19

Una semana después de mi visita a Carvajal, me telefoneó para preguntarme si me gustaría comer con él al día siguiente. Así pues, y por sugerencia suya, me reuní con él en el Merchants and Shippers Club, ubicado en el distrito financiero.

Aquello me sorprendió. El Merchante and Shippers Club es uno de esos venerables agujeros de Wall Street a los que tienen acceso exclusivamente banqueros y financieros del escalón más elevado, y sólo en calidad de miembros, y cuando digo «exclusivamente», me refiero a que incluso Bob Lombroso, norteamericano desde hace diez generaciones y muy poderoso en Wall Street, se ve tácitamente excluido de él por su judaísmo, y prefiere no plantearse la posibilidad de entrar. Como en todas las instituciones de ese tipo, la riqueza no basta para abrirte las puertas, tienes que ser aceptable para el club, una persona honorable y decorosa, procedente de una familia de rancio abolengo, que ha estudiado en los mejores centros y pertenece a la firma adecuada. Por lo que yo sabía, Carvajal no reunía ninguna de aquellas condiciones. Era un nuevo rico y, por naturaleza, un extraño sin ninguna de las necesarias relaciones universitarias y en las grandes corporaciones. ¿Cómo había conseguido hacerse con una tarjeta de miembro?

—La heredé —me contó afectadamente mientras nos instalábamos en unos cómodos, elásticos y bien tapizados sillones al lado de una ventana sesenta pisos por encima de la turbulenta calle—. Uno de mis antepasados fue miembro fundador, en mil ochocientos veintitrés. Los estatutos indican que las once tarjetas fundadoras pasan automáticamente del hijo mayor al hijo mayor ininterrumpidamente. Debido a esa cláusula algunos tipos poco recomendables han conseguido empañar la santidad de la organización —dijo, dirigiéndome una sonrisa fugaz y sorprendentemente traviesa—. Vengo por aquí de cinco en cinco años. Se dará cuenta de que me he puesto mi mejor traje.

Y era cierto: llevaba un conjunto, algo arrugado, de color dorado y verde, con probablemente más de diez años encima, pero mejor conservado y con más brillo que el resto de su sombrío y rancio guardarropa. De hecho, Carvajal parecía hoy notablemente transformado, más animado y vigoroso, incluso juguetón, claramente más joven que el individuo apagado y ceniciento que yo conocía.

—No se me había ocurrido que tuviese usted antecesores —dije.

—En el Nuevo Mundo había ya Carvajales mucho antes de que el Mayflower saliese de Plymouth. Éramos muy importantes en Florida a comienzos del siglo dieciocho. Cuando los ingleses se anexionaron Florida en mil setecientos sesenta y tres, una rama de mi familia se trasladó a Nueva York, y creo que hubo una época en que llegó a ser propietaria de la mitad de los muelles y de la mayor parte del Upper West Side. Pero nos vimos desplazados por la crisis económica de mil ochocientos treinta y siete; y, desde hace siglo y medio, soy el primer miembro de la familia que ha logrado salir de la semipobreza. Pero incluso en los peores tiempos, conservamos nuestra pertenencia hereditaria al club —señaló con un gesto las espléndidas paredes recubiertas de paneles de madera rojiza, las deslumbrantes ventanas con los bordes de cromo, la discreta iluminación. A nuestro alrededor se sentaban titanes de la industria y las finanzas haciendo y deshaciendo imperios entre bebida y bebida. Carvajal continuó—: No olvidaré nunca la primera vez que mi padre me trajo aquí a un cóctel. Yo tendría alrededor de dieciocho años; debió ser, por tanto, en mil novecientos cincuenta y siete. El club no se había trasladado aún a este edificio, seguía en Broad Street, en un caserón del siglo diecinueve. Cuando entramos mi padre y yo, con nuestros trajes de veinte dólares y nuestras corbatas de lana, todo el mundo me pareció senadores, incluyendo a los camareros, pero nadie se burló de nosotros ni se nos trató con paternalismo. Disfruté de mi primer martini y de mi primer filete mignon, y fue como una excursión al Valhalla, ya sabe, o a Versalles, a Xanadú. Una visita a un mundo extraño y deslumbrante en el que todo el mundo era rico, poderoso y magnífico. Y según estaba sentado a la gigantesca mesa de roble, enfrente de mi padre, tuve una visión, comencé a ver, me ví a mí mismo de viejo, tal como soy ahora, agotado, con unos cuantos cabellos grises aquí y allá, este ser viejo que he llegado a ser y en el que me reconozco, y ese viejo ser estaba sentado en un salón verdaderamente opulento, en un salón de gráciles líneas y brillante e imaginativamente dispuesto; de hecho, en este mismo salón en que nos encontramos ahora, compartiendo una mesa con un hombre mucho más joven, un hombre alto y fuerte, de cabellos oscuros, que se inclinaba hacia adelante, mirándome de manera tensa e insegura, bebiéndose mis palabras como si estuviese intentando aprendérselas de memoria. Luego la visión pasó y me encontré de nuevo con mi padre, que me preguntaba si estaba todo bien; yo intenté aparentar que era todo consecuencia del martini, que era la bebida lo que había empañado mis ojos y empalidecido mi cara, pues incluso entonces no era nada bebedor. Y me pregunté si lo que había visto no era una especie de contraimagen de mi padre y mía en el club; es decir, si lo que había visto no era yo mismo de viejo con mi propio hijo en el Merchants and Shippers Club de un distante futuro. Durante varios años intenté averiguar quién iba a ser mi esposa y cómo sería mi hijo, y luego me di cuenta de que no iba a tener nunca mujer ni hijo. Y los años fueron pasando, y aquí estamos, usted sentado frente a mí, inclinándose hacia adelante, mirándome de una manera tensa e insegura…

