Se sientan codo con codo en la oscuridad, hablan poco. Clay observa la procesión de las estrellas. Muchas veces el brillo es insoportable. En ocasiones Clay piensa en abrazar de nuevo a Hanmer, y debe recordar la revenida metamorfosis de su compañero. Quizás ese Hanmer hembra vuelva con el tiempo; su aparición en el escenario ha sido muy breve.
—¿Soy monstruosamente bárbaro? —pregunta Clay al existente Hanmer—. ¿Vulgar? ¿Bruto?
—No. No. No.
—Pero soy un hombre del albor. Una chapucera primera intentona. Tengo apéndice. Orino. Defeco. Tengo hambre. Sudo. Huelo. Soy un millón de años inferior a ti. ¿Cinco millones? ¿Cincuenta millones? ¿Ni la menor idea?
—Te admiramos tal como eres —le asegura Hanmer—. No te criticamos por lo que no has podido llegar a ser. Como es natural, quizá modifiquemos nuestro criterio cuando te conozcamos mejor. Nos reservamos el derecho a detestarte.
Se produce un silencio muy largo. Las estrellas fugaces hienden la noche.
—No pretendo disculparme —dice Clay por fin—, pero hicimos cuanto pudimos. Al fin y al cabo, dimos Shakespeare al mundo. Y… ¿has oído hablar de Shakespeare?
—No.
—¿Homero?
—No.
—¿Beethoven?
—No.
—Einstein.
—No.
—Leonardo da Vinci.
—No.
—¡Mozart!
—No.
—¡Galileo!
—No.
—¡Newton!
—No.
—Miguel Ángel. Mahoma. Marx. Darwin.
—No. No. No. No.
—¿Platón? ¿Aristóteles? ¿Jesucristo?
—No, no, no.
—¿Recuerdas la luna que este planeta tuvo en tiempos?
—He oído hablar de la luna, sí. Pero no de las otras cosas.
—Todo lo que hicimos nosotros se ha perdido, ¿no? Nada sobrevive. Estamos extintos.
—Te equivocas. Tu raza sobrevive.
—¿Dónde?
—En nosotros.
—No —dice Clay—. Si todo lo que hemos hecho ha muerto, nuestra raza ha muerto. Goethe. Carlomagno. Sócrates. Hitler. Atila. Caruso. Luchamos contra la oscuridad, y la oscuridad nos engulló a pesar de todo. Estamos extintos.
—Si eso es cierto —replica Hanmer—, entonces nosotros no somos humanos.
—No sois humanos.
—Somos humanos.
—Humanos, pero no hombres. Hijos de los hombres, tal vez. Hay una gran separación cualitativa. Un lapsus de continuidad demasiado grande. Habéis olvidado a Shakespeare. Recorréis los cielos.
—Debes recordar que tu período ocupa un segmento sumamente estrecho de la banda del tiempo —dice Hanmer—. La información apretujada en una reducida banda se vuelve confusa y se distorsiona. ¿Tal vez resulta sorprendente que tus héroes hayan caído en el olvido? Lo que a ti te parece una señal fuerte, para nosotros es simplemente un momentáneo brote de ruido. Nosotros percibimos una banda mucho más amplia.
—¿Estáis hablándome de anchos de banda? —pregunta Clay, perplejo—. ¿Habéis perdido a Shakespeare y conserváis jergas técnicas?
—He usado una metáfora, sólo eso.
—¿Cómo es posible que hables mi idioma?
—Amigo, tú hablas mi idioma —dice Hanmer—. Sólo existe un idioma y todos los seres lo hablan.
—Existen muchos idiomas.
—Uno.
—There are many languages.
—Sólo uno, que todos los seres comprenden.
—Ci sono molte lingue! Sprache! Langue! Språk! Nyelv! La confusión de las lenguas. Enchanté de faire votre connaissance. Welcher Ort ist das? Per favore, potrebbe dirigermi al telefono. Finns det någon här, som talar engelska? The train is just gone.
