8

Clay está inconsolable. Él no lo hizo, pero cree que la culpa es suya por haber despertado en Serifice la irresistible curiosidad en el fenómeno de la inevitable terminación de la existencia, y Clay tiembla por el daño que ha hecho a los seis. Durante un día entero permanece apartado, taciturno, da patadas al suelo, despierta dormidos árboles, lanza piedras por los barrancos. Los demás condescienden. Finalmente Ti se acerca a Clay y le dice:

—¿Me dejarás que te haga feliz otra vez? —Ti ha adoptado la forma femenina.

—Déjame en paz —murmura Clay, pensando que ella está ofreciéndole su cuerpo.

Ti lo comprende, y cambia apresuradamente a la forma masculina.

—Puedo enseñarte algo interesante —dice.

—Enséñame a Serifice.

—Serifice nos ha dejado. ¿Por qué ella te apena de este modo?

—Alguien tiene que estar apenado. Yo tengo más práctica que cualquiera de vosotros.

—Nos haces desgraciados con tu pena. ¿Tan terrible es la muerte que debes empañar de tristeza el cielo?

—Ella tenía una eternidad por vivir. No tenía por qué marcharse.

—Con lo que su marcha es tanto más hermosa —dice Ti. Aprieta firmemente la mano de Clay entre las suyas—. Acompáñame y déjame entretenerte. Nos ha sido difícil descubrir una forma de alegrarte. Nos desconcertarías si rehusaras lo que tenemos.

Clay se encoge de hombros, asaltado por esta nueva dimensión de culpa.

—¿De qué se trata?

—Libros.

—¿En serio?

—Y cosas. Cosas antiguas hechas por otras razas de hombres. Clay está excitado. Serifice queda prácticamente desechada en la insignificancia. Clay mira bruscamente a Ti.

—¿Dónde? ¿Muy lejos?

—Ven. ¡Ven!

Ti echa a correr. Clay va detrás. Pasan trotando junto a los otros cuatro Deslizadores, que están tumbados decorativamente en el suelo, con los ojos cerrados y las extremidades relajadas. Mientras Clay sigue corriendo, Ti da saltitos sobre un invisible trampolín, elude arcos de la excursión con bruscos brincos verticales. Ti desciende, transformado en hembra, de uno de estos saltos. Es ligerísimamente más voluptuosa que las otras, tiene las caderas más amplias y unas nalgas de aspecto claramente humano; pero desde luego toda la estructura de su cuerpo sigue siendo grotesca y extraña para Clay. Éste imagina ver los huesos de Ti como blandas cerdas blancas que atraviesan la carne, transmitiendo sensaciones y colores más que cumpliendo una finalidad estructural. Llegan a un paraje de arbolillos amarillos que crecen en una sutil pendiente. El terreno que se extiende delante asciende como si una firme mano lo alzara por debajo, y las grisáceas vetas del talud se prolongan igual que hebras del cabello del gigante. El sol está bajo ya y las sombras tienen afilados bordes. El cielo es de un tembloroso rojo. A medio camino de la pendiente Ti, dirigiéndose al acompañamiento de invisibles trombones, resollantes fagots y zalameros saxofones, empieza a hacer fluctuantes gestos con las manos extendidas, y aparece una abertura a poca distancia. Clay contempla la entrada de un pasadizo circular, de diámetro doble que su estatura, que se introduce en la tierra. Ti entra brincando. Clay la sigue.

Las paredes del pasadizo son cristalinas y brillan con una luminosidad interna que baña las caras de los recién llegados con frío fulgor verde. El túnel se curva sin cesar y los conduce finalmente a una habitación de bajo techo y forma de banjo en la que los ecos arrancados por los descalzos pies retumban y remolinean como pesadas motas de polvo. Clay ve estantes, vitrinas, cajas, cajones y armarios. Paralizado por el asombro, Clay no se atreve a moverse. Ti abre una vitrina con puerta de cristal y extrae un centelleante cubo de rubí tan grande como su mano. Clay lo coge con sumo cuidado, sorprendido por su luminosidad.

El cubo le habla en un idioma ininteligible. La cadencia es extraña: un ritmo líquido, rico en anapestos, con inesperadas cesuras que le dan más fuerza y parten las frases como caprichosas hachas.

