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Se despierta. Bajo su cuerpo, la negra tierra está fría y húmeda. Él yace de espaldas en un campo de hierba escarlata; una suave ráfaga de viento llega, revuelve las briznas y la hierba se funde en un torrente de sangre. El cielo tiene un azul metálico, un color intensamente transparente que por un momento levanta un desesperado clamor en la cabeza de él. Encuentra el sol: bajo, mayor que lo que debería ser, con cierto aspecto de palidez y vulnerabilidad, quizás aplastado por arriba y por abajo. Perlinas nieblas se elevan del suelo y remolinean hacia el sol, formando torbellinos de encajes azules, verdes y rojos al subir. Una almohada de silencio comprime el cuerpo. Él se siente perdido. No ve una sola ciudad, ninguna cicatriz de la presencia del hombre en parte alguna de la pradera, en las montañas, más allá del valle. Él se levanta poco a poco y se queda mirando al sol.

Su cuerpo está desnudo. Lo toca, descubre la piel. Con sosegada curiosidad examina su mano, extendida por debajo del mentón, apretada a la oscura maraña velluda de su pecho. Qué extraños son los dedos: arrugados en las articulaciones, con suaves brotes de pelo en las partes lisas, dos nudillos ligeramente despellejados, uñas que precisan recorte… Él tiene la sensación de no haber visto nunca su mano. Deja que ésta se deslice poco a poco hacia abajo, se detiene para tamborilear con las yemas en el tambor de duro músculo de su vientre y luego examina las tenues arrugas de la línea de su apendectomía. La mano sigue descendiendo y él descubre los genitales. Asombrado, ahueca la mano en torno a los testículos, los levanta un poco, quizá sopesándolos. Se toca el pene, primero la piel, luego el borde de blanda carne rosada de la punta, después la misma punta. Es extraño disponer de un dispositivo tan complejo unido al cuerpo. Él observa sus piernas. Tiene una extensa magulladura, púrpura y amarilla, en el muslo izquierdo. Crece pelo en sus empeines. Los dedos de sus pies le son desconocidos. Los agita. Los hunde en la tierra. Flexiona las rodillas. Sube y baja los hombros. Separa mucho los pies. Hace aguas. Mira directamente al sol, y se asombra del mucho tiempo que transcurre hasta que vibran sus ojos. Cuando desvía la mirada, ve el sol detrás de sus globos oculares, engastado en la parte delantera de su cerebro, y se siente menos solo por tenerlo allí.

—¡Hola! —grita—. ¡Hey! ¡Vosotros! ¡Yo! ¡Nosotros! ¿Quién? ¿Dónde está Wichita? ¿Dónde está Toronto? ¿Dónde está Dubuque? ¿Dónde está Syosset? ¿Dónde está São Paulo? ¿Dónde está La Jolla? ¿Dónde está Bridgeport? ¿Dónde está McMurdo Sound? ¿Dónde está Ellenville? ¿Dónde está Mankato? ¿Dónde está Morpeth? ¿Dónde está Georgetown? ¿Dónde está Saint Louis? ¿Dónde está Mobile? ¿Dónde está Walla Walla? ¿Dónde está Galveston? ¿Dónde está Brooklyn? ¿Dónde está Copenhague?

—¿Hola? ¿Hey? ¿Vosotros? ¿Yo? ¿Nosotros? ¡Quién!

A su izquierda hay cinco redondeadas montañas cubiertas de vegetación de color negro lustroso. A la derecha el campo de hierba escarlata se expande formando una sofocante llanura que fluye como un torrente hacia lo lejos. Delante de él el suelo desciende con suavidad y conforma un valle que es algo más que un barranco pero algo menos que un cañón. El no reconoce ningún árbol. Las formas son extrañas; hay muchos troncos hinchados, de sucio color marrón, sin ramas, rechonchos. De esos troncos penden cascadas de carnosas hojas, igual que guirnaldas de relucientes cuentas blancas y amarillas. Detrás de él, asfixiados por largas e inexplicables sombras, hay un laberinto de informes montecillos y hoyos en los que crecen frondosas plantas del color de la arena con tallos leñosos.

Él avanza hacia el valle.

Ahora ve el primer indicio de vida animal. En un árbol bajo y grueso asusta a un extraño pájaro que se lanza al aire, revolotea, retrocede, describe círculos más calmados para examinar al intruso.

