podía oír susurrándose a sí mismo en latín, no en un latín eclesial, sino de abogado, toda una letanía de trivialidades. Magna est vis consuetudinis, falsus in uno, falsus in ómnibus, eadem sed aliter, res ipsa loquitor. Huius huius, huius, hunc haec hoc. De repente me miró, atravesándome con una mirada inesperadamente fija y penetrante—. ¿Los motivos?

—No, no se trata de ese tipo de divorcio. Queremos simplemente terminar, irnos cada uno por nuestro propio camino, un sencillo final.

—Por supuesto, lo habrá discutido ya con la señora Nichols y habrán llegado a un acuerdo preliminar…

Me sonrojé.

—¡Ah, no, todavía no! —dije, algo molesto.

Komurjian se mostró desaprobador.

—Se dará cuenta de que, antes o después, tendrá que sacar el tema a colación. Su reacción será probablemente tranquila. Luego su abogado y yo nos reuniremos y resolveremos el asunto —alcanzó un bloc de notas—. En cuanto a la división de las propiedades…

—Puede quedarse con todo lo que quiera.

—¿Con todo? —pareció sorprendido.

—No deseo la menor disputa con ella sobre ningún tema.

Komurjian extendió sus manos ante mí por encima de la mesa del despacho. Llevaba más anillos que el mismo Lombroso. ¡Estos levantinos, estos ostentosos levantinos!

—¿Y qué pasará si lo pide todo? —preguntó—. ¿Son todos los bienes comunes? ¿Lo aceptaría sin oponerse?

—Ella no hará eso.

—¿No pertenece al Credo del Tránsito?

—¿Cómo lo sabe? —dije muy sorprendido.

—Como puede suponer, Haig y yo hemos discutido ya el caso.

—Ya veo.

—Y los fieles del Tránsito son imprevisibles.

Conseguí proferir una risita ahogada.

—Sí, mucho.

—Puede darle el capricho de pedir todos los bienes —dijo Komurjian.

—O el de no pedir ninguno —respondí.

—O ninguno, es cierto. Nunca se sabe. ¿Me está dando usted instrucciones para que acepte cualquier postura que pueda adoptar?

—Esperemos y ya veremos qué pasa —respondí—. Creo que se trata de una persona esencialmente razonable. Tengo la impresión de que no formulará ninguna exigencia descabellada sobre la división de propiedades.

—¿Y sobre los ingresos? —preguntó el abogado—. ¿No exigirá que le siga usted pasando dinero? Ustedes tienen un contrato estándar de grupo de dos, ¿no?

—Sí. Su terminación significa también el final de toda responsabilidad financiera.

Komurjian comenzó a canturrear muy bajito, tanto que casi no podía oírle. Casi. ¡Qué rutinario debía parecerlo todo esto, esta anulación de lazos sacramentales!

—Así pues, no habrá problemas, ¿no? Pero, antes de seguir adelante, debe comunicarle sus intenciones a su mujer, señor Nichols.

Así lo hice. Sundara estaba ya tan ocupada con sus diversas actividades del Tránsito: sus sesiones de proceso, sus círculos de volatilidad, sus ejercicios diarios de anulación del ego, sus deberes de misionera y todo lo demás, que pasó casi una semana antes de poder hablar tranquilamente con ella en casa. Para entonces, yo había ensayado la escena en mi cabeza más de mil veces, por lo que las frases estaban ya más que desgastadas; si ha habido alguna vez un ejemplo de ajustarse estrictamente al guión, éste sería uno. Pero ¿me daría ella las réplicas adecuadas?

Casi apologéticamente, como si el hecho de pedirle el privilegio de conversar con ella fuese como una intrusión en su vida privada, le dije una noche que deseaba hablarle de algo importante; y luego la informé, como me había visto hacer tantas veces, de que iba a pedir el divorcio. Mientras se lo decía, comprendí lo que debía representar para Carvajal la capacidad de ver, pues en mi imaginación había reproducido esta escena tantas veces que me parecía ya como un acontecimiento del pasado.

Sundara me miraba pensativamente, sin decir nada, sin mostrar emoción ni sorpresa, ni disgusto, ni hostilidad, ni entusiasmo, ni decaimiento, ni desesperación.

Su silencio me desconcertó.

Al cabo de un rato, dije:

—He contratado a Jason Komurjian como abogado. Es uno de los socios de Mardikian. Se reunirá con tu abogado, cuando lo tengas, y lo resolverán todo. Sundara, me gustaría que nos separásemos de manera civilizada.

Sonrió. Como una Mona Lisa de Bombay.

—¿No tienes nada que decir? —pregunté.

—Realmente, no.

—¿Te parece el divorcio una minucia?

—El divorcio y el matrimonio no son sino aspectos de la misma ilusión, amor mío.

—Creo que este mundo me parece más real que a ti. Esta es una de las razones por las que no parece sensato que sigamos viviendo juntos.