—Cuando la mente toca la mente —dice Hanmer—, la comunicación es inmediata y total. ¿Por qué necesitabais tantas formas de hablar unos con otros?
—Es uno de los placeres de los salvajes —dice Clay con amargura.
Clay forcejea con la idea de que todas las personas y todas las cosas están olvidadas. Nos definimos por nuestros actos, piensa. Mediante la continuidad de nuestra cultura significamos que somos humanos. Y todas las continuidades están rotas. Hemos perdido nuestra inmortalidad. Podríamos tener tres cabezas y treinta pies, nuestra piel podría transformarse en escamas azules, y la humanidad, mientras vivieran Homero, Miguel Ángel y Sófocles, viviría. Pero ellos han desaparecido. Si fuéramos globos de fuego verde, o capas rojas de una roca, o relucientes rollos de alambre, y sin embargo recordáramos quiénes habíamos sido, continuaríamos siendo hombres.
—Cuando recorrimos volando el espacio —dice Clay—, ¿cómo lo hicimos?
—Nos disolvimos. Ascendimos.
—¿Cómo?
—Disolviéndonos. Ascendiendo.
—Esa no es respuesta.
—No puedo darte otra mejor.
—¿Es una cosa que hacéis naturalmente? ¿Igual que respirar? ¿Como andar?
—Sí.
—De forma que os habéis transformado en dioses —dice Clay—. Todas las posibilidades a vuestra disposición. Voláis hasta Plutón cuando os conviene. Cambiáis de sexo a voluntad. Vivís siempre, o tanto como os plazca. Si deseáis música, podéis superar a Bach, todos vosotros. Podéis razonar como Newton, pintar como El Greco, escribir como Shakespeare, pero no os preocupa hacer eso. Vivís constantemente en una sinfonía de colores, formas y texturas. Dioses. Habéis llegado a ser dioses.
Clay se echa a reír.
—Nosotros lo intentamos —prosigue—. Me refiero a que sabíamos volar, podíamos llegar a los planetas, dominamos la electricidad, conseguimos extraer sonido del aire, erradicamos las enfermedades, escindimos los átomos. Para lo que éramos, no lo hacíamos tan mal. En nuestra época. Veinte mil años antes de mi época los hombres vestían pieles de animales y vivían en cuevas, y en mi época el hombre caminó por la luna. Vosotros ya habéis vivido veinte mil años, ¿no es cierto? Como mínimo. ¿Y se ha producido algún cambio real en el mundo en ese tiempo? No. Si te conviertes en un dios no puedes cambiar nada, porque ya has obtenido todo. ¿Sabes, Hanmer, que nosotros solíamos preguntarnos si era correcto seguir esforzándose? No conocéis a los griegos, por lo que tal vez no conozcáis la palabra hybris. Arrogante orgullo. Si un hombre sube demasiado alto, los dioses lo derribarán, porque hay ciertas cosas reservadas únicamente a los dioses. Ese hybris nos preocupaba mucho. Nos preguntábamos, ¿no estaremos siendo demasiado divinos? ¿Recibiremos nuestro castigo? ¿La plaga, el fuego, la tempestad, el hambre?
—¿Realmente teníais ese concepto? —pregunta Hanmer, en tono de verdadera curiosidad—. ¿Es tal vez nocivo aspirar a mucho?
—Sí.
—¿Un repugnante mito concebido por cobardes?
—Un concepto noble inventado por las mentes más profundas de nuestra raza.
—No —dice Hanmer—. ¿Quién podría defender esa idea? ¿Quién podría rehusar el mandato del destino humano?
—Vivíamos en tensión —replica Clay—, queríamos ascender y nos daba miedo subir demasiado alto. Y seguimos subiendo, aunque nos asfixiaba el miedo. Y nos convertimos en dioses. ¡Nos hemos convertido en vosotros, Hanmer! Pero ¿no ves nuestro castigo? Por culpa de nuestro hybris hemos caído en el olvido.
