Finalmente Clay sale del estanque de Quoi. Ha pasado un rato pacífico e instructivo, y aparte de algunos impulsos de rebeldía que le han dominado en inesperados momentos, él se ha adaptado bien, tanto a su metamorfosis como al estático carácter de su sumergida existencia. Se ha gozado en sus frecuentes comuniones con Quoi y en lo que ha visto, a través de Quoi, de los otros miembros de esa especie dispersos por el mundo. Pero ahora sabe que es hora de irse. Sube a la superficie y se detiene ahí un instante, con la cabeza hacia abajo y la espalda doblada, haciendo acopio de fuerzas. Y con un rápido y convulso esfuerzo sale del agua.
Se queda jadeante en la orilla durante lo que parece largo tiempo, mientras el agua abandona su organismo. Por fin decide que está dispuesto a admitir aire en sus pulmones, pero el oxígeno le abrasa terriblemente al precipitarse hacia su garganta, y Clay lo expulsa. Más precavido, imagina su cabeza envuelta en vidrio y hace que las moléculas se separen con gran precisión, de forma que una pizca de aire se desliza por el hueco, luego otra, y otra más, hasta que el casco está lleno de agujeros y el flujo de aire es continuo. Clay respira con normalidad. Se levanta. Se ofrece a la luz del sol. Se adentra un metro en la charca y mira hacia abajo: quiere localizar a Quoi y despedirse. Pero sólo ve una masa vaga y oscura en las profundidades. Agita las manos.
Al alejarse del estanque, Clay ve a Hanmer sentado en una flor negra en forma de gigantesca taza.
—Liberado del cautiverio —dice Hanmer—. Respiras aire otra vez. Te echamos de menos.
—¿Cuánto tiempo he tardado?
—Mucho. Has disfrutado ahí abajo.
—Quoi fue muy amable. Excelente anfitrión —dice Clay.
—Si no te hubiéramos llamado, jamás habrías salido de ahí —dice Hanmer con una queja en su voz.
—Si no hubierais permitido que los hombres cabra me incordiaran, yo no habría caído en el estanque.
Hanmer sonríe.
—Cierto. ¡Bien contestado, a fe mía!
—¿De dónde has sacado ese verso?
—De ti, naturalmente —responde suavemente Hanmer.
—¿Entras y sales de mi mente cuando te apetece?
—Naturalmente. —Hanmer salta ágilmente de la taza floral—. En cierto sentido, Clay, eres un invento de mi imaginación. ¿Por qué no debo invadir tu cabeza? —Se acerca a Clay, pega su cara a la de éste e inquiere—: ¿Qué estuvo haciendo contigo ese viejo Quoi?
—Enseñándome cosas sobre el amor. Y aprendiendo de mí.
—¿Le enseñaste algo?
—El amor tal como era en mi época, sí. Tal como era para nosotros.
Centellean colores en el rostro de Hanmer. Cierra los ojos un momento.
—Sí —dice por fin—. Se lo has contado todo, ¿verdad? Y ahora lo sabrá el mundo entero, todos los Respiradores te conocerán a la perfección. No deberías haber hecho eso.
—¿Por qué?
—No puedes ir vomitando tus secretos por todas partes. Sé un poco discreto, hombre. Tienes obligaciones conmigo.
—¿Sí?
—Yo, como tu guía autoelegido —dice Hanmer—, tengo ciertas responsabilidades respecto a cualquier revelación que te interese hacer. Recuérdalo. Ahora acompáñame.
Hanmer se aleja, mostrando su enfado en su tajante paso. Clay, irritado por los autoritarios modales de su compañero, siente la tentación de no seguirlo. Pero numerosas preguntas sin respuesta obstruyen su garganta; corre tras Hanmer y lo alcanza en unos instantes. Caminan en silencio uno al lado del otro. Por delante se extiende una doble pared de riscos rojos, y en medio hay una estrecha llanura. La vegetación dominante en ésta es una sinuosa planta similar a un cordón que se alza del suelo en una serie de deshojadas frondas individuales de poco más de un metro de altura; las frondas son blandas, fluctúan bajo la brisa, y son tan transparentes que Clay tiene dificultades para verlas como no sea desde determinados ángulos. Se asemejan a hileras de claras algas marinas agitadas por las mareas. Cuando Clay se acerca, las plantas se llenan de color momentáneamente, se inundan de un profundo baño de color rojo púrpura que, con idéntica rapidez, mengua hasta la transparencia. Ya está caminando en el bosquecillo, abriéndose paso entre las tímidas plantas, cuando Clay ve que Ninameen, Serifice, Bril, Angelon y Ti están acampados entre las frondas.