—¿No habrá una lucha confusa por la división de lo que poseemos? —dijo ella.

—Ya te dije que me gustaría que nos separásemos de manera civilizada.

—Muy bien. A mí también.

Me desconcertó la facilidad con que lo aceptaba todo. Nuestro contacto mutuo había sido tan deficiente en los últimos tiempos, que no habíamos llegado nunca a discutir las crecientes lagunas de comunicación entre nosotros; pero existen numerosos matrimonios que se mantienen así durante años y años, dejándose llevar plácidamente, sin que ninguna de las partes ponga los puntos sobre las íes. Ahora yo me estaba disponiendo a echar nuestro matrimonio a pique, y ella no tenía nada que decir al respecto. Ocho años de vida en común, recurro de repente a un abogado divorcista y Sundara no formula el menor comentario. Llegué a la conclusión de que su imperturbabilidad reflejaba simplemente el cambio operado en ella por el Credo del Tránsito.

—¿Todos los fieles del Tránsito aceptan estas conmociones en sus vidas con la misma tranquilidad? —pregunté.

—¿Se trata de una conmoción?

—Así me lo parece a mí.

—A mí me parece sólo la ratificación de una decisión adoptada hace ya mucho tiempo.

—He pasado por malos momentos —reconocí—. Pero incluso en los peores me decía continuamente a mí mismo que era sólo una fase, algo transitorio, que todos los matrimonios atraviesan momentos así, y que, antes o después, volveríamos el uno al otro.

Mientras hablaba, me encontré a mí mismo convenciéndome de que todo eso seguía siendo verdad, de que Sundara y yo podríamos todavía salvar la continuación de nuestra relación como los seres humanos básicamente razonables que éramos. Y, sin embargo, le estaba pidiendo que se buscase un abogado. Recordé a Carvajal diciéndome «Ya la ha perdido» con una inexorable resolución en su voz. Pero se había referido al futuro, no al pasado.

—Y ahora crees que no hay solución, ¿no? —dijo ella—. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de idea?

—¿Qué?

—¿Has cambiado o no de idea?

No respondí.

—No creo que desees realmente el divorcio, Lew.

—Sí —insistí con ronca voz.

—Eso es lo que dices.

—No te estoy pidiendo que me adivines el pensamiento, Sundara, sino simplemente que cumplas todas las jerigonzas legales que tenemos que cumplir para ser libres de vivir nuestras propias vidas por separado.

—No quieres el divorcio, pero al mismo tiempo lo quieres. ¡Qué raro, Lew! ¿Sabes?, una actitud como ésa encaja perfectamente en las teorías del Tránsito, es lo que denominamos una situación clave, una situación en la que uno mantiene posturas opuestas simultáneamente e intenta reconciliarlas. Hay tres posibles salidas. ¿Te interesa conocerlas? Una posibilidad es la esquizofrenia. Otra es el autoengaño, cuando uno finge abrazar ambas alternativas a la vez sin hacerlo realmente. Y la tercera es la condición de iluminación conocida en el Tránsito como…

—Por favor, Sundara.

—Creí que te interesaría saber…

—Me temo que no.

Me estudió durante un buen rato. Luego sonrió.

—Todo este asunto del divorcio tiene que ver con tu don de precognición, ¿no? En realidad, y aunque no nos estamos llevando muy bien, no quieres el divorcio ahora, pero sin embargo crees que debes comenzar a obtenerlo porque has tenido el presentimiento de que, en un futuro próximo, te vas a divorciar. ¿Me equivoco, Lew? Vamos, dime la verdad, te prometo no enfadarme.

—Te has aproximado bastante —respondí.

—No estaba segura. Y bien, ¿qué vamos a hacer ahora?

—Decidir los términos de nuestra separación —respondí sombríamente—. Búscate un abogado, Sundara.

—¿Y si me niego?

—¿No querrás decir que vas a oponerte?

—Nunca he dicho eso. Simplemente que no deseo hacerlo a través de un abogado. Resolvámoslo nosotros mismos, Lew. Como personas civilizadas.

—Tendré que consultárselo a Komurjian. Esa forma puede ser civilizada, pero no la más inteligente.

—¿Crees que te voy a engañar?

—No creo ya nada de nada.

Se aproximó a mí. Sus ojos resplandecían; de su cuerpo emanaba una palpitante sensualidad. Me sentí indefenso ante ella. Podía obtener de mí lo que quisiera. Inclinándose, Sundara me besó en la punta de la nariz, y ronca y algo teatralmente, dijo:

—Querido, si quieres el divorcio, tendrás el divorcio. Lo que tú quieras. No me pondré en tu camino. Deseo que seas feliz. Ya sabes que te quiero —sonrió maliciosamente. ¡Ah, aquellas travesuras del Tránsito!—. Lo que tú quieras —repitió.

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