Al amanecer llegan al otro lado de Hielo. Clay, que marcha rodeado de Destructores por todas partes, queda protegido del frío por un muro de espeso pelaje. Su andar recobra vigor y su cuerpo se mantiene animosamente erguido. Los suaves relámpagos de la aurora han aparecido y desaparecido durante la noche entera. Clay goza del reposo que se halla más allá del agotamiento.
Han encontrado a muchos otros Destructores (que normalmente se desplazan en grandes grupos) mientras cruzaban la blancura. Ligados a tensas tareas, atados a tácitas obligaciones, estos Destructores se mueven con un resuelto aspecto que Clay no ha visto en otros seres de este mundo. Los miembros de un grupo saludan a los de otro con gruñidos convenientemente bestiales, que Clay no considera, ni mucho menos, hostiles en esencia. Pero en todos los sonidos que intercambian no hay nada que él pueda reconocer como una palabra. Y tampoco le es posible penetrar en las mentes de estos siniestros seres con sus pensamientos, aunque está convencido de que poseen intelectos fuertes y fríos. Le tratan con un interés que podría definirse como el de criaturas que se divierten y se lamen los labios. Es obvio que él los atrae, pero ¿qué desean, su compañía o, en último término, el sabor de su carne? Clay sabe que deben despreciarle: él es un descolorido animal sin pelo, que apenas tiene la forma de un hombre, muy débil, muy vulgar. Le empujan para que siga andando, le golpean con sus caderas en cuanto se detiene. Llega el día.
Con los primeros rayos de sol Clay sorprende a los Destructores en su gran tarea. Trabajan en gran número a lo largo de la frontera entre Hielo y la comarca próxima. Algunos, muy diligentes, talan árboles y arrancan arbustos; realizan su labor con brazos, hombros y pecho, y sus cuerpos reflejan el violento esfuerzo que la tarea exige. Otros recogen los restos dejados por los desbrozadores y forman montones con ellos. Nuevos grupos incineran periódicamente estas pilas, al parecer mediante intensas llamaradas de concentración. Otro equipo, agachándose y saltando, desgarra la hierba con espantosas garras desnudas, acuchillando la red de raíces, rastreras, briznas y correosa cizaña que mantiene unida la tierra hasta formar algo fuerte y capaz de resistir. Finalmente llega un cuarteto de Destructores, brazos enlazados, ojos cerrados, que sale lentamente de Hielo. Avanzan con enorme esfuerzo, como si empujaran con el pecho una banda metálica que les cerrara el paso. Pero con cada esforzado paso que dan, la superficie de Hielo sufre una minúscula expansión. Una línea de hielo brota en la zona interfacial del congelado terreno y la tierra recién revuelta. La congelación, al principio, es sólo una resplandeciente película blanca sobre los terrones; pero rápidamente va cobrando sustancia, profundiza, conquista. Los austeros Destructores, al avanzar hacia territorio fértil, empujan tras ellos el borde del glaciar. El hielo tiene ya quince centímetros de espesor en el punto donde iniciaron el trabajo de la mañana, deslizándose en pendiente desde ahí hasta la línea de congelación pegada a sus talones.
—¿Pretendéis congelar así el planeta entero? —pregunta Clay.
Risas bonachonas. Nadie replica. El borde de hielo avanza medio centímetro más. Más lejos, un árbol cae estruendosamente. ¿Hay Destructores en todo el borde del glaciar, en acción para expandir su dominio? ¿Cuánto tiempo tardará el mundo en quedar completamente cubierto?
—Naturalmente —le explica un Destructor—, también perdemos terreno. El sol nos hace retroceder. Nuestros enemigos derriten el contorno. Algunos días no hacemos nada más que reparar los daños de la jornada anterior, y muchas veces pasa una semana sin ganancia neta de territorio.
—Pero ¿por qué lo hacéis? —pregunta Clay.
Más risas. Ninguna respuesta. ¿Ha hablado realmente este Destructor? Clay no ha visto moverse los labios. No ha visto mandíbulas en movimiento.