Un escalofrío recorrió mi columna vertebral.

—¿Usted me vio aquí en su compañía hace más de cuarenta años?

Asintió tranquilamente con la cabeza y, con el mismo gesto, llamó a un camarero, hiriendo el aire con su dedo índice con la misma autoridad como si fuese J. P. Morgan. El camarero se apresuró a acudir y le saludó ceremoniosamente, llamándole por su nombre. Carvajal pidió un martini para mí, quizá porque lo había visto ya hacía tanto tiempo, y para él un jerez seco.

—Le tratan muy cortésmente aquí —observé.

—Para ellos es un honor tratar a todo el mundo como si fuese primo del zar —replicó Carvajal—. Probablemente lo que dicen de mí en privado no sea tan halagador. Mi calidad de miembro desaparecerá cuando muera, y me imagino que el club se sentirá muy feliz de saber que ningún pequeño y zarrapastroso Carvajal más va a hollar su suelo.

Las bebidas llegaron casi de inmediato. Entrechocamos solemnemente los vasos en una especie de brindis formal.

—Por el futuro —dijo Carvajal—; por el futuro radiante y prometedor —y prorrumpió en una ronca risa.

—Está usted muy animado hoy.

—Sí, hacía muchos años que no me sentía tan bien. Una segunda ronda para el vejete, ¿no? ¡Camarero! ¡Camarero!

El camarero acudió una vez más con gran presteza. Para mi asombro, Carvajal pidió ahora puros, eligiendo dos de los más costosos de la bandeja que le trajo la muchacha del tabaco. Y una vez más, la traviesa sonrisa.

—Se supone que estas cosas hay que reservárselas para después de la comida, pero creo que me voy a fumar el mío ahora mismo —dijo.

—Adelante. ¿Quién se lo va a impedir?

Encendió su puro, y yo le imité. Su exuberancia resultaba desconcertante y casi aterradora. En nuestros dos encuentros anteriores, Carvajal había parecido estar extrayendo fuerzas de unas reservas desde hacía tiempo agotadas; pero hoy aparecía vivaz, frenético, rebosante de una feroz energía extraída de alguna fuente maligna. Me dediqué a especular acerca de drogas misteriosas, transfusiones de sangre de toro, trasplantes ilícitos de órganos arrancados a renuentes víctimas jóvenes.

—Dígame, Lew —me dijo de repente—, ¿ha tenido en alguna ocasión momentos de segunda visión?

—Creo que sí. Por supuesto, nunca tan vividos como los que debe experimentar usted. Pero creo que muchas de mis intuiciones se basan en ráfagas de auténtica visión, ráfagas subliminales que vienen y se van tan rápido que no puedo ni reconocerlas.

—Muy probable.

—Y sueños —dije—. Muchas veces, en los sueños tengo premoniciones y presentimientos que resultan ser correctos. Es como si el futuro viniese flotando hacia mí, llamando a las puertas de mi adormecida consciencia.