A Clay le complace su intrincada argumentación. Espera la réplica de Hanmer, pero no hay réplica. Poco a poco Clay se da cuenta de que su compañero ha desaparecido. ¿Aburrido por su charla?
¿Volverá? Todo vuelve. Clay pasará la noche allí mismo, sin moverse. Intenta dormir, pero nota que está totalmente despierto. No ha dormido desde su primer despertar aquí. Poco puede ver en esa estrellada negrura. Pero hay sonidos. El tono de una cuerda que restalla y vibra en el aire. Luego hay un ruido extraño, una vasta masa que varía su período de vibración. Después Clay oye seis columnas de hueca piedra que se alzan y golpean la tierra. Un agudísimo plañido. Un retumbo lúgubre e intenso. Una llovizna de perlinas gotas. Un gorgoteo de savia. Alas que se rozan. Un chapoteo. Un clinc. Un siseo. ¿Dónde está la orquesta? No hay nadie en los alrededores. Clay está convencido de hallarse dentro de un oscuro cono de soledad. La música se pierde a lo lejos, dejando únicamente algunos aromas errantes. Clay percibe una niebla que se acerca y le envuelve. ¿Hasta qué punto serán contagiosos los milagros de Hanmer?, se pregunta, y experimenta con la transformación de su sexo: tendido boca arriba en una resbaladiza y pizarrosa roca, Clay trata de dotarse de pechos. Rígido a causa de la concentración, intenta que crezcan montículos de carne en su pecho. Fracasa. ¿No sería más efectivo formar antes la estructura glandular interna de las mamas?, piensa, y trata de imaginar el aspecto de esa estructura, y fracasa. ¿Quizá sea imposible dotarse de glándulas femeninas sin antes liberarse de los órganos masculinos?, se pregunta, y durante un momento considera la posibilidad de terminar con ellos, pero duda y fracasa. Clay da por perdido el experimento del cambio de sexo. Después, pensando en recorrer las costas de Saturno, intenta disolverse y ascender. A pesar de que se retuerce, suda y gruñe, permanece desesperadamente material. Pero luego se sorprende él mismo cuando, en un instante de relajación entre esfuerzos, logra crear la nube de color gris claro de la disolución. Clay la estimula. Se entrega a ella. Cree que está consiguiéndolo y, con cautela, hace oscilar su periferia para intentar ascender. Indudablemente está sucediendo algo, aunque no muy parecido a lo que Clay conocía. Un untuoso fulgor verde le envuelve y se oyen irregulares chisporroteos. Y Clay está clavado al suelo. Se deja llevar por el miedo y recorre hacia atrás medio espectro antes de recobrarse un poco. ¿Fue concebido el hombre para hacer tales cosas? ¿No estará él aventurándose en territorio prohibido? ¡No! ¡No! ¡No! Clay se derrite. Se disuelve. Se agita como una sábana al viento, está a punto de despegar, es incapaz de lograr la separación definitiva del vínculo terrestre. Pero está muy cerca. Las luces remolinean en el firmamento: anaranjadas, amarillas, rojas. Clay siente intensos deseos de triunfar, y durante unos instantes cree que lo ha conseguido, porque tiene la sensación de que se suelta del suelo y brinca hasta el cielo… Suenan los platillos, fulguran los rayos, hay un tirón terrible, desquiciante, y ocurre algo extraordinario.
Clay comprende que no ha ido a parte alguna. En vez de eso, todo parece indicar que ha atraído algo al lugar donde está.
La cosa reposa junto a él en la pizarrosa roca. Es un esferoide liso y rosado, con apariencia gelatinosa pero firme, que ocupa una jaula rectangular de un metal plateado y pesado. Jaula y esferoide están entrelazados: los barrotes atraviesan el cuerpo en varios puntos. Una reluciente rueda de forma esférica sostiene el suelo de la jaula. El esferoide habla a Clay con un zumbante gorjeo. Clay no entiende nada.