Recorre el límite del hielo, siempre acompañado por varios Destructores que no le dejan extraviarse. Clay se siente como si estuvieran enseñándole la palpitación y la productividad de una fábrica. Los Destructores están orgullosos de su obra. ¡Fíjate en nosotros, comprueba nuestra gran dedicación! Quédate con tus ociosos Deslizadores, quédate con tus perezosos Respiradores, quédate con tus arraigados Esperadores, quédate con tus feroces Devoradores: ¡nosotros no somos holgazanes, no somos soñadores! Observa con qué celo consumimos el bosque. ¡Observa la pasión con que extendemos el hielo! Nosotros estamos comprometidos, somos los que hacemos las hazañas. Y el hielo crece. Y el suave verano mengua.
—Había seis Deslizadores —dice Clay—. Yo iba con ellos y los perdí en la niebla. ¿Sabéis dónde pueden estar? ¿Podéis explicarme por qué me retenéis aquí? Sería mucho más feliz en un sitio donde haya calor.
No hay respuesta.
—¿No pensáis hablar conmigo alguna vez? Puesto que me entendéis, ¿por qué no os molestáis en responder?
Por la noche los Destructores llevan a Clay al corazón de Hielo.
De nuevo la aurora. De nuevo las salpicaduras verdes, rojas y amarillas, los silbidos, los crujidos. Los gruñidos en las profundidades de la tierra. Clay presencia un festín de los Destructores, sentado y acurrucado para protegerse del frío. Han capturado un animal con cinco trompas y lo han arrastrado hasta el campamento. Su mole es elefantina y su forma más bien esférica, con largo pelo negro, lustroso y áspero, e incierto número de patas gruesas y cortas. Los Destructores lo rodean. Todos levantan el brazo izquierdo; las uñas se deslizan fuera de las vainas; la aurora emite llamaradas más violentas y cae fuego que arranca siniestros reflejos de las brillantes hojas amarillas. De pronto el concentrado flujo energético encuentra su foco, se precipita hacia la cautiva bestia. El pelo de la criatura se eriza, dejando al descubierto sus tristes ojazos, una purpúrea piel llena de granos, una abolsada boca. Las cinco trompas se enderezan y lanzan trompetazos de dolor. El animal cae y deja de moverse. Los Destructores se abalanzan sobre él. Poseen la nostalgia de viejos carnívoros que ansían un mundo de universal rapacidad, y arrancan, desgarran y despedazan la carne con superflua furia. Uno de ellos, haciendo gala de sangriento humor, trae a Clay lo que éste supone es un apreciadísimo bocado: un órgano interno del tamaño de un puño, con el iridiscente brillo verde de las alas de un escarabajo. Clay lo mira, vacilante. No ha ingerido alimento sólido desde su despertar, y aunque tuviera aún necesidad de comida dudaría ante un pedazo de carne cruda. Aunque esta carne no parece cruda. Clay nota calor en sus manos, no sólo calor animal sino también un cosquilleante ardor que ha debido causar la llamarada de la aurora. El Destructor que le ha ofrecido el bocado hace una pantomima del acto de comer, y se echa a reír, y se da palmadas de placer en su escorzado muslo. Clay frunce el ceño. El instinto le indica que debe desconfiar de la generosidad de los siervos de Mal. ¿Y si la carne le transforma en un Destructor? ¿Y si se encoge? ¿Y si crece? ¿Y si se envenena? ¿Y si tiene alucinaciones? Clay sacude la cabeza. Se dispone a devolver el bocado al Destructor y recibe una mirada de amenaza tan terrible que reprime el gesto al momento y se lleva la carne a los labios. Da un mordisco. Admite en su boca una pizca de carne. El gusto es extraordinario: rico, picante, un toque de clavo y dejo de ostra. Clay sonríe. El Destructor sonríe con aspecto casi benévolo. Clay da otro mordisco.
Ahora nota los efectos. Un gusto metálico en el paladar, una cinta de ardiente acero apretada a su frente, una cortina de fuego que brota de sus poros. Clay engulle la carne. ¿Dónde están los Destructores? Tendidos en la nieve, saciados, eruptando. Clay ya no les teme. Chapuceras bestias. Monos asesinos, una jugarreta de la evolución. Obtienen emociones creativas extendiendo el hielo.
