Es otra de las zonas de incomodidad. En tiempos, quizá, fue un bosque con espléndidos árboles unidos por una apretada y exuberante red de relucientes enredaderas verdes. Pero hubo devastación, no una sola vez sino continuamente. El terreno es una honda alfombra de cenizas. Clay percibe la fría escoria en el fondo y las brasas cerca de la superficie. El ambiente está tiznado. Espirales de grasiento humo azul brotan de montones cónicos de cenizas a intervalos irregulares. Los troncos de los árboles están ennegrecidos, lustrosos, con las cicatrices de la combustión. Las lianas penden formando lazos quebrados, desgreñadas, partidas en los puntos donde las llamas las han lamido.
El calor ha dejado de ser intenso. La conflagración que se ha producido aquí casi se ha consumido, quedando reducida a fuego sin llama, amistoso, de baja categoría. Nada está tan caliente como para no tocarlo, aunque hay calor por todas partes. Pero el lugar crea la impresión de haber sufrido repetidas chamuscaduras. Es un paraje avejentado. Está totalmente oxidado, completamente agotado. Un tenue fulgor rojizo brilla bajo algunos montones de cenizas, indicando a Clay que se ha equivocado: si arde, todavía vive. Un poco. Pero no debe faltarle mucho para desaparecer. Esperar el fin, chicos; ya falta poco.
Clay se adentra en los escombros. Nubes de ceniza se levantan con sus pisadas. La neblina vela el sol. Un acre olor a cosas carbonizadas invade las fosas nasales de Clay.
—¿Qué ha pasado aquí? —pregunta.
Los Destructores se echan a reír.
—Este lugar es Fuego —quizá le dice uno de los dos—. Es una tontería distinguir el hecho del contenido. No hay incidentes aislados. Es una característica intrínseca.
—¿Simplemente arde, siempre?
—Nosotros lo estimulamos.
Muy cierto. Clay ve ahora equipos de Destructores que actúan al otro lado del montecillo de cenizas. La zona quemada termina allí, pero están ensanchándola con una diligencia muy similar a la que mostraban al extender el hielo. Se trata de nuevo de una tarea realizada en varias fases. Las avanzadillas se adentran en la exuberante y vaporosa jungla e interrumpen los procesos vitales de la vegetación con breves arrebatos de hostiles poses. Saqueadores secundarios llegan a continuación y succionan la savia y demás jugos de los muertos árboles y arbustos mediante enérgicas inversiones del elan vital. Ello crea una inquieta neblina de jugos florales separados de su fuente que se demora unos instantes antes de ser arrastrada hacia las profundidades de la selva por un gradiente de humedad; la tentación de huir de lo húmedo a lo seco es irresistible. En cuanto se va esta niebla, se inicia la verdadera pirogenia. Expertos igniagentes deambulan entre la preparada yesca. Se hallan en estado priofórico: brotan rápidas chispas en sus crujientes pelajes grises y halos eléctricos rodean sus cuerpos con relucientes envolturas gaseosas. Las chispas vuelan por la zona desecada, los árboles arden, la floración roja impera. El ardiente viento expulsa por delante a los animalitos de la destrozada jungla. Clay está pasmado por la eficacia del proceso.
—¿Cuál es vuestra meta final? —pregunta.
—Agrandar Fuego a tamaño planetario.
—Pero eso es incompatible con vuestro programa para expandir el territorio de Hielo.
—Lo es —admiten prontamente los Destructores.
—¿Cómo conciliáis este conflicto?
—Fuego crece hacia Hielo, Hielo hacia Fuego. Cuando los dos se encuentren consideraremos la revisión de nuestro programa.
—Y mientras tanto añadiréis tantas partes del mundo como sea posible a una zona u otra.
—Tu comprensión de la situación es magnífica —le aseguran.