—Pensaba que sólo había un idioma —dice—. ¿Qué estás diciéndome?
El esferoide habla otra vez; no hay duda de que está repitiendo el mensaje, pronunciándolo con más precisión. Pero Clay continúa sin entenderlo.
—Me llamo Clay —dice con una forzada sonrisa—. No sé cómo he llegado aquí. Tampoco sé cómo has llegado tú, aunque es posible que yo te haya traído por casualidad.
Tras una pausa, el esferoide replica ininteligiblemente.
—Lo siento —dice Clay—. Soy primitivo. Ignorante.
De pronto el esferoide adquiere una tonalidad verde oscuro. Su superficie se riza y tiembla. Una sarta de lustrosos ojos aparece y desaparece. Clay nota unos dedos fríos que penetran en su frente y acarician los lóbulos de su arrugado cerebro. En un vasto y repentino torrente recibe al alma del esferoide y entiende que éste le dice: «Soy un ser humano civilizado, nativo del planeta Tierra, arrancado de su ambiente natural por inexplicables fuerzas y conducido a este lugar. Estoy solo y triste. Quiero volver con mi grupo matriz. ¡Te lo ruego, ayúdame cuanto puedas, en nombre de la humanidad!»
El esferoide se aprieta a los barrotes de la jaula, claramente exhausto. Su forma se comba, pierde simetría, y su color se torna amarillo claro.
—Creo que comprendo lo que dices —replica Clay—. Pero ¿cómo quieres que te ayude? Yo también soy víctima del flujo temporal. Soy un hombre de los albores de la raza. Comparto tu soledad y desgracia, estoy tan perdido como tú.
El esferoide despide una luz débilmente anaranjada.
—¿Entiendes lo que digo?-pregunta Clay.
No hay respuesta. Clay llega a la conclusión de que esta criatura, que afirma ser humana aunque tenga una forma enteramente extraña, debe proceder de un punto de la curva del tiempo todavía más alejado, del futuro de la raza de Hanmer. La lógica de la evolución lo indica. Hanmer, al menos, posee brazos, piernas, cabeza, ojos y órganos genitales. Igual que las cabrunas bestias-humanas cuya época se halla entre la de Clay y la de Hanmer. Pero indudablemente ese ser, sin piernas, con su humanidad comprimida en algún fardo interno, es una extrema versión del modelo. Clay se siente vagamente culpable, cree que ha arrancado al esferoide de su grupo matriz en el transcurso de su chapucero esfuerzo para elevarse, pero además experimenta un temblor de orgullo por haber logrado eso, aunque no fuera su intención. Y es un placer encontrar a alguien más desplazado y confuso que él mismo.
—¿Hay alguna forma de que nos comuniquemos? —pregunta—. ¿Podemos atravesar esta barrera? Escucha, me acercaré. Abriré mi mente tanto como pueda. Debes disculpar mis deficiencias. Procedo de la Era Vertebrada. Más cerca del pitecántropo que de ti, seguro. Háblame. Where is the phone?
El esferoide recupera un tono parecido al rosado original. Y fatigadamente ofrece a Clay una visión: una ciudad de amplias plazas y relucientes torres en cuyas hermosas calles se mueven tropeles de esferoides rosas, todos con su rutilante jaula. Las fuentes lanzan cascadas de agua al cielo. Luces multicolores giran y se agitan. Los esferoides se encuentran, intercambian saludos, de vez en cuando tienden glóbulos protoplásmicos a través de los barrotes de las jaulas, en gestos parecidos a apretones de manos. Llega la noche. ¡Ahí está la luna! ¿La han reconstruido, incluso los cráteres? Clay examina el amado y cicatrizado rostro. Deslizándose como el ocular de una cámara, Clay pasa a un jardín. Rosas. Tulipanes amarillos. Narcisos, junquillos, jacintos azules en abundantes racimos. Un árbol con hojas familiares, otro, otro más. Roble. Arce. Abedul. De modo que esos espasmódicos y gigantes montones de blanda carne son anticuarios, y han reconstruido la vieja Tierra para su deleite. La visión fluctúa y se desintegra al caer una impenetrable cortina de remordimiento. Clay comprende que ha extraído una conclusión incorrecta. ¿Acaso los esferoides no son seres del incalculablemente remoto futuro? ¿Son, pues, descendientes del hombre a corto plazo? La visión vuelve. El esferoide parece más animado, le indica que está en la senda correcta. Sí. ¿Qué son los esferoides, la humanidad cinco mil, o diez mil; o veinte mil años posterior a los días de Clay, de una época en que robles, tulipanes, jacintos y luna existen aún? Sí. ¿Y cuál es la lógica evolutiva? No hay lógica. El hombre se ha dotado de nueva forma para complacerse. Esta es la fase esferoidal oval. Más tarde el hombre decidirá ser una vil cabra. Y más tarde todavía será Hanmer. Todos nosotros, barridos por el flujo del tiempo.