—¡Construid! —les grita Clay—. ¡Curad! ¡Reparad! ¡Mejorad!
Todos le miran, ojos deslustrados y despreciativos. Ojalá pudiera despojarles de su pelaje, piensa Clay.
—¡Haced retroceder el hielo! —grita—. ¡Plantad vegetación! ¡Traed calor!
—Idiota —murmura un Destructor.
—Canijo.
—Agitador.
—Alborotador.
—Necio.
Clay está animado. No percibe el frío. Fija los pies en el hielo, echa atrás la cabeza, bebe la aurora. Rojo, amarillo, verde y azul recorren su cerebro en ciclos. Ríe. Brinca. Salta sobre un Destructor tras otro. La glotonería los ha dejado aletargados. Son rollos desenrollados, muelles sin muelle. Clay levanta una negra piedra y lanza un rayo de áureo fuego al contorno del hielo; éste sisea, chisporrotea, se funde, desaparece. Clay corta una franja del borde, dejando al descubierto húmeda tierra. Mientras las inactivas bestias reposan, él anulará todo el hielo y luego escapará. Colores y texturas fulguran en su ardorosa mente. Le flota la cabeza. El gozo y la excitación le tiñen de púrpura, y lanza otro brusco rayo hacia el lejano borde de hielo. Hirvientes moléculas flotan hacia el firmamento. ¿Cuánto hielo podrá eliminar antes de que los Destructores venzan su estancamiento? Casi ha deshecho ya prácticamente todo el trabajo de un día.
—¿Lo veis? El débil prehistórico tenía también su fuerza —les dice—. Lo que paraliza vuestra mente es un catalizador para la mía.
Clay siempre había deseado tener la oportunidad de hacer un servicio valioso, constructivo. Ahora devolverá la fertilidad a esta comarca arruinada por la escarcha. ¡Que los Destructores se guarden! ¡Han dejado suelta una potente fuerza! Sin embargo, Clay ha pasado ya de su punto álgido. Amarillas telarañas se congelan en la superficie de su cerebro. El rayo de energía que lanza al hielo ha perdido vigor: cae blandamente y apenas tiene resplandor.
¿Habrá más carne por ahí?
Clay hurga en el montículo de huesos y astillas. Trozos de piel, grumos de grasa, las deprimentes y desinfladas trompas, un cabo de filamento… Al parecer los Destructores han dejado el cadáver casi limpio. No. Ahí. Una tajada de brillante carne roja, pasada por alto. Clay la coge. Calor en las yemas de sus dedos. Come.
Potente de nuevo. Lanza una llamarada.
Clay extirpa otros diez metros cuadrados de hielo hasta que nota que la inercia le atrapa. Comprende a disgusto que debe abandonar la tarea. Hay que huir ahora, mientras los capturados roncan. Clay echa a correr, resbala, tropieza, cae varias veces bajo una bóveda de estrellas que estallan. ¿Dónde está la salida? Los Destructores están fuera de la vista. La aurora palidece y una oscuridad sin luna echa raíces. Clay teme que su ceguera le haga regresar al campamento de los Destructores. ¿Tendrá que esperar hasta el amanecer? Quizá sea demasiado tarde. Si no huye ahora, los demonios volverán a apresarle. Pero ¿cómo encontrar el camino? No hay marcas. Sólo hielo.
Clay sigue andando. El frío ha invadido sus testículos, que chocan y resuenan igual que canicas en el interior de la bolsa. Los últimos fragmentos cinéticos de la mágica carne se disuelven tristemente en sus entrañas. Aprovechando breves centelleos áureos, Clay se orienta inciertamente, lleno de miedo, deseando poder hacer un alto en algún sitio para descansar y entrar en calor. Un cigarrillo rápido. Un vaso de cacao. El techo de su boca se convierte en una caliente tostada de mantequilla y esto le enloquece. Es verano, ahora, en Clayton, Missouri. Nogales y olmos están cargados de verdor. El arroyo produce suaves gorgoteos; una trucha se retuerce en el anzuelo. Por la tarde la gente va de parranda: un filete y un bourbon en Fifth Street, un poco de jazz, luego el local que está enfrente mismo del Lindell, donde chicas con diáfanos camisones sonríen mientras menean los pechos, rosados y diáfanos camisones, sí, suaves luces, diáfanas, chicas con diáfanas entrepiernas y tú buscas la salida y te encuentras…
En el barro.