—Sí, la mente dormida es más receptiva a ese tipo de cosas.

—Pero lo que percibo en sueños me llega de forma simbólica, más como una metáfora que como una sucesión de imágenes o una película. Justo antes de que cogieran a Gilmartin soñé que estaba siendo arrastrado enfrente de un pelotón de ejecución. Era como si me estuviese llegando la información correcta, pero no en términos literales y equivalentes.

—No —replicó Carvajal—. El mensaje le fue transmitido de forma correcta y literal, pero su mente lo revolvió y lo codificó, pues usted estaba dormido y era incapaz de operar sus receptores de forma adecuada. Sólo la mente racional despierta puede procesar y asimilar tales mensajes de manera fiable. Pero la mayor parte de las personas despiertas rechazan totalmente los mensajes, y cuando están dormidas sus mentes trastocan todo lo que les llega.

—¿Usted cree que mucha gente recibe mensajes desde el futuro?

—Creo que todo el mundo —dijo Carvajal con vehemencia—. El futuro no es el reino inaccesible e intangible que se cree. Pero muy pocos admiten su existencia, salvo como concepto abstracto. ¡Y por eso les llegan tan pocos mensajes! —su expresión se caracterizaba ahora por una intensidad sobrenatural. Bajó la voz y me dijo—: El futuro no es una simple construcción verbal. Es un lugar con una existencia propia. Justo ahora, según estamos sentados aquí, nos encontramos también allí, en allí más uno, en allí más dos, en allí más n, en una infinidad de allís, todos ellos simultáneos, anteriores y posteriores al mismo tiempo a nuestra actual posición en la línea del tiempo. Esas otras posiciones no son ni más ni menos reales que ésta. Se encuentran simplemente en un lugar que no es aquel en que se ubica de momento la sede de nuestras percepciones.

—Pero, de cuando en cuando, nuestras percepciones…

—Dan el salto —dijo Carvajal—. Se desvían hacia otros segmentos de la línea del tiempo. Recogen acontecimientos, estados de ánimo o fragmentos de conversación que no pertenecen al «ahora».

—Pero ¿son nuestras percepciones las que se desvían —pregunté—, o son los propios acontecimientos los que están mal anclados en su propio «ahora».

Se encogió de hombros.

—¿Qué importa eso? No hay forma de averiguarlo.

—¿No le preocupa saber cómo funciona? ¡Toda su vida dominada por ello, y usted ni siquiera…!

—Ya le dije —me respondió Carvajal— que tengo muchas teorías. Tantas, de hecho, que se contrarrestan y anulan unas a otras. Lew, Lew, ¿cómo puede pensar que no me preocupa? He consagrado toda mi vida a intentar comprender en qué consiste mi don, mi poder, y puedo responder a cualquiera de sus preguntas con una docena de respuestas, cada una de ellas tan plausible como la anterior. La teoría de las dos líneas de tiempo, por ejemplo. ¿Se la he contado ya?

—No.

—Bien, entonces… —sacó fríamente una pluma y trazó dos firmes líneas paralelas en el mantel. Señaló los extremos de una línea X e Y y los de la otra X' e Y'—. La línea que va desde X a Y es el curso de la historia tal como lo conocemos. Comienza con la creación del universo en X y termina con el equilibrio termodinámico en Y, ¿correcto? Y éstas son algunas de las fechas significativas a lo largo del tiempo —con pequeños trazos nerviosos, fue cruzando las dos líneas, comenzando por el lado de la mesa más próximo a él y avanzando hacia mí—. Esta es la era del hombre de Neanderthal. Esta es la época de Jesucristo. Esto es mil novecientos treinta y nueve, el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Dicho sea de pasada, también el comienzo de Martín Carvajal. ¿Cuándo nació usted? ¿Hacia mil novecientos setenta?

—En mil novecientos sesenta y seis.

—Mil novecientos sesenta y seis. Está bien. Y aquí está usted, en mil novecientos sesenta y seis. Y éste es el año en curso, mil novecientos noventa y nueve. Digamos que usted va a llegar a los noventa. Este es, pues, el año de su muerte, dos mil cincuenta y seis. Esto por lo que se refiere a la línea X–Y. Pasemos ahora a la otra, a la línea X'–Y', que representa también el transcurso de la historia en este universo, exactamente el mismo transcurso de la historia que en la otra línea. Sólo que en sentido contrario.