Empujan a Clay para que siga andando, pasan por un paraje de enfriada ceniza y llegan a un lugar de la jungla donde las llamas estuvieron hace algunos días. No obstante, las callosas plantas de Clay notan el calor. Los restos de barro que cubren todavía la piel de Clay se ocultan bajo una capa de hollín. Sus dedos, lubricados por serviciales partículas de carbón, resbalan libremente uno contra uno. Clay percibe la violenta ráfaga del sector recientemente incinerado. Sensuales lenguas de fuego brotan del inflamado terreno. Inmensas ramas en llamas se rompen de vez en cuando y, con su roja mortaja, caen del techo de la jungla y alcanzan el suelo con chillonas salpicaduras de dilapidada energía. Los semblantes de los guías de Clay brillan de placer. El los observa recelosamente, esperando la oportunidad de huir. Pero los Destructores le conducen hacia el corazón de Fuego. Ahora le es imposible percibir algo que no esté quemado. Oye el sonido del aire que fluye para llenar nuevos vacíos. Ve montículos de carbonización por todas partes. Aquí hay un gran hoyo, de cientos de metros de diámetro, con las laderas erizadas de negra escoria y el fondo convertido en insondable cráter: no hay duda de que debe de ser la entrada del infierno. ¿Piensan arrojar a Clay ahí dentro? Él permanece con sus guías al borde foso. Hay siluetas en movimiento abajo, seres que caminan resueltamente por la pared del cráter, ennegrecidos, irremediablemente tiznados, y a Clay le es imposible determinar a qué especie pertenecen, como no sea la raza de los condenados. Debe de haber un mínimo de mil, todos solos y siguiendo una estrecha senda que recorre el sulfuroso abismo. Clay se concentra, se prepara, confía en salir como una flecha antes de que los dos Destructores le agarren y le arrojen a la sima. Pero sus acompañantes, al parecer, se han olvidado de él. Con cuidado, como fatigados montañeros, se acercan a la pared del foso y, avanzando de lado, poniendo un pie por debajo del otro, inician el descenso. De pie junto al borde, bajo un fulgurante cielo rojo, Clay observa su descenso. Al cabo de unos instantes no son mayores que perros, y fragmentos de carbón vegetal se aferran a sus lisos pelajes. Descienden serenamente, sin un solo resbalón, con el vigoroso y ágil cuerpo siempre erecto y en perfecto equilibrio. Una ráfaga de grisáceo humo sopla en la pared del cráter y los Destructores desaparecen. Cuando Clay los localiza de nuevo, están ya a gran profundidad, casi a la altura de los que se arrastran en las sendas inferiores, y sus cuerpos están llenos de pavesas. El olor a pelaje socarrado llega hasta Clay. Hay un estruendo dentro de la tierra. Una pálida llama brilla en lo alto. ¿Dónde están los Destructores? ¿Dónde están esos dos monos sucios que caminan entre las cenizas? ¿Dónde están esas ardillas carbonizadas? Clay ya no puede distinguirlos del resto; han ocupado sus respectivas órbitas entre los demás y se han confundido con la multitud. Bocanadas de espeso humo los ocultan. El cráter se enturbia y exhala nocividad.
Clay está solo.
Se aleja dando tumbos del foso y vaga por un chamuscado campo de rígida maleza, cardos y copetudas ortigas. El día acaba, y pronto la única luz es el tenue y sucio brillo de las humeantes brasas. Varios árboles caen estruendosamente a lo lejos. Enormes ramas caen con el suave y susurrante impacto de madera que ha ardido de dentro afuera: ramas oníricas, luz de sueño. Los pies de Clay aplastan los restos, que emiten un nostálgico sonido, vibrante y metálico. El universo está en un capullo de negra niebla. Clay ha sido transportado al núcleo de una estrella muerta, camina pesadamente entre cremada desolación. ¿Dónde está la música, ahora? ¿Dónde la belleza? ¿Dónde la gracia? ¿Dónde la brillantez? Este desolado mundo de fuego corroe su alma y abruma su cuerpo con negras partículas de ceniza. Un estridente fulgor, sombrío y cobrizo, punza sus ojos. Clay trata de no respirar. La brisa cambia y le arroja calor. Aquí la ceniza es polvo negro, denso y blando, que se levanta en asfixiantes vaharadas. Reina una salvaje lobreguez. El prodigioso esplendor multicolor de los días pasados con los Deslizadores parecen ahora simple fábula, un idílico eco que desaparece con rapidez en la chamuscada naturaleza de este lugar. ¡Las llamas bullen! ¡Los árboles crujen! Clay corre sin saber hacia dónde, impulsado por algún terrible tambor que resuena en la trama del tiznado cielo, ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
Aquí el ambiente es más frío y limpio.
El fuego no debe de haber estado por aquí últimamente. Clay siente cierta calma al penetrar en esta zona más pura. Al volver la cabeza, ve Gehenma por encima del hombro. Todo el cielo está enrojecido ahora, y una chimenea de llamas brota hacia las estrellas. El esqueleto del bosque conserva su negrura sobre el fondo de esta espantosa luz, pero los árboles se tuercen, las lianas se inclinan, aterrorizadas figuras corren de un lado a otro bajo las enfurecidas llamas. Clay aparta la mirada de esa escena. Sigue andando hasta que oye el sonido de agua que corre. ¿Qué alarmantes poderes tendrá este arroyo? Clay apenas se preocupa. Debe librarse de la suciedad. Con aire confiado se entrega al agua y se adentra en ella hasta que puede agacharse y hundirse hasta el cuello. El agua está fresca, procede de un lugar más placentero. Clay se frota la piel, desarraiga barro y ceniza. Sumerge la cabeza y limpia sus arenosos párpados. Se restriega el pelo para soltar todo cuanto se aferra a él. Finalmente sale del arroyo, refrescado. El agua no parece haberle cambiado, aunque ahora su piel brilla e ilumina la ruta. Clay prosigue su marcha. Implora haber escapado por fin de los Destructores.