Un día y una noche, un día y una noche y un día y el grupo penetra en un terreno de bosques y ríos, abrupto y quebrado, patrullado por bestias. Ciertas normas parecen muy queridas por la evolución. Clay ve algo que casi es un alce, aunque está coronado por un arbusto de verdes flores en lugar de astas. Ve un cuasioso, panzudo y carrilludo, raro únicamente por su dorso lleno de púas. Ve planas colas que golpean el agua, y piensa en castores, aunque sus poseedores tienen largos, serpentinos cuellos. Llama a un montículo de brillantes púas creyendo que es un puerco espín, a un centelleo de dientes y cola suponiendo que es un lince, a un temblor de largas orejas y cremosa piel imaginando que es conejo. Hay además muchos animales a los que Clay no encuentra parecido con las zoologías de tiempos pasados: un errante montón de peluda carne con cinco trompas equidistantes en su contorno, un ser azul y vertical que camina dando brincos apoyado en una sola y correosa pierna, un ave que no vuela con patas de gallo y hocico de cocodrilo, un escamoso reptil desprovisto de patas con tres cuerpos de serpiente unidos paralelamente y muchos más. Al proseguir la marcha, el tiempo empeora, cosa que asombra a Clay, porque el clima del lugar es claramente otoñal y él se ha acostumbrado a un mundo sin estaciones y zonas climáticas. Un frígido viento sopla hacia ellos. Marchitas hojas reciben los latigazos del crujiente viento. La luz solar es débil, sofocada. Los ruidos son más bruscos. Gruesos nubarrones abruman el horizonte.
—Estamos cerca de otro lugar desagradable —explica Hanmer.
—¿Cuál?
—Se llama Hielo.
El paraje llamado Hielo se presenta con enorme brusquedad. Una espesa cortina de apretados árboles con abultadas agujas azules, como las de un abeto canceroso, delimita la frontera entre el bosque y la espantosa zona. Los marchantes atraviesan estos árboles y salen al eterno invierno. Este incongruente fragmento de la vieja Antártida es igual que una mota de lepra en una tierna mejilla, podría decirse que está argamasado en un orbe más benévolo. Reina la blancura. Es un lugar que atonta, que deslumbra. El furioso resplandor punza los ojos de Clay y éste vuelve la cabeza.
—¿Estás segura de que no viniste a este lugar y lo confundiste con Muerte? —dice a Serifice.
—La muerte era mucho más blanca —replica ella—. Y ni con mucho tan fría.
Fría, Sí. Una criatura desnuda ante las furias polares. Clay se helará. Se convertirá en un pilar de hielo, con los ojos abiertos todavía, los labios muy apretados, los órganos genitales transformados en carámbanos.
—¿Debemos proseguir?
Hay límites. ¿Dónde encontrará él protección? El hielo es apretado y liso, una sábana sobre la tierra, con un terrible lustre que le da vida. Negras rocas, agrietadas y con colmillos, sobresalen del terreno. Hay estruendos y crujidos subterráneos, como ruidos de ocultos cañones. Clay oye los alaridos de parto de las hendeduras. Pero Hanmer se adentra en el hielo y los demás le siguen. También Clay. Dolorido. Congelado. La luz solar juega con el hielo, brinca sobre él y lo fuerza nada más tocarlo: azul oscuro aquí, amarillo limón allá, y en aquellos salientes el tinte es rojo, el matrimonio de sangre y luz. En el helado silencio entre sonidos subterráneos, masas de niebla envuelven a los viajeros y Clay, si bien da la bienvenida a la blanda y lanuda envoltura, teme separarse de sus compañeros y perecer en el frígido yermo. Porque él sabe que está extrayendo calor de sus amigos. Ellos le nutren mientras se desarrolla la travesía.
Aparecen siluetas en la niebla, en dirección opuesta: erectas criaturas bípedas, delgadas y alargadas, con piernas cortas y desproporcionadas y cuerpos que parecen toneles. Un grueso pelaje gris las cubre. Sus cuerpos son muy musculosos y sus enormes cuellos forman elevados pedestales para las altas cúpulas de sus cabezas. Sus bocas están bien dentadas. Las narices son fuertes y ganchudas. Los ojos, amarillo limón, reflejan malicia. Se asemejan un poco a gigantes nutrias adaptadas para andar. Pero también parecen hombres transformados para hacer frente a las especiales condiciones de Hielo. Clay teme a los recién llegados. Mira alrededor, busca a sus compañeros. Momentáneamente no los localiza y el pánico recalienta su alma.
—¿Hanmer? ¿Ninameen? ¿Ti?
Las grisáceas criaturas avanzan ociosamente, como si pasearan, pero no hay duda de que están acercándose, Son diez, en este momento, y se ven más en cuanto aparece una grieta en la espesa niebla blanca. Clay capta el olor de los desconocidos: acre, áspero, como lana dejada bajo la lluvia excesivo tiempo. Clay se siente absurdamente desnudo. Sabe que esas criaturas no son bestias salvajes, sino los hijos del hombre con otro disfraz más.
—¿Bril? ¿Angelon? ¿Serifice?
Algo cálido le toca el codo: un seno de Serifice. Clay vuelve la cabeza hacia ella, tembloroso.
—¿Los has visto? —musita.
—Naturalmente.
—¿Qué son?
—Son Destructores.
Así de simple, con suma naturalidad, con plena aceptación.
—¿Humanos?
—A su manera, sí.
—Me asustan.
Serifice se echa a reír.
—¿Tú, que discutiste con los Devoradores, te asustas de esto?
—Un Devorador no es nada salvo dientes, garras y fanfarronadas —dice Clay—. Y estos…
Escucha el conocido sonido de llanto que se arrastra en la niebla.
—Sí —dice Serifice—. Son siervos de Mal.
Sopla una violenta ventolera. Clay se acurruca, se tapa la cara y los riñones. La niebla le envuelve cada vez más. Mal cloquea. El sol, que se desliza sobre el helado terreno, resbala bajo la densa niebla y baña a Clay con tonos azulados, lustrosos verdes y aterciopelados negros. Él percibe una llamarada de dorado fuego, y a continuación desaparece la luz.
—¿Serifice? —grita.
La busca a tientas. Mis labios deben de estar amoratándose. Mis orejas. Mis dedos. Clay piensa que podría partir su congelado pene con un golpe seco. Y sus cristalinos testículos. Arrastra los pies, el hielo es un espejo, frío y liso vidrio.
—¿Hanmer? ¿Bril?
Disolverse, ahora. Volar, saltar al espacio, revolotear entre las estrellas…, en cualquier parte, donde sea, pero no aquí. ¿Cuál será la extensión de Hielo? Este fragmento de plaga. Esta frígida tacha. El llanto cobra fuerza, destroza el corazón. ¿Tan profundamente apenado está Mal? ¿Por qué? ¿Por quién?
—¿Ti? Ti, ¿dónde estás? ¿Y los demás? ¿Ninameen?
Quiere alcanzarlos con la mente, tender un zarcillo de súplica alrededor de uno de ellos y arrastrarlo hacia él. Clay es demasiado vulnerable. El frío es real. Sus amigos son someros, mercuriales, olvidadizos; perdieron al esferoide al regresar de las estrellas y no comentaron el hecho. Es posible que ni siquiera sean sus amigos. ¿Dónde están? ¿Por qué le han traído a este sitio? El olor a lana podrida, más fuerte ahora, rancio, horrible… Clay recuerda estanques, valles, prados, ríos, la fragancia de exóticas flores, el dulce sabor de misteriosas aguas. Recuerda cuando entró en la cálida y húmeda ranura de Ninameen. Recuerda antiguos éxtasis y anteriores comodidades. Avanza dando tumbos y tropieza con su propio pie. Cae de bruces; el cuerpo le arde del pecho a los muslos, en todos los puntos donde toca el hielo. Orejas incrustadas de sollozos. Clay limpia el hielo de su piel. El mundo está oscureciéndose. La luz retrocede succionada hacia el oeste, despojando de color al campo de hielo, a la niebla, al cielo. Y en la negrura surgen nuevos colores. Explota la aurora; pálidos chorros eléctricos brotan como una cascada de un agujero del cielo y tienden ardorosas franjas alrededor de Clay hasta formar una telaraña de róseo color de oro. Juguetones temblores atormentan la nueva noche. Pero hay calor en la belleza de la tormenta. Clay se levanta, extiende las manos, trata de coger la aurora y vestirse con ella. Dobleces y escarceos en la noche. Gris perla, turquesa, esmeralda, limón, cereza… Los martillos arrancan sonidos de un millón de yunques. Chillonas voces. Mal llora gozosamente. Clay sigue andando. Ahora sabe que los Deslizadores le han abandonado a la ventura, y ello apenas importa. El miedo no le ha dejado, pero Clay lo ha envuelto en una cápsula y lo lleva en el pecho igual que un quiste. Ama el hielo. Ama el frío. Ama la noche. Ama el fuego de los cielos. Ama a los que destruyen. Ama su miedo.
Un círculo de Destructores le rodea ahora.
Los ve con claridad gracias a las llamaradas de la aurora. Ligeramente más altos que él, pero mucho más corpulentos, porque sus músculos son enormes y bajo la piel hay gruesas capas de grasa. El grisáceo pelaje es muy apretado y sedoso. Sus zarpas parecen tener uñas retráctiles. Son eficaces máquinas de muerte, compactos y aerodinámicos. No se trata de grotescos monstruos hinchados como los Devoradores, tan terribles que resultan cómicos, sino más bien la esencia de la fuerza animal, sin exageraciones, amenazadores. Clay los considera ahora menos parecidos a nutrias que a carcayúes. Pero su porte es humano, igual que la fría luz de conocimiento que hay en sus ojos. Están frente a él, pacientes, inmóviles, con los grandes y voraces brazos colgando por debajo de las rodillas. ¿Qué quieren? ¿Simplemente devorarle? Se trata de auténticos carnívoros. Clay ve su cuerpo tendido en esta primitiva llanura de hielo, con los intestinos fuera, humeantes, hígado y pulmones incandescentes, mientras los Destructores pelean por su páncreas, por sus riñones, por su aorta, por su bazo. Pero ese destino parece trivial en exceso. Clay los pone a prueba, hace una finta hacia la izquierda, luego gira como si quisiera abrir brecha en el círculo. Los reflejos de los Destructores son, tal como espera él, superiores a los suyos: con una respuesta apenas visible, los otros cierran el hueco y permanecen como antes.
—¿Sabéis hablar? —pregunta Clay—. ¿Me entendéis? ¿Sabéis quién soy?
Finos labios negros se tuercen para formar inconfundibles sonrisas.
—Un hombre —dice Clay—. Especie ancestral. Forma primitiva. El flujo del tiempo me trajo aquí. Los Deslizadores me escoltaron. No estoy adaptado ni especializado, nada me sirve excepto el cerebro, y poca ayuda es ésa cuando estás desnudo en un campo de hielo. ¿Me entendéis? ¿Podéis hablar?
Los Destructores no dicen nada.
Clay se precipita hacia delante, sin finta alguna, simplemente tratando de romper el cerco y huir. Aún es posible que localice a Hanmer, que salga de este lugar. Durante un instante cree que los Destructores le dejarán pasar, pero cuando quiebra la circunferencia del grupo uno de ellos le coge por el brazo tranquilamente y lo devuelve al círculo. Van empujándole alrededor de éste. Clay es abrazado por uno, por otro, por otro…, un rápido abrazo de oso, sin rasgos de afecto, más un gesto de burla que de amor. Ahora Clay percibe claramente la fuerza física de aquellos seres: él es un montón de paja en sus manos. El olor que despiden infla su cráneo. Clay se marea. Cae. Deja de notar el frío. Le parece muy natural yacer desnudo en el hielo. La aurora se apaga. La noche triunfa. Los Destructores se echan a reír y ejecutan una torpe danza, y ladran a la ausente luna. La mañana podría no llegar nunca.