—¿Cómo?

—¿Por qué no? Supongamos que existen muchos universos, cada uno de ellos independientes de todos los demás, conteniendo su propio juego de soles y planetas y de acontecimientos que ocurren sólo para dicho universo. Una infinidad de universos, Lew. ¿Hay alguna razón lógica por la que el tiempo tenga que fluir en el mismo sentido en todos ellos?

—Entropía —musité—. Las leyes de la termodinámica. La flecha del tiempo. El principio de causa y efecto.

—No voy a refutar ninguna de esas teorías. Por lo que sé, son todas válidas dentro de un sistema cerrado —dijo Carvajal—. Pero un sistema cerrado no tiene responsabilidades entrópicas con respecto a otro sistema cerrado, ¿no? El tiempo puede transcurrir desde A a Z en un universo y desde Z a A en otro, pero sólo un observador ajeno a ambos podrá darse cuenta de ello siempre que, dentro de cada universo, el flujo de las cosas vaya de causa a efecto y no en sentido contrario. ¿Reconoce que todo esto es perfectamente lógico?

Cerré mis ojos un instante, y dije:

—Está bien. Tenemos una infinidad de universos, separados todos ellos entre sí, y la dirección del flujo del tiempo en cualquiera de ellos puede parecer disparatada en relación con la de todos los demás. ¿Y qué?

—En una infinidad de cualquier cosa se dan todos los casos posibles, ¿no?

—Sí. Por definición.

—Pero, entonces, estará también de acuerdo —continuó Carvajal— en que en esa infinidad de universos no conexionados entre sí puede haber uno idéntico al nuestro en todos los sentidos, salvo en la dirección o sentido de su flujo de tiempo en relación con el de aquí.

—No estoy seguro de comprenderle.

—Mire —dijo con impaciencia, señalando la línea trazada en el mantel que iba de X' a Y'—. Aquí tenemos otro universo, codo a codo con el nuestro. Todo lo que ocurra en él va a ocurrir también en el nuestro, hasta en los menores detalles. Pero en éste, la creación se encuentra en Y’ en lugar de en X, y la desaparición del universo por exceso de calor en X' en lugar de en Y. Y aquí abajo… —trazó una línea muy cerca del extremo de la mesa próximo a mí—…se encuentra la era del hombre de Neanderthal. Aquí la Crucifixión. Aquí mil novecientos treinta y nueve, mil novecientos sesenta y seis, mil novecientos noventa y nueve, dos mil cincuenta y seis. Los mismos acontecimientos, las mismas fechas clave, pero yendo de adelante hacia atrás. Es decir, que si vives en este universo y consigues atisbar al otro, te parecen ir de adelante hacia atrás. Allí, por supuesto, todo parece transcurrir en la dirección correcta —Carvajal prolongó los trazos correspondientes a 1939 y 1999 en la línea X–Y hasta que se encontraron en la línea X'–Y', y luego hizo lo mismo con los trazos correspondientes a 1999 y 1939 de la segunda línea. Después unió ambos juegos de trazos, formando así un dibujo como éste:

Un camarero que pasaba miró lo que estaba haciendo Carvajal con el mantel, y tras unas ligeras tosecitas se marchó sin decir nada, con las facciones rígidas. Carvajal no pareció darse ni cuenta. Continuó:

—Supongamos ahora que una persona nacida en el universo de X a Y puede, no se sabe por qué, atisbar de cuando en cuando en el universo X'–Yэ. Ese soy yo. Aquí me tiene, yendo desde mil novecientos treinta y nueve a mil novecientos noventa y nueve en X-Y y echando de cuando en cuando un vistazo a X'–Y' y observando los acontecimientos de los años de mil novecientos treinta y nueve a mil novecientos noventa y nueve, que son exactamente idénticos a los de aquí, con la única diferencia de que fluyen en sentido contrario, de forma que en el momento de mi nacimiento toda mi vida en el tiempo X-Y ha transcurrido ya en X'–Y'. Cuando mi consciencia conecta con la de mi otro yo en ese otro universo, le encuentro recordando su pasado que, da la casualidad, es mi futuro.

—Perfecto.

