16

¿Puede ser aquí donde viva un millonario dotado de segunda visión? ¿Un piso pequeño y mugriento en un ruinoso bloque de apartamentos de más de noventa años, al final de la Flatbush Avenue, en el más perdido Brooklyn? Dirigirse allí constituyó toda una aventura. Sabía, como todo el mundo que lleva trabajando algún tiempo en la administración municipal, qué zonas de la ciudad habían sido condenadas como carentes de toda esperanza de redención, como fuera del imperio de la ley, y ésta era una de ellas. Bajó el velo del paso del tiempo y la decadencia, se podían adivinar allí los restos de una antigua respetabilidad propia de barrio residencial; había sido en otros tiempos un distrito de baja clase media judía, una barriada de carniceros kosher y abogados sin éxito; luego a ser de baja clase media negra, y luego un gueto negro, probablemente con enclaves puertorriqueños, y ahora no pasaba de ser una especie de jungla, una corroída tierra de nadie formada por casitas unifamiliares de ladrillo rojo en ruina y bloques de apartamentos de seis plantas, habitados por vagabundos, drogadictos, jugadores, espectrales manadas de gatos, gangs de muchachos todavía de pantalón corto, ratas como elefantes…, y Martín Carvajal. «¿Allí?», proferí, cuando, tras sugerir un encuentro con él, me dijo que podíamos celebrarlo en su casa. Supongo que no mostré mucho tacto asombrándome de ese modo del lugar en que vivía. Me replicó con amabilidad que no me pasaría nada malo. «De todas formas, iré con una escolta policial», le dije, y el se rió y me respondió que ésa era la forma más segura de suscitar problemas, y, una vez más, me repitió con firmeza que no tuviese miedo, que no correría ningún peligro yendo solo.

La voz interior, a cuyos dictámenes siempre me atengo, me dijo que tuviese fe, así que fui a casa de Carvajal sin escolta policial, aunque no sin miedo.

Los taxis no se aventuraban por aquella parte de Brooklyn y, por supuesto, el servicio de cápsulas no llega a lugares como aquél. Tomé un coche sin distintivo del garaje municipal y, no atreviéndome a poner en peligro la vida de un chofer, lo conduje yo mismo. Como la mayoría de los neoyorquinos, conduzco poco y mal, y el propio desplazamiento estuvo ya de por sí lleno de peligros. Pero, sin graves contratiempos, aunque sí amedrentado, llegué a la hora fijada a la calle de Carvajal. Es cierto que había pensado en encontrar suciedad, montones de basura en putrefacción en la calle, y también los solares llenos de cascotes de los edificios demolidos como mellas en una dentadura machacada a puñetazos, pero no los negros y resecos cadáveres de animales tirados por el asfalto —¿perros, cabras, cerdos?— ni la maleza surgiendo entre las grietas del pavimento como si se tratase de una ciudad fantasma, ni tampoco el vaho de excrementos y orina humanos, ni los remolinos de arena que llegaban a la altura del tobillo. Cuando salí del coche refrigerado, tímidamente y lleno de aprensión, me hirió una bofetada de asfixiante calor. Aunque estábamos sólo a principios de junio, una ola de calor, más propia de finales de agosto, recocía aquellas sórdidas ruinas. ¿Era aquello Nueva York? Podría haberse tratado de un puesto avanzado en el desierto mexicano de hacía un siglo.

Dejé el coche en posición de plena alarma. Yo llevaba un bastón de seguridad personal de la máxima potencia y un cono protector, sujeto a las caderas, cuyo fabricante garantizaba que derribaba cualquier malhechor a unos doce metros de distancia. A pesar de ello, y mientras cruzaba la lúgubre calzada, me sentí horriblemente indefenso, sabiendo que carecía de defensa contra cualquier francotirador apostado en los pisos de arriba. Pero, aunque algunos pálidos habitantes de aquella espantosa zona me miraron con acritud desde la oscuridad de sus ventanas resquebrajadas y melladas, y aunque algunos cowboys callejeros de estrechas caderas me dirigieron largas y amenazadoras miradas, nadie se me aproximó, nadie me dirigió la palabra, no recibí ninguna ráfaga de disparos desde un cuarto piso. Cuando entré en el ruinoso edificio en que moraba Carvajal, me sentí casi aliviado y tranquilo; puede que se calumniase a aquellos barrios, puede que su negra reputación no fuera sino consecuencia de la paranoia de la clase media. Posteriormente, me enteré de que, de no ser porque Carvajal había dado órdenes con respecto a mí seguridad, no hubiese durado ni sesenta segundos fuera de mi automóvil. Disfrutaba de una enorme autoridad sobre aquella horrible jungla; para sus fieros vecinos era una especie de brujo, un tótem sagrado, un santón iluminado, respetado, temido y obedecido. No cabe duda de que, utilizada juiciosamente y con enorme impacto, su capacidad visionaria le había convertido en invulnerable —en la selva nadie anda con bromas con los hechiceros—, y de que aquel día había extendido su manto protector sobre mí.

