Se produce un grave accidente geológico y Caos se abre paso en el mundo. Un pájaro de Hanmer trae la noticia. Los Deslizadores deben personarse de inmediato.
—Vamos —dicen todos—. Puede ser muy hermoso, quién sabe.
No pierden tiempo andando. La distancia es excesiva. Se disuelven y se remontan, llevando a Clay con ellos. En forma de zumbantes rayos verdidorados, los Deslizadores recorren el cielo a varios kilómetros de altura, creando sombras electromagnéticas invertidas que chispean y chisporrotean en la ionosfera. Al mirar abajo, Clay imagina ver la ruta de sus recientes andanzas, pero no está seguro. Desde esta altitud todo se mezcla; Ninameen le enseña a ajustar su visión, pero aun así Clay tiene dudas. Cree que una mancha grisácea puede ser Vacío, pero Angelon le indica que se trata de un prado muerto, pantanoso y desordenado. Clay ve una nota de negrura y pregunta si es Oscuro, y se entera de que está sobrevolando el Pozo de las Primeras Cosas.
—¿Qué es eso? —inquiere.
—Es el hermano de lo que veremos hoy —le dice Hanmer, riendo.
Cruzan el océano.
—¡Veo Flotadores! —exclama Bril, y Hanmer decide que Clay eche un vistazo.
El grupo hace un vertiginoso descenso. Inmediatamente bajo la superficie del agua hay una decena de inmensas bestias cetáceas, de color verde salpicado de oro: la más pequeña tiene un kilómetro de largo, con un solo y plácido ojo en un extremo, del tamaño de un estadio, en lo alto del liso cráneo, y un par de ásperas aletas en forma de mostacho que penden en el otro. Los Deslizadores dejan que Clay establezca contacto con las mentes de los animales. La experiencia es parecida a errar por los jardines de coral de un mar tropical: somero pero complejo. Los pensamientos de los Flotadores son espinosos y retorcidos, se extienden en barrocas configuraciones por inmensos territorios del alma y están cubiertos por una rica corteza multicolor de anémonas y poliquetos, esponjas, bálanos, almejas, cerdosos anélidos y chitones. En los intersticios de esta estructura reptan cangrejos del espíritu con ojillos como cuentas y múltiples patas, límulos con largos y afilados aguijones, pacíficas liebres marinas y bígaros, erizos y estrellas de mar, neritas. Por debajo de todo hay un rutilante lecho de pura arena blanca. Sin embargo, al introducirse precavidamente entre el sumergido follaje de las mentes de los Flotadores, Clay se da cuenta de que todo le resulta desconocido: es incapaz de entender lo que toca.
—¿También son humanos? —pregunta.
—No —dice Hanmer—. Simples animales.
—¿Cómo pueden mantenerse con ese tamaño descomunal? ¿Cómo se las arreglan para encontrar suficiente comida? ¿Cómo evitan que la gravedad los deshaga?
—Oh, se deshacen a menudo —replica Hanmer—. Es un hecho que no tiene importancia para ellos. Luego se rehacen.
El grupo prosigue el vertiginoso descenso hasta que casi es posible tocar las enormes y soñolientas islas de carne. Varios Flotadores giran las grandes bandejas que son sus ojos hacia Clay.
—No te poses en ningún Flotador —le advierte Hanmer—. Te hundirías en el interior.
Clay explora la enmarañada mente de un Flotador a quemarropa, siguiendo sendas que se bifurcan constantemente, hasta que se pierde en un bosque de abanicos marinos que oscilan suavemente. ¿Hay tiburones? ¿Hay barracudas? Del desorden brota un solitario pensamiento, coherente, potente, intenso: la visión de un Flotador muerto en una playa, un cuerpo que se pudre, ennegrecido, ocultando vastos semicírculos de la costa, atrayendo carroñeros de diversos continentes. La imagen se astilla y Clay vuelve a estar fuera de su elemento, atrapado en los incomprensibles corredores del jardín de coral.
—Debemos irnos —murmura Hanmer—. ¿No son extraños? ¿No son hermosos? Los visitamos con frecuencia. Nos parecen refrescantes y originales.
—Amamos los animales —observa Ninameen.
Ascienden. Vuelan sobre el cristalino mar. Al poco rato aparece la costa, una franja de color castaño rojizo con desmañados ribetes de árboles muy juntos. Aquí acaba de amanecer. Este continente tiene un tosco aspecto, terreno combado y montañas acanaladas. Los colores que Clay ve desde lo alto son grises, azules, negros y verdeoscuros. El grupo se desplaza tierra adentro durante un rato y ejecuta un brusco descenso hacia una disecada llanura. Por delante se alza una solitaria montaña de gran tamaño, sin árboles y pelada. Un poco más arriba del centro de la faz oriental hay una tremenda herida, un lugar donde toneladas de roca han caído, creando un pasadizo hasta el tenebroso interior de la montaña. Gracias a este pasadizo, Caos ha organizado su salida.
—No lo entiendo —dice Clay en voz baja.
—Limítate a mirar. Limítate a mirar.