—Sí. La persona normal y corriente confinada en un solo universo puede vagar por su memoria a voluntad, recorrer libremente su propio pasado. Pero yo tengo acceso a la memoria de alguien que vive en la dirección opuesta, lo que me permite «recordar» tanto el futuro como el pasado. Es decir, siempre que la teoría de las dos líneas de tiempo sea correcta.

—¿Y lo es?

—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó Carvajal—. Se trata sólo de una hipótesis operacional plausible para explicar qué ocurre cuando veo. Pero ¿cómo podría confirmarla?

Al cabo de un rato, dije:

—Las cosas que ve, ¿le llegan en un orden cronológico inverso? ¿Como si el futuro se desplegase en una cinta continua, o algo parecido?

—No. Nunca. Pero su memoria tampoco equivale a una cinta continua. Me llegan destellos inciertos, fragmentos de escenas, algunas veces pasajes prolongados que tienen una duración aparente de diez, quince minutos o más, pero siempre en una mezcla aleatoria, nunca como secuencia lineal, nunca como algo mínimamente consecutivo. Tuve que aprender yo mismo a encontrar las pautas, a recordar las distintas secuencias y a dotarlas de un orden probable. Era como aprender a leer la poesía babilónica descifrando sus inscripciones cuneiformes en ladrillos rotos y diseminados. Poco a poco fui encontrando claves que me guiasen en mis reconstrucciones del futuro; ésta será mi cara cuando cumpla los cuarenta, los cincuenta, los sesenta; éstas son las ropas que llevé entre mil novecientos sesenta y cinco y mil novecientos setenta y tres, éste el período en el que me dejé bigote, cuando tenía el pelo negro, ¡ah, sí!, todo un montón de pequeñas referencias, asociaciones y notas que, a la larga, llegaron a resultarme tan familiares que podía ver cualquier escena, incluso la más breve, y situarla en el tiempo acertando en las semanas e incluso en los días. Al principio no resultó fácil, pero he alcanzado ya algo así como una segunda naturaleza.

—Y, ¿está usted viendo justo ahora?

—No —respondió—. Se necesita tiempo para ponerse en situación. Es algo parecido a un trance —de repente, sus rasgos se ensombrecieron—. En sus momentos de mayor intensidad es como una especie de doble visión, en la que un mundo se superpone al otro, de forma que no puedo estar totalmente seguro de en qué mundo estoy viviendo y cuál es el que estoy viendo. Aun después de todos estos años, no he logrado ajustarme plenamente a esa desorientación, a esa confusión —puede que en ese momento temblara—. Normalmente no es tan intensa, lo cual agradezco enormemente.

—¿Podría mostrarme cómo es?

—¿Aquí? ¿Ahora?

—Si está usted dispuesto…

Me miró fijamente durante un buen rato. Se humedeció los labios, los apretó, frunció el ceño y se quedó pensativo. Luego, de repente, su expresión cambió, sus ojos se vidriaron y se quedaron fijos, como si estuviese viendo una película desde la última fila de un cine de grandes dimensiones, o más bien como si se adentrara en un estado de profunda meditación. Sus pupilas se dilataron, y la dilatación se mantuvo inalterable a pesar de las fluctuaciones de la luz según la gente pasaba enfrente de nuestra mesa. Su rostro denotaba un gran esfuerzo y tensión. Su respiración se hizo lenta, ronca y regular. Permaneció sentado, absolutamente inmóvil; parecía totalmente ausente. Transcurrió quizá un minuto, que a mí me pareció un siglo. Luego su rigidez cedió como un bloque de hielo que se cuartea. Se relajó, sus hombros cayeron hacia adelante; el color volvió a sus mejillas en una rápida oleada; sus ojos se humedecieron y recuperaron su expresión habitual; con mano temblorosa, cogió su vaso de agua y se lo bebió de un trago. No decía nada, y yo no me atrevía a hablar.

Finalmente, Carvajal habló:

—¿Cuánto tiempo he estado ausente?

—Sólo unos instantes. Pareció mucho más largo de lo que duró realmente.

—Para mí una media hora. Como mínimo.

—¿Y qué ha visto?

Se encogió de hombros.

—Nada que no hubiese visto anteriormente. Se repiten las mismas escenas, ¿sabe?, cinco, diez, veinte veces. Lo mismo que ocurre con la memoria. Pero la memoria altera las cosas, mientras que las escenas que yo veo no varían nunca.