Su apartamento se encontraba en el quinto piso. No había ascensor. Cada piso de escaleras representó toda una aventura. Pude escuchar el deslizarse de gigantescas ratas, aquellos fétidos olores desconocidos me hacían sentir ahogos y náuseas, me imaginé a asesinos de siete años acechándome desde cada sombra. Pero llegué a su puerta sin contratiempos. Me abrió antes de que tocara el timbre. Aun en aquella tórrida atmósfera, llevaba una camisa blanca con el cuello abrochado, una chaqueta gris de tweed y una corbata marrón. Parecía un maestro de escuela esperando a que le recitase mis declinaciones y conjugaciones en latín.

—¿Lo ve? —me dijo—. Sano y salvo. Lo sabía. Ni el más mínimo daño.

Carvajal vivía en tres habitaciones: un dormitorio, una sala de estar y una cocina. Los techos eran bajos, la pintura estaba resquebrajada, las paredes, de un pálido verde, parecían haber sido pintadas por última vez en los días del «Tricky Dick» Nixon. Los muebles eran aún más antiguos, con un cierto aire de la era Truman, hinchados y lacios, con fundas de flores y robustas patas como de rinoceronte. No había aire acondicionado y la atmósfera era asfixiante; la iluminación era todavía incandescente y poco potente; el televisor, un arcaico modelo de mesa; el fregadero de la cocina tenía aún agua corriente, y no un sistema ultrasónico. Cuando yo era todavía un niño, a mediados de los setenta, uno de mis mejores amigos era un muchacho cuyo padre había muerto en Vietnam. Vivía con sus abuelos, y su casa era exactamente como ésta. El apartamento de Carvajal reproducía fantasmagóricamente el ambiente de la Norteamérica de mediados de siglo; era como el decorado de una película, o como la habitación amueblada de un museo.

Con una hospitalidad remota y abstraída, me invitó a sentarme en el gastado sofá de la sala de estar y se disculpó por no poder ofrecerme ni bebida ni droga. El no las consumía, explicó, y en aquel barrio no había mucho que comprar.

—No importa —le dije indulgentemente—. Con un vaso de agua me conformo.

El agua estaba tibia y ligeramente turbia. No pasa nada, me dije a mí mismo. Estaba sentado en una postura poco natural, demasiado derecho, con la columna rígida y las piernas tensas. Carvajal, encaramado sobre el cojín de un sillón a mi derecha, observó:

—No parece sentirse cómodo, señor Nichols.

—Me relajaré dentro de un par de minutos. El desplazamiento hasta aquí…

—Sí, claro.

—Pero no me ha molestado nadie en la calle. Debo confesar que esperaba problemas, pero que…

—Ya le dije que no le pasaría nada.

—Sin embargo…

—Si ya le advertí —dijo con suavidad—. ¿O no me creyó? Debería usted creerme, señor Nichols. Ya lo sabe.

—Supongo que tiene razón —dije mientras pensaba: Gilmartin, congelación, Leydecker. Carvajal me ofreció más agua. Sonreí mecánicamente y decliné con la cabeza. Se produjo un embarazoso silencio. Al cabo de un rato, dije:

—Es raro que una persona como usted haya elegido vivir en una zona como ésta.

—¿Raro? ¿Por qué?

—Una persona de sus recursos podría vivir donde quisiera.

—Ya lo sé.

—¿Por qué aquí entonces?

—Siempre he vivido aquí —me dijo suavemente—. Este es el único hogar que he conocido. Estos muebles pertenecieron a mi madre, y algunos a la de ella. En estas habitaciones puedo percibir el eco de voces familiares, señor Nichols. Siento la presencia viva del pasado. ¿Le parece tan raro seguir viviendo donde uno lo ha hecho siempre?

—No, pero la barriada…

—Sí, se ha deteriorado mucho. En sesenta años se producen grandes cambios; pero esos cambios no resultaron perceptibles de manera molesta. Se ha tratado de una lenta decadencia, de una decadencia de año en año, últimamente quizá algo más acusada, pero yo me voy acomodando, me voy ajustando. Me acostumbro a las cosas nuevas y las convierto en parte del pasado. Y a mí me resulta todo tan familiar, señor Nichols: los nombres escritos en el cemento fresco cuando se colocó el pavimento, hace ya tanto tiempo; el gran ailanto en el patio del colegio, las gárgolas carcomidas por el tiempo sobre la puerta del edificio de enfrente. ¿Entiende lo que quiero decir? ¿Por qué abandonar todas estas cosas por una lujosa mansión en Staten Island?

