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Dos días antes de Navidad se produjo una tormenta terrible, una ventisca espantosa con durísimos vientos, temperaturas subárticas y una pesada descarga de nieve seca, dura y áspera. Se trataba del tipo de tormenta que desesperaría a un habitante de Minnesota y haría incluso llorar a un esquimal. A lo largo de todo el día, mis ventanas temblaron en sus antiguos marcos mientras verdaderas cataratas de nieve arrastrada por el viento las golpeaban como puñados de guijarros; y yo temblaba con ellas, pensando que todavía nos quedaba que soportar el mal tiempo de enero y febrero y, posiblemente, un marzo también de nieves. Me acosté pronto y me desperté temprano, en medio de una mañana asombrosamente soleada. Después de las tormentas de nieve suelen ser corrientes los días despejados y fríos, pero había algo extraño en la calidad de la luz, que no tenía el tono amarillo, duro y quebradizo propio de un día de invierno, sino más bien el suave y dulce tono dorado de la primavera; y, al conectar la radio, pude escuchar al locutor hablando de un drástico cambio en el tiempo. Al parecer, una masa de aire cálido procedente de las Carolinas se había desplazado hacia el Norte durante la noche y la temperatura había alcanzado los improbables niveles de finales de abril.

Abril siguió acompañándonos. Día tras día, un calor impropio de aquella estación del año acariciaba la ciudad ahíta de invierno. Por supuesto que, al principio, se produjo una gran confusión según los montones de nieve reciente fueron ablandándose, derritiéndose y corriendo en furiosos arroyos hasta las alcantarillas; pero, para mediados de aquella semana de fiestas, lo peor había pasado ya, y Manhattan, seco y engalanado, adoptó un desconocido aire de limpieza y pulcritud. Las lilas y los gladiolos empezaron a echar capullos de repente, meses antes de su época. Una ola de alegría pareció pasar sobre Nueva York; desaparecieron los gorros y las pesadas ropas de invierno, las calles se poblaron de hombres y mujeres contentos y sonrientes, vestidos con ligeras túnicas y justillos; grupos de personas desnudas y semidesnudas, pálidas pero deseosas de tomar el sol, yacían por los soleados malecones de Central Park; todas las fuentes del centro de la ciudad se vieron rodeadas de su complemento de músicos, juglares y danzantes. La atmósfera de Carnaval se intensificó según el viejo año iba acercándose a su fin, y se mantenía aquel asombroso buen tiempo, pues estábamos en 1999, y lo que se despedía era no sólo un año, sino todo un milenio. (Los que insistían en que el siglo veintiuno y el tercer milenio no empezarían realmente hasta el 1 de enero del 2001 eran considerados como unos aguafiestas y unos pedantes.) La llegada de abril en pleno diciembre lo trastocó todo. La inesperada dulzura del tiempo siguiendo con tanta rapidez a los anteriores fríos, asimismo antinaturales, el misterioso resplandor del sol muy bajo sobre el horizonte, la extraña y suave textura primaveral de la atmósfera, dotaban a todos aquellos días de un raro aire apocalíptico, de forma que cualquier cosa parecía posible, y no hubiese extrañado contemplar cometas en los cielos nocturnos o violentos cambios en las constelaciones. Me imagino que todo aquello recordaba a la Roma de antes de la invasión de los bárbaros, o al París en vísperas del Terror. Fue una semana alegre, pero al mismo tiempo oscuramente preocupante y terrorífica; disfrutamos de aquel milagroso calor, pero lo tomamos simultáneamente como un portento, un presagio de alguna sombría confrontación todavía por venir. Según se iba aproximando el último día de diciembre se fue creando un extraño, pero perceptible, aumento de la tensión. El estado de ánimo de alegría y regocijo seguía en todos nosotros, pero con un matiz de miedo en él. Lo que sentíamos era la desesperada alegría de los que, sobre una cuerda tensa, caminan sobre un abismo sin fondo. A pesar de las previsiones del servicio meteorológico de que continuaría el buen tiempo, había los que, disfrutando cruelmente con las predicciones funestas, afirmaban que el Año Nuevo se vería asolado por repentinas tormentas de nieve, maremotos y tornados. Pero el día de Nochevieja fue templado y soleado, como los siete que le habían precedido. Hacia mediodía nos enteramos de que había sido el 31 de diciembre más caluroso del que se guardaba recuerdo en Nueva York, y la aguja del termómetro siguió subiendo durante toda la tarde, por lo que pasamos de un pseudo abril a una desconcertante imitación de junio.