—¿No quiere hablarme de ello?

—No era nada —dijo, quitándole importancia—. Algo que va a ocurrir la primavera próxima. Estaba usted allí. Pero eso no es sorprendente, ¿no? En los meses próximos, usted y yo vamos a pasar mucho tiempo juntos.

—¿Y qué hacía yo?

—Miraba.

—Miraba, ¿el qué?

—Me miraba a mí —dijo Carvajal. Sonrió, y fue una sonrisa espectral, una sonrisa terriblemente sombría que equivalía a todas sus sonrisas de aquel primer día en el despacho de Lombroso. Le había abandonado toda aquella imprevista vivacidad de hacía veinte minutos. Deseé no haberle pedido la demostración; me sentí como si hubiese convencido a un moribundo para que bailase. Pero al cabo de un breve intervalo de embarazoso silencio, pareció recuperarse. Le dio una larga chupada a su puro, terminó su copa de jerez, y volvió a sentarse derecho.

—Así está mejor —dijo—. A veces puede resultar agotador. ¿Y si pedimos ya la carta?

—¿De veras se encuentra ya bien?

—Perfectamente.

—Siento haberle pedido…

—No se preocupe por eso —respondió—. No ha sido tan malo como debe haberle parecido a usted.

—¿Lo que vio, era algo aterrador?

—¿Aterrador? No, no. Ya se lo he dicho, no era nada que no hubiese visto ya antes. Se lo contaré un día de éstos —llamó al camarero—. Creo que ha llegado la hora de comer —dijo.

Mi carta carecía de precios o de cualquier otra señal indicativa. La lista de platos era increíble: salmón ahumado, langosta de Maine, solomillo asado, filetes de lenguado… Nada de esos funestos productos elaborados a base de soja y algas. Cualquier restaurante de Nueva York de primera categoría podía ofrecer un plato de pescado fresco y algún tipo de carne, pero encontrar en el mismo menú nueve o diez platos así representaba un testimonio abrumador del poder y la riqueza de los miembros del Merchants and Shippers Club y de las altas conexiones de su chef. No me hubiese sorprendido mucho más de haber encontrado en la carta filete de unicornio y chuleta de esfinge a la parrilla. Al no tener ni idea de lo que costaba cada cosa, pedí alegremente almejas y solomillo. Carvajal optó por el cóctel de gambas y el salmón. Rehusó el vino, pero me instó a pedir media botella para mí. La lista de vinos carecía igualmente de precios; elegí un Latour del noventa y uno, que debía valer como mínimo veinticinco pavos. No tenía sentido mostrarme ruin para favorecer a Carvajal. Era mi anfitrión y podía permitírselo.

Carvajal me observaba atentamente. Me resultaba más desconcertante que nunca. Estaba claro que quería algo de mí, y también que yo le servía de algo. Parecía estar casi cortejándome con su estilo distante, incoherente y secreto. Pero no proporcionaba la menor señal o indicación. Me sentí como alguien que juega al póquer con los ojos vendados contra un oponente que puede verle el juego. La demostración de su capacidad de visión que conseguí extraerle había interrumpido nuestra conversación de un modo tan doloroso que dudé sobre si volver o no al tema, y durante un buen rato hablamos amistosa y erráticamente de vinos, comida, la Bolsa, la economía nacional, la política y similares temas neutrales. Llegamos inevitablemente al tema de Paul Quinn, y entonces el aire pareció hacerse imperceptiblemente más cargado.

—Quinn parece estar haciéndolo bien, ¿no? —me dijo.

—Creo que sí.

—Debe ser el alcalde más popular de la ciudad desde hace muchas décadas. Tiene encanto, ¿no? Y una energía tremenda. Más de la debida en ocasiones, ¿no? Muchas veces parece demasiado impaciente, contrario a pasar por los canales políticos habituales para hacer las cosas.

—Sí, supongo —dije—. Es algo impetuoso. Un defecto de juventud. Recuerde que no ha cumplido todavía los cuarenta.

—Debería ir más despacio. Hay momentos en los que su impaciencia le hace parecer prepotente. El alcalde Gottfried era también prepotente, y ya sabe lo que le pasó.

—Gottfried era un dictador de cabo a rabo. Intentó convertir Nueva York en un estado policial…, y —me detuve, espantado—. Un segundo, ¿está usted indicando que Quinn corre verdadero peligro de ser asesinado?