—El peligro es una razón.

—No hay peligro. No para mí. Esta gente me considera como el hombrecillo que ha vivido siempre aquí, como un símbolo de estabilidad, como una constante en este universo en perpetuo cambio. Poseo para ellos un valor de ritual. Represento quizá algo así como un amuleto de la suerte. En cualquier caso, nunca me ha molestado nadie de los que viven por aquí. Ni nadie lo hará.

—¿Puede estar seguro de ello?

—Sí —dijo con seguridad monolítica, mirándome directamente a los ojos, y sentí de nuevo un escalofrío, aquella sensación de encontrarme al borde de un abismo aterrador. Se produjo otro prolongado silencio. Emanaba de él una gran fuerza, un poder que contrastaba enormemente con su raída apariencia, con sus suaves maneras, con su expresión ausente y agotada, y aquella fuerza me inmovilizaba. Pude haber estado sentado así, como congelado, hasta una hora. Finalmente, dijo—: Usted quería hacerme algunas preguntas, señor Nichols. Asentí con el gesto. Tras una profunda inspiración, lo solté:

—Usted sabía que Leydecker iba a morir esta primavera, ¿no? Quiero decir que lo sabía, no que se limitó a adivinarlo. Usted lo sabía.

—Sí —aquel mismo «sí» resolutorio e incontestable.

—Usted sabia que Gilmartin se iba a meter en problemas. Usted sabía que los petroleros iban a derramar petróleo sin congelar.

—Sí. Sí.

—Usted sabe lo que va a pasar en la Bolsa mañana y pasado mañana, y ha ganado millones de dólares empleando ese conocimiento.

—Eso también es cierto.

—Es por tanto correcto afirmar que usted lee los hechos futuros con extraordinaria claridad, con una claridad sobrenatural, señor Carvajal.

—Al igual que usted.

—Se equivoca —le respondí—. Yo no leo el futuro en absoluto, carezco de la menor capacidad para adivinar lo que va a ocurrir. Sencillamente, soy muy bueno formulando vaticinios, sopesando las distintas probabilidades y ajustándolas a la pauta más verosímil, pero en realidad no leo el futuro. Ni tan siquiera puedo estar seguro de no equivocarme, sólo razonablemente confiado. Todo lo que hago es formular conjeturas. Usted en cambio lee el futuro. Casi me lo confesó cuando nos vimos en el despacho de Bob Lombroso. Yo adivino, usted lee el futuro. El futuro es como una película que se proyectase en el interior de su mente. ¿Tengo o no tengo razón?

—Sabe usted que la tiene, señor Nichols.

—Sí. Sé que la tengo. No cabe duda. Soy perfectamente consciente de lo que se puede lograr aplicando métodos estocásticos, y que lo que usted hace escapa a las posibilidades de dichos métodos. Yo quizá hubiese podido predecir la probabilidad de un par de accidentes de petroleros, pero no que Leydecker se iba a morir o que cogerían a Gilmartin por chorizo. Podría haber adivinado que esta primavera moriría alguna figura política clave, pero no exactamente cuál. Podría haber adivinado que iban a echar a patadas a algún político del Estado, pero no su nombre. Sus predicciones eran sumamente exactas y específicas. Y eso no son vaticinios estocásticos. Se parece más a brujería, señor Carvajal. El futuro es por definición indescifrable. Pero usted parece saber mucho acerca de él.

—Del futuro inmediato, sí. Lo sé, señor Nichols.

—¿Sólo del futuro inmediato?

Se rió.

—¿Cree que mi mente penetra en la totalidad del espacio y del tiempo?

—En este momento no tengo ni idea de hasta dónde puede llegar su cerebro. Ya me gustaría a mí saberlo. Ya me gustaría tener alguna idea de cómo funciona y de cuáles son sus límites.

—Funciona tal como usted ha descrito —replicó Carvajal—. Cuando deseo ver el futuro, lo veo. En mi interior se proyecta una visión de las cosas, como si fuese una película —lo decía sin darle la menor importancia. Parecía casi aburrido—. ¿Es a eso a lo único que ha venido?

—¿No lo sabe? Seguro que ha visto ya la película de esta conversación.

—Por supuesto que sí.

—Pero se ha olvidado de alguno de sus detalles.

—Rara vez me olvido de algo —dijo Carvajal con un suspiro.

—Entonces debe saber ya lo que le voy a preguntar ahora.

—Sí —reconoció.

—Y aun así, no me contestará a menos que le formule la pregunta.

—Sí —reconoció.

—Suponga que lo hago —dije—. Suponga que me marcho ahora mismo, sin plantear lo que se espera vengo a plantear.