—¿Siempre estáis así? —pregunta Clay a Hanmer—. ¿Tomando el sol, errando de valle en valle, bailando, cambiando de sexo, celebrando rituales, tomando el pelo a los extraños? ¿No estudiáis nada? ¿No representáis obras de teatro? ¿No cuidáis jardines? ¿No componéis música formal? ¿No examináis las grandes ideas?
Hanmer se echa a reír.
—Sois la cumbre de la evolución humana —dice enérgicamente Clay—. ¿Qué hacéis? ¿Cómo llenáis vuestros miles y millones de años? ¿Basta con bailar? Quoi os llamó Deslizadores. Creo que pensaba que erais someros. ¿Os juzga mal? ¿Qué rasgo os sitúa por encima de plantas y animales? ¿Es tan simple la estructura de vuestra vida como me habéis hecho creer?
Hanmer se vuelve. Pone las manos en los hombros de Clay. Sus ojos carmesíes reflejan tristeza.
—Todos te amamos —dice—. ¿Por qué estás tan agitado? Considéranos tal como somos.
Ninameen, Ti y el resto de Deslizadores se abalanzan sobre Clay, parloteando como niños contentos. Todos excepto Angelon han adoptado la forma masculina. Clay no tiene dificultades, esta vez, para reconocerlos.
—¿Por qué has estado tanto tiempo con el Respirador? —inquiere Serifice.
—¿Estabas enfadado con nosotros? —pregunta Bril.
—Está preocupado porque nosotros vivimos eternamente —dice Hanmer.
Serifice se extraña. Sus ventanas nasales aletean, su boca se abre y se cierra. Toca el codo de Clay y le dice:
—Explica la muerte.
—¿Por qué debo explicar algo? ¿Qué me explicáis vosotros?
—¡Hostilidad! —grita Ti—. ¡Beligerancia! —Parece encantado.
—No, no —dice suavemente Serifice—. Quiero aprender. ¿Te ayudará esto? —Y Serifice adopta la forma femenina. Roza a Clay con sus menudos senos—. Háblame de la muerte-murmura, acariciándole el pecho.
Clay piensa en la chica rubia que gime y jadea mientras él la seduce para ir a la cama de la habitación del motel, y no le excita en absoluto la grotesca y extraña criatura de piel verde y oro que se retuerce junto a él. Bulbosos ojos rojos. Articulaciones universales. Cara de pez. Remotísimo hijo del hombre.
—Muerte —ronronea Serifice—. Ayúdame a entender la muerte.
—Has visto la muerte aquí —dice Clay, eludiendo las caricias de Serifice—. El esferoide… de pronto se arrugó en su jaula. Eso es muerte. El fin de la vida. ¿Qué más puedo decir?
—Eso sólo fue temporal —objeta Serifice.
—Pero fue muerte, cuando sucedió. Si quieres saber más, ¿por qué no hablas con el esferoide?
—Lo hicimos —dice Ti—. No nos comprendió.
—Se fue y luego volvió —dice Angelon—. No pudo explicarnos nada más.
—Ni puedo yo. Escuchad, suponed que yo saco un pez de un río y me lo como. El pez muere. Eso es la muerte. Dejas de ser lo que eres. Después no te enteras de nada de lo que pasa.
—Un pez no se entera de mucho antes —objeta Serifice.
—¿Cuántas veces morían las personas como tú? —dice Bril.
—Una. Sólo una. Cuando te parabas, no volvías a empezar.
—¿Era así para todos?
—Para todos.
—¿También para ti?
—Yo fui atrapado por el flujo del tiempo antes de morir. Al menos, eso pienso. Por lo que yo sé, todavía estaba vivo cuando pasé de entonces a ahora. Por eso no soy experto en muerte.