—No mucho. No más que cualquier otra figura política importante.

—¿Ha visto usted algo que…?

—No. Nada.

—Tengo que saberlo. Si posee usted cualquier tipo de dato en relación con un intento de asesinar al alcalde, no juegue con él. Quiero que me lo cuente.

Carvajal pareció divertido.

—No me ha comprendido usted. Quinn no corre ningún riesgo personal del que yo sea consciente, y si usted ha entendido lo contrario, es que me he expresado mal. Lo que quiero decir es que las tácticas de Gottfried le estaban ganando enemigos. De no haber caído asesinado podría haberse encontrado con problemas para salir reelegido. Quinn también se está ganando enemigos en los últimos tiempos. Al ir eclipsando y relegando cada vez más al resto del Ayuntamiento, está molestando a ciertos bloques de votantes.

—Sí, a los negros, pero…

—No sólo a los negros. Los judíos en particular empiezan a no estar muy contentos con él…

—No lo sabía. Las encuestas no…

—No, todavía no. Pero empezará a salir a la luz dentro de unos meses. Su postura en relación con la instrucción religiosa en las escuelas, por ejemplo, le ha perjudicado ya en las barriadas judías. Y sus comentarios sobre Israel en la inauguración del nuevo Banco de Kuwait en Lexington Avenue…

—¡Pero esa inauguración no va a tener lugar hasta dentro de tres semanas! —le indiqué. Carvajal se echó a reír.

—¿Ah, no? ¡Ya lo he mezclado todo otra vez! Pero yo he visto ya su discurso en la televisión, o eso creí; aunque quizá…

—Usted lo ha visto ya.

—Sin duda. Sin duda.

—¿Y qué va a decir sobre Israel?

—Sólo unas cuantas pullas ligeras. Pero los judíos de aquí son extremadamente sensibles a ese tipo de observaciones, y la reacción no fue…, no va a ser buena. Ya sabe que los judíos de Nueva York desconfían por tradición de los políticos irlandeses. Especialmente de los alcaldes irlandeses; pero, antes de ser asesinados, ni los Kennedy les caían demasiado bien.

—Quinn no es más irlandés que usted español —dije.

—Para un judío, cualquiera que se llame Quinn es irlandés, y sus descendientes hasta la cincuentava generación lo serán también, y yo sí soy español. No les gusta la agresividad de Quinn. Pronto empezarán a pensar que no tiene ideas correctas sobre Israel. Y comenzarán a quejarse en voz alta.

—¿Cuándo?

—Hacia el otoño. El New York Times publicará un artículo en primera página sobre el malestar del electorado judío.

—No —dije—. Mandaré a Lombroso a la inauguración del Banco de Kuwait en lugar de Quinn. Eso protegerá a Quinn y servirá también para recordar a todo el mundo que tenemos un judío en el escalafón más elevado de la administración municipal.

—¡Oh, no! No puede hacer eso —dijo Carvajal.

—¿Por qué no?

—Porque es Quinn el que va a hablar allí. Ya le he visto.

—¿Y qué pasará si me las arreglo para que Quinn esté en Alaska toda esa semana?

—Por favor, Lew. Créame; es imposible que Quinn no esté el día de la inauguración en el edificio del Banco de Kuwait. Imposible.

—Y me imagino que es también imposible evitar que formule esas observaciones acerca de Israel, aunque se le advierta.

—Sí.

—No lo creo. Creo que no irá si, mañana mismo, me dirijo a él y le digo: «Hola, Paul, te advierto que los votantes judíos están empezando a impacientarse, así que mejor olvídate de lo del Banco de Kuwait». O, al menos, pondrá sordina a sus observaciones.

—Irá —dijo Carvajal tranquilamente.

—¿Haga lo que haga o diga lo que diga?

—Haga lo que haga o diga lo que diga, Lew.

Negué con la cabeza.

—El futuro no es tan inflexible como usted cree. Nosotros tenemos algo que decir sobre los acontecimientos por venir. Hablaré con Quinn sobre esa ceremonia.

—Por favor, no lo haga.

—¿Por qué no? —pregunté con brusquedad—. ¿Porque tiene usted necesidad de que el futuro sea como tiene que ser?

Este comentario pareció herirle. Amablemente, respondió:

—Porque sé que el futuro siempre es como tiene que ser. ¿Insiste en comprobarlo?