—Eso no sería posible —dijo Carvajal tranquilamente—. Recuerdo cómo se debe desarrollar esta conversación, y que usted no se marcha antes de formular su próxima pregunta. Las cosas ocurren sólo de una manera. Usted no tiene más remedio que decir y hacer las cosas que yo que diría y haría.

—¿Acaso es usted un Dios que decreta cómo se ha de desarrollar mi vida?

Sonrió apagadamente y negó con la cabeza.

—Muy, muy mortal, señor Nichols. Y no decreto nada, aunque sí le digo que el futuro es inmutable; o lo que usted considera como futuro. Somos ambos actores de un guión que no se puede reescribir. Venga, representemos nuestro guión. Pregúnteme…

—No. Voy a romper el modelo que ha establecido y me voy a marchar de aquí.

—… sobre el futuro de Paul Quinn —terminó.

Estaba ya en el umbral de la puerta. Pero cuando pronunció el nombre de Quinn me detuve con la mandíbula laxa, atónito, y me di la vuelta. Esa era por supuesto la pregunta que iba a formularle, la pregunta que había venido a plantear, la pregunta que había decidido no formularle cuando comencé a jugar con mi propio destino inamovible. ¡Qué mal lo había hecho yo! ¡Con cuánta suavidad me acababa de manejar Carvajal! Me había dejado indefenso, derrotado, inmovilizado. Acaso alguien crea que todavía era libre de marcharme; pero no, no después de que él hubiese invocado el nombre de Quinn, no después de haberme sobornado con la promesa del tan anhelado conocimiento, no ahora que Carvajal había demostrado una vez más, de forma aplastante y definitiva, la precisión de un don para los augurios.

—Es usted quien lo dice —musité—. Es usted quien formula la pregunta.

Suspiró.

—Si usted quiere.

—Insisto.

—Usted desea preguntarme si Paul Quinn va a llegar a la presidencia.

—Exactamente —respondí con voz cavernosa.

—La respuesta es que creo que sí.

—¿Que cree? ¿Es todo cuanto puede decirme? ¿Que cree que sí?

—No lo sé.

— ¡Usted lo sabe todo!

—No —dijo Carvajal—. No todo. Existen ciertos límites, y su pregunta los desborda. La única respuesta que puedo darle es una simple conjetura, basada en el mismo tipo de datos que tomaría en consideración cualquier persona interesada en política. Tomando en cuenta esos factores, creo que es probable que Quinn llegue a ser presidente.

—Pero no lo sabe seguro. No puede verle llegando a ser presidente.

—Exacto.

—¿Escapa a su alcance? ¿No va a ocurrir en un futuro inmediato?

—Sí, está fuera de mi alcance.

—Me está diciendo en ese caso que Quinn no resultará elegido en el 2000; pero que usted cree que es una buena apuesta para el 2004, aunque no es capaz de ver tan lejos como para llegar al 2004.

—¿Creyó alguna vez que Quinn podría salir elegido en el 2000? —preguntó Carvajal.

—Nunca. Mortonson es invencible; es decir, salvo que Mortonson se muera de repente, como le ha ocurrido a Leydecker, en cuyo caso puede salir elegido cualquiera, y Quinn… —hice una pausa—. ¿Qué prevé para Mortonson? ¿Va a estar viviendo hasta las elecciones del 2000?

—No lo sé —dijo Carvajal tranquilamente.

—¿Tampoco sabe eso? Faltan sólo diecisiete meses para las elecciones. El alcance de su clarividencia no llega a los diecisiete meses, ¿no?

—Así es, por el momento.

—¿Ha sido alguna vez mayor que eso?

—Oh, sí —respondió—. Mucho mayor. A veces he leído el futuro con treinta o cuarenta años de antelación, pero no ahora.

Intuí que Carvajal estaba jugando conmigo nuevamente. Exasperado, le dije:

—¿Existe alguna posibilidad de que recupere su visión a largo plazo, que me dé su visión para las elecciones del 2004? ¿O aunque sea sólo para las del 2000?

El sudor me resbalaba por todo el cuerpo.

—Ayúdeme. Para mí es de la mayor importancia saber si Quinn va a conseguir llegar a la Casa Blanca.

—¿Porqué?

—Bien, porque… —me detuve, asombrado, al comprobar que, salvo la simple curiosidad, no existía ninguna otra razón. Me había comprometido a trabajar en pro de la elección de Quinn; probablemente mi compromiso no dependía de que supiera si lo iba a conseguir o no. Sin embargo, en aquellos momentos en los que creía que Carvajal podía darme la respuesta, estaba absolutamente desesperado por saberlo. Respondí torpemente—. Bien, porque, porque estoy profundamente involucrado en su carrera, y me sentiría mejor si conociese el rumbo que va a adoptar, especialmente si supiese que no estábamos desperdiciando todos nuestros esfuerzos en favor de él. Y… —me detuve, sintiéndome como un imbécil.