Indudablemente Clay está oyendo poesía, pero no de su época. Una maraña de sonido se desenreda. Clay se esfuerza en captar una palabra conocida, alguna raíz enraizada en la época del hombre, pero no, pero no, todo es un delicado parloteo, más misterioso que lo que puede decir un finlandés cuando murmura en sueños.

—¿Qué es? —pregunta Clay por fin.

—Un libro —dice Ti.

Clay asiente nerviosamente, ya suponía eso.

—¿Qué libro? ¿Qué dice?

—Un poema de los viejos tiempos, anterior a la caída de la luna.

—¿De qué época?

—Anterior a los Respiradores. Anterior a los Esperadores. Podría ser un poema de los Intercesores, pero el lenguaje no corresponde a ninguno de los que hablaban ellos.

—¿Lo entiendes?

—Oh, sí —dice Ti—. ¡Sí, claro! ¡Qué hermoso es!

—¿Pero cuál es el significado de las palabras?

—No lo sé.

Clay medita la paradoja, y mientras tanto ella le quita el cubo y lo vuelve a poner en la vitrina; el objeto parece desvanecerse en las tinieblas interiores. Ahora Ti le ofrece una caja plegada como un acordeón hecha, al parecer, de rígidas membranas plásticas.

—Una obra histórica —explica Ti—. Los anales de una época anterior. Describen el curso del desarrollo humano hasta los tiempos del autor.

—¿Cómo puedo leerla?

—Así —dice ella, y sus dedos se deslizan entre las membranas, tocándolas suavemente.

De la caja brota un ruido suave y zumbante que se convierte en inconexos bloques de verbalización. Clay agacha la cabeza para captar la suma de conocimientos. Y esto es lo que oye:

«Tragó agachado metal sudor casco gigantescas ruedas azules árboles menores cabalgan cejas espantosa destrucción luz mató viento y entre suave secreto en extendida creciente espera vivió conectado sobre reluciente riesgo sueño suena troncos cálido piensan húmedo diecisiete disolvió mundo tamaño incendiar.»

No tiene sentido —se queja Clay.

Sollozando, Ti le quita la caja y la deja en un estante. Se acerca a un armario y saca un conjunto de lustrosas placas metálicas, unidas por un extremo mediante un remache.

—¿Y esto?

—Muy antiguo —dice ella—. Me cuesta trabajo distinguir el título. Sí, aquí está: Técnicas para la planificación del transporte de masas en el siglo quinto.

Ti le da las placas. ¿El siglo quinto después de qué?, se pregunta Clay. Las placas metálicas están cubiertas de lado a lado por minúsculos jeroglíficos tallados, que lanzan bruscos fragmentos del espectro a Clay según la inclinación; las menudas grietas captan ápices de luz. Los colores, al rebotar en los ojos de Clay, dejan imágenes impresas. Ve increíbles ciudades con torres que hienden el cielo, y marañas de laberínticos puentes muy por encima del suelo. En cápsulas que recorren estos puentes a improbables velocidades van sentados unos seres de carmesíes semblantes, caricaturas de humanidad, cuerpos deformes, anchas espaldas, abovedadas cabezas y enfermizos ojos. Las palabras acompañan a las imágenes, pero Clay, incline como incline la placa, no consigue que los comentarios le lleguen directamente. Todas las señales rebotan en sus pómulos o en su frente y se alejan farfullantes hacia algún lóbrego rincón de la sala. Al cabo de un rato se cansa del evasivo texto y lo devuelve a Ti.

Acto seguido ella le ofrece tres tubos del tamaño de un pulgar, al parecer construidos con diamante o cuarzo puro, en cuyo interior un oleoso fluido pende de cavernosas cámaras. Clay agita los tubos y el fluido, al removerse, despide lentos pseudópodos que se arrastran por los diversos pasadizos en miniatura. Mientras tanto Ti ha cogido de alguna parte una espiral de dorado filamento montada sobre una fina placa de plata. La Deslizadora lleva los labios a la placa y una fría luz surge del filamento.

—Sostén los tubos frente a la luz —le ordena Ti.

Clay obedece y el rayo luminoso, al difractarse en el laberinto interno de los tubos transparentes, introduce mensajes en su cerebro:


LAS FLORES TRIUNFAN.

EL INFINITO TAMBIÉN PUEDE SER HÚMEDO Y ESTAR MOJADO.

CUIDADO CON EL CAMBIO, PORQUE INMOVILIZA EL ALMA.

HAY VINO EN VERDAD.