Él y el animal se contemplan. El pájaro tiene el tamaño de un halcón, cuerpo oscuro, aspecto enojado y severo, fríos ojos verdes, finos labios muy apretados. Sus alas, de ígneo tinte, son nervudas y diáfanas y de la parte trasera de su cuerpo pende una tenue cola en docena de relucientes proyectiles verdes que caen diestramente formando una figura geométrica alrededor del hombre. Éste, receloso, se agacha para tocar el proyectil más próximo. La bolita chisporrotea, él oye el siseo. Pero al acercar un dedo no percibe textura ni calor. El la aparta de un golpe. El pájaro grazna.

—Soy de Hanmer —dice el ave.

—¿Por qué eres hostil? ¿Qué daño te he hecho yo?

—No soy hostil. No acepto responsabilidades. No hago reproches.

—Me has bombardeado.

—Eso ha establecido una relación —dice el pájaro, y se aleja volando—. Soy de Hanmer —repite desde lejos.

Él observa a la criatura hasta que ésta desaparece. El sol avanza poco a poco hacia las montañas. El cielo parece bruñido y barnizado en este momento. La lengua del hombre se asemeja al papel. Él continúa hacia el valle. Ve un riachuelo que corre por el valle, agua verde, una superficie pulimentada que refleja el sol, temblorosos arbustos que brotan en la orilla. Él se acerca al riachuelo, pensando que la brusca sensación del agua en su piel le despertará, porque ya está harto de este sueño, un sueño que ha adoptado un tono repulsivo e ilógico.

Se arrodilla junto al riachuelo. Las aguas son inesperadamente profundas. En las veloces y cristalinas profundidades se ven peces, barridos tempestuosamente, impulsados por una corriente irresistible. Son criaturas alargadas, con ojazos tristes y añorantes, dentudas bocas muy pronunciadas, aletas tersas y aplanadas. Víctimas. Él les sonríe. Con mucho cuidado, mete el brazo izquierdo hasta el codo en la corriente. El momento de contacto es eléctrico y sorprendente. Él retira el brazo, se tapa la cara con las manos y solloza, porque un incontrolable torrente de violenta tristeza atraviesa su ser. Se duele del hombre y de todas sus obras. En su mente se agita una imagen del mundo humano de llamativa complejidad: edificios y vehículos, calles, tiendas, jardines, charcos de grasa, periódicos estrujados, centelleantes letreros luminosos. Ve hombres y mujeres con ajustadas vestimentas, apretado calzado y tejidos que constriñen senos y entrepiernas. Ese mundo se ha perdido y él lo lamenta. Oye rugidos de cohetes y chirridos de frenos. Oye la vibración de la música. Admira el resplandor del sol en elevadas ventanas. Llora. Frías lágrimas punzan sus mejillas y cosquillean en sus labios. ¿Han desaparecido las viejas ciudades? ¿Amigos y familiares? ¿Tensión y apremios? ¿Campanas de catedral, la rojez del vino en la lengua, velas, relojes de bolsillo, gatos, cactos? Tras un leve suspiro de derrota, él cae hacia delante y se deja llevar por el arroyo. Avanza rápidamente impulsado por la corriente.

Durante algunos instantes se niega a ofrecer resistencia. Luego, apresuradamente, extiende el cuerpo y se agarra a una piedra sumergida. Aferrado a ella, se hunde hasta que su cara reposa sobre el guijoso fondo del arroyo, y permanece suspendido allí durante un largo momento, para aclimatarse al alterado ambiente. Cuando finalmente se agota el aire, él se lanza hacia la superficie y se arrastra hacia la orilla. Yace de bruces un rato. Se levanta. Se toca.

Las hormigueantes aguas le han cambiado un poco. El vello de su cuerpo ha desaparecido y tiene la piel lisa, blanca y nueva, como el pellejo de un ballenato. Su muslo izquierdo ya no está magullado.

Sus nudillos están perfectamente. Le es imposible encontrar la cicatriz de la apendectomía. Su pene le parece extraño, y tras un momento de contemplación advierte con espanto que ya no está circuncidado. Rápidamente hunde el pulgar en su ombligo; aún está allí. Se echa a reír. En ese momento nota que la noche ha llegado mientras él estaba en el agua. El último limbo del sol desaparece y, al instante, la oscuridad se extiende por el cielo. No hay luna. Las estrellas surgen de repente, anunciándose con agudos, punzantes tonos: yo soy azul, yo soy roja, yo soy dorada, yo soy blanca… ¿Dónde está Orión? ¿Dónde está la Osa? ¿Dónde está Capricornio?

Los arbustos del valle emiten un resplandor burdo, correoso. El suelo se agita, tiembla y se agrieta en la superficie. En mil minúsculos cráteres se deslizan reptantes criaturas nocturnas, largas, líquidas y plateadas, que salen de ocultos escondrijos y se escurren amistosamente hacia el prado. Se separan al llegar cerca del hombre, dejándole como una isla en medio de las relucientes miríadas de animales. Él oye raros sonidos, vellosos susurros, pero no capta significado alguno.