—Le he dado la mejor respuesta que podía. Mi vaticinio es que su hombre llegará a ser presidente —dijo Carvajal.

—¿El año que viene o en el 2004?

—A menos que a Mortonson le pase algo, me parece que Quinn no tiene la menor oportunidad antes del 2004.

—Pero ¿no sabe si a Mortonson le va a pasar algo? —insistí.

—Ya se lo he dicho. No tengo forma de saberlo. Por favor, créame cuando le digo que no puedo ver en un plazo tan largo como el de las próximas elecciones. Y, como usted mismo señaló hace sólo unos minutos, las técnicas probabilísticas no sirven en absoluto para predecir la fecha de la muerte de ninguna persona. Y las probabilidades no son mi fuerte. Mis conjeturas son incluso peor que las suyas. En temas estocásticos, señor Nichols, el experto es usted, no yo.

—¿Me está diciendo que su apoyo a Quinn no se basa en un conocimiento absoluto, sino sólo en una intuición?

—¿Qué apoyo a Quinn?

Su pregunta, formulada con tono inocente, me dejó perplejo.

—Usted creyó que seria un buen alcalde. Y desea que llegue a ser presidente —dije.

—¿Que yo creí? ¿Que yo deseo?

—Cuando se presentó a las elecciones a alcalde, usted donó cuantiosas sumas. ¿O no es eso un apoyo? En marzo, usted se presentó en el despacho de uno de sus principales estrategas y ofreció hacer cuanto estuviese en su poder para ayudar a Quinn a escalar un puesto superior. ¿O no es eso un apoyo?

—No me preocupa lo más mínimo si Quinn alcanza alguna vez un puesto superior o no —replicó Carvajal.

—¿De veras?

—Su carrera no significa nada para mí. Nunca lo ha significado.

—Entonces, ¿por qué ofrece voluntariamente unas sumas tan elevadas al fondo para su campaña? ¿Por qué ofrece voluntariamente informaciones sobre su futuro a los responsables de dicha campaña? ¿Por qué siempre voluntariamente…?

—¿Voluntariamente?

—Voluntariamente, sí. ¿O he elegido mal la palabra?

—La voluntad no tiene nada que ver con todo esto, señor Nichols.

—Cuanto más hablo con usted menos le comprendo.

—El término «voluntad» implica elección, libertad, volición. En mi vida no existen esos conceptos. Apoyo a Quinn porque sé que debo hacerlo, no porque le prefiera a otros políticos. Fui al despacho de Lombroso en el mes de marzo porque, meses antes, me había visto yendo allí, y sabía que, pasara lo que pasara, tenía que ir allí aquel día. Vivo en este barrio ruinoso porque no me ha sido concedida nunca la visión de mí mismo viviendo en alguna otra parte, y sé por tanto que debo permanecer aquí. Le estoy contando todo esto hoy, porque esta conversación me resulta ya tan familiar como una película que hubiese visto cincuenta veces, y en consecuencia sé que debo contarle a usted cosas que no he contado jamás a ningún otro ser humano. Nunca me pregunto por qué. Mi vida carece de sorpresas, señor Nichols, carece también de decisiones y de volición. Hago lo que sé que tengo que hacer, y sé que debo hacerlo porque me he visto ya a mí mismo haciéndolo.

Sus apacibles palabras me aterrorizaron mucho más que cualquiera de los horrores reales o imaginarios de la oscura escalera de afuera. Antes de entonces no me había asomado nunca a un universo del que estuviesen excluidos la libre elección, la casualidad, lo imprevisto, lo fortuito. Ví a Carvajal como un hombre arrastrado a través del presente, impotente pero sin quejarse, por su inflexible visión del inmutable futuro. Me horripilé, pero, al cabo de un instante, aquel mareante terror se esfumó para no volver nunca más; pues tras la primera visión desconsoladora de Carvajal como una trágica víctima, tuve otra, más estimulante, de Carvajal como alguien con un don que no era sino el mío propio elevado a la perfección, como alguien que ha dejado atrás los caprichos de la casualidad para adentrarse en el reino de la total previsibilidad. Aquella intuición me hizo sentirme irremisiblemente atraído por él. Sentí cómo nuestras almas se fundían, y supe que no me vería libre de él nunca más. Era como si aquella fría fuerza que emanaba de él, aquella helada radiación que nacía de su extraña naturaleza y que le había hecho tan repulsivo para mí, hubiese cambiado ahora de signo y me empujase irresistiblemente hacia él.