EL CRÁNEO RÍE BAJO SU CEÑO.


—¿Qué es esto? —pregunta Clay.

—Un texto religioso —explica Ti.

Los mensajes siguen inundando su mente de metáforas y Clay permanece inmóvil, tembloroso, con la piel en llamas. Al cabo de unos instantes Ti le quita los tubos de forma casual y los mete en un armario.

—Enséñame lo demás —exige roncamente Clay—. ¡Enséñame todo!

Ti le da un casco negro hecho con un trozo de piedra pulida. El casco contiene, en la superficie interna, infinidad de livianos cilios. Clay se lo pone; los cilios se hunden en su cuero cabelludo y él descubre que puede captar el movimiento de los átomos y la vibración de las moléculas. El universo se convierte en una niebla de inquietos puntos sin color que resplandecen en brumosas nubes y de vez en cuando emiten bruscos blips de energía. Clay cambia el casco por una película de temblorosas burbujas que, puesta sobre sus ojos, le permite percibir la estructura del planeta como unidades de distinta densidad: barras de luz azul que representan determinada masa, globos de color castaño rojizo que representan otra, rectángulos grises en cuyo interior estridentes electrones están amontonadísimos. Ti le quita la película y la sustituye por un minúsculo cuenco de frágil estructura del que empieza a brotar un río de alfileres de marfil; las agujas caen a los pies de Clay y cubren el suelo. Clay grita y los alfileres brincan al cuenco. Ti le ofrece un conjunto de zumbantes cables cuyas puntas se entrelazan de formas increíbles formando una mirilla de sombreado vacío. Clay atisba por ella y ve a los sombríos y anaranjados habitantes del corazón de cierta estrella. El siguiente juguete de Ti es un fino huso amarillo marcado de punta a punta con líneas paralelas exquisitamente talladas: esta, dice Ti, es la última llave fabricada en la Tierra.

—¿En qué puerta encaja? —pregunta Clay, y ella sonríe a modo de disculpa cuando le dice que esa puerta ya no existe.

Después Ti le muestra un disco de cobre que contiene todas las poesías compuestas en determinado período de diez mil años, en los primeros tiempos de la historia del mundo, pero después de la época de Clay. Y la Deslizadora le deja agarrar brevemente las pegajosas asas de una máquina cuya función es convertir lagos en montañas y montañas en nubes. Y después ella le toca la frente con una nudosa vara, permitiéndole descubrir que esta cámara no es el único almacén de objetos antiguos que hay en la ladera, sino que existe una serie de cámaras, muchas, todas atestadas hasta el techo con los tesoros de las épocas pasadas. Aquí se hallan la música, la poesía, la literatura, la filosofía, la ciencia y la historia de civilización tras civilización. Aquí están las maquinarias de extintas especies humanas. Aquí se encuentran los mapas, guías, catálogos, índices, diccionarios, enciclopedias, textos de referencia, tablas de la ley, anales de sucesión dinástica, almanaques, almagestos, bancos de datos, manuales y códigos de acceso. Polvorientas cámaras están rellenas de reliquias arqueológicas, el material reunido por todas las civilizaciones que recogieron los huesos de sus predecesores. Más hacia el interior, cerca del corazón del laberinto, Clay avista libros de auténtico papel, carretes con cinta magnética, películas y diapositivas informativas, los humildes dispositivos de grabación de su primitiva época, y él se estremece asombrado por la supervivencia de estos objetos tras incontables eones. Clay pasará sus siguientes tres infinitudes en esta colina, extraerá el mineral del pasado en busca de conocimientos, reconstruirá todo lo que los habitantes de esta época se niegan evasivamente a decirle. Compondrá una semblanza coherente de la historia humana desde los tiempos del hombre hasta la época de estos hijos del hombre, y finalmente todo estará claro y en orden. Mientras Ti le aparta la vara de la cabeza, la visión de multiplicidad se desvanece.

—¿Podemos examinar las otras cámaras? —dice Clay.

—Quizás en otra ocasión —replica Ti. Su sonrisa es triste—. Ahora debemos irnos.