—Viste morir a otros —insiste Serifice.
—Alguna vez. Pero no fue una cosa educativa. Sus ojos dejaban de ver. Sus corazones dejaban de latir. No respiraban, no pensaban, no se movían, no hablaban. No tengo la menor idea sobre la impresión de ellos, los que estaban muertos o muriendo.
—¿Sentíais su ausencia?-pregunta Serifice.
—Bueno, sí, cuando eran personas que conocías íntimamente, o alguien famoso, un artista, un médico o un político que en cierto modo formaba parte de tu vida. Notabas que te faltaba algo. Pero también millones de desconocidos fallecían todos los días, y no causaban impacto alguno en los que no morían…
—Se iban del mundo. Los que no se iban sentían lógicamente su ausencia. ¿Sí? —pregunta Bril.
—No. Escucha, ¿estás preguntándome si todos estábamos relacionados como los Respiradores, como supongo que estáis vosotros, de modo que la muerte de un hombre nos menguaba a todos? No estábamos relacionados. Es decir, salvo en sentido metafórico. Cada uno de nosotros era una isla. Cuando nos enterábamos de la muerte de alguien, y era alguien que conocíamos directa o indirectamente, sentíamos una pérdida, cierto, pero necesitábamos que nos informaran, que nos ofrecieran la información en palabras, ¿comprendéis?
Todos le miran fija y solemnemente. Blancas lenguas se deslizan entre sus finos labios. Los Deslizadores hunden las puntas de sus dedos en el blando suelo en un claro gesto de consternación.
—Me comprendéis —dice Clay al ver la repentina lobreguez de sus compañeros—. Claro que me comprendéis. Si Hanmer es capaz de extraer un verso de Shakespeare de mi cabeza, vosotros también podéis extraer la naturaleza de la condición humana. No es preciso que me hagáis estas preguntas. Vosotros comprendéis.
—Explícanos —dice Angelon, arrodillada y con la cabeza doblada entre las rodillas- cómo vivíais sabiendo que tendríais que morir.
Clay medita la pregunta. Finalmente responde:
—La mayor parte de la gente lo aceptaba bastante bien, como algo que escapaba a su control. Lo necesario era apiñar tanta vida como fuera posible en el tiempo de que disponías, no malgastarla, encontrar alguien a quien amar y algo que construir, ganar la inmortalidad de la mejor manera posible, creando algo o alguien, y conservándote sano para prolongar al máximo tu vida. Y en realidad creo que el tiempo disponible bastaba casi para todos. Hacia el final, sospecho, un hombre normal había tenido todo lo que deseaba de la vida; su cuerpo funcionaba más despacio y seguramente estaba enfermo muchas veces, incluso tenía frecuentes dolores… ¿Sabéis lo que es la enfermedad? ¿Conocéis el dolor? Y ese hombre, simplemente, estaba pasando por la misma rutina de siempre, estaba fastidiado por ella: levantarse, comer, trabajar y dormir. Y su familia crecía y se alejaba de él y, bueno, sospecho que el final no era tan duro. Como es lógico, había filósofos y artistas que pensaban poder dar más cosas al mundo, y éstos no querían morir. Y había otros que se conservaban ágiles y vigorosos en la vejez, y tenían mucho más que ver, y personas cuya curiosidad era comoun fuego, que ansiaban saber qué pasaría el año próximo y el siguiente y así hasta la eternidad, y también éstos lamentaban tener que irse. Y por otra parte había muchos que eran arrebatados demasiado pronto, antes siquiera de que hubieran empezado a vivir, los que morían en accidentes o sucumbían a enfermedades infantiles o caían en el campo de batalla. Y esto era auténtica injusticia. Pero yo creo que, en conjunto, al cabo de sesenta o setenta años el ser humano normal estaba dispuesto a morir, y quedar desconectado no era una terrible afrenta para su ego. ¿Comprendéis algo de todo esto?
—¿Sesenta o setenta años? —dice Serifice.
—Lo que se vivía normalmente. Ochenta años no era anormal. Algunas personas llegaban a noventa. Más de eso, pocas.