—Mi hijo —dice Clay. (¿Hija? ¿Sobrina? ¿Sobrino?)
Impulsivamente Clay trata de deslizar las manos entre los barrotes para abrazar al solemne esferoide. Recibe una descarga de fuerza que le lanza dando tumbos a muchos metros de distancia, y queda inmóvil, atónito, mientras cierta enredadera le envuelve los muslos con sus zarcillos. Clay recobra el ánimo poco a poco.
—Lo siento —susurra mientras se acerca a la jaula—. No pretendía entrometerme en tu espacio. Te ofrecía amistad.
El esferoide tiene ahora un oscuro color ámbar. ¿El color de la furia? ¿Miedo? No: disculpa. Otra visión llena la mente de Clay: esferoides con las jaulas juntas, esferoides que bailan, esferoides que se unen con viscosas hebras extendidas. Un himno al amor. Prueba otra vez, prueba, prueba otra vez. Clay extiende una mano. La mano pasa entre los barrotes. No hay descarga. La superficie del esferoide se frunce y se remolinea, y una fina proyección tentacular surge y agarra la muñeca de Clay. Confianza. Víctimas comunes del flujo temporal.
—Me llaman Clay —dice Clay, pensándolo con vehemencia. Pero la única respuesta del esferoide es una serie de vívidas instantáneas de su mundo. El lenguaje universal no debía estar aún inventado en la época del esferoide. Sólo puede comunicarse mediante imágenes.
—De acuerdo —dice Clay—. Acepto las limitaciones. Aprenderemos a arreglárnoslas.
El tentáculo le suelta. Clay se aparta de la jaula.
Se concentra en la formación de imágenes. Utilizar las abstracciones es difícil. ¿Amor? Clay muestra su imagen, de pie junto a una mujer de su raza. Abrazándola. Tocándole los pechos. Ahora están en la cama, copulando. Clay describe claramente la unión de los órganos. Subraya rasgos como vello corporal, olores, imperfecciones. Manteniendo la cópula de la copulante pareja, Clay crea una imagen adyacente de él mismo encima de Hanmer hembra, realizando el mismo rito. Luego se ve él mismo metiendo el brazo en la jaula y dejando que el tentáculo se enrolle en su muñeca. Capisce? Y ahora hay que mostrar confianza. ¿Gato y gatitos? ¿Niño y gatitos? ¿Esferoide sin jaula, abrazando a esferoide? Una repentina respuesta de angustia. Cambio de tonalidad: el color del ébano. Clay corrige la imagen y devuelve a los esferoides a sus jaulas. Indicios de alivio. Perfecto. Y ahora, ¿cómo transmitir soledad? Un hombre desnudo en extensos campos de extrañas flores. Fugaces sueños del hogar. Escena de una ciudad del siglo veinte: un lugar agitado, atestado, pero amado.
—Estamos comunicándonos —dice Clay—. Estamos consiguiéndolo.