Fango primitivo. Este es el lugar donde Clay, desde lejos, ha estado fundiendo hielo. El deshielo ha llegado a la tierra. Todo es un fangal. Clay nada en barro. La templada y gelatinosa suspensión de espumosa tierra resbala por su piel. Clay avanza retorciéndose. No es desagradable. El cálido y legamoso cieno descongela sus genitales. El oscuro lubricante acaricia sus refrigerados muslos. Clay repta en la vagina del mundo. Se revuelca. Se contorsiona. Aquí el barro tiene un metro de profundidad, en parte casi líquido, en parte meramente arcilloso, y el contacto es voluptuoso y delicioso. Clay está dejando atrás el hielo, está eludiendo a los perezosos Destructores. El lodo le mancha el vientre, el pecho, la cara. El lodo le envuelve por completo y él teme momentáneamente que se deslice bajo la superficie y se pierda, pero encuentra tierra sólida debajo y se impulsa hacia delante. Cuando la marcha le agota, permanece quieto y agita suavemente las caderas para introducir su palpitante órgano en la complaciente viscosidad en la que se repantiga. Luego sigue escarabajeando. No debo avergonzarme por regresar al barro, piensa Clay. Sé quién soy. ¿Por qué esforzarse en cubrir las apariencias? Sólo una persona que acaba de salir del fango se sentirá apurada por tener que volver a él durante un rato. Estoy seguro del conocimiento de mi humanidad. Si yo lo decido, soy libre para amar el barro.
Mientras llegan las primeras mechas grises de la mañana, Clay se libera del cenagal. ¡Zak!, hace el barro cuando él interrumpe la succión. Una capa de cieno le cubre. Ya no está desnudo. ¿Dónde está la salida? Lejos, ve vagamente Clay, hay una especie de avenida bordeada por dos hileras de árboles altos y majestuosos. El alba va trepando por la espalda de Clay cuando éste inicia la marcha. Camina con paso fácil y sosegado. El barro se seca y él se frota para quitárselo, dejando solamente polvorientos residuos. Se produce un repentino aumento de luz en cuanto el día salta sobre el viajero. El ambiente es cálido. Clay ha regresado al mundo jardín. Ahora confía en encontrar un fresco río de claras aguas donde pueda bañarse. Y luego buscará a los Deslizadores. No se atreve a errar sin guía.
—No vas sin guía —afirma una retumbante voz.
Clay descubre que le acompañan dos Destructores. Caminan tranquilamente detrás de él, uno a la izquierda, otro a la derecha. Están muy vigilantes, tan amenazadores e intensamente físicos como siempre: su glotonería los ha refrescado y no han tenido dificultades para alcanzar al fugitivo. ¿Le castigarán por haber descongelado el hielo? Clay aprieta el paso, aunque sabe que ello es inútil. La ruta continúa, perfectamente recta, una flecha que apunta al horizonte. Las hileras de árboles que la flanquean forman impecables muros. El día es templado. El cielo está despejado. Los Destructores guardan silencio.
Clay siente el peso del terrible orgullo de sus acompañantes.
Clay escucha el rítmico sollozo de Mal.
Ve una mancha roja más adelante, como una salida de sol perversamente reflejada en el oeste.
No tarda en llegar el olor de brasas y el aroma de carne. La ceniza flota en el aire. Oleadas de distorsión acometen la rectitud de la ruta. Los árboles, uniformemente erguidos y altos hasta ahora, se transforman en cosas retorcidas y enanas, con ramas chamuscadas, dobladas y sin hojas.
—¿Dónde estamos? —pregunta Clay a un Destructor, y el bruñido hombre bestia quizá replica o quizá no, pero Clay comprende que ha llegado al paraje denominado Fuego.