Clay es reacio a irse. Tras salir de su éxtasis, se arrodilla para atisbar en los armarios y sacar cosas de los estantes. Le enardece este tesoro de perdidos milenios. ¿Qué es esto? ¿Y esto? ¿Y esto? ¿Cómo funciona esta compleja y deslumbrante máquina? ¿Qué son estos sonidos furtivos y hechizantes? ¿Qué verdades yacen incrustadas en este bloque de chispeante cristal? ¿Y en esta confusión de varillas? ¿Y en este manojo de esferas? Clay cargará sus brazos de maravillas. Saldrá de la cueva con tantos misterios y tanta magia que estará ocupado durante diez ciclos de investigación.

—Vamos —dice Ti, con aire de fastidio—. No debes exigir tanto. Esto no ha sido fácil.

Clay se escabulle de ella.

—Aguarda. ¿Por qué tanta prisa? Déjame…

Una losa de mármol grabada con símbolos casi reconocibles se vuelve nebulosa y confusa en las manos de Clay. La sala pierde simetría de forma al mismo tiempo que el techo se inclina, primero, y se funde y gotea en un rincón después. Los estantes se tornan brumosos. Delicados y complejos objetos, tan limpios y nítidos como si hubieran sido construidos el día anterior, pierden precisión de forma. Todo está en cambio.

—Vamos —susurra Ti—. Salgamos ahora. Hemos estado mucho tiempo.

El suelo se mueve. Las paredes retumban.

Clay huye con Ti. La idea de que una convulsión del planeta destruya estos milagros, precisamente cuando él acaba de encontrarlos, introduce en su garganta noventa clavos. Arrastrando los pies, deslizándose, ambos salen al aire libre. Ha llegado el crepúsculo. Aves de elásticas alas vuelan como enloquecidas y chillan. Clay vuelve la cabeza, aterrorizado. No se ve pasadizo alguno.

—¿Qué sucede?-grita Clay, tras asir a Ti por el brazo—. ¿Va a perderse todo?

—Todo se perdió hace mucho tiempo —dice Ti.

Clay no lo entiende, pero no puede obligarla a explicarse. La sigue cuesta abajo, hacia la llanura donde oscilan las transparentes frondas; aquí, de noche, esas frondas despiden un asombroso fulgor que llena el ambiente de zumbante brillantez. Hanmer, Ninameen, Angelon y Bril continúan en el mismo sitio que antes, y se agitan como si salieran de un largo sueño. Se estiran, parpadean, parecen bostezar. Serifice no está con ellos, y Clay se da cuenta de que ha olvidado totalmente su muerte durante el interludio pasado entre los artefactos. Se derrumba junto a los Deslizadores.

—¡Qué cosas he visto! ¡Qué maravillas! —dice roncamente Clay, todavía enardecido por la visión de recobrada antigüedad.

—Habéis estado demasiado tiempo —dice Hanmer, con un vestigio de pesar en su voz.

—¿Cómo iba a marcharme? ¿Cómo podía irme contra mi voluntad?

—Claro. Claro. Lo comprendemos perfectamente. No tienes la culpa. Pero estuvimos en tensión, hacia el final.

—¿Qué?

Hanmer le ofrece una suave sonrisa en lugar de una respuesta. Los Deslizadores se ponen en pie. Todos arrancan con cuidado una reluciente fronda; las frondas emiten ligeros chasquidos al salir, con raíces incluidas, de la tierra. Clay presiente que no están matándolas, sólo tomándolas prestadas durante un rato. Hanmer coge otra fronda y la entrega a Clay. En fila india, los Deslizadores se adentran en la noche, todos con las frondas en alto a modo de antorcha. Todos, excepto Hanmer, han adoptado la forma femenina. Clay es el tercero de la procesión, con Ti delante y Ninameen detrás. Esta se acerca y, con sumo descaro, roza las puntas de sus pechos sobre la desnuda espalda de Clay como si fuera un saludo: fríos gongs que resuenan en su espinazo.

—¿Te sientes mejor? —le pregunta ella—. Estábamos muy tristes por ti. Por tu reacción cuando Serifice se marchó.

—Cuanto más tiempo estoy aquí, menos comprendo.

—¿No te gustaron las cosas que te enseñó Ti?

—Maravilloso. Maravilloso. Si hubiera podido quedarme más tiempo…, si hubiera podido llevarme algo…

—Oh, No. No podías.

—¿Por qué?

Ninameen duda un instante.

—Lo soñamos para ti —dice por fin—. Bril, Hanmer, Angelon, yo. Nuestro sueño. Para devolverte la alegría.

—¿Un sueño? ¿Sólo un sueño?

—Y los sueños terminan —dice Ninameen.

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