—¿Siempre interpreta las escenas que ve?—dije.

—Siempre.

—¿No intenta nunca cambiar el guión?

—Nunca.

—¿Por qué le da miedo lo que podría ocurrir si lo hiciese?

Negó con la cabeza.

—¿Cómo voy a tener miedo de nada? Tememos a lo desconocido, ¿no? No, recito obedientemente mis frases del guión porque sé que no hay otra alternativa. Lo que a usted le parece el futuro es para mí más bien como el pasado, como algo ya vivido, algo que resultaría inútil intentar cambiar. Hago donaciones de dinero a Quinn porque ya lo he hecho y porque me he visto a mí mismo haciéndolo. ¿Cómo podría verme a mí mismo habiendo dado dinero si, en el momento en que mi visión coincide con el momento del «presente», no lo hago realmente?

—¿No le inquieta nunca la idea de olvidarse del guión y de no hacer lo que tiene que hacer cuando llega el momento?

Carvajal se rió entre dientes.

—Si durante un solo instante pudiese ver como yo, se daría cuenta de la futilidad de su pregunta. No existe posibilidad alguna de no hacer lo que hay que hacer, sino sólo de hacer lo que hay que hacer, lo que sucede, lo real. Percibo lo que va a ocurrir, y luego simplemente ocurre; soy actor en un drama que no permite improvisaciones, exactamente igual que usted, que todos los demás.

—¿Y no ha intentando ni una sola vez reescribir el guión? ¿Ni un pequeño detalle? ¿Ni siquiera una sola vez?

—Claro que sí, y más de una vez, señor Nichols, y no sólo pequeños detalles. Cuando era joven, mucho más joven, antes de comprender. Entonces, si tenía la visión de alguna calamidad, como por ejemplo de un camión atropellando a un niño o de fuego en una casa, decidía intentar ser Dios e impedir que ocurriese.

—¿Y?

—No servia de nada. Planease lo que planease, cuando llegaba el momento la desgracia ocurría indefectiblemente, tal como yo la había visto. He intentado muchas veces cambiar el curso predestinado de los acontecimientos, no lo he conseguido jamás y he dejado por tanto de hacerlo. Desde hace mucho tiempo me limito a interpretar mi papel, a decir mis frases como ya sé que debo recitarlas.

—¿Y lo acepta totalmente? —pregunté. Di unos pasos por la habitación, inquieto, agitado, abrumado de calor—. ¿Para usted el libro de la vida está ya escrito, sellado e inamovible? ¿Acepta su destino y ya está?

—Acepto mi destino y ya está —respondió.

—¿No le parece una filosofía bastante desesperada?

Pareció ligeramente divertido.

—No se trata de una filosofía, señor Nichols, sino de un simple acomodarse a la naturaleza de la realidad. Escuche, ¿«acepta» usted el presente?

—¿Cómo?

—¿Cuando le ocurren cosas, las reconoce como hechos válidos, o las ve como algo condicional y mutable, tiene la sensación de que podría modificarlas en el momento de producirse?

—Por supuesto que no. ¿Cómo podría nadie cambiar…?

—Exactamente. Uno puede intentar modificar su propio futuro, o incluso ordenar y reconstruir las memorias de su pasado, pero no puede hacer nada con respecto al instante del presente en el momento en que comienza a ser y a asumir su existencia.

—¿Entonces?

—A los demás el futuro les parece inalterable porque les resulta inaccesible. Uno tiene la ilusión de ser capaz de crear su propio futuro, de esculpirlo en la matriz de un tiempo todavía por venir. Pero lo que percibo cuando veo —dijo— es el «futuro» únicamente en términos de mi posición transitoria dentro del flujo del tiempo. En realidad es sólo el «presente», el presente inmediato e inalterable, o a mí mismo en una posición distinta dentro del flujo del tiempo; o quizá en la misma posición dentro de un flujo de tiempo distinto. ¡Ah, tengo muchas teorías refinadas, señor Nichols! Pero todas llegan a la misma conclusión: de que lo que percibo no es un futuro hipotético y condicional, sujeto a modificación por medio de una nueva ordenación de los factores antecedentes, sino más bien un acontecimiento real e inalterable, tan fijo e inmutable como el presente o el pasado. No puedo modificarlo, al igual que no se puede cambiar la película que está uno viendo en el cine. Hace mucho tiempo que lo comprendí. Y lo acepté. Lo acepté…

—¿Durante cuánto tiempo ha tenido esa capacidad de visión?