Durante todo ese tiempo yo me había mantenido aislado, abrumado por mis sombrías preocupaciones y, supongo, compadeciéndome de mí mismo. No llamé a nadie, ni a Lombroso, ni a Sundara, ni a Mardikian, ni a Carvajal, ni a ninguno de los restantes restos y fragmentos de mi anterior existencia. Todos los días salía unas cuantas horas a recorrer las calles —¿quién podía resistirse a aquel sol?—, pero no hablaba con nadie ni daba la menor facilidad a los que pretendían hablar conmigo. A la caída de la tarde me encontraba ya en casa, solo; leía un poco, bebía algo de brandy, oía música sin escucharla realmente, y me acostaba pronto. Mi aislamiento parecía privarme de la menor capacidad para las proyecciones estocásticas; vivía totalmente en el presente, como un animal, sin la menor noción de lo que podía ocurrir al día siguiente, sin intuiciones, sin la vieja sensación de pautas y tendencias agrupándose y conformándose mutuamente.

En Nochevieja sentí la necesidad de salir a la calle. En una noche como aquélla me parecía intolerable atrincherarme en mi propia soledad, pues, entre otras cosas, era la víspera de mi treinta y cuatro cumpleaños. Pensé en telefonear a algún amigo, pero no, me habían abandonado las energías sociales; como el califa Harun-el-Raschid de Bagdad, recorrería de incógnito y en solitario las calles de Manhattan. No obstante, me puse mi traje más deslumbrante, ajustado, como de pavo real, un traje de verano en escarlata y oro con resplandecientes hilos, me recorté la barba, me afeité el cráneo, y me lancé alegremente a la calle a ver cómo enterraban el siglo.

La oscuridad había caído ya a primeras horas de la tarde; dijera lo que dijera el termómetro, estábamos aún en los días más cortos del año, y las luces de la ciudad resplandecían. Aunque eran sólo las siete, las fiestas y reuniones habían comenzado evidentemente antes; pude escuchar cantos, risas distantes, gritos, el chasquido de cristales rotos. Cené parcamente en un pequeño restaurante automatizado de la Tercera Avenida y caminé sin rumbo fijo hacia el oeste y hacia el sur.

Normalmente, después del crepúsculo nadie pasea así por Manhattan. Pero aquella noche las calles estaban tan repletas de gente como si fuese de día. Había personas por todas partes, riendo, mirando los escaparates, saludando con la mano a los extraños, dándose alegres empellones, y todo aquello me hizo sentirme seguro y confiado. ¿Era éste verdaderamente Nueva York, la ciudad de los rostros torvos y los ojos recelosos, la ciudad de navajas brillando en oscuros y sombríos callejones? Sí, sí, sí, Nueva York, pero un Nueva York transformado, un Nueva York en trance de pasar el milenio, un Nueva York en la noche de una Saturnalia decisiva.

Pues esto es lo que era, una Saturnalia, una lunática algazara, un frenesí de espíritus exaltados. Todas las drogas de la farmacopea más psicodélica se vendían en cada esquina, y las ventas parecían alcanzar niveles óptimos. Según aumentaba el grado de alegría, se escuchaban sirenas ululando en todas partes. No tomé ninguna droga, salvo la más antigua de todas, el alcohol, pero la tomé copiosamente, yendo de taberna en taberna. Una cerveza aquí, una copa del más horroroso brandy allí, algo de tequila, de ron, un martini, incluso un espeso y oscuro jerez. Me sentí mareado pero no rendido; de un modo u otro conseguía mantenerme derecho y hablar más o menos coherentemente, y mi cerebro funcionaba con lo que parecía su lucidez habitual, observando y tomando nota de todo lo que veía.