Hay un agitar de plumas y descienden dos criaturas voladoras, distintas a la primera; tienen cuerpos negros y gruesos, abolsados, cubiertos por penachos de áspero pelaje y alas en un esternón sobresaliente y nudoso. Son tan grandes como ocas. Persiguen metódicamente a los reptiles nocturnos, los succionan con sus picos flexibles y rugosos y los excretan en seguida, al parecer ilesos. Su apetito es insaciable. Él retrocede, ofendido, cuando las criaturas voladoras le lanzan una avinagrada mirada.

Algo voluminoso y oscuro chapalea en la corriente y desaparece antes de que él pueda verlo bien. Del cielo llegan estridentes risas. El aroma de elegantes y cremosas flores flota en el arroyo, se descompone en salobridad y se va. El aire está enfriándose. Él se acurruca. Cae una llovizna. Él estudia las enfadosas constelaciones y le parecen totalmente extrañas. A lo lejos, una música se despliega en la noche. Los tonos aumentan y decrecen y vuelven a aumentar con suave y temblorosa vibración, y él nota que puede manipularlos y formar melodías a su gusto: esculpe un encantador toque de cuerno, una endecha, un minueto. Unos animalillos acechan cerca. ¿Han perecido los sapos? ¿Se han extinguido los ratones? ¿Dónde están los lémures? ¿Y los topos? Sin embargo, él sabe que puede llegar a querer a esas nuevas bestias. La ilimitada fertilidad de la evolución, que se revela ante él en brillantes estallidos de abundancia, le hace sentirse gozoso, y él convierte la música en un himno de alabanza. Sea lo que sea, es bueno. Con la plasticidad de los tonos en bruto manufactura los tambores y trompetas de un Te Deum. Sobre este fondo, en un repentino y débil contrapunto, surgen sordos pasos, y él ya no está solo, porque tres grandes criaturas aparecen y se acercan. El sueño es sombrío ahora. ¿De qué seres se trata, tan bestiales, tan hediondos, tan malévolos? Erectos, bípedos, pies grandes y aplastados, enormes e hirsutas nalgas, abombadas panzas, descomunales pechos. Más altos que él. El hedor del declive los precede. Crueles caras, y no obstante casi humanas, resplandecientes ojos, ganchudas narices, bocas amplias y viscosas, pequeñas barbas grisáceas llenas de barro. Arrastran los pies con torpeza, con las rodillas flexionadas, el cuerpo echado hacia delante a la altura de la cintura, colosales machos cabríos erectos que imitan libremente al hombre. En cualquier sitio que pisan brotan al momento cerdosas cizañas que despiden olor a pescado. Su piel es blanca como el papel y está arrugada, colgando sueltamente de potentes músculos y gruesa carne; copetudas ampollas sobresalen en todas partes de sus cuerpos. En su torpe caminar inclinan la cabeza, resoplan, resuellan e intercambian confusos comentarios musitados. No le prestan atención alguna. Él los ve pasar cerca. ¿Qué son esos deprimentes seres? Él teme que sean la raza suprema de la época, la especie dominante, los sucesores del hombre, incluso quizá los descendientes del hombre, y la idea le estruja y le tritura tanto que cae al suelo, dando vueltas y más vueltas de agonía, aplastando a los relucientes reptiles nocturnos que siguen avanzando en torrente. Él martillea la tierra con sus palmas. Aferra las malignas hierbas que acaban de brotar y las arranca del suelo. Aprieta su cabeza contra una lisa roca. Vomita, sin arrojar nada. Estrecha sus costados con las manos, aterrorizado. ¿Acaso esos seres han heredado el mundo? Él imagina una congregación de tales criaturas, arrodilladas sobre sus excrementos. Los ve gruñendo junto al Taj Mahal en una noche de luna llena. Los ve trepando por las Pirámides, escupiendo sobre los cuadros de Rafael y el Veronés, fracturando a Mozart con sus bufidos y eructos. El solloza. Muerde la tierra. Suplica que llegue la mañana. Angustiado, su sexo se endurece, y él lo coge y, entre jadeos, vierte su semilla. Queda tendido de espaldas y busca la luna, pero todavía no ha salido, y las estrellas son desconocidas. Vuelve la música. Él ha perdido la facultad de darle forma. Oye el resonar y el estruendo de varas metálicas y el chillido de membranas en tensión. Desesperada, tétricamente, él canta para no oír esos sonidos, lanza gritos en la oscuridad, oculta el estridente ruido con un laminado de ordenado sonido y de este modo pasa la noche, en vela, desasosegado.

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