Encogiéndose de hombros, Carvajal replicó:

—Supongo que durante toda mi vida. Cuando era niño no podía entenderlo; era como una fiebre que me embargaba, como un vivido sueño, un delirio. No sabía qué estaba experimentando, ¿podríamos llamarlo «destellos de futuro»? Pero luego me encontré viviendo episodios que ya había «soñado» antes. Esa sensación de déjà vu, que estoy seguro usted ha experimentado de cuando en cuando, me acompañaba a diario. Había momentos en que me sentía como una marioneta tirada por hilos, en cuya boca alguien de arriba ponía las palabras. Fui descubriendo gradualmente que nadie experimentaba aquella sensación de déjà vu con la frecuencia e intensidad que yo. Creo que, hasta los veinte años, no comprendí plenamente de qué se trataba y que, hasta poco antes de los treinta, no me acostumbré realmente a la idea. Por supuesto, nunca se lo he revelado a nadie, de hecho no lo he revelado hasta hoy en día.

—¿Porque no había nadie de quien se fiara?

—Porque no estaba en el guión —respondió con enloquecedor convencimiento.

—¿No se ha casado nunca?

—No.

—¿No ha querido?

—¿Cómo podía quererlo? ¿Cómo podía querer algo que evidentemente no había querido? Nunca me ví junto a una esposa.

—Y, en consecuencia, no estuvo nunca destinado a casarse.

—¿Que no estuve nunca destinado? —sus ojos cobraron un extraño fulgor—. No me gusta esa frase, señor Nichols. Implica que el universo está dotado de algún designio consciente, que existe un autor para el guión. Y no creo que sea así. No hay necesidad de introducir esa complicación. El guión se va escribiendo solo, momento a momento, y en él yo vivía solo. No hay por qué decir que estaba destinado a ser soltero. Basta con decir que me a mí mismo soltero y que, por tanto, permanecería soltero, permanecí soltero y permanezco soltero.

—En un caso como el suyo los verbos carecen de los tiempos adecuados —dije.

—Pero ¿entiende lo que digo?

—Creo que sí. ¿Seria correcto afirmar que el «futuro» y el «presente» no son sino nombres distintos para los mismos acontecimientos contemplados desde diferentes puntos de vista?

—No está mal —respondió Carvajal—. Pero prefiero creer que todos los acontecimientos se producen simultáneamente y que lo que está en movimiento es nuestra percepción de los mismos, que lo móvil es ese punto de vista, no los propios acontecimientos.

—Y, algunas veces, alguien goza del don de percibir los acontecimientos desde varios puntos de vista al mismo tiempo, ¿no es eso?

—Tengo muchas teorías —dijo vagamente—. Quizá una de ellas sea correcta. Lo importante es la capacidad de visión en mí, no su explicación. Y yo poseo esa capacidad.

—Podría haberla utilizado para ganar millones y millones —dije, señalando el ruin apartamento.

—Eso he hecho.

—No. Me refiero a una fortuna realmente gigantesca: Rockefeller, más Getty, más Creso, un imperio financiero a una escala jamás vista. El poder. El lujo llevado al máximo. Los placeres. Mujeres. El control sobre continentes enteros.

—No figuraba en el guión —respondió Carvajal.

—Y usted acepta el guión.

—El guión no admite nada que no sea aceptación. Creí que lo había comprendido.

—Así que ha ganado dinero, montones de dinero, aunque no todo el que podría haber ganado. ¿Todo eso no significa nada para usted? ¿Se limita a dejar que se vaya acumulando, como las hojas que caen en el otoño?

—No tenía la menor necesidad de él. Mis necesidades son parcas y mis gustos sencillos. Lo he ido acumulando simplemente porque me ví a mí mismo jugando a la Bolsa y haciéndome rico. Lo que veo lo hago, y ya está.

—Ajustándose al guión. Sin preguntarse por qué.

—Sin preguntas.

—Millones y millones de dólares. ¿Qué ha hecho con ellos?

—Los he ido utilizando tal como me ví haciéndolo. Donando algunos de ellos a obras de caridad, a universidades, a políticos.

—¿Según sus propias preferencias o de acuerdo con los designios que veía?

—No tengo preferencias —dijo tranquilamente.

—¿Y el resto del dinero?

—Lo he ido guardando. En bancos. ¿Qué otra cosa iba a hacer con él? Para mí no ha tenido nunca la menor importancia. Un millón de dólares, cinco millones, diez millones… son sólo palabras, carecen de sentido —en su voz se insinuó una extraña nota de ansiedad—. Pero ¿qué tiene sentido? ¿Qué significa la palabra «sentido»? Nos limitamos a interpretar el guión que nos ha caído en suerte, señor Nichols. ¿Quiere otro vaso de agua?

—Sí, gracias —dije, y el millonario llenó nuevamente mi vaso.