Cada hora que pasaba era mayor el desmadre generalizado. En los bares la desnudez seguía siendo algo infrecuente antes de las nueve; pero a las nueve y media podía verse sudorosa carne desnuda por todas partes, pechos temblorosos, culos ondulantes, agarrar de manos y roces de piernas, todo el mundo se agrupaba en círculos. Antes de las nueve y media no ví a nadie jodiendo en la calle, pero a las diez la fornicación en público era ya algo corriente. Toda la noche había estado presente una soterrada violencia: rotura de ventanas, disparos contra las farolas de la calle…, pero después de las diez la violencia experimentó un rápido incremento: empezaron las peleas a puñetazos, algunas medio en broma, otras totalmente en serio, y en la esquina de la calle Cincuenta y seis y la Quinta Avenida se produjo una batalla multitudinaria, algo así como cien hombres y mujeres golpeándose con porras en lo que parecía una pelea fortuita; los motoristas disputaban chillonamente en todas partes, y me pareció ver que algunos automovilistas hacían chocar sus coches deliberadamente con otros por el puro placer de destruir. ¿Hubo asesinatos? Con toda probabilidad. ¿Violaciones? A miles. ¿Mutilaciones y otras monstruosidades? No me cabe la menor duda.

Y ¿dónde estaba la policía mientras tanto? Los ví por aquí y por allá, algunos intentando desesperadamente contener la creciente marea del desorden, otros cediendo y uniéndose a él; ví a policías con rostros encendidos y mirada febril uniéndose a las disputas callejeras y transformándolas en fieros combates; a policías comprando drogas a vendedores callejeros; a policías desnudos de cintura para arriba abrazados a muchachas desnudas en los bares; a policías rompiendo rudamente los parabrisas de los coches con sus porras. La locura general se hizo contagiosa. Tras toda una semana de lento incubamiento de aquel ambiente apocalíptico, de grotesca tensión, nadie podía aferrarse demasiado a su sentido de cordura.

La medianoche me cogió en Times Square. La vieja costumbre, desde hacía mucho tiempo abandonada en aquella ciudad decrépita: miles, cientos de miles de personas, una enorme multitud apiñándose entre las calles Cuarenta y seis y Cuarenta y dos, cantando, gritando, besándose, tambaleándose. De repente sonó la hora. En el cielo se encendieron deslumbrantes antorchas. Las cúpulas de los rascacielos resplandecientes de luz. ¡El año 2000! ¡El año 2000! ¡Había llegado mi cumpleaños! ¡Feliz cumpleaños! ¡Feliz, feliz, feliz!

Estaba borracho. Había perdido la cabeza. Aquella historia generalizada me arrastraba. Me encontré buscando con mis manos los pechos de alguien, apretándolos, oprimiendo mi boca contra otra boca, y sentí un cuerpo húmedo y cálido contra el mío. La marea humana se embraveció, y nos vimos arrastrados el uno lejos del otro; me desplacé en medio de aquella marea, abrazando, riendo, intentando no perder el aliento, dando saltos, cayéndome, trastabillando, viéndome casi pisoteado por mil pares de pies.