La larga noche acaba. Con el azul celeste del amanecer, Clay ve toda una flora que no estaba allí con la puesta del sol: espigados árboles con ramas rojas, retorcidas espirales de pegajosas y vibrantes enredaderas, enormes flores de diámetro dos veces mayor que un bote de remos en cuyo interior oscilan y fluctúan borlillas que recuerdan matillos, esparciendo polen de diamantinas facetas. Hanmer ha vuelto. Se sienta con las piernas cruzadas al otro lado de la roca de Clay.
—Tenemos un compañero —dice Clay—. No sé si el flujo del tiempo lo atrapó o si yo lo arrastré hasta aquí. Estuve haciendo experimentos dentro de mi cabeza. Pero de todas formas él está…
¿Muerto?
El esferoide es un arrugado pellejo pegado a un lado de la jaula. Un goteo de iridiscente fluido ha teñido tres barrotes. Clay no consigue excitar la ya familiar imaginación del esferoide. Se aproxima a la jaula, introduce cautelosamente dos dedos y no recibe sacudida alguna.
—¿Qué ha pasado? —pregunta.
—La vida se va —dice Hanmer—. La vida vuelve. Lo llevaremos con nosotros. Vamos.
Caminan alejándose a la salida del sol. Sin tocarla, Hanmer empuja la jaula ante los dos. Ahora cruzan un bosquecillo de elevados árboles amarillos de cuadradas copas cuyas hojas rojas, suspendidas en espesos racimos, se retuercen como irritadas estrellas de mar.
—¿Habías visto seres como éste anteriormente? —pregunta Clay.
—Varias veces. El flujo nos trae todas las formas.
—He llegado a la conclusión de que también es una forma primitiva. Próxima a mi época, de hecho.
—Podrías tener razón —dice Hanmer.
—¿Por qué ha muerto?
—La vida se le ha escapado.
Clay va acostumbrándose a la forma de responder de Hanmer. Al poco tiempo se detienen en un estanque de fluido azul oscuro en el que nadan solemnemente doradas medallas.
—Bebe —sugiere Hanmer.
Clay se arrodilla junto al borde. Con la mano ahuecada coge un receloso puñado. Picante al gusto. El líquido le llena de viva y enorme tristeza, de un conocimiento de oportunidades perdidas y rutas no aprovechadas que en el primer instante amenaza abrumarle. Clay ve todas las posibles opciones que se presentan en cualquier momento, la infinidad de oscuras y confusas carreteras señaladas por ininteligibles letreros, y se ve volando por todos esos caminos al mismo tiempo, mareado, sumamente dilatado. La sensación concluye. O mejor dicho, la sensación se refina, adopta un carácter más preciso, y Clay comprende que posee el don de un nuevo medio de percepción, que él ha usado metafóricamente y no espacialmente. Clay bebe otra vez. La percepción se hace más profunda e intensa. Clay recibe vacilantes imágenes: once reptiles nocturnos que duermen en un somero túnel justo detrás de él, sangre que vibra como chispas en el interior del compacto cuerpo de Hanmer, la nebulosa amorfia de la putrefacta carne del esferoide, las frágiles entrañas de crustáceo de las doradas medallas que nadan. Bebe por tercera vez. Ahora ve la esencia de las cosas con más precisión todavía. Su zona de percepción se ha transformado en una esfera cinco veces mayor que su altura, con su cerebro en el centro. Examina la estructura del suelo: una capa de negro gredo sobre una capa de rosada tierra sobre una capa de embarullados guijarros sobre una capa de resbaladizos y ladeados bloques de granito. Clay mide las dimensiones del estanque y repara en la curva del suelo, matemáticamente perfecta. Calcula la tensión ambiental causada por el paso simultáneo de un trío de seres parecidos a pequeños murciélagos en lo alto y el crecimiento de seis células en las raíces de un árbol próximo. Clay bebe de nuevo.
—Aquí es muy fácil ser dios —dice a Hanmer, y observa el rebote de los tonos de su voz en la superficie del estanque.
Hanmer se echa a reír. Continúan andando.