La cabeza me daba vueltas. Había venido en busca de respuestas y las estaba obteniendo a montones. No obstante, cada una de ellas suscitaba una avalancha de nuevas preguntas, que él estaba evidentemente dispuesto a contestar, pero sólo por haberse visto ya respondiéndolas en sus visiones para aquel día. Mientras hablaba con Carvajal me encontré deslizándome entre los tiempos verbales del pasado y del futuro, perdido en un laberinto gramatical de tiempos confundidos y secuencias desordenadas. Y él permanecía completamente impasible, sentado en una inmovilidad casi total, con una voz plana y en ocasiones casi audible, sin otra expresión en su rostro que aquel peculiar aspecto suyo de destrucción. Sí, he dicho destrucción. Podía tratarse de un zombie, o quizá de un robot. Vivía una vida totalmente programada y ordenada de antemano, sin preguntarse jamás por los motivos de cualquiera de sus acciones, limitándose a seguir adelante, como una marioneta, atrapado por su propio futuro irremisible, flotando en una especie de pasividad existencial determinista que yo encontraba desconcertante y extraña. Por un momento sentí compasión de él. Luego me pregunté si aquel sentimiento no estaría completamente fuera de lugar. Me sentí tentado por aquella pasividad existencial, y la tentación era muy poderosa. ¡Qué reconfortante debe ser —pensé— vivir en un mundo desprovisto de la menor incertidumbre!

De repente, dijo:

—Creo que debería marcharse ya. No estoy acostumbrado a conversaciones tan largas, y me temo que ésta me ha fatigado mucho.

—Lo siento. No tenía previsto quedarme tanto rato.

—No tiene por qué disculparse. Todo lo que nos ha ocurrido hoy ha sido como ví que sería. Así que está todo bien.

—Le agradezco que me haya hablado voluntariamente y con tanta franqueza sobre sí mismo —le dije.

—¿Voluntariamente? —respondió riendo—. ¿Otra vez el voluntario?

—¿No existe esa palabra en su vocabulario de trabajo?

—No. Y espero borrarla del suyo —se dirigió hacia la puerta con gesto de despedida—. Volveremos a vernos pronto.

—Eso espero.

—Siento no haberle podido ayudar en la medida que usted deseaba. Lamento mucho no poder responder a su pregunta sobre adonde llegará Paul Quinn. La respuesta se encuentra fuera de mi alcance y no puedo darle información alguna. Percibo únicamente aquello que voy a percibir, ¿se da cuenta? ¿Lo comprende? Percibo únicamente mis propias percepciones futuras; es como si mirase al futuro a través de un periscopio, y mi periscopio no me muestra nada relativo a las elecciones del año que viene. Sí de muchos de los acontecimientos que conducen a dichas elecciones. Pero no el resultado en sí. Lo siento.

Estrechó mi mano un momento. Sentí que fluía entre nosotros una especie de corriente, un río de conexión diferenciado y casi tangible. Percibí en él una enorme tensión, no simplemente la provocada por nuestra conversación, sino algo más profundo, como un combate por mantener y ampliar el contacto entre nosotros, por llegar a algún nivel profundo de mi ser. La sensación me inquietó y trastornó. Duró sólo un instante; luego se esfumó, y volví a caer en mi soledad, experimentando en ese momento el impacto perceptible de la separación. Sonrió, me obsequió con una leve inclinación de cabeza, me deseó una vuelta a casa sano y salvo y me señaló el sombrío y húmedo corredor de salida.

Sólo cuando, algunos minutos más tarde, estaba subiendo al coche encajaron todas las piezas del rompecabezas en mi cerebro y comprendí lo que Carvajal me había querido decir mientras nos despedíamos en la puerta de su casa. Sólo entonces comprendí la naturaleza del límite último impuesto a su visión, del límite que le había convertido en la marioneta pasiva que era, que había desprovisto a todas sus acciones del menor sentido o significado: Carvajal había visto el momento de su propia muerte. A eso se debía que fuese incapaz de predecir quién iba a ser el próximo presidente; pero las repercusiones de dicho conocimiento iban mucho más lejos. Ello explicaba por qué se dejaba arrastrar por la vida de aquella forma despreocupada y abúlica. Carvajal debía haber vivido durante décadas y décadas sabiendo cómo, dónde y cuándo iba a morir, con un conocimiento absoluto e indubitable de todo ello; y aquel conocimiento espantoso había paralizado su voluntad hasta un punto que a la gente normal y corriente le resultaba difícil comprender. Eso era la interpretación intuitiva que yo hacía de su situación; y siempre confío en mis intuiciones. Estaba claro que su muerte se iba a producir en un plazo de tiempo inferior a diecisiete meses, y se dejaba arrastrar inánimemente hacia ella, aceptándola, interpretando el papel que le había tocado en el guión, no preocupándose, no preocupándose lo más mínimo.

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