—¡Fuego! —gritó alguien; y, de hecho, vimos llamas que danzaban en lo alto de un edificio de la calle Cuarenta y cuatro. ¡Tenían un tono naranja tan bello! Comenzamos todos a jalear y a aplaudir. Aquella noche nos sentíamos todos como Nerón, pensé, y me ví arrastrado hacia adelante, en dirección sur. No podía ver ya las llamas, pero el olor a humo inundaba toda la zona. Sonaron sirenas. Más sirenas ululantes. Era el caos, el caos, el caos. Entonces sentí una sensación como la de un puño que me golpease en la nuca, caí de rodillas en un espacio abierto, mareado, y me cubrí el rostro con las manos como para defenderme del siguiente golpe, pero no hubo golpe alguno, sólo una catarata de visiones. Sí, visiones. Un asombroso torrente de imágenes corrió tumultuoso por mi cerebro. Me ví a mí mismo viejo y desgastado, tosiendo en una cama de hospital, totalmente rodeado de una brillante celosía compuesta por aparatos médicos; me ví nadando en una clara laguna de montaña; me ví golpeado y levantado por el oleaje de una playa tropical. Vislumbré el misterioso interior de un enorme, incomprensible y cristalino mecanismo. Me encontraba de pie al borde de un campo de lava, contemplando la tierra que hervía y burbujeaba a mis pies como en el primer día de la creación. Me asaltó una cascada de colores. Oí voces que me susurraban, que me hablaban en fragmentos, en trocitos pulverizados de palabras y finales de frase. Esto es un «viaje», me dije a mí mismo, un «viaje», un «viaje», un «viaje» pésimo; pero aun el peor de los «viajes» termina alguna vez; entonces me agaché, temblando, intentando no oponerme, dejando que aquella pesadilla me dominase y luego fuese esfumándose poco a poco. Pudo haber durado horas y horas, puede que sólo un minuto. En un momento de claridad me dije a mí mismo: «Esto es ver», así es como empieza, como una fiebre, como un ataque de locura. Me recuerdo a mí mismo diciéndome precisamente eso.

Me recuerdo también vomitando, echando lejos de mí aquella espantosa combinación de licores en espasmos rápidos y potentes, y luego revolviéndome en mi propio charco de pestilencia, débil, tembloroso, incapaz de incorporarme. Y entonces, como la ira de Júpiter, vinieron los truenos, majestuosos e innegables. Después de la primera y aterradora descarga, se produjo un gran silencio. En toda la ciudad se interrumpió aquella dantesca Saturnalia, según sus habitantes se iban quedando quietos y levantaban los ojos llenos de asombro y terror hacia los cielos. ¿Qué iba a ocurrir ahora? ¿Una tormenta en una noche de invierno? ¿Iba la tierra a abrirse y tragarnos a todos? ¿Se elevaría el mar, convirtiendo nuestros campos de juegos en una nueva Atlántida?

Unos minutos después del primero se escuchó un segundo trueno, pero sin ir acompañado de relámpagos; luego, tras otra pausa, un tercero, y entonces empezó a caer la lluvia, al principio suavemente, luego de manera torrencial, una templada lluvia primaveral, que nos daba la bienvenida al año 2000. Me puse en pie con grandes dificultades, y a pesar de haber permanecido castamente vestido durante toda la noche, me despojé ahora de mis ropas y, completamente desnudo, me eché sobre el asfalto en la esquina de Broadway y la calle Cuarenta y dos, boca arriba, dejando que aquella auténtica catarata de agua arrastrase lejos de mí el sudor, las lágrimas y el cansancio, dejando que me llenase la boca, que me librara del desagradable sabor a vómito. Fue un momento mágico. Pero de repente me quedé helado. Mi sexo tembló y mis hombros se hundieron. Temblando, busqué mis mojadas ropas y, ya sobrio, empapado, triste, amedrentado, imaginándome truhanes y atracadores acechándome en todas las esquinas, comencé mi lento y largo periplo a través de toda la ciudad. La temperatura parecía descender cinco grados cada diez manzanas de casas que recorría; cuando llegué al East Side, sentí que me estaba quedando congelado, y cuando crucé la calle Cincuenta y siete me di cuenta de que la lluvia se había transformado en nieve, y de que la nieve iba cuajando, formando una fina capa que iba recubriendo las calles, los automóviles y los derribados cuerpos de los inconscientes y los muertos. Cuando llegué a mi apartamento, estaba nevando con plena malevolencia invernal. Eran las cinco de la madrugada del 1 de enero del año 2000 después de Cristo. Dejé caer la ropa sobre el suelo y me desplomé desnudo en el lecho, dando diente con diente, dolorido y magullado; apreté las rodillas contra el pecho y me arrebujé, esperando morir antes del alba. Pasaron catorce horas antes de que me despertase.

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