Clay mira. Algo que parece ser un río mana del boquete abierto en la ladera. Pero el fluido que brota es nebuloso e intrincado y transporta una multitud de indistintas formas. El vapor acompaña al oscuro flujo. En el interior del blanco halo se forman y desaparecen figuras: Clay ve monstruos, pirámides, animales antiguos, máquinas, vegetales, cristales, pero nada dura. Los Deslizadores le conducen más cerca del acontecimiento. Todos suspiran y prorrumpen en exclamaciones de placer ante lo que ven. ¿De qué color es la corriente? Parece ser de un rico azul veteado con filamentos rojos, pero cuando Clay llega a esa conclusión descubre un claro matiz verde, e islas marrones, y un tono rojo oscuro, y luego una riada de colores que él es completamente incapaz de definir. Y tampoco puede identificar las formas que ve. Nada perdura. Todo está fluyendo. La corriente surge horizontalmente, se vierte hacia la ladera hasta ocultar la grava que delimita el lugar de la herida y, al cabo de varios centenares de metros, cae bruscamente montaña abajo, precipitándose y formando múltiples cataratas antes de llegar al suelo. Al pie de la montaña se ha formado un estanque, en el punto donde aterriza el flujo de Caos. En esa charca, por lo que ve Clay, están formándose extrañezas constantemente: animales que se arrastran hacia la costa y se alejan alocadamente, torpes tractores y cabrias, monolitos autopropulsados. No hay dos objetos iguales. Inventiva sin fin es la regla aquí. Clay ve una brillante lanza, un animal, que se dobla e invierte sus extremos para avanzar, un grueso gusano serpentino con antenas luminosas, un barril negro que anda, un pez que baila y un túnel con patas. Ve un trío de gigantescos ojos sin cuerpo. Ve dos brazos verdes aferrados en desesperada y sanguinaria pelea. Ve un escuadrón de huevos rojos en plena marcha. Ve ruedas con manos. Ve onduladas alfombras de cantarín lodo. Ve fértiles uñas. Ve arañas de una pata. Ve copos de negra nieve. Ve hombres sin cabeza. Ve cabezas sin hombre.
Todos estos prodigios se abalanzan hacia la llanura como si únicamente una veloz huida del lugar de su creación les permitiera sobrevivir. Pero tanto si salen de la humeante charca reptando, arrastrándose, dando saltos, rodando, corriendo, brincando, patinando, culebreando, dando tumbos o bailando, todos encuentran la misma muerte. Los hay que logran alejarse un kilómetro; luego perecen, se vuelven transparentes y pierden sustancia con rapidez, y desaparecen en unos segundos. El Caos primordial reclama a sus criaturas. Una y otra vez alguna monstruosidad particularmente dinámica se esfuerza en eludir su destino huyendo velozmente por la llanura. En vano. En vano. La realidad sangra en todas las criaturas, las vigorosas acaban siendo tan insustanciales como las perezosas. Clay está abrumado por la compasión que le produce la escena, ya que si bien algunos seres generados por Caos son espantosos, muchos son encantadores, elegantes, graciosos, delicados y atractivos, y cuando desaparecen él apenas ha comenzado a apreciar sus sutiles bellezas.
Los Deslizadores se han cogido del brazo mientras observan la prodigalidad de Caos. Clay forma parte del grupo, flanqueado por Ninameen (hembra) y Hanmer (varón). Ninguno habla. En lo alto, la herida de la montaña despide burbujas de hirviente fertilidad. Clay recuerda que en cierta ocasión vio fotografías tomadas por oceanógrafos de una red llena de plancton recién cogido: mil millones de diminutas y engalanadas pesadillas, relucientes bestezuelas de múltiples ojos y garras y coléricas y erizadas colas, radiantes, mostrando todos los colores del espectro durante su breve y espasmódico instante de vida en cubierta, hasta acabar perdiendo color, encogiéndose y convirtiéndose en inquieta pecina. Aquí, igual pero en mayor escala. La extravagante fecundidad de Caos deleita y consterna a Clay. ¿Cuál es la finalidad de tanta maravilla que se esfuma? ¿Cuál es la fuente de este desfile de efímeros esplendores? ¿Y qué queda por ver dentro de la montaña, si estas criaturas son las únicas que salen?
—¿Cuánto tiempo se prolongará esto? —pregunta por fin Clay.
—Para siempre —dice Hanmer—. A menos que alguien cierre la montaña.
—¿Y quién haría tal cosa? —pregunta Ninameen, riendo.
—¿De dónde sale todo esto?
—Hay ríos bajo el mundo —dice Hanmer—. Éste se ha escapado. Es la quinta vez que sucede lo mismo en nuestras vidas.
—Pocas aberturas continúan siendo productivas —observa Ti—. Los canales cambian.
—Los canales cambian —conviene Hanmer.
—Pero si los canales cambian —dice Clay, desesperado—, ¿por qué afirmáis que este flujo continuará para siempre?
Los Deslizadores ríen tontamente. Una forma elefantina sale del estanque y desaparece. Surgen seis cráneos. Dos infames seres, perrunos e inmensos, hacen cabriolas, aúllan y dan un gran brinco, y pierden dimensionalidad antes de volver a tocar el suelo. Un pelotón de relucientes insectos sale de la charca y avanza hacia el olvido en impecable formación. Se ve una risueña cara en medio de un imponente chorro de vapor gris. No hay final. Llega la noche y la llanura entera fulgura. Y Caos sigue vomitando.