—Los intereses de Quinn son también los míos. Si le ha visto haciendo algo que va en contra de esos intereses, ¿cómo cree que me voy a quedar quieto y dejarle que siga adelante y lo haga?

—No hay otra posibilidad.

—Eso no lo sé todavía.

Carvajal suspiró.

—Si le plantea al alcalde el tema de la ceremonia del Banco de Kuwait —dijo gravemente—, habrá tenido acceso por última vez a las cosas que yo veo.

—¿Es una amenaza?

—La descripción de un hecho.

—Una descripción que tiende a que se cumpla su profecía. Usted sabe que necesito su ayuda, sella mis labios con su amenaza y, por supuesto, la ceremonia sale tal como usted la vio. Pero ¿de qué sirve contarme cosas si no puedo hacer nada al respecto? ¿Por qué no se arriesga a concederme libertad total? ¿Se siente tan inseguro de la fuerza de sus visiones que tiene que actuar así para garantizar que se van a cumplir?

—Muy bien —dijo Carvajal suavemente, sin malicia—. Tiene libertad total. Haga lo que mejor le parezca. Ya veremos qué ocurre.

—Y si le hablo a Quinn, ¿significará eso una ruptura entre usted y yo?

—Ya veremos qué ocurre —repitió.

Me tenía cogido. Una vez más me había ganado la mano; pues ¿cómo podía arriesgarme a perder el acceso a sus visiones, y cómo podía predecir cuál iba a ser su reacción a mi traición? Tendría que dejar que Quinn se ganase la enemistad de los judíos y confiar en poder reparar más tarde el daño hecho. Eso o encontrar alguna forma de esquivar la insistencia de Carvajal en el silencio. Quizá debía discutir el tema con Lombroso.

—¿Hasta qué punto se van a sentir decepcionados con él los votantes judíos? —dije.

—Lo suficiente como para hacerle perder un montón de votos. Se plantea la reelección en el dos mil uno, ¿no?

—Si no le eligen presidente el año que viene.

—No le elegirán —dijo Carvajal—. Los dos lo sabemos. Ni tan siquiera se presentará. Pero si aspira a la Casa Blanca para tres años después, tendrá que salir reelegido alcalde en el dos mil uno.

—Es evidente.

—En ese caso no debería enemistarse con los votantes judíos de Nueva York. Eso es todo cuanto puedo decirle.

Tomé mentalmente nota de que debía aconsejar a Quinn que comenzara a estrechar sus lazos con los judíos de la ciudad: visitar algunas tiendas de Delikatessen kosher, dejarse caer por unas cuantas sinagogas el viernes por la noche…

—¿Está usted enfadado conmigo por lo que le dije hace un rato? —pregunté.

—Yo nunca me enfado —respondió Carvajal.

—Herido entonces. Pareció herido cuando le dije que necesitaba hacer que el futuro fuese como debe ser.

—Sí, supongo que sí. Porque eso demuestra que poco ha entendido acerca de mí, Lew. Como si creyese realmente que padezco una compulsión neurótica de que se cumplan mis propias visiones. Como si pensara que empleo un chantaje psicológico para impedirle que trastoque las pautas que yo señalo. No, Lew. No cabe trastocar esas pautas, y hasta que lo acepte no podrá existir la menor afinidad de pensamiento entre nosotros, no podremos compartir ninguna capacidad de visión. Sus palabras me entristecieron porque me revelaron hasta qué punto está todavía realmente lejos de mí. Pero no, no. No estoy enfadado con usted. ¿Está bueno el solomillo?

—Magnífico —contesté, y sonrió.

Terminamos la comida sin cruzar prácticamente más palabras, y nos marchamos sin esperar la cuenta. Supuse que el club se la cargaría. Debía ascender a más de ciento cincuenta dólares.

Ya fuera, en el momento de despedirnos, Carvajal dijo:

—Algún día, cuando vea por sí mismo, comprenderá por qué Quinn tiene que decir lo que sé que va a decir en la inauguración del Banco de Kuwait.

—¿Cuando vea yo por mí mismo?

—Lo hará.

—No poseo ese don.

—Todo el mundo lo posee —dijo—. Pero muy pocos saben cómo utilizarlo. —Me dio un rápido apretón en el antebrazo y desapareció entre la multitud de Wall Street.

Загрузка...