—Sesenta o setenta años —dice Serifice—. Y luego te detienes para siempre. Qué hermoso. Qué extraño. ¡Como las flores! Ahora te entiendo claramente. Tu sufrimiento. Tu extrañeza. Tu reserva. Clay, te amamos más. ¡Nos das tanto placer! —Serifice aplaude—. ¡Escucha! En tu honor, Clay: trataré de morir.
—Espera —responde el asombrado Clay—. Escucha…, no… Ella se va corriendo, por el campo de ondulados y transparentes tallos. Los demás Deslizadores, sonriendo serenamente, se acercan a Clay, que sigue mirando atónito a Serifice. Varios le tocan la piel. Efectúan un ajuste secundario en el interior de Clay para que pueda ver como ellos, y Clay percibe la unión de los seis, la séxtupla unidad Ti-Bril-Hanmer-Angelon-Ninameen-Serifice, seis almas que vibran en una sola y brillante suspensión.
Como una araña, usando infinidad de activas patas, Serifice trepa por la abrupta faz del risco rojo de la izquierda. Pierde la paciencia en los últimos metros del ascenso y flota hasta la parte superior del risco; se detiene a tres metros sobre el suelo, apoyada en un diáfano y reluciente clavo de aire. Serifice empieza a girar sobre su eje vertical. El resto de la séxtuple unidad inicia un cántico, y una nube amarilla de música se forma alrededor de Serifice, una nube salpicada por fugaces y rojos tajos de disonancia. Serifice agita los brazos. Su semblante está transfigurado por el gozo. Su velocidad axial aumenta. El momento angular crece. Al girar, Serifice teje una red de vidrio que, inexorablemente, arrastra a Clay hacia la unidad de los Deslizadores. Él apenas puede ver a la hembra ahora, excepto en raros momentos, cuando ella intercepta el sol en un ángulo preciso y estalla en llameante visibilidad, un torbellino, una vorágine de extática conciencia. Serifice gira. Gira. Gira. Gira. Gira. Gira. Ahora, mientras remolinea todavía más vertiginosamente, su realidad esencial empieza a quebrarse. Serifice fluctúa caprichosamente entre la forma femenina y la masculina. ¡Ella! ¡Él! ¡Ella! ¡Él! ¡Suya! ¡Suyo! ¡Suya! ¡Suyo! ¡Ella! ¡Él! ¡Ella! ¡Él! ¡Ella! ¡Ella! ¡Ella! ¡Él! ¡ Él! ¡ Él! ¡Nosotros! ¡Ellos!
—¡No, Serifice! —chilla Clay.
Las sílabas, mientras salen de sus angustiados labios, se transforman en hilos de fino cristal con cuentas prismáticas ensartadas y, al volar lejos de Clay, forman cuerdas que cubren la distancia hasta Serifice. Pero él no puede hacerla caer en el lazo. El amarillo canto de los seis es emitido ahora por las romas y azuladas saetas de un cántico que pertenece únicamente a Serifice. ¡Ella! ¡Él! ¡Ella! ¡Él!
Pop.
El tejido del aire se quiebra y hay un agudo sonido, el silbante ruido de algo que se mueve como una exhalación. Clay cae al suelo, se frota la frente en la guijosa tierra y se agarra, en busca de ayuda a dos transparentes frondas que fluctúan suavemente. Un insistente pensamiento machaca sus sienes: Cinco, cinco, cinco, cinco, cinco. ¿Dónde está Serifice? Serifice ha ido a descubrir cómo es la muerte. Quedan Ninameen, Ti, Bril, Angelon y Hanmer. Retumba el trueno. El cielo se vuelve anaranjado. Serifice se ha ido y el resonante latigazo de su desesperación sumerge a Clay en una violenta oscilación, le vuelve cabeza abajo hasta que el valle y las tiernas algas se esfuman y él queda suspendido sobre un agostado desierto, tierra roja, anaranjada y blanca bajo el abrasador sol, con sibilantes crujidos de electricidad estática que brotan de las torturadas arenas. Ahí pende Clay, enfrentado al hecho del suicidio de Serifice, hasta que Hanmer, en la forma femenina, lo encuentra y, con suma suavidad, lo devuelve al lugar que le corresponde.
—¿Y Serifice? —pregunta Clay.
—Serifice está instruyéndose en la muerte